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La fontana de oro/XV

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Las tres señoras de Porreño y Venegas vivían en una humilde casa de la calle de Belén: esta casa constaba de dos pisos altos, y aunque vieja no tenía mal aspecto gracias a una reciente revocación. No había en la puerta escudo alguno, ni empresa heráldica, ni portero con galones en el zaguán, ni en el patio cuadra de alazanes, ni cochera con carroza nacarada, ni ostentosa litera. Pero si en el exterior ni en la entrada no se encontraba cosa alguna que revelase el altísimo origen de sus habitadores, en el interior, por el contrario, había mil objetos que inspiraban a la vez curiosidad y respeto.

Es el caso que en la ruina de la familia, en aquella profana liquidación y en aquel bochornoso embargo que sucedió a la muerte del Marqués, pudo salvarse una parte de los muebles de la antigua casa (que estaba en la calle del Sacramento), y fueron transportados a la nueva y triste habitación, acomodándose allí como mejor fue posible. Estos muebles ocupaban las dos terceras partes de la casa y casi todo el piso segundo, que también era de ellas. Les fue imposible entregar a la deshonra de una almoneda aquellos monumentos hereditarios, testigos de tantas grandezas y desventuras tantas.

En el pasillo o antesala, que era bastante espacioso, habían puesto un pesado armario de roble ennegrecido, con columnas salomónicas, gruesas chapas de metal blanco en las cerraduras y bisagras, y en lo alto un óvalo con el escudo de la casa de Porreño y Venegas, el cual escudo consistía en seis bandas rojas en la parte superior, y en la inferior tres veneros relucientes sobre plata y verde, además de una cabeza de sarraceno, circuido todo con una cadena, y un lema que decía: En la Puente de Lebrija perescí con Lope Díaz. (No nos detendremos en la explicación de este sapientísimo lema, que aludía sin duda a la muerte del primer Porreño en alguna de las expediciones de Alfonso VIII en Andalucía.)

Las paredes de la misma antesala estaban todas cubiertas con los retratos de quince generaciones de Porreños, que formaban la histórica galería de familia. Por un lado se veía a un antiguo prócer del tiempo del Rey nuestro señor don Felipe III, con la cara escuálida, largo y atusado el bigote, barba puntiaguda, gorguera de tres filas de canjilones, vestido negro con sendos golpes de pasamanería, cruz de Calatrava, espada de rica empuñadura, escarcela y cadena de la Orden teutónica; a su lado una dama de talle estirado y rígido, traje acuchillado, gran faldellín bordado de plata y oro, y también enorme gorguera, cuyos blancos y simétricos pliegues rodeaban el rostro como una aureola de encaje. Por otro lado, descollaban las pelucas blancas, las casacas bordadas y las camisas de chorrera; allí una dama con un perrito que enderezaba airosamente el rabo; acullá una vieja con un peinado de dos o tres pisos, fortaleza de moños, plumas y arracadas; en fin, la galería era un museo de trajes y tocados, desde los más sencillos y airosos hasta los más complicados y extravagantes.

