La fontana de oro/XXII

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La fontana de oro
Capítulo XXII
El «vía-crucis» de Lázaro

de Benito Pérez Galdós
Capítulo XXII




Lázaro continuó andando sin dirección fija. Su brusca y misteriosa salida de la cárcel, el conocimiento de Bozmediano y el aturdimiento producido por sus palabras, le impidieron por algún tiempo darse clara cuenta de su difícil y rarísima situación. Pero cuando se vio solo y anduvo un buen rato, empezó a comprender que no tenía a dónde ir, ni a quién dirigirse, ni con quién vivir. Las palabras dichas por el viejo no le dejaban duda respecto a su carácter. Era un realista fanático, un ciego amante de la tiranía. Con los ojos encendidos de cólera y el habla venenosa y fuerte, le había dicho que no fuera a su casa mientras no cambiara de ideas. ¿Qué hacer? Era imposible vivir con aquel hombre misántropo y cruel, melancólico y feroz como un fanático musulmán. ¡Cuán contrarias las ideas de uno y otro! ¿Qué podía hacer? ¿Fingir y ser hipócrita? ¿Aparentar un amor a la tiranía que le parecía criminal? «No: eso no puede ser», pensaba Lázaro. Además, en la agitación actual de los partidos, fingir semejantes ideas era peor que profesarlas. El viejo no podía admitirle en su casa. Entonces, ¿qué determinación debía tomar? ¿A dónde iba? ¿Volvería a Ateca? ¿Y Clara?

Al acordarse de su infortunada compañera, los pensamientos del joven tomaron otro sesgo. La idea de los pesares de aquella infeliz, condenada a vivir con un ser tan antipático, principió a atormentarle. Era preciso ir allá y ver lo que pasaba en la casa. ¿Pero cómo, si era imposible visitar a su tío?

¿Iba o no iba? La necesidad le apremiaba. Estaba solo, agobiado de extenuación, hambriento y desnudo. Doce cuartos era toda su fortuna; porque en el camino había perdido un doblón, y los gastos de viaje consumieron el otro. Entre tanto se acercaba la noche y no tenía dónde dormir. Si acudía a casa de sus amigos, temía no encontrarlos tan benévolos como la noche anterior. Además, eran pobres, tan pobres como él, y no podían darle agasajo.

Era preciso ir. También se le ocurrió tomar el camino de su pueblo y volverse allá. Conocía un arriero en el parador, que le llevaría de fiado. Pero ¿y Clara?

Estos eran sus pensamientos cuando acertó a pasar por la Fontana. Sintió gran algazara, parose maquinalmente y tuvo intenciones de entrar. «No -dijo dominándose-, no entraré». Y al mismo tiempo dio un paso hacia la puerta.

Sin embargo, atracción fatal le arrastraba hacia aquel recinto, abismo de sus primeras y más bellas ilusiones.

Los sonidos que allí dentro se oían retumbaban en su cerebro como ecos infernales de singular fascinación.

Retrocedió, volvió a avanzar, se consultó, discutió mentalmente, y al fin, uniéndose la curiosidad a su instintivo deseo de entrar, no dudo más y entró.

Estaban en una discusión muy acalorada. Por todas partes se alzaban voces, lo mismo en la región turbulenta del público que en la del club. El que estaba en la tribuna logró dominar el ruido y pudo hacerse oír; pero bien pronto los gritos ahogaron de nuevo su voz. Trataba de la vergonzosa derrota que habían sufrido los exaltados ante la autoridad de Morillo, y algunos habían llevado esta cuestión a un terreno personal. Celosos del decoro de la sociedad y del buen nombre del partido, algunos oradores denunciaban a los infames que, disfrazados con el nombre de liberales, iban a corromper a aquella asamblea, a hacer vergonzosos tratos en nombre del Rey, a comprar la elocuencia exaltada y a promover alborotos que no tenían otro objeto que desprestigiar el liberalismo y dar armas a la Reacción.

«¡Lobos -decía el orador- disfrazados de cordero, que vienen aquí fingiendo un amor a la libertad que no tienen! ¡Ofrecen oro a los oradores en pago de un discurso que exalte los ánimos de la multitud ignorante!».

