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La fontana de oro/XIV

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«¿Qué busca usted?, ¿quién es usted?, ¿qué hace usted aquí?».

-¿No me conoce usted? Soy el que hace unos días le trajo a usted muy mal parado a su casa, y venía a ver si estaba usted ya completamente restablecido.

-Sí, señor: estoy bueno -contestó bruscamente; y entrando en la sala, a donde le siguió el joven-: ¿no se ofrece nada más?

-Nada más, y me retiro: acabo de llegar -dijo con afectada naturalidad el militar-. Me retiro repitiéndole que me intereso mucho por su salud.

-Bien: ya me lo dijo usted el otro día -respondió Coletilla dirigiendo miradas recelosas a Clara y a Pascuala.

-¿Y no me manda usted nada?

-Nada más sino que me deje usted en paz. ¿No va usted a la procesión? Está muy lucida.

-No estoy para procesiones.

-¿Le gusta a usted saber lo que pasa en las casas de los realistas? -añadió el anciano con el acento amargo y receloso propio de su carácter-. Aquí no se conspira. Y si yo conspirara, lo haría de modo que no vinieran a sorprenderme los lechuguinos de la Milicia Nacional.

Clara estaba temblando. Le parecía que el militar, ofendido por aquel insulto, iba a desenvainar el tremendo sable que llevaba en la cintura y a descargarlo sobre la cabeza del realista. Pero aquel sonrió desdeñosamente, y dijo:

«Amigo, veo que me juzga usted mal. Puede estar seguro de que no me ocuparé en delatarle. ¿Qué daño puede hacer usted?».

-¿Yo?... daño... -respondió el fanático con una mueca feroz, que en él equivalía a la sonrisa.

-Poco será el que usted haga y por poco tiempo. Eso se lo juro a usted. Con que voy a hacerle el favor de marcharme. Adiós.

Dirigiose a la salida, no sin tratar de expresar a Clara con una mirada lo que antes le había dicho con muchas palabras, es decir, que confiara en él y esperara. Hubiera querido verse acompañado de la joven hasta la puerta; pero la infeliz no se atrevió. Cuando el militar estuvo fuera, Coletilla se volvió a Clara, y con irritados ademanes le dijo:

«¿Hace mucho que entró aquí ese hombre?».

-No, señor: un momento antes de usted llegar -respondió temblando Clara.

-¿Y por qué le habéis abierto? ¿No dije que no abrierais a nadie?

-Venía a preguntar por usted.

-¿Por mí? Ya... -contestó Elías con furia-. Algún espía del Gobierno. Pero ya me figuro la verdad. Este es algún mozalbete que te hace la corte.

-¿A mí? No, señor. Si no le conozco, no le he visto nunca -dijo Clara temblando.

-Pues yo le he visto rondando esta calle. Sí, señora, le he visto. No me lo niegues. ¡Tú tienes tratos con él, tú le has hablado, tú le has dado cita aquí!...

Clara no había visto nunca a Elías tan encolerizado contra ella. Las inculpaciones que le hacía ofendieron tanto su inocencia, que en aquel momento sintió lo que nunca había sentido: una secreta aversión hacia aquel hombre.

«Yo he sido un padre para ti, Clara; pero tú no has sabido apreciar mi protección -continuó Coletilla con encono-. Tú eres una ingrata, una mujer sin juicio; abusas de la libertad que te doy, abusas de mi alejamiento de la casa. Pero yo te juro que te enmendarás. Es preciso que hoy mismo tome la determinación que había pensado. Sí, hoy mismo. Ahora mismo».

-Le digo a usted que no sé quién es ese hombre; que hoy ha entrado aquí a preguntar por usted. No sé quién es ni me he ocupado nunca de semejante persona.

-Hipócrita, ¿piensas que creo en tu aire de mosquita muerta? Fíese usted de las niñas apocaditas. Pero tus travesuras se concluirán, Clara. Ya no comprometerás otra vez mi reposo como hoy. Yo estoy siempre fuera, y no quiero que durante mi ausencia se convierta esta casa en un infame garito.

Clara no podía creer aquellas palabras. Ya sabemos que era poco ducha en contestar cuando el terrible anciano la reprendía. Y esta vez su honor ofendido no encontró tampoco las palabras que en aquella situación convenían. Negó y lloró tan solo, argumento que el realista tomó como la última expresión de la hipocresía y el engaño.

