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La fontana de oro/XXXIV

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La fontana de oro
Capítulo XXXIV
El complot.- Triunfo de Lázaro

de Benito Pérez Galdós
Capítulo XXXIV




Lázaro no pudo tampoco aquel día encontrar a Bozmediano. Su deseo de hablarle, de pedirle cuenta de su infamia, de demostrarle la deslealtad de su conducta y de castigarle sin lástima ninguna, aumentaba a cada hora. Buscole con afán, porque ciertos agravios dan una paciencia y una tenacidad que las más grandes empresas inspiran rara vez al hombre.

En la casa le decían constantemente que no estaba; paseaba de largo a largo la calle sin verle aparecer; llegó la noche, y a eso de las diez vio salir a las mismas tres personas de la noche anterior. Eran ellos. Bozmediano, padre e hijo, y el otro militar salieron por una puerta que se abría a un callejón obscuro, y se encaminaron a la plazuela de Afligidos, dando un gran rodeo. Apostose el joven otra vez detrás de la esquina de la calle de las Negras, y les vio entrar en la propia casa. Al poco rato entró otra persona, después tres, después dos; en fin, los mismos de la noche anterior. Reflexionando entonces Lázaro que su grande objeto, hablar y confundir a Bozmediano, no lo podía conseguir, viendo entrar desconocidos en una casa desconocida, se retiró, dirigiéndose a la Fontana para asistir a la gran sesión de que su tío le había hablado.

Desde el anochecer estaban en el café de la Carrera de San Jerónimo el Doctrino, Pinilla, Aldama y otros dos individuos de los que más trato tenían con el bolsillo del intendente revolucionario Elías Orejón.

«No hay otro medio mejor que el que Coletilla nos ha propuesto -decía el Doctrino-. Indudablemente ese zorro tiene talento».

-Pero es preciso tomar antes buenas medidas -indicó Pinilla-, porque esos golpes, si salen mal, son terribles... Escojamos buena gente, y que todos nos sigan y vayan al mismo objeto sin decir nada hasta no estar sobre ellos. Que sólo sepan la verdad del objeto treinta o cuarenta hombres probados.

-Eso ha de ser así: yo respondo de ello.

-Ellos también parece que ven venir la lucha y se preparan para la defensa. Hoy lo dijo Toreno en las Cortes -observó Pinilla-. Pero les va a ser difícil escapar. El pueblo está irritado contra ellos; el pueblo quiere libertad, y ha de atropellar a los que intentan no permitirle llegar hasta el fin.

-La gran dificultad consiste en no poderlos coger reunidos en un solo punto. Lo bueno sería invadir el Congreso; pero el de la casa grande no quiere tal cosa. Hay que ir cazándolos guarida por guarida, y esto hace más difícil y complicado el asunto... Pero concretemos. En resumen, ¿qué es lo que se debe hacer?

-La cuestión es muy sencilla -dijo el Doctrino, echándose atrás el sombrero y bajando la voz-. Todo se reduce a lo siguiente: Hay un partido, unos cuantos hombres que se llaman liberales sensatos, que predican el orden y el respeto a las leyes. Todo esto es muy bueno. Pero el pueblo ha cobrado gran odio a esa gente, que es, según cree el Rey, el apoyo de la Constitución. El pueblo ha llegado tras largas sugestiones a desear vivamente, con razón o sin ella, la... desaparición de esos hombres. Bien: conduzcamos al pueblo al logro de su deseo. El pueblo lo quiere, cúmplase la voluntad nacional.

Después de estas irrisorias y diabólicas palabras, el Doctrino se detuvo para leer el efecto de su exposición en las caras de los oyentes.

«Bien -continuó-: hay veinte o treinta hombres señalados ya en la opinión como víctimas».

-¿Como víctimas? -interrumpió Pinilla.

-Sí, ha de haber un atropello. Hasta dónde llegará este atropello, es lo que no puedo decir a ustedes. Ya sabemos lo que es este pueblo.

-¿Pero este atropello parará en una matanza? -preguntó uno de los dos desconocidos.

-Esto es lo que no sé. Atropello ha de haber. Las personas que lo han de sufrir están aquí apuntadas en mi cartera. No son sólo los ministros.

-Y después, ¿qué pasará? -dijo el otro-. Verificado el hecho (y supongo que llegue al último extremo, a un sacrificio horrible), ¿qué tendremos? Se apoderará del poder el partido exaltado; tendremos un período de dictadura, de terror y represalias espantosas. ¿A dónde iremos a parar? A la anarquía más horrible.

-No importa -dijo el Doctrino-. El Rey cuenta con eso, y lo desea. De esa anarquía ha de salir triunfante un absolutismo, que es su objeto. Y lo conseguirá; eso es indudable.

-¿Y contra quiénes se dirige el motín?

-Contra muchos: ya conocéis quiénes son. Los políticos que se llaman de talla, los que guían la marcha de las Cortes, los influyentes. No se olvidará al presuntuoso Argüelles ni al célebre, más que célebre, Calatrava.

