La fontana de oro/XVI
Estas eran las venerandas matronas con quienes iba a vivir nuestra pobre amiga Clara; y en la posición en que las hemos descrito se hallaban cuando Elías, trayendo de la mano a su ahijada, entró en la sala, y se paró ante las tres damas, haciendo una profunda reverencia. Las tres dirigieron a un tiempo los más impertinentes rayos de sus miradas sobre el semblante de la infeliz muchacha, que estaba con los ojos bajos, el alma oprimida y sin poder pronunciar una palabra.
«¿Es esta la niña que usted nos ha encargado, señor don Elías?» dijo María de la Paz Jesús.
-Sí, señoras, ya que son usías tan buenas que quieren admitirla aquí... Yo espero que ella será agradecida a tanto honor, y sabrá corresponder a él con su buena conducta.
-Pero es preciso corregirse, niña -dijo Paz-; y si es verdad lo que el señor Elías nos ha dicho de usted... y verdad debe ser cuando él lo dice... Siéntese usted.
Los dos visitantes se sentaron en dos taburetes, magníficas joyas del siglo decimoséptimo.
«Sí, es verdad -dijo Salomé con desdén y cierta fatuidad-: es preciso que usted se corrija. Esta casa, niña, impone, al que la habita, deberes muy sagrados. Nosotras no consentimos el menor escándalo, y cuando protegemos (recalcó la palabra protegemos) a una persona, principiamos por enseñarle lo que debe a sus protectores».
-Estas ideas del día -añadió Paz-, lo invaden todo, niña. No extraño que le haya alcanzado a usted su influencia pestilencial. Ya no hay religión: los hombres corren desenfrenados a su ruina; y si Dios no se apiada, se acabará el mundo. Pero en alguna parte se conservan los sentimientos de honradez y pudor. Haga usted cuenta, niña, que ha dejado un mundo de cieno para entrar en otro más perfecto. Dios ha iluminado a su buen protector para que la ponga entre nosotras, que la libraremos de la influencia infernal de las ideas del día.
Y siguió disertando sobre las ideas del día con argumentos tan fuertes y tal vehemencia de estilo, que Clara sintió picada su curiosidad; alzó los ojos y se puso a mirar con asombro la efigie porreñana, de cuya boca salía elocuencia tan terrible.
«¡Usías son tan buenas!... son las únicas personas que pueden ofrecer algún consuelo entre las borrascas del día -dijo Coletilla con voz menos áspera que de ordinario, pues sólo era afable tratándose de las Porreñas-. Usías le harán comprender lo que han sido y lo que son todavía, porque aunque esto se ha desquiciado, aún quedan personas de aquel tiempo tan grandes y nobles como entonces. Clara, haz cuenta que habitas con las más dignas y elevadas señoras de la grandeza española, que, al par de la virtud, atesoran todas aquellas prendas del alma que distinguen a ciertas personas del bajo vulgo a que nosotros pertenecemos».
María de la Paz Jesús se irguió con toda la gallardía de que era capaz; respiró y miró a un lado y otro con majestad perfectamente regia. Salomé miró con angustiosa calma las colgaduras remendadas y raídas, los muebles desvencijados y rotos. Doña Paulita dio un suspiro místico y continuó en silencio.
Coletilla, cuando emitió tan gran pensamiento, se levantó y se fue, después de saludar a las damas y hablar algo en voz baja con la más vieja de las tres. Clara le miró partir, y aquel hombre, que le había inspirado tanto miedo, que había sido siempre un tirano para ella, le pareció un ángel tutelar que la abandonaba en tales momentos. Sintió impulsos de correr a abrazarle para salir con él; le miró en silencio, y cuando se hubo marchado observó a las tres viejas con terror, y dos lágrimas de desconsuelo y angustia corrieron por sus mejillas.
«No llores, niña -dijo Salomé-: esos sentimientos que manifiestas por tu bienhechor son saludables; pero ¿de qué valen esas lágrimas tardías, después de haber abusado de su bondad, poniendo en peligro la dignidad de su casa?».
-¡Yo, señora! -exclamó Clara con asombro.