Algunos de estos venerandos cuadros estaban agujereados en la cara; otros habían perdido el color, y todos estaban sucios, corroídos y cubiertos con ese polvo clásico que tanto aman los anticuarios. En las habitaciones donde dormían, comían y trabajaban, las tres damas, apenas era posible andar a causa de los muebles seculares con que estaban ocupadas. En la alcoba había una cama de matrimonio, que no parecía sino una catedral. Cuatro voluminosas columnas sostenían el techo, del cual pendían cortinas de damasco, cuyos colores primitivos se habían resuelto en un gris claro con abundantes rozaduras y algún disimulado y vergonzante remiendo; en otro cuarto se veían dos papeleras de talla con innumerables divisiones, adornadas de pequeñas figuras decorativas e incrustaciones de marfil y carey. Sobre una de ellas había un San Antonio muy viejo y carcomido, con un vestido flamante y una vara de flores de reciente hechura. Frente a esto, y en unos que fueron vistosos marcos de palo-santo, se veían ciertos dibujos chinescos, regalo que hizo al sexto Porreño (1548) su primo el príncipe de Antillano, que fue con los portugueses a la India. Al lado de esto se hallaban unos vasos mejicanos con estrambóticas pinturas y enrevesados signos, que no parecían sino cosa de herejía. Según tradición, conservada en la familia, estos vasos, traídos del Perú por el séptimo Porreño, almirante y consejero del rey (1603), fueron mirados al principio con gran recelo por la devota esposa de aquel señor, que creyendo fuesen cosa diabólica y hecha por las artes del demonio, como indicaban aquellos cabalísticos y no comprendidos signos, resolvió echarlos al fuego; y si no lo hizo fue porque se opuso el octavo Porreño (1632), el mismo que fue después consejero de Indias y gran sumiller del señor rey don Felipe IV. Junto a la cama campeaba un sillón de vaqueta claveteado, testigo mudo del pasado de tres siglos. Sobre aquel cuero perdurable se habían sentado los gregüescos acairelados de un gentilhombre de la casa del Emperador; recibió tal vez las gentiles posaderas de algún padre provincial, amigo de la casa; quizá sostuvo los flacos muslos de algún familiar del Santo Oficio en los buenos tiempos de Carlos II, y, por último, había sido honroso pedestal de aquellas humanidades que llevan un rabo en el occipucio y aparecían constantemente aforradas en la chupa y ensartadas en el espadín.

No lejos de este monumento se encontraban dos o tres arcones de esos que tienen cerraduras semejantes a las de las puertas de una fortaleza, y eran verdaderas fortalezas, donde se depositaban los patacones, y donde se sepultaba la vajilla, la plata de familia, las alhajas y joyas de gran precio; pero ya no había en sus antros ningún tesoro, a no ser dos o tres docenas de pesos que dentro de un calcetín guardaba doña Paz para los gastos de la casa. Encima de estos muebles se veían roperos sin ropa, jaulas sin pájaros y, arrinconado en la pared, un biombo de cuatro dobleces, mueble que, entre los demás, tenía no sé qué de alborozado y juvenil. Eran sus dibujos del gusto francés que la dinastía había traído a España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amanerados grupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau, género que hoy ha pasado a los abanicos.

También existe (y si mal no recordamos estaba en la sala) un reloj de la misma época con su correspondiente fauno dorado; pero este reloj, que en los buenos tiempos de los Porreños había sido una maravilla de precisión, estaba parado y marcaba las doce de la noche del 31 de diciembre de 1800, último año del siglo pasado, en que se paró para no volver a andar más, lo cual no dejaba de ser significativo en semejante casa. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Un lienzo místico de pura escuela toledana ocupaba el centro de la sala, al lado del decimocuarto Porreño (padre feliz de doña Paz), pintado por Vanloo. Este gran cuadro representaba, si no nos engaña la memoria, el triunfo del Rosario, y era un agregado de pequeñas composiciones dispuestas en elipse, en cada una de las cuales estaba un retrato de un fraile dominico, principiando por Vicenzius y acabando por Hyacinthus. En el centro estaba la Virgen con Santo Domingo, arrodillado; y no tenía más defecto sino que en el sitio donde el pintor había puesto la cabeza del santo, puso la humedad un agujero muy profano y feo. Pero a pesar de esto, el lienzo era el Sancta Sanctorum de la casa, y representaba los sentimientos y creencias de todos los Porreños, desde el que pereció en Andalucía con Lope Díaz, hasta las tres ruinosas damas, que en la época de nuestra historia quedaban para muestra de lo que son las glorias mundanas.