-Prepárate, Clara, a salir de aquí. No mereces los sacrificios que he hecho por ti. A ver si ahora compras florecitas y arreglas cintajos para coquetear en la ventana. Vas a vivir de aquí en adelante en compañía de unas personas cuya protección no mereces tampoco. Pero estas son tan caritativas, que te admitirán por consideraciones a mí. Prepárate. Esta tarde mismo voy a llevarte a casa de esas señoras, y allí vivirás. Ellas te enseñarán a ser mujer de bien, y allí veremos si vuelves a tus locuras, veremos si te apartas del buen camino. Vivirás con ellas; las ayudarás y servirás en sus labores, y te enseñarán lo que no puedes aprender en mi casa, sola y sin guía.

-¡Las señoras de Porreño! -pensó Clara con horror-; aquellas tan erguidas y finchadas, que le daban miedo siempre que le hablaban, dejándole una impresión de tristeza que no podía borrar en muchos días.

-Estas ideas del día -continuó Elías como hablando solo-, pervierten hasta a las muchachas más recatadas. ¡Estas ideas del día, esta lepra social!... ¡se difunde sin saber cómo!... ¡penetra en todas partes! ¡Quién lo había de decir!... Ya se ve... Sola en esta casa... Irás, Clara, en casa de esas señoras. Ten presente que no lo mereces, porque ellas son personas muy principales y virtuosas, libres del contagio del día. Haz cuenta que entras en un santuario.

No había remedio. La fatal determinación, que, sin conocerla, había asustado tanto a la huérfana, estaba irremisiblemente tomada. Clara se iba a vivir con aquellas misteriosas señoras, en cuya casa, según Coletilla decía, no habían penetrado las ideas del día. Hacía tiempo que él tenía este deseo para vivir más a sus anchas; pero nunca se hubiera atrevido a proponerlo a las tres venerables matronas, si estas, con una generosidad que él no se cansaba de admirar, no se lo hubieran indicado. Era ya cosa resuelta; así es que Coletilla, al ocurrir la escena que hemos referido, no quiso retardar ni un momento la determinación y partió a casa de sus amigas a darles aviso, dejando a Clara entregada al dolor más profundo.

Digamos algo de las relaciones que anteriormente había tenido Elías con aquellas tres nobilísimas damas.

A fines del siglo era Elías mayordomo mayor de la casa de los Porteños y Venegas. La ruina de esta histórica casa data de aquella misma época. Don Baltasar Porreño, Marqués de Porreño, que había sido consejero íntimo de Carlos IV, entabló un pleito con un pariente suyo, descendiente de los Marqueses de Vedia. Este pleito duró diez años, y en él perdió Porreño casi toda su fortuna, contrayendo deudas espantosas. Después tuvo la desdicha de sostener a Godoy en la conspiración de Aranjuez, y caído Carlos IV, el Príncipe heredero no perdonó medio de hacerle daño. Su hermano don Carlos Porreño cometió el despropósito de afrancesarse durante la guerra, y la protección de Junot y de Víctor no sirvieron sino para que fuera después condenado a perpetua proscripción.

Aquella casa ilustre y poderosa llegó al extremo de la ruina con la muerte del Marqués; los acreedores embargaron sin respetar los preclaros timbres de la familia, y después de liquidadas las cuentas e inventariados los bienes muebles e inmuebles, no les quedó a los herederos sino una miseria. A la vuelta de Francia, Fernando olvidó que el Marqués de Porreño había sido su enemigo en la conspiración de Aranjuez, y concedió una pensión a su hermana. El hijo varón del Marqués había muerto en el viaje, navegando hacia América, y de la casa antigua y poderosa no quedaron más que tres señoras, a saber: la hermana y la hija del Marqués de Porreño, y la hija de su hermano don Carlos, que siguió a Napoleón, y murió, según se decía, en Praga, al volver de la campaña de Rusia.