-Sí, usted -afirmó doña Paz-; pero la juventud está desmoralizada: no me admira. Esperamos, sin embargo, que usted se corrija. Ya se ve... con estas ideas del día, ¡qué había usted de hacer!
-Es precioso perdonar -dijo doña Paulita con una voz agridulce y atiplada, que parecía salir de lo profundo de un cepillo de iglesia.
-Sí, perdonar; pero corregirse también -indicó Salomé con el aplomo de un legislador-. Si no, a dónde iríamos a parar; porque el perdón sin corrección produce peores efectos que el no perdonar.
-Ese es un punto -contestó la devota- difícil de resolver, y que ha de llevarnos a sostener una herejía. El perdón es bueno en sí y por sí, como me lo probó el padre Antonio el otro día.
-Pero, hermana, ¿de qué sirve perdonar si el malo no se corrige y sigue siendo malo? -dijo Salomé, interesándose en aquella controversia que alteró la soporífera armonía de la trinidad por algunos minutos.
-El perdón basta por sí para producir la gracia eficaz en el perdonado -contestó la devota-; y si es así, que el perdonado se corrige con la gracia tan sólo, luego la corrección del perdonador es ineficaz para el perdonado.
Olvidábamos decir que doña Paulita sabía un poco de latín, y que en la época de la decadencia se había dedicado a leer el Florilegio sagrado y el Thesaurum breve Patrum ac sententiarum. Aquel argumento lo había leído la noche antes y por eso lo tenía tan a la mano.
La controversia concluyó, y María de la Paz, más dada al sermón que a la doctrina teológica, prosiguió arengando a Clara, que, sentada como un reo en el banquillo, estaba aterrada en presencia de tan severos jueces.
«La opinión de la mujer -decía la matrona-, es cristal finísimo que se empaña al menor soplo. Aquella que no se guarda a sí misma, no es guardada; y mujeres hemos visto muy honestas que por no cuidar de su nombre lo han visto manchado sin motivo. La opinión es lo primero: cuidad de vuestra fama, porque cuando se habla de una mujer, nada le queda ya, y su misma inocencia no la consuela».
Estas doctrinas sobre la opinión eran de la cosecha del fraile de la Merced, que in illo tempore frecuentaba la casa. A Paz se le quedaron presentes sus argumentaciones, y en lo sucesivo no perdonaba ocasión de sacarlas a cuento, creyendo que hablaba por su boca la misma sabiduría. La devota manifestó con un sin embargo que no estaba conforme con aquella doctrina; pero el sermón, turbado por este pequeño incidente, continuó después por mucho rato.
«Y si no, dígame usted, niña -dijo Paz-: ¿qué objeto tiene la mujer al dar oídos a las palabras de los hombres, que son los que el demonio elige para que propaguen estas ideas del día? ¿Usted a qué aspira en la tierra? Por su nacimiento, por su educación, no puede aspirar a ocupar un puesto en el mundo que la haga capaz de hacer bien a los inferiores. O si no, vamos a ver: trataré de averiguar cuáles son sus pensamientos sobre ciertas cosas, niña. ¿Qué espera usted, a qué aspira usted y de qué modo piensa conducirse en el mundo?».
Clara no sabía qué contestar a esta pregunta.
«Vamos, conteste usted» dijo Salomé con un tonillo que indicaba grandes deseos de oír un disparate.
-Diga, hermana -exclamó con la nariz la devota.
-Yo... -contestó Clara después de una pausa larga en que trató de dominar su turbación...-. Yo... les diré a ustedes... soy... una mujer.
Paz hizo con la cabeza un signo de asentimiento, y miró a sus sobrinas de un modo que indicaba el profundo acierto que había en la respuesta de Clara.
«Vamos, niña, ¿qué piensa usted hacer en el mundo? ¿Cómo cuenta usted vivir en lo sucesivo? ¿De qué modo? A ver», repitió Salomé con vehementes ganas de que Clara no acertara con la respuesta...
-Yo... -contestó Clara-, lo que deseo es vivir... pues.
Paz inclinó de nuevo la majestuosa cabeza en señal de aprobación.
«¿Y nada más?».
-Ser buena y...