En el cuarto de la devota... (lo describimos de oídas, porque ningún mortal masculino pudo jamás entrar en él) había una Santa Librada, imagen de quien era especial devoto y fiel ahijado el tercer Porreño (1465). Con los años se le había roto la cabeza; pero doña Paulita tuvo buen cuidado de pegársela con un enorme pedazo de cera, si bien quedó la Santa tan cuellitorcida, que daba lástima. Junto a la cama (pudoroso y casto mueble que nombramos con respeto) estaba el reclinatorio, al cual no se acercaban ni sus tías. Sobre él se erguía un hermoso Cristo de marfil, desfigurado por un faldellín de raso blanco, bordado de lentejuelas, y una cinta anchísima y un amplio lazo que de los pies le colgaba. El reclinatorio era una bella obra de talla del siglo XVI; pero un carpintero del XIX le había añadido para componerlo varios listones de pino, dignos de un barril de aceitunas. El cojín donde las rodillas de la santa se clavaban por espacio de cuatro horas todas las noches era tan viejo, que su origen se perdía en la obscuridad de los tiempos; su color era indefinible; la lana se salía a prisa por sus grandes roturas.

Todas estas reliquias, recuerdo de pasadas glorias, de instituciones, de personas, de días pasados, tenían un aspecto respetable y solemne. Al entrar en aquella casa y ver aquellos objetos deteriorados por el tiempo, bellos aún en su miseria, el visitador se sentía sobrecogido de estupor y veneración. Pero las reliquias, las ruinas que más impresión producían, eran las tres damas nobles y deterioradas que allí vivían, y que en el momento de nuestra historia, correspondiente a este capítulo, estaban sentadas en la sala, puestas en fila. María de la Paz, la más vieja, en el centro; las otras dos a los lados. Una de ellas tenía en la mano un libro de horas, otra cosía, la tercera bordaba con hilo de plata un pequeño roponcillo de seda, que sin duda se destinaba a abrigar las carnes de algún santo de palo. Las tres, colocadas con simetría, silenciosas y tranquilamente ensimismadas en su oración o su trabajo, ofrecían un cuadro sombrío, glacial, lúgubre. Describiremos los principales rasgos de esta trinidad ilustre.

María de la Paz (quitémosle el doña, porque supimos casualmente que le agradaba verse despojada de aquel tratamiento), hermana menor del Marqués de Porreño, era una mujer de esas que pueden hacer creer que tienen cuarenta años, teniendo realmente más de cincuenta. Era alta, gruesa y robusta, de cara redonda y pecho abultado, que se hacía más ostensible por el singular empeño de ceñirse a la altura usada en tiempo de María Luisa. Su rostro, perfectamente esferoidal, descansaba sin más intermedio sobre el busto; y su pelo, negro aún por una condescendencia de los años y partido en dos zonas sobre la frente, le tapaba entrambas orejas recogiéndose atrás. Su nariz era pequeña y amoratada; su boca más pequeña aún y tan redonda, que parecía un botón encarnado; los ojos no muy grandes, la barba prominente, los dientes agudos, y uno de ellos le asomaba siempre cuando más cerrados tenía los labios. De la extremidad visible de sus orejas pendían dos enormes herretes de filigrana, que parecían dos pesos destinados a mantener en equilibrio aquella cabeza. En el siniestro lado tenía una grande y muy negra verruga, que asemejaba un exvoto puesto en el altar de su cara por la piedad de un católico. El cuerpo formaba gran armonía con el rostro; y en sus manos pequeñas, coloradas y gordas, resplandecían muchos anillos, en los que los brillantes habían sido hábilmente trocados por piedras falsas. Echemos un velo sobre estas lástimas.