-Sí: esos infames -decía otro orador-, son los que preparan las asonadas y los que apedrean las casas de los Ministros. El objeto de esta asociación es sostener una cátedra permanente de las buenas ideas, dirigir los sufragios; pero nunca patrocinar el libertinaje, ni el escándalo, ni la anarquía.

-No -gritó otro orador, en quien se fijaban las miradas de todos, y que se levantó lleno de ira a protestar contra las palabras anteriores-. No: aquí no hay traidores. Los que tal hacen no pertenecen a la raza de los humanos: no creo en ellos, y si los hay, que se digan sus nombres. Sepamos quiénes son; conozcámonos.

-¡Que se digan los nombres! -repitieron cien voces.

-Es preciso -decía el primer orador- purificar esta noble asamblea. Merced a los infames que la han corrompido, corren por la Corte injuriosas calificaciones de nosotros y de nuestro club. ¡Que esos infames salgan de aquí!

-¡Que se digan sus nombres! -respondió la multitud con un rugido.

-No -decía otro-: esa especie de hombres no existe.

-Sí existe -exclamó exasperado el primero-. Frecuentan este sitio personas que vienen a pagar con el oro del Rey el frenesí oratorio que enloquece al pueblo.

-¡Quién! ¡Quién!

-¿Quién de nosotros -continuó el orador-, no conoce al llamado Coletilla? Es un realista fanático, un malvado agente de la casa grande. ¿No le conocéis? Este hombre es una culebra que se desliza entre nosotros para corromper a los oradores jóvenes. Yo sé que muchos han recibido dinero en cambio de discursos muy calurosos. Las asonadas absurdas que vemos todos los días, ¿a qué se deben? No lo dudéis: ¡abrid los ojos, ciegos! Se deben al oro de Fernando de Borbón, al oro repartido por ese hombre insidioso, por ese Coletilla.

-¿Quiénes son los venales? Sepámoslo.

-Desconfiad de los autores de asonadas.

-Ese es algún amigo del Gobierno -exclamó señalando al orador un individuo que estaba en la parte del público.

-¿Amigo del Gobierno? -dijo el orador indignado-. ¿Por qué? ¿Porque amo la libertad sin licencia, la petición sin escándalo? Vosotros amáis la anarquía y cedéis a la venalidad. Me dirijo a los aragoneses, que en este sitio se distinguen por su lenguaje procaz y su amor a los alborotos.

-¿Qué se atreve usted a decir? -exclamó Núñez levantándose como una furia y apostrofando al primer orador-. ¡Qué injuria dirige usted a mis amigos, a mí!

-Sí, señores -gritó el otro-: desconfiad de los aragoneses. Un aragonés agitó las turbas el día de la procesión del retrato.

Algunos miraron a Lázaro que, mudo y helado, presenciaba aquella escena.

«Y no lo dudéis -continuó el orador-. El que habló en aquella ocasión era un vil instrumento de los agentes del Rey».

-¡Es este! ¡Aquí está! -exclamó uno, señalando a Lázaro a la atención de toda la asamblea.

-Sí: el sobrino de Coletilla.

-¡Sobrino de Coletilla! ¡Sobrino de Coletilla! -repitieron muchas voces.

Tumulto espantoso resonó en todo el ámbito. Todos se levantaron y miraron a Lázaro.

«¡El que habló la otra noche excitando a la rebelión!».

-¡Alborotador de la Plaza Mayor!

-¡El sobrino de Coletilla!

Estas últimas palabras eran el mayor padrón de deshonra. Núñez se levantó a defender a su amigo; pero no pudo: su voz no fue escuchada. Muchos que temían verse acusados, en cuanto vieron el aluvión que sobre Lázaro caía, descargaron sobre él toda su ira.

«¿Cuánto te dieron por los gritos del día de la procesión, prendita?» exclamó desde el rincón el augusto Calleja.

-¡Afuera con él!

-¡Fuera los traidores, fuera!

-¡A la calle, a la calle!