-¿Y qué? -insistió Salomé, amostazada por el juicio y discreción que había mostrado la examinada en las cuestiones anteriores-. ¿Y qué más? ¿No se le ha ocurrido a usted alguna cosa para lo porvenir? ¿No ha esperado usted verse en otra posición, en otro estado del que hoy tiene?
Clara continuaba no comprendiendo.
«Pues queremos decir -añadió Paz-, que si a usted no le ha ocurrido ser feliz de algún modo; figurarse que podía ser útil al mismo tiempo... pues... porque las jóvenes del día tienen ciertos pensamientos sobre la vida y la sociedad que conviene examinar en usted».
-¿De qué manera -dijo Salomé- cree usted que deba vivir una mujer en el mundo? ¿Cómo espera usted vivir en la sociedad para servirla y serle útil?
-¡Ah!, sí -dijo Clara bruscamente, como si un rayo de luz repentina hubiera iluminado su entendimiento, sugiriéndole una idea que agradara a aquellas señoras.
-¿A ver cómo?
-Veamos.
Clara tenía un sentido natural muy grande. Evocolo todo, y pensó en lo que a ella le parecía ser los destinos de la mujer. Comprendió que si no hubiera matrimonio se acabaría el mundo, y recordó haber pensado varias veces que una mujer casándose sería lo que deben ser las mujeres. Con esta dosis de lógica se aventuró a dar una respuesta a sus jueces, segura de que las tres habían de quedar muy satisfechas y complacidas.
«A ver, niña, diga usted de una vez».
-¿Qué debe hacer la mujer en la sociedad para servirla y serle útil?
-Casarse -dijo Clara con la mayor sencillez; y en el momento que pronunció esta palabra, se aterró de lo que había dicho y se puso como la grana.
El lector habrá visto, si ha asistido a algún sermón gerundiano, que a veces el predicador, no sabiendo qué medios emplear para conmover al femenino auditorio, alza los brazos, pone en blanco los ojos, y con tremenda voz nombra al demonio, diciendo que a todas se las va a llevar en las alforjas al Infierno; habrá visto cómo cunde el pánico entre las devotas: una llora, otra grita, esta se desmaya, aquella principia a hacerse cruces, y la iglesia toda resuena con las voces alarmantes, el pataleo de los histéricos, el rumor de los suspiros y el retintín de las cuentas del rosario. ¿El lector ha visto esto? Pues el efecto producido en las tres damas por la respuesta de Clara fue enteramente igual al que producen los apóstrofes de un predicador endemoniado en el tímido y dueñesco auditorio de un novenario.
«¡Qué horror!» exclamó Paz juntando las manos.
-¡Jesús! ¡Jesús! -dijo Salomé tapándose los oídos.
-Et ne nos inducas -profirió la devota alzando los ojos al cielo.
Hubo un momento de confusión. Las tres se miraron con asombro. Doña Paulita se replegó, doña Paz se tambaleó en su asiento, y aun es fama que el amarillo rostro de Salomé se tiñó de una leve púrpura, para lo cual fue preciso sin duda que toda la sangre de su cuerpo se repartiera entre sus dos mejillas. Hasta se asegura que Batilo, el más taciturno de los perros conocidos, participó de la opinión general: se alzó sobre sus patas, alargó el hocico y ladró.
Pasados los primeros momentos de confusión, Paz recobró aliento, y dijo con voz entrecortada por la cólera:
«Niña, esas ideas no me llaman la atención. Ya la conocíamos a usted de oídas. Ahora me explico su conducta... Ya se ve... ¡Oh!, es preciso una educación fuerte».
-Pero, señoras... yo... ¿qué he dicho?... yo -balbució Clara muy turbada-. Una mujer... si se casa... ¿Pero casarse es ofender a Dios?
-No, señora, no -contestó la matrona-: el matrimonio es cosa muy principal; sin matrimonio no habría mundo. Pero lo que extrañamos es ver a una mozuela de diez y siete años pensando sólo en casarse.
-Pero si yo no he pensado...
-No me interrumpa usted, niña... ¡pensando en casarse!... ¿Qué locuras no hará quien a esa edad no piensa mas que en el matrimonio? Así se comprende que sea usted tan amiga de los hombres... que los busque.