Salomé era un tipo enteramente contrario. Así como la figura de Paz no tenía nada de aristocrático, la de ésta era de esas que la rutina o la moda califican, cuando son bellas, de aristocráticas. Era alta y flaca, flaca como un espectro. Su rostro amarillo había sido en tiempos de Carlos IV un óvalo muy bello; después era una cosa oblonga que medía una cuarta desde la raíz del pelo a la barba; su cutis, que había sido finísimo jaspe, era ya papel de un título de ejecutoria, y los años estaban trazados en él con arrugas tan rasgueadas que parecían la complicada rúbrica de un escribano. No se sabe cuántos años habían firmado sobre aquel rostro. Las cejas arqueadas y grandes eran delicadísimas: en otro tiempo tuvieron suave ondulación; pero ya se recogían, se dilataban y contraían como dos culebras. Debajo se abrían sus grandes ojos, cuyos párpados, ennegrecidos, cálidos, venenosos y casi transparentes, se abatían como dos compuertas cuando Salomé quería expresar su desdén, que era cosa muy común. La nariz era afilada y tan flaca y huesosa, que los espejuelos, que solía usar, se le resbalaban por falta de cosa blanda en que agarrarse, viéndose la señora en la precisión de sujetárselos atrás con una cinta. Y, por último, para que esta efigie fuera más singular, adornaban airosamente su labio superior unos vellos negros que habían sido agraciado bozo y eran ya un bigotillo barbiponiente, con el cual formaban simetría dos o tres pelos arraigados bajo la barba, apéndices de una longitud y lozanía que envidiara cualquier moscovita.

El despecho crónico había dado a este rostro un mohín repulsivo y una siniestra contracción que se avenía muy bien con las formas de la figura y su atavío. Desaparecían los cabellos bajo un tocado de tristísimo aspecto, y el cuello, que fue comparado al del cisne por un poeta quejumbrón del tiempo de Comella, era ya delgado, sinuoso y escueto. Marcábanse en él los huesos, los tendones y las venas, formando como un manojo de cuerdas; y cuando hablaba alterándose un poco, aquellas mal cubiertas piezas anatómicas se movían y agitaban como las varas de un telar. Debajo de toda esta máquina se extendía en angosta superficie el seno de la dama, cuyas formas al exterior no podría apreciar en la época de nuestra historia el más experimentado geómetra, y más abajo la otra máquina de su talle y cuerpo, inaccesible también a la inducción; máquina que a fuerza de ataques nerviosos había llegado a la más completa morosidad. Cubríala un luengo traje negro. Entre los pliegues de un vastísimo pañuelo del mismo color se destacaban dos manos blancas, finísimas, de un contorno y suavidad admirables. Pero no eran las manos la única cosa bella que se advertía en aquella ruina, no: tenía otra cosa mil veces más bella que las manos, y eran los dientes, que, salvados del general desastre, se conservaban hermosísimos, con perfecta regularidad, esmalte brillante e intachable forma. ¡Oh! Los dientes de aquella señora eran divinos: sólo ellos recordaban el antiguo esplendor; y cuando aquel vestigio se sonreía (cosa muy rara); cuando dejaba ver, contrastando con lo desapacible del rostro, las dos filas de dientes de incomparable hermosura, parecía que la belleza, la felicidad y la juventud se asomaban a su boca, o que una luz aclaraba aquel rostro apagado.

Doña Paulita (nunca pudo quitarse ni el doña ni el diminutivo) no se parecía en nada ni a su tía ni a su prima. Era una santa, una santita. Sus ademanes estaban en armonía con su carácter, de tal modo, que verla y sentir ganas de rezar un Padre nuestro era una misma cosa. Miraba constantemente al suelo, y su voz tenía un timbre nasal e impertinente como el de un monaguillo constipado. Cuando hablaba, cosa frecuente, lo hacía en ese tono que generalmente se llama de carretilla, como dicen los chicos la lección; en el tono en que se recitan las letanías y los gozos. Examinando atentamente su figura, se observaba que la expresión mística que en toda ella resplandecía era más bien debida a un hábito de contracciones y movimientos, que a natural y congénita forma. No se crea por eso que era hipócrita, no: era una verdadera santa, una santa por convicción y por fervor.

Tenía el rostro compungido y desapacible, pálido y ojeroso, áspera y morena la tez, con el circuito de los ojos como si acabara de llorar; las cejas muy negras y pobladas; la boca un poco grande y con cierta gracia innata, casi desfigurada por el mohín compungido de sus labios, hechos a la modulación silenciosa de palabras santas.

