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La fontana de oro/XXIII

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Cuando Coletilla, después de instalado en el piso segundo, manifestó a las señoras la probabilidad de que su sobrino fuese a vivir con él, Salomé se quedó un poco pensativa; pero María de la Paz dijo que no había inconveniente, supuesto que el joven, bajo la vigilancia y tutela de su tío, habría de tener el comedimiento y la dignidad que aquella casa imponía a sus habitantes.

Lázaro, precedido por María de la Paz, entró en la sala. Lo primero que vieron sus ojos fue a Clara, que estaba sentada junto a la devota y cosía con la cabeza baja, sin atreverse a mirar a nadie. Vio su turbación y su empeño en disimularla. Después miró a todos lados y vio a su tío, respetuosamente sentado al lado de Salomé, cuyos reales estaban plantados al extremo oriental de María de la Paz. Lázaro los vio a todos inmóviles, como figuras de palo: todos le miraban, excepto Clara, la cual insistía en acercar tanto los ojos a su labor que era difícil comprender cómo no se sacaba los ojos con la aguja.

Elías miró a Lázaro con asombro. Paz con asombro; Salomé con asombro, todos con asombro, y él mismo llegó a creer que era fantasma evocado, el temeroso espectro del sobrino de Coletilla. Salomé le indicó una silla con el dedo en que tenía las sortijas, y Paz le dijo con el registro de voz más desdeñoso y augusto:

«Siéntese usted, caballerito».

Cuando el joven dijo «gracias, señora», su voz resonó débil y dolorida, anunciando tanto sufrimiento y postración, que Clara no pudo menos de alzar los ojos y mirarle con súbita impresión de interés. Le encontró muy pálido y abatido; comprendió lo que el infeliz había pasado en aquellos días, y necesitó todo el esfuerzo de que su alma valerosa era capaz para no echarse a llorar como una tonta en presencia de aquellas tres rígidas damas y del furibundo Coletilla.

«Ya estas señoras saben lo que has hecho al llegar a Madrid», dijo Elías a su sobrino con mucha severidad.

Paz y Salomé fruncieron el ceño para que nadie pudiera poner en duda su indignación, Lázaro no contestó, porque estaba muerto de vergüenza, y en aquel momento las dos damas le parecían las dos personificaciones más perfectas de la justicia humana.

«¿Recuerdas lo que te dije cuando fui a verte a la cárcel?».

-Sí, señor: no lo he olvidado.

-Ahora vivo aquí, en casa de estas señoras, que nos han ofrecido a mí y a Clara un asilo.

-Sólo por usted, señor don Elías -dijo Salomé.

-Ya lo sé: sólo por mí -contestó el viejo-. Pero yo -continuó dirigiéndose a Lázaro-, si te llamé estando en la otra casa, ahora no me atrevo a darte hospitalidad porque...

-Señor don Elías -dijo Paz-, de lo de arriba puede usted disponer a su antojo. Ya sabe usted lo que hemos convenido. Sólo lo hacemos por usted.

-Yo no puedo -prosiguió Elías, haciendo una gran reverencia-, yo no puedo decir a este muchacho que se quede en esta casa. Su conducta ha sido tan escandalosa, que no me atrevo...

-No hay falta, por grande que sea, que no pueda corregirse -dijo Salomé, mirando con sublime protección al desdichado Lázaro, a quien parecieron aquellas palabras el colmo de la generosidad.

-Efectivamente -dijo Paz en tono de enfática indulgencia-. Hay faltas tan enormes, que por su misma enormidad necesitan indulgencia. Mi opinión es que este caballerito debe quedarse con usted, señor don Elías, porque si no, ¿qué va a ser de él?

Elías manifestó comprender.

«¿Qué va a ser de él si continúa abandonado y sin guía? -prosiguió la dama-. Por lo que ha pasado podemos colegir lo que pasará. Sin el amparo de una persona tan virtuosa y magnánima como usted, ¿qué será de este caballerito, en quien han germinado las semillas de todas las malas ideas del día?».

-Yo creo que aún es tiempo, porque, aunque ha brotado la cizaña en esa tierra malignamente fecunda, con un buen sistema de educación podrá ser arrancada de raíz esa mala hierba, y aun expurgar y purificar la mala tierra -dijo Salomé, que, desde el tiempo en que los poetas le dedicaban madrigales había conservado gran afición a las alegorías.

-¿Qué te parece, Paula? -dijo Paz, que creía a veces que en aquella casa no podía emitirse palabra ni consejo de ningún valor, sin ser refrendado por el exequatur ortodoxo de la devota.

-Ella, que es una santa, dirá lo que se ha de hacer -exclamó Elías.

Mientras todos le pedían su opinión, la devota contemplaba el rostro del estudiante, como si quisiera leer en él su delito. Expresión de lastima afectuosa y aun de admiración ingenua brillaba en los ojos de doña Paulita, que en aquel momento parecía manifestarse naturalmente. Pero en cuanto advirtió que le pedían un consejo, recordó su misión, arqueó las cejas, y dio al viento la metálica voz con estas palabras:

«¡Oh! ¿Qué hay que consultar sobre este punto? ¿Quién dice si se debe perdonar al que ha faltado? ¿Quién hay tan poco cristiano que haga semejante pregunta? ¡Perdonar! ¿Que es grave la culpa? Mejor: por lo mismo necesita perdón y olvido. Y si fuera más delincuente, más pronto le perdonaría».

Paz y Salomé miraron a la par a don Elías para complacerse en leer en sus ojos la admiración que había de causarle tanta sabiduría.