-Hombre, sentiría que se escapara el bueno del consejero Bozmediano, que tuvo la desfachatez de decir en las Cortes que si el Gobierno no tenía a raya a los exaltados, peligraban la libertad y la Patria.

-¿Cómo se había de escapar ese pez? Ese es de los primeros. Pues si es el que inspira al Gobierno... ¿Quién clama todos los días porque se cierren los clubs? Él. ¿Quién es el autor de aquellos decretos sobre imprenta? Él. ¿Quién indujo al Gobierno a la destitución de Riego? Él.

-¡Pues no digo nada de su hijito el señor don Claudio Bozmediano, que al principio era socio de la Fontana! -dijo uno de los desconocidos.

-¡Oh! -exclamó vivamente el señor Pinilla, como si sintiera una herida en el corazón-. ¿Ese perro había de escapar? Le odio, le detesto, no le tendría compasión aunque le viera asado en parrillas. Sólo por acabar con ese condenado, entraría yo en la conspiración.

-¿Pues qué te ha pasado con él? -le preguntaron.

-¿Qué me ha pasado? -dijo Pinilla, lívido de cólera-. Hace algún tiempo iba ese señor a Lorencini. Una noche hablaba yo en contra del absolutismo y de los frailes: todos me aplaudían, y él también. Después dije no sé qué cosa contra los militares: él calló; pero al concluir mi discurso vino a hablar conmigo y me expresó con algunas palabras su disgusto. Yo no esperé más: hacía tiempo que me cargaba aquel hombre, le tenía ojeriza sin saber por qué; le dije que me importaba poco su opinión. Me contestó, le contesté yo más fuerte, hasta que al fin, de palabra en palabra, le dije cierta cosa, sabida de todo el mundo, respecto a su madre, que fue muy levantada de cascos. Él no esperó más, y de repente... no lo puedo contar, porque se me sube toda la sangre al rostro. Él puso su pesada mano en mi cara, y la oprimió con tal fuerza, que desde entonces la siento siempre aquí... aquí... quemándome como un hierro candente. Reñimos: él es mucho más fuerte que yo, y me venció. Después nos desafiamos, y me hirió; he vuelto a tener otro altercado con él, y me volvió a... En fin, le odio de muerte. Uno de los dos tiene que destruir al otro: no hay remedio.

-Pues no escapará, ni su padre tampoco.

-Lo mismo digo yo -exclamó Aldama, que estaba muy pesaroso porque el amo del café no le había querido fiar una botella de Málaga.

-Chitón, que viene alguien. ¿Quién es? ¡Ah! Lázaro.

Lázaro entró y saludó a su amigo.

«Buenas noches, buena pieza -le dijo el Doctrino-. Ya estamos otra vez en la Fontana; ya somos dueños del club, de nuestro club; ya se fue aquella horda de necios. Esta noche hablará usted y será aplaudido. Sabrán apreciar lo que usted vale».

-¡Ah!, ya no hablo más -replicó Lázaro con cierta amargura, porque se había llegado a convencer de que no había nacido para la tribuna.

-Mire usted -dijo Pinilla al Doctrino, continuando la conversación interrumpida-, ese Bozmediano es además un hombre inmoral, de detestable conducta; un libertino, como lo fue su padre, escándalo en la Corte de Carlos III.

Lázaro prestó mucha atención.

«No se ocupa más que en seducir muchachas. ¡Cuántas familias son hoy desgraciadas a causa de sus hazañas! ¡Oh!, los bandidos de esta clase deben ser quitados de entre los hombres».

-Hablan ustedes de una persona que me ocupa mucho en estos momentos -dijo Lázaro-. ¿Usted le conoce? ¿Usted sabe cuáles son los hábitos de ese malvado?

-¿Pues no lo he de saber? -manifestó Pinilla.

-Yo le he buscado ayer -dijo Lázaro-; le he buscado hoy sin poderle encontrar, porque tengo que ajustar ciertas cuentas con él. Yo le encontraré, aunque tenga que andar toda la tierra...

-Cuidado, joven, que ese maldecido maneja bien las armas. Tiene una mano admirable.

-No me importa: ya nos arreglaremos.

-¿Y le ha buscado usted?

-Sí: no le he podido encontrar; es decir, sí le he encontrado, le he visto; pero no en disposición de hablar con él. Iba con dos más, al parecer a una reunión secreta, a que concurrían otros hombres, que aparecían sucesivamente y entraban en una casa.

-¿Dónde? -preguntó con vivo interés el Doctrino.

-En una plazuela; según después he averiguado, se llama de Afligidos.

-¿En la plazuela de Afligidos? -dijo el otro con asombro-. Es en la casa de Álava... ¿Y eran muchos? ¿A qué hora?

Lázaro contó detenidamente todo lo que había visto en la citada plazuela dos noches seguidas y a la misma hora.

