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La fontana de oro/XXI

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Ante todo, Bozmediano, guiado por un sentimiento fácil de comprender, resolvió firmemente hacer cuanto en su mano estuviera para poner en libertad al pobre Lázaro. Servir al que podía considerar como su rival, le parecía un acto que podía asegurarle la benevolencia de Clara; y esta benevolencia, bien y astutamente dirigida, podía convertirse en amor. No procedía este como los amantes vulgares, en quienes la pasión no es más que un egoísmo un poco espiritualizado. En Bozmediano los movimientos de delicadeza y generosidad eran espontáneos y vehementes.

No le fue difícil conseguir lo que apetecía. El secretario del jefe político, informado por la policía, le dijo que el preso era un agitador, pagado por los amigos de la reacción; pero Claudio le disculpó cuanto pudo, diciendo que era un joven sin experiencia ni juicio; y al fin, después de muchos empeños y recomendaciones, se dio la orden para ponerle en libertad.

Bozmediano se dirigió a la Cárcel de Villa. Lázaro, después de la visita de su tío, había caído en lúgubre abatimiento. Aquella fiebre angustiosa que llenaba la imaginación de alucinaciones terribles, haciéndole sufrir tan grandes tormentos, había degenerado en lento marasmo, en un letargo moral que le embrutecía. Su inteligencia, tan viva y brillante en otras ocasiones, estaba adormecida; y recostado en un rincón, con la vista fija en el ángulo opuesto, sus ojos buscaban la obscuridad como único descanso. El descuido, el abandono, la atonía y un sopor estúpido se pintaban en su actitud.

Cuando le notificaron que estaba libre, tardó mucho en adquirir la completa noción de aquel cambio. Rehaciéndose un poco, creyó que a su tío debía semejante favor, con lo cual la persona de Elías ganó momentáneamente su afecto. Pero al salir encontró a Bozmediano, que le saludó con mucha cortesía, repitiéndole que estaba libre y podía retirarse a su casa.

Sintiose conmovido ante la generosidad desinteresada de aquella persona; pero pronto empezaron las dudas y la confusión. ¿Quién era aquel joven? ¿Le había favorecido por generosidad o por miras ocultas? No le conocía. ¿Por dónde sabía su nombre y que estaba preso?

Lázaro no pensó mucho en esto. Hablaron al salir, y le pareció que Bozmediano era bueno y honrado, dispuesto a la amistad y a las buenas acciones. Cuando marchaban juntos por la calle de Atocha, el aragonés escuchaba las palabras de su desconocido favorecedor con la tranquila atención de la inferioridad; admiraba sus maneras, su entendimiento, su fisonomía, su modo de expresarse, y en aquel momento le pareció el más cumplido caballero que había visto. Comprendió también que era un joven distinguido, rico e influyente, y su admiración tuvo mucho de respeto.

«¿Pero a qué circunstancias debo este gran favor que usted me ha hecho? -decía Lázaro-. Quiero saber cómo podré pagar...».

Claudio, que quería eludir el verdadero motivo de aquel acto, divagó, dando a Lázaro una porción de señas que aumentaron su confusión: le habló de don Elías, de su pueblo, del club de Zaragoza, de la Fontana.

«En fin -dijo, decidido a salir del atolladero-: no quiero llevarme el mérito de una acción que no debe usted agradecerme. Cada cosa en su lugar. Yo le he puesto a usted en libertad; pero no he sido más que un intermediario».

Lázaro comenzó a ver obscura la situación. Paráronse, y se miraron. La sonrisa que en aquel momento se dibujó en los labios de Claudio, le pareció al otro cosa de muy mal agüero, y empezó a bajar a su favorecedor del alto pedestal en que le había puesto.

«Sí -continuó el militar-: no es a mí a quien debe usted este favor; es a una persona que debe de querer a usted mucho, según las apariencias».

Lázaro iba a pronunciar el nombre de Clara; pero se contuvo, porque multitud de pensamientos que se le agolparon a la imaginación le hicieron detener un buen rato fija la vista en el militar. Aquel tropel de pensamientos fue una serie de rapidísimas nociones que se borraban unas a otras, sucediéndose con precipitado vértigo. Ella le conocía, le había visto; Bozmediano era una agradable persona: este le había puesto en libertad; ella se lo rogó tal vez; ella le tenía lástima; él quiso complacerla. ¿A qué precio? ¿Con qué fin? ¿Desde cuándo?...

Por fin el aragonés se atrevió a preguntar quién era la persona a quien debía su libertad.

«Vamos -dijo Bozmediano con cierta vocecilla impertinente-. Bien sabe usted lo que quiero decir. No es necesario pronunciar su nombre. Es natural que se haga usted el desentendido. Como halaga tanto su amor propio el ser querido por persona de tanto mérito... No sea usted ingrato, joven, que ella no lo merece».

-No sé lo que quiere usted decir -manifestó Lázaro en el tono de un examinado desaplicado que se hace repetir la pregunta por retardar la contestación que no sabe.

Bozmediano habló más; pero vino a decir lo mismo. A Lázaro le parecía un agravio inferido a Clara el publicar su afecto, el depositar tan honesta y delicada confidencia en el conocimiento de un intruso, sí; porque Bozmediano era un intruso que se había metido a darle libertad sin que nadie se lo pidiese.

«Bien sabe usted a quién aludo -dijo Claudio, dándole una palmada en el hombro con llaneza y confianza-; pero como usted está tan orgulloso con ser novio de esa joven, se da usted ese tono».

-¡Oh!, no -repitió el sobrino de Coletilla avergonzado-. La verdad es que no sé quién es esa persona que usted dice.

Bozmediano estrechó la mano del joven aragonés y le hizo muchos ofrecimientos y protestas de amistad. El otro estaba tan aturdido, que le contestó mal y con poca cortesía.

«Sé dónde usted vive -dijo Claudio retirándose-: nos veremos. Y si no en la Fontana, a donde voy con frecuencia».

Y se separó. Cuando estuvo a alguna distancia, Lázaro sintió impulsos de correr hacia él para darle las gracias con mayor respeto; pero en él luchaban el orgullo y los celos. Le dejó marchar sin decir nada.

Bozmediano iba diciendo entre sí con mucha satisfacción:

«Muy vulgar, muy vulgar...».