El que fuera digno de gozar el singular privilegio de ser mirado por ella, habría advertido en sus ojos la inalterable fijeza, la expresión glacial, que son el primer distintivo de los ojos de un santo de palo. Pero había momentos, y de esto sólo el autor de este libro puede ser testigo; había momentos, decimos, en que las pupilas de la santa irradiaban una luz y un calor extraordinarios. Y es que, sin duda, el alma abrasada en amor divino se manifiesta siempre de un modo misterioso y con síntomas que el observador superficial no puede apreciar.

Su vestido era recatado y monjil, no siendo posible certificar que bajo sus tocas hubiera algo parecido a una cabellera, aunque nos atrevemos a asegurar que la tenía, y muy hermosa. Su estatura no pasaba de mediana, y a pesar de la modestia, poca elegancia y ninguna presunción con que vestía, era indudable que un mundano topógrafo, llamado a medir las formas de aquella santa, no se hubiera encontrado con tanta falta de datos como en presencia de su ilustre prima la acartonada María Salomé.

Conocida esta trinidad ilustre, conviene recordar algunos antecedentes históricos. Allá por los años de 1790, los Porreños eran muy ricos, tenían gran boato y gozaban de mucha preponderancia en la Corte. Entonces Paz tenía diez y nueve años, y era tan fresca, robusta y coloradota, que un poeta de aquel tiempo la comparó con Juno. Decían sus primas por lo bajo que era muy orgullosa, y su padre, el decimocuarto de los Porreños, aseguraba que no había príncipe ni duque que fuera digno de aquella flor. Estuvo arreglado su casamiento con un joven de la ilustre casa de Gaytán de Ayala; pero aconteció que el tal no gustó de Juno, y la boda fue un sueño. Es imposible pintar el dolor que tuvo la infeliz cuando María Luisa, hallándose una noche en casa de la duquesa de Chinchón, se permitió hacer, con su acostumbrada malicia, algunas apreciaciones un poco picantes sobre la gordura y redondez de nuestra diosa.

Esto no fue, sin embargo, obstáculo para que, pasados cuatro meses, se ajustaran las bodas de Paz con un caballero irlandés que estaba en la embajada inglesa. Pero el diablo, que no duerme, hizo que ocurrieran a última hora algunas dificultades: el decimocuarto Porreño era cristiano muy viejo y muy temeroso de Dios; y cierto fraile de la Merced, que frecuentaba la casa y tomaba allí el chocolate todas las noches, dio en probar, con la autoridad de San Anselmo y Orígenes, que aquel caballerito irlandés era hereje y poco menos que judío. Alarmose la susceptible conciencia del Marqués, y después de echarle un sermón consolatorio a Paz, esta se quedó sin marido, con la triste circunstancia de que se ponía cada vez más gorda, y ni bajándose el talle podía disimular aquel mal. Por último, en Diciembre de 1795, Paz se casó con un pariente viejo y fastidioso, que cometió el singular despropósito de morirse a los siete días de casado, dejando a su mujer más gruesa, pero no en cinta. Por la rama femenina los Porreños se quedaron sin sucesión, lo cual hacía que el viejo Marqués, en sus accesos de melancolía, se pusiera a llorar como un niño, presagiando el triste fin y acabamiento de su gloriosa casa.

Entonces murió el viejo: heredole su hijo don Baltasar, padre de Salomé; y con esta, cuya belleza era notable, había formado el padre proyectos matrimoniales que remediaran la ruina que ya le amenazaba. El pleito comenzaba a aparecer formidable, siniestro, terrible, como un monstruo de múltiples miembros; habíase apoderado de la casa, la estrechaba, la devoraba, la consumía. Un pleito es un incendio; pero más terrible, porque es más lento. La casa ilustre comenzaba a desmoronarse: era inútil que le quisieran poner un puntal aquí, otro allá; la casa se venía al suelo, porque el monstruo terrible no cesaba en su actividad destructora. Lo único que logró don Baltasar fue disimular su ruina. Nadie creía que aquella casa poderosa estaba devorada por los acreedores. Sólo Elías Orejón, que gozaba sin sueldo de las preeminencias de intendente, lo sabía. Don Baltasar fundaba su esperanza en Salomé, cuyo peinado de canastillo había seguramente gustado mucho al joven Duque de X..., que buscaba esposa en la tertulia de la citada Duquesa de Chinchón.