Lázaro trató en aquel momento supremo de desesperación de reunir todo su aplomo para hablar, para defenderse, para gritar, para decir a todos que era inocente, que era un infeliz, un pobre diablo, el último de los seres. No le escuchaban. No podía hablar ni para defenderse, ni para despreciarles: se doblegó bajo el peso insoportable de tanta mirada y de tanta cólera. La multitud redobló su furia al ver el estupor y la postración de su víctima, y tras las palabras vinieron los movimientos: le mandaron salir, le empujaron hacia la puerta, le echaron. El círculo en que le tenían se estrechaba cada vez más; el desdichado joven vio cien manos sobre su cuerpo; se sintió cogido, como si una culebra se le enroscara echándole fuertes nudos y apretándole en sus robustos anillos. El vocerío, el calor, la angustia, la vergüenza, le aturdieron hasta el punto de hacerle perder la claridad del conocimiento. Sintiose arrastrar sin ver quién le arrastraba; fuerzas descomunales tiraban de sus puños, le golpeaban la espalda, le impelían hacia fuera, sintió abrirse la puerta con estrépito, sintió que su cuerpo recibía una fuerte sacudida, sintiose arrojado y libre de aquellos brazos terribles; cayó al suelo. El ruido continuaba en torno suyo, formado principalmente de carcajadas infernales; pero al fin el ruido se alejó poco a poco: el infeliz comenzó a experimentar el dolor de la caída y el frío de la tierra. Estaba en la calle.

Permaneció en el suelo algunos minutos sin darse clara cuenta de aquel hecho, y el sudor que le cubría su rostro le produjo una impresión glacial. Entonces adquirió conocimiento exacto de su situación, y vio que estaba en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, inclinada la frente, caído y revuelto el cabello. El sombrero rodaba a su lado, su ropa estaba desgarrada y sentía un dolor agudísimo en el codo izquierdo, duramente estropeado en la caída. El ruido de la Fontana resonaba como enjambre lejano: a los gritos se unían las palmadas, y una voz agitada y sonora se elevaba a ratos sobre aquella tempestad de entusiasmo.

Lázaro vio en torno suyo a tres pilletes que le contemplaban con burla, y uno de ellos atisbaba una ocasión oportuna para quitarle el sombrero. Los transeúntes principiaron a formar corro, y alguno llegó a inclinarse con curiosidad para ver si el caído estaba difunto o simplemente desmayado. Levantose, porque aquella curiosidad impertinente le molestaba tanto como el rumor que de la Fontana salía, y se alejó de allí, dirigiéndose a la Puerta del Sol. Los gateras le seguían, acompañados de algunos más; los serenos le dirigían de lleno la luz de sus linternas, y los transeúntes se paraban mirándole alejarse, seguros de que no era difunto ni estaba desmayado, sino simplemente borracho.

Subió la calle de la Montera, y preguntó por la calle de Válgame Dios, porque había resuelto dirigirse a casa de su tío. Ya no dudaba: su determinación era fija, y en aquel angustioso trance, la casa del fanático, en cuya puerta había de dejar sus creencias, sus sentimientos, le pareció un refugio de paz.

Después de todo, los pocos días pasados en Madrid habían sido continuado martirio, y la idea de la apostasía que en casa del realista se le obligaba a hacer, no le molestaba tanto. Estaba herido de muerte en la imaginación, es decir, flaqueaba por su parte más poderosa. Ya no era aquel joven ardiente que se creía destinado a grandes fines; era un pobre desheredado sin vigor de espíritu, sin esperanza y sin ideas. No sabía lo que pasaba, no podía medir la inmensidad del trastorno que su pariente le exigía, no estaba resuelto sino a echarse en brazos del primero que fuera capaz de consolarle.

Llegó por fin, después de preguntar mucho, a la calle de Válgame Dios. Vio el número de la casa, miró a las ventanas del segundo piso y había luz en las habitaciones. Sin duda estaba allí Clara, cansada de esperarle, desconfiada de verle otra vez. Entró en el zaguán y subió la escalera tan agitado y palpitante, que al llegar a la puerta se detuvo porque apenas podía respirar. Después de algunos segundos, en que trató de reponerse, alargó la mano, tomó el cordón de la campanilla y tiró muy suavemente, porque le parecía que iba a incomodar a su tío y a alarmar a Clara si tocaba más de lo necesario para hacer constar en el interior la presencia de un forastero. Pero la suavidad con que tiró su mano temblorosa fue tal, que la campanilla no sonó. Quiso hacerlo con más energía, y como estaba tan nervioso, tiró tanto que la campana atronó la casa. Lázaro se asustó, creyendo que Elías iba a salir hecho una furia, clamando contra el que así alborotaba. Largo rato pasó sin que nadie abriera: pero al fin distinguió alguna claridad al través del ventanillo; sintió pasos; una mano descorría la tabla, abriose el agujero y aparecieron dos ojos.