«¿Cómo me consultan ustedes eso? -continuó Paulita-. Digan dónde hay pecadores para perdonarlos a todos. ¿Y os priváis de la alegría de perdonar? No sólo digo a todos que le perdonen, sino también que le amen como si nunca hubiera pecado. Acordaos del hijo pródigo. Hoy es día de júbilo en esta casa, porque ha vuelto el delincuente, ha vuelto el que se creía perdido para siempre. Voy a dar gracias a Dios por haberme proporcionado el favor inefable de recibir en mi casa un delincuente cargado de culpas, de poderle decir: «levántate y no vuelvas a pecar».

Era fácil conocer en la mirada de la santa que hablaba en aquel momento con profunda verdad y gran convicción. El pecador se sintió conmovido de gratitud. Clara no hubiera hablado con tanta elocuencia; pero de seguro pensaba y decía interiormente cosas parecidas.

La devota se sonrió al concluir su homilía, acontecimiento rarísimo que hubiera sorprendido a todos si la preocupación de aquellos momentos les hubiera permitido repararlo. El joven vio aquella sonrisa en la boca de la que juzgaba santa (y lo era), y le pareció la cosa más natural del mundo. Se sintió aligerado de un gran peso, respiró tranquilo ante aquella profesión de bondad e indulgencia, y creyó asistir al juicio supremo.

«Visto el admirable dictamen de esta santa -dijo Elías-, porque es una santa, Lázaro, entiéndelo bien, te quedarás conmigo; pero en expectativa, en entredicho».

-No admito entredicho: perdón definitivo -dijo la devota.

-Bien: perdonado, pero sujeto a vigilancia.

A pesar de la actitud severa de las dos damas y de su tío, Lázaro experimentó cierto descanso moral en aquella casa. Advirtió a Clara silenciosa y apartada: no alzaba los ojos, no decía palabra.

Lázaro, siempre que miraba hacia aquel sitio, encontraba los ojos negros de la devota fijos en él con tenaz atención.

La escena se hallaba dispuesta de este modo: Paz y Salomé estaban sentadas en la actitud ceremoniosa que les era habitual. A la derecha tenían a Elías, y Lázaro se hallaba frente a ellas en la postura de un reo. Detrás de las dos viejas, Clara y la devota formaban otro grupo junto a un pequeño velador que sostenía la lámpara, cuya débil luz iluminaba aquel cuadro. El resplandor daba de lleno en el rostro del joven: en la sombra quedaban Clara y la devota, y los ojos negros, profundamente negros de esta, brillaban en el fondo sombrío de la sala con vivacidad felina. Las dos viejas, que volvían la espalda al segundo grupo, no veían nada; pero Lázaro, que estaba de frente, notaba la expresión atentamente curiosa y fascinadora de aquellos dos ojos, y se preguntaba qué podía haber en su fisonomía y en su persona que pudiera excitar la curiosidad infatigable de aquella señora.

Elías entre tanto no hubiera creído que aquel concilio ecuménico era decoroso, sin hacer un pomposo elogio de las virtudes de los tres venerandos restos de la ilustre familia de los Porreños.

«En verdad, señoras -dijo-, que no sé cómo agradecer tantas bondades. No sé a qué debo yo, persona de tan humilde origen, el que usías me traten con tanta benevolencia y me colmen de favores. ¿Qué he hecho? ¿Quién soy? ¡Ah! Usías son la bondad y nobleza misma. ¡Cómo se conocen la alteza del origen y la excelencia de la sangre! ¡Ah! ¡Usías se han propuesto ser redentoras de todos los que en torno mío me abruman a penas, amargando mi vida! ¿Y qué sería de esa pobre niña sin el amparo de usías, cuando las ideas del día han echado en su corazón tan perniciosas raíces?».

La devota dejó de mirar al recién venido y dijo:

«No me la riñan más, que bastante ha padecido».

Lázaro advirtió que Clara se estremecía, poniéndose roja como una amapola.

«No me la riñan más, que bastante la han reñido -añadió compungidamente la devota-. Yo respondo de ella. Yo sé que tiene buen fondo, aunque al exterior aparezcan los defectos de las pestilenciales ideas del siglo. Yo sé que tiene buen fondo: ¿qué importan las faltas más graves, cuando van seguidas del arrepentimiento?».

Lázaro advirtió que Clara hizo un movimiento, como si tratara de contradecir aquellas palabras; pero en su ceguera no supo ver, no supo apreciar que en aquel instante el alma de su amiga pasaba por el más duro trance de dolor y paciencia de que es capaz la naturaleza humana.

«Yo sé que se corregirá -continuó la devota-. ¡No se ha de corregir! Grandes pecadoras han sido santas. Ánimo, amiga mía. Con la vista fija en Dios, ¿qué se puede temer? Yo sé cómo se curan los males del espíritu, y mi amiga Clara aparece ya bajo la benéfica influencia de una reacción feliz. Perdonémosla también; yo respondo de que se corregirá».

A Lázaro le llenaron de confusión estas palabras. ¿Qué había hecho Clara? Estuvo casi dispuesto a levantarse, acercarse a ella y decirle en alta voz: «¿Clara, qué has hecho?». La miró y la vio llorar; miró a todos, buscando en aquellas caras de pergamino la solución de tan gran misterio; pero ninguna le reveló la culpa de la muchacha, ni aun la cara de la devota, que, después del sermón, volvió a fijar en él, desde el fondo sombrío de la sala, el intenso rayo de su mirada escrutadora y ansiosa, suficiente a turbar a otro menos tímido.