Salomé era entonces una sílfide. Ninguna le igualaba en esbeltez y delicadeza; vestía con suma gracia y sencillez, y bailaba el minueto de una manera tan sutil y ligera, que aparecía del modo menos terrestre que es posible en la figura humana.

El Duque se enamoró de ella como un loco: hizo que uno de los más enfadosos poetas de aquel tiempo escribiera unas estrofas amatorias, que el joven apasionado deslizó suavemente en la mano de Salomé a la salida de un baile. Sentimos no tener a mano estas estrofas, porque son un documento notable y digno de ser conocido. En prosa neta contestó la joven; pero no fue menos expresivo su estilo. Hicieron amistades; de las amistades pasaron al galanteo, y del galanteo al proyecto de boda. Don Baltasar creyó en el afianzamiento de su casa; pero se llevó un terrible chasco. De repente los Duques de X... se opusieron al casamiento de su hijo; Salomé estuvo siete días en cama con dolor de muelas; su padre oyó con sumisión la homilía que el fraile le espetó por vía de consuelo, y Elías Orejón le leyó enseguida unas terribles cuentas que le hicieron el efecto de un tósigo.

La joven empezó entonces a enflaquecer. Por un amigo de la casa hemos sabido que antes de que el peinado de canastillo impresionara tan enérgicamente al joven Duque, había indicios para creer que a Salomé no le era del todo indiferente un teniente de Húsares del Rey, que medía la calle del Sacramento lo menos cien veces al día. Es también seguro que Salomé pasaba muchas noches llorando, y que en aquel asunto intervinieron el fraile y el Marqués. El teniente fue mandado al Perú, y no se supo nada más de él.

Es imposible expresar lo que sufrió la pobre alma de la joven Porreño con el terrible golpe del rompimiento de la boda. Ella esperaba no sé qué de aquel enlace. ¡Misterios femeninos! Lloró por el teniente y rabió por el Duquesito. Desde aquellos días principió a advertirse en ella la modificación que la llevó al estado en que la conocemos. La displicencia atrabiliaria, el desdén amargo, la impasibilidad indiferente aparecieron entonces, y se apoderaron, por último, de su espíritu por completo. Llegó con los años a ser la persona más desapacible y de trato más fastidioso que pudiera concebirse, ella que había tenido un carácter tan flexible, un trato tan amable, una manera de insinuarse tan suave y halagüeña...

No así doña Paulita, que siempre había encontrado consuelo en la religión. Desde niña había sido reputada como un ángel; no hacía más que rezar y cantar a estilo de coro, remedando lo que oía en las Carboneras. Los domingos decía misa en un pequeño altar, que ella misma había formado, y también predicaba desde lo alto de una mesa con gran regodeo de toda la servidumbre, que acudía para oírla desde los cuatro polos de la casa. Ya más grandecita, manifestaba un vehemente horror a los saraos y a los teatros; lo único que pudo agradarla un poco fue una función de toros, a que la llevó su padre, gran aficionado. Solamente iba doña Paulita al teatro cuando se representaba algún auto en la Cruz por fiestas de Corpus, pero siempre iba con permiso de su confesor.

Entrada en los diez y ocho años, oyó con horror las proposiciones del decimoquinto Porreño, su tío, para que se casara.

«Yo -dijo- o seré hija de Jesucristo, o viviré en mi casa, ausente del mundo, buscando en ella un baluarte contra el demonio».