No eran los de Clara.

«¿Quién?» dijo desde dentro la voz de Pascuala.

Lázaro preguntó por su tío.

«Sí; pero no está».

-¿Vendrá pronto? Soy su sobrino.

Pascuala abrió la puerta y Lázaro dio un paso hacia adentro, sorprendido de no oír la voz de Clara.

«No vendrá ni pronto ni tarde, porque se ha mudao» contestó la alcarreña.

-¿Cómo?

-Como que se ha mudao hoy mismo. Yo estoy aquí todavía porque quedan algunas cosillas y el ropero grande, y estoy aquí pa cuidarlo; pero mañana me voy.

-¿Y a dónde se ha mudado?

-Aquí cerca, en la calle de Belén, en casa de unas señoras que llaman de Porreño, que le han cedío el cuarto segundo pa que viva solo.

-¿Y Clara? -preguntó Lázaro con mucha ansiedad.

-Esa hace ocho días que está allá viviendo con las señoras. El amo la puso allí porque se enfaó con ella.

-A ver, a ver, ¿qué es lo que dices?

-¡Ah!, ¿pero usted es sobrino del amo?

-Sí.

-Usted es aragonés. Dígame: ¿conoce por casualidad en Cariñena a Ventura Palomino, hermano de Jusepe Palomino, que casó con Colasa Sanahuja?

-No -contestó Lázaro impaciente-: no soy de Cariñena.

-¿Y sabe usted si ha parío la mujer de Antón Telares, hermano de mi novio Pascual, con quien me voy a casar la semana que entra, si Dios me ayuda?

-No sé, hermana; no conozco a esa gente. Pero diga usted, ¿por qué ha ido Clara a vivir con esas señoras?

-¡Ah! -dijo la alcarreña riendo con mucha gana-: no me acordaba de que era usted su novio. El amo la mandó allá porque decía que no la podía aguantar... pues... le diré a usted... el amo es así, un poco... Decía que era una niña como las del día, que era muy sardesca... Pero ella es muy buena, y no sé cómo la pobre no se ha podrío de tristeza en esta casa.

-¿Y salió con gusto de aquí?

-A la verdad, caballero... el amo tiene un genio, así... vaya. Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar. No nos hablaba nunca, y de noche, después de acostarnos, le sentíamos dando unas patadas...

-¿Y por qué la mandó a casa de esas señoras?

-Vea usted, yo le voy a decir la verdad, porque es de la casa. Había un melitarito que se metió un día en casa, porque vino acompañando al amo, que fue herío en la calle. Después pasaba todos los días por ahí, y siempre que me encontraba en la calle me paraba pa preguntarme por doña Clarita. ¡Ay!, un día me vio mi Pascual hablando con él y por poco... mi Pascual tiene un genio del demonio, y cuando se enfaa... usted no supo cómo le pegó de cachetines al carnicero de ahí enfrente... Luego, como es una así... tan guapetona...

-Siga lo que iba contando: después sabremos lo que hace el señor Pascual -dijo Lázaro, impaciente por las digresiones de la criada.

-Pues decía que el melitarito, ofreciéndome dinero, quería colarse aquí.

-¿Y entró?...

-Espere usted y seguiré contando. No pasaba de la esquina, y el amo le alcanzó a ver algunas veces. Porque el amo, aunque parece que no ve nada, lo oserva todo.

-Y ella, ¿qué decía?

-Espere usted... Él me decía que quería entrar.

-¿Y qué decía él de ella?

-Que era muy guapa para estar aquí encerrada sin ver el mundo; que era una lástima que una mujer así viviera en compañía de un viejo tan feo y tan... Decía: «yo la sacaré de aquí».

-¿Y ella sabía que él decía eso?

-Sí: él mismo se lo dijo.

-Luego estuvo aquí -exclamó Lázaro con mucha ansiedad.

-Espere usted.

-Y ella, ¿qué decía de él?