Después del triste fin de la casa, Elías siguió fiel a sus antiguos amos. Al volver de la guerra, se presentó a aquellos tres gloriosos vestigios y les ofreció de nuevo sus servicios; pero las tres damas no tenían ya bienes que administrar. De su caudalosa fortuna no les restaba sino unas tierras de pan llevar en el término de Colmenarejo, y unos viñedos de muy poco valor junto a Hiendelaencina. La administración se reducía a tomar las cuentas cada trimestre a dos colonos que cultivaban aquellas heredades. Pero las señoras de Porreño, después de su decadencia, miraban a Elías como a un buen amigo, le trataban de igual a igual (¡lo que puede la decadencia!), aunque el antiguo mayordomo no traspasaba nunca, ni en sus conversaciones, el límite respetuoso que separa a un hijo de zafios labradores (frase suya) de tres damas pertenecientes a la más esclarecida nobleza.

Ellas no eran niñas. La hermana del Marqués, llamada doña María de la Paz Jesús, pasaba un poquito más allá de los cincuenta, aunque se conservaba muy bien. Su sobrina (hija mayor del mismo don Baltasar), que se llamaba Salomé, estaba haciendo constantemente intrincados cálculos para ver de qué manera, sumando sus años, podían resultar cuarenta tan sólo. La tercera, llamada doña Paulita (nunca se pudo quitar este diminutivo), hija de don Carlos, el afrancesado, tenía treinta y dos, cumplidos el día de la Encarnación. Esta doña Paulita era una santa.

Vivían humildemente, casi pobremente, pero con mucho arreglo. Varias veces habían propuesto a Elías que se llevase a Clara a vivir con ellas, por la razón de que sola en su casa la muchacha se había de contaminar necesariamente con las ideas del siglo. Coletilla no accedió al principio por respeto; pero al fin acogió la idea, y ya hemos visto cómo se preparó a realizarla. Además, doña María de la Paz Jesús, que era mujer de gran iniciativa, había concebido el proyecto de un arreglo doméstico muy conveniente para Elías y para ellas. Este proyecto consistía en que Elías tomara el piso segundo de aquella casa, el cual ellas tenían como depósito de los muebles de la grandiosa casa antigua, de que no habían querido desprenderse. El mayordomo aplazó para más adelante este arreglo.

«Señoras, al fin traigo esa chica» dijo Coletilla, presentándose a las de Porreño.

-Bien, amigo -exclamó Salomé-; tráigala usted en seguida, esta misma tarde.

-Pero, señoras -continuó-, esa muchacha tiene muy mala cabeza. Es preciso que ustedes empleen con ella una severidad muy grande. De otro modo es imposible sacar partido.

-¿Pero qué ha hecho? -exclamó doña Paulita, la santa.

Elías contó la aparición del militar en su casa; contó los antecedentes peligrosos de Clara, su deseo de parecer bien, la compra de flores, las composiciones del vestido, y las tres damas comenzaron a hacer aspavientos. Salomé entonó un sermón, y doña Paulita se hizo cuatro cruces desde la frente al estómago y desde un hombro a otro.

«Descuide usted, amigo, que ya la enmendaremos» dijo María de la Paz Jesús.

-Bien se comprende esa desenvoltura... las muchachas del día -dijo Salomé quitándose los espejuelos-, son todas así. Y ya... como esa Clarita no tiene mala cara... sí... una carilla así... desvergonzada y graciosilla... pues... aquello no es hermosura.

-Pero, don Elías, ¿es cierto eso de que ha hablado con hombres? -exclamó Paz con una solemnidad arquiepiscopal, que era en ella muy frecuente-. ¿Pero qué basilisco es ese?... Mas no importa. Ya la enmendaremos nosotras. Ya la enseñaremos a portarse como una mujer de bien... ¡Ay!, la honestidad está por los suelos. ¡Qué siglo!

-¡Ah! -exclamó doña Paulita, después de concluir en voz baja un Padre nuestro-; estas ideas del día... ¡Jesús, qué sociedad! Pero todo se enmienda; y los más pecadores son los que más pronto salen de su error. Tráigala usted, don Elías, que yo confío en que esa desdichada entrará por el buen camino, y será una santa tal vez. ¿No lo fue María la Egipciaca?

Elías manifestó con repetidos movimientos de cabeza que estaba conforme con estas apreciaciones. Salió de la casa, y una hora después volvió acompañado de Clara.

Para hacer comprender lo que Clara encontró de terrible en la determinación del realista, conviene describir prolijamente la casa y sus extraordinarios habitantes.