-Bien, hija mía: si es este tu gusto -dijo el tío-, sea.

Creció con los años su devoción, pero no hipócrita, sino devoción verdadera, legítimo fervor cristiano. Tenía grandes visiones, y en llegando la Cuaresma se disciplinaba, y decían los criados que en las altas horas de la noche sentían los azotes que se daba. En la época de la decadencia, cuando vivían en la calle de Belén, visitaba todos los días a las vecinas monjas de Góngora, conversando con ellas largas horas. Con ellas consultaba sus visiones y contravisiones, relatando sus deliquios y arrebatos de amor divino. Otros días llegaba muy apurada para contarles cómo había sentido unas terribles tentaciones, y que, bebiendo vinagre, se le habían quitado.

Así pasaba los días en sabroso comercio con lo desconocido, lo mismo en la época de su apogeo que en la de su decadencia.

Estos tres ángeles caídos llevaban una vida monótona y triste. Su casa era la casa del fastidio. Parecía que las tres se fastidiaban de las tres, y cada una de las demás.

Nos hemos olvidado de otro importante inquilino. Era un delicado ejemplar de la raza canina, un perrito que representaba en la casa el elemento irracional. Mas en este ser no se veían nunca la inquietud y el alborozo propios de su edad y de su raza; antes, por el contrario, era tan melancólico como sus amas. En los tiempos de prosperidad había en la casa muchos perros: dos falderos, un pachón y seis o siete lebreles, que acompañaban al decimocuarto Porreño cuando iba a cazar a su dehesa de Sanchidrián. Con la ruina de la casa desaparecieron los canes: unos por muerte, otros porque el destino, implacable con la familia, alejó de ella a sus más leales amigos. Mas, en su decadencia, las tres damas no podían pasarse sin perro; y es fama que un día, viniendo doña Paz de visitar a sus amigas las Carboneras, al pasar por la Puerta del Sol, vio a un hombre que vendía falderillos de pocos días. Acercose con emoción y cierta vergüenza, pagó uno con ocho cuartos y se lo llevó bajo el manto.

Instalado el perro en la casa, Salomé le puso nombre, y recordando las lucubraciones mitológicas y pastoriles de los poetas que en el tiempo de la Chinchón la obsequiaban con sus versos, le puso el nombre clásico de Batilo.

Este desventurado ser se hallaba en el momento de nuestra descripción echado a los pies de María de la Paz, semejando en su actitud a los perros o cachorrillos que duermen el sueño del mármol inerte a los pies de la estatua yacente de un sepulcro.

Las de Porreño se levantaban a las siete de la mañana, tomaban un chocolate del más barato, y se iban a las Góngoras. Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían a casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio a hablar de las llagas de San Francisco. A la una comían (no tenían criada) una olla decente con menos de vaca que de carnero, y algunos platos condimentados por el instinto (no educación) culinario de María de la Paz, que consideraba como la última de las humillaciones la de entrar en la cocina. Después hacían labor. Una vez al año visitaban a cierta condesa vieja, que les conservaba alguna amistad a pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban a trío por espacio de dos horas, y después se acostaban. Al sumergirse en aquellas camas arquitectónicas, verdaderos monumentos de otros tiempos, los tres vestigios de la familia insigne de Porreño, vivos exóticamente en nuestros días, parecía que se hastiaban del mundo de hoy y se volvían a su siglo.

Concluyamos: la más inalterable armonía reinaba aparentemente entre ellas. Parecían no tener más que un pensamiento y una voluntad. La unción de Paulita se comunicaba a las otras dos, y la misantropía amarga de Salomé se repetía igualmente en las demás. La alegría, el dolor, las alteraciones de la pasión y del sentimiento no se conocían en aquella región del fastidio. La unidad de aquella trinidad era un misterio. En los momentos normales de la vida las tres no eran más que una: lo antiguo manifestado en un triángulo equilátero; el hastío representado en tres modos distintos, pero uno en esencia.