-Que era una persona amable y de muy buen trato; que era buen sujeto y caballero muy cumplido. Un día se nos metió aquí. ¡Jesús, qué susto!

-Y ella, ¿qué hizo?

-Le dijo que se fuera.

-¿Y se fue?

-Ca: aquí estuvo hablando mil cosas.

-Y ella, ¿qué le decía?

-Que se fuera, porque la iba a comprometer; que si era verdad que se interesaba por ella, se marchara al momento, no dando lugar a que le vieran allí.

-Y él, ¿qué dijo? -preguntó Lázaro, que no cabía en sí de zozobra.

-Mil cosas, mil monerías. Lo cierto es que el amo entró y le vio. Se enfadó mucho, nos riñó mucho.

-Y a él, ¿qué le dijo?

-Nada. A nosotras nos estuvo riñendo todo el día. Después le dijo a doña Clarita que era una loca; que ya estaba cansao de sus coqueterías... cosas de viejo, porque ella, la pobre... por fin le dijo que la iba a mandar a casa de esas tres viejas para que la corrigieran y la enseñaran a buen vivir.

-Pero ¿por qué causa mi tío la llama loca? ¿Qué ha hecho?

-Naa; pero el amo dice que las ideas del día...

-¿Y qué más le dijo? -preguntó Lázaro, que no se cansaba nunca de las terribles respuestas de aquel fatal interrogatorio.

-Que debía aplicarse a la oración y a una vida santa.

-¿Y ese militar no la ha vuelto a ver más?

-Estos días le he visto rondando por la calle de Belén, y yo... me figuro...

-¿A ver? ¿Qué se figura usted?

-Me figuro... El melitarito es muy pillo... apuesto a que se ha colado allá.

-¿Y usted no conoce a esas tres señoras? -dijo Lázaro, tratando de disimular la mala impresión que la anterior respuesta le había producido.

-No: el amo decía que son buenas, y que una es santa.

-¿Dónde viven?

-En la calle de Belén, número 4. Su tío vive en la misma casa. Ya las conocerá usted.

-Diga usted -preguntó Lázaro, después de una pausa, en que dudó si marcharse o prolongar más aquel coloquio doloroso-; diga usted, ¿ese militar es un joven alto, con bigotes negros?...

-Sí: un poquito más alto que usted; tiene una voz muy clara, y anda con mucha gracia, y se ríe con mucha gracia.

-¿No sabe usted cómo se llama?

-No, señor: lo iba a averiguar; pero como mi Pascual es tan celoso, tuve miedo. ¡Ah, qué hombre! Cuando se enfaa...

Lázaro estuvo un momento silencioso contemplando la bárbara efigie de aquella mujer, oráculo de su desventura. Después se hizo repetir las señas de la nueva casa, y salió.

Ya la determinación de ir allí era inquebrantable, y antes hubiera muerto que dejar de hacerlo. La curiosidad, los celos, la necesidad de encontrar una solución a aquella serie precipitada de dudas, le impulsaban hacia la nueva casa. ¿Y la abjuración exigida? Casi no pensaba ya en tal cosa. Sin duda alguna podía asegurar que el militar, de quien le habló Pascuala, era el mismo que le acababa de poner en libertad. ¡Nuevo y doloroso misterio! Hubiera dado muchos días de vida por saber todo con claridad, y al mismo tiempo se horrorizaba al pensar que iba a saberlo. La idea de la deslealtad de Clara, de su deshonra, era demasiado grande en su horror, y no le cabía en la cabeza. Lo que más le confundía era la extraña rapidez, la fatal impaciencia con que se precipitaban sobre él tantas contrariedades, tantas amarguras, que no le daban tiempo para buscar aliento y esperanza en su inteligencia y en su corazón.

Entró en la casa, y subió lentamente la escalera de la casa del siglo decimoctavo. No pudo prescindir de una sensación de respeto hacia aquellas tres damas, desconocidas todavía para él, que le parecían tres perfectos modelos de virtud. Tocó, y le abrió una de ellas. La decoración le afectó un poco: los retratos históricos de la antesala le miraron todos con sus ojos apolillados. Lázaro tuvo miedo. Precedido por Paz, atravesó por entre aquellas sombras que la débil luz del pasillo hacía más misteriosas, y entró en la sala.