-Señora, yo no he buscado a ningún hombre -dijo la muchacha con angustia.
-Todo lo sabemos; pero se equivoca usted si piensa que aquí vamos a tolerar sus trapicheos.
El corazón de Clara se llenó de amargura al oír aquellas palabras; no se pudo contener, y rompió a llorar.
Las tres manifestaban horrible crueldad en martirizarla. No podemos explicarnos esto. ¿Era tal vez efecto de la reconcentración y sequedad de espíritu producidas por la falta de amor y de los goces de la vida? Sin duda las tres momias no podían sufrir en calma que hubiera en alguna persona aspiraciones a la felicidad.
Doña Paulita, que ya tenía la palabra en la nariz para reprender a Clara, se conmovió al verla llorar, y la tranquilizó diciéndole:
«La Magdalena pecó y fue perdonada. Lo que ahora le falta a usted es un sincero arrepentimiento».
-¿Pero de qué me he de arrepentir? -dijo Clara sollozando.
-¡Jesús!, ¡qué tono tan del día y tan... liberal! -exclamó Salomé, creyendo decir una gracia.
-El orgullo que usted ha manifestado en esa pregunta no tiene disculpa -dijo Paz con desdén.
-Cuando dicen las personas mayores que usted ha faltado... -añadió la otra-, ellas sabrán por qué lo dicen, y usted no tiene que hacer más que conformarse y callar.
-Pero ¡ay!, yo no sé en qué he podido faltar.
-Cuando a usted se lo dicen, sus razones habrá para ello.
-Pero si tengo la conciencia tranquila.
-Más tranquila queda no replicando cuando los superiores dicen una cosa.
-La autoridad, niña -exclamó Paz-, la autoridad es necesaria... Ya nos ha mostrado usted suficientemente la influencia fatal que en usted han producido las ideas del día. El orgullo satánico, al rebelarse contra los superiores; el contradecir... Esto es insoportable. De este modo camina la sociedad a su ruina. Pero nosotras le traeremos a usted al buen camino.
-Por de pronto -dijo Salomé-, cuidado cómo se asoma usted a la ventana.
-Queda terminantemente prohibido que se acerque usted a un balcón o ventana; que abra usted la puerta de la escalera.
-Y que hable usted cuando no le pregunten.
-Se ha de levantar usted a las cuatro de la mañana, que la pereza es madre de todos los vicios.
-Yo me levanto a la misma hora, hermana -dijo la devota-. Yo le proporcionaré a usted ocasiones a esa hora de entretener el entendimiento en cosas santas.
-A ver si de aquí en adelante tiene cuidado de no decir esos terribles despropósitos que ahora ha dicho.
-No volverá -dijo en un arrebato de amor al prójimo doña Paulita-. Yo sé que no volverá; yo confío en que será buena y obediente. Otros peores se hicieron santos.
-Cuidado cómo habla con nadie que venga a esta casa. Trabajará usted en cuanto se le mande -continuó Paz, añadiendo un artículo a aquel código fatal.
-Pero no con exceso -indicó oficiosamente doña Paulita-, que el trabajo es bueno para ahuyentar las ocasiones de pecar; pero con exceso es malo.
-No será con exceso. Además es preciso que procure desechar de su mente todas las cosas que ha pensado hasta aquí. ¡Cuidado con las ideas del día que trae usted a este santuario de los buenos principios! No se acuerde usted de lo pasado; y ahora que está usted encomendada a nuestra tutela para toda la vida, no debe pensar sino en portarse bien. Nosotras, ya que usted ha tenido la desgracia de perder a sus padres, procuraremos dirigirla y enmendarla, siendo la autoridad que tanto necesita.
La huérfana bajó los ojos y cayó en profundo abatimiento. ¡Para toda la vida! Hubiera querido morirse en aquel instante. No miró a las tres arpías, ni les contestó. Su terror era tan grande que se le secaron las lágrimas, y quedó en ese estado de perplejidad dolorosa que sigue a las grandes crisis del alma.
Dejémosla en su encierro para acudir a Lázaro, que gime en una prisión de otra clase.