«No necesito más» dijo el Doctrino al oído de Pinilla.

Esto pasaba en una pequeña sala interior de la Fontana, donde el amo tenía algunos centenares de botellas vacías, y dos o tres barriles, vacíos también, con gran sentimiento de Curro Aldama. Cuando Lázaro concluyó su relato, se sintió el ruido de aplausos y las voces entusiastas que resonaban en el recinto del café. Hablaba con mucha elocuencia Alfonso Núñez. Más de doscientos jóvenes exaltados, lleno el espíritu de pasión expansiva, le aplaudían con entusiasmo. El joven orador comunicaba su indiscreta fe a aquella masa de juventud inocente y soñadora, cuando cuatro infames, a dos pasos de allí, preparaban un sangriento desastre. Estas iniquidades, proyectadas por pocos y llevadas a cabo por muchos con la sencillez propia de las turbas engañadas, son muy frecuentes en las revoluciones. El gentío obra a veces obedeciendo a una sola de sus voces, cualquiera que sea: se mueve todo a impulso de uno solo de sus miembros por una solidaridad fatal.

La Fontana estaba aquella noche elocuente, ciega, grande en su desvarío. Iba a perpetrar un crimen sin conocerlo. Su elocuencia era la justificación prematura de un hecho sangriento; y para el que conocía su próxima realización, las galas de aquella oratoria juvenil eran espantosas y sombrías.

Lázaro entró en el café: aún no se atrevió, aunque tenía la persuasión de ser recibido con benevolencia, a presentarse en el centro del club. Se quedó en un rincón, dispuesto a ser simple espectador; pero algunos pidieron que hablara; Alfonso le empujó hacia la tribuna; el mismo dueño del café se lo suplicó con insistencia, y la mayor parte de la juventud, que formaba el público, le aplaudió tributándole una ovación anticipada. No pudo eximirse: se resolvió a hablar, subió a la tribuna y empezó. Felizmente no le aconteció aquella vez lo que en la desgraciada noche de su llegada; no perdió la serenidad al encararse con las mil cabezas del público y ver abierto ante sí el atisbo de tanta atención, expresada en tantos ojos. Sin dificultad ninguna encontró el asunto de su discurso, y desde las primeras frases vio desarrollarse ante su imaginación en serie muy clara todas las ideas que habían de constituir la disertación. A cada palabra sentía presentarse la siguiente; pero sin atropellarse, con la calma de la verdadera inspiración que afluye al espíritu y no se precipita. La elocuencia muda de sus horas de silencio y soledad, salía por primera vez a su boca, sorprendiéndole a él mismo, que se oía con tanto gozo como podía oírle el público. Aquellas páginas no escritas, aquellas oraciones no emitidas por voz humana, salían a sus labios con tanta facilidad que parecían aprendidas de memoria desde largo tiempo. Sin darse cuenta de ello, dejó de ser retórico aquella vez. Su instinto de orador se alejó de aquel peligro, y expresándose a veces con demasiada sencillez, no ocurrió tampoco en el desaliño ni la vulgaridad. La espontánea brillantez de sus medios oratorios, la profunda entonación de verdad y sentimiento que daba a sus afirmaciones, la habilidad con que sabía explotar la pasión y la fantasía del auditorio, le ayudaron en aquella empresa, en la cual su ingenio apareció en altísimo lugar, grande, espontáneo, robusto de ideas y formas, como realmente era.

«¿Cómo queréis que haya libertad -decía-, si unos cuantos se erigen en sacerdotes exclusivos de ella, cuando ese gran sacerdocio a todos nos corresponde y no es patrimonio de ninguna clase? Pasó el monopolio de la riqueza, de la ilustración, del predominio y de la influencia. ¿Hemos de consentir ahora el monopolio de las ideas? (Grandes aplausos.) Por este camino vamos a tener aquí una cosa parecida a las castas del Oriente. (Risas.) Entre los millones de ciudadanos que pertenecen a la sagrada comunión del liberalismo, vemos surgir una casta privilegiada, que se cree única conservadora del orden, única cumplidora de las leyes, única apta para dirigir la opinión. ¿Hemos de consentir esto? ¿Hemos de ser siempre esclavos? ¿Esclavos ayer del despotismo de uno, esclavos hoy del orgullo de ciento? Mil veces peor es este absolutismo que el que hemos sacudido. Prefiero ver al tirano desenmascarado y franco, mostrando su torva, sanguinaria faz de demonio; prefiero la insolencia desnuda de un bárbaro abominable, abortado por el infierno, a la hipócrita crueldad, al despotismo encubierto y disfrazado de estos hombres que nos mandan y nos dirigen escudados con el nombre de liberales, haciendo leyes a su antojo, para después obligarnos con el respeto a la ley; seduciéndonos con el nombre de libertad para después ametrallarnos en nombre del orden; llamándose representantes de todos nosotros para después insultamos en las Cortes llamándonos bandidos. (Aplausos.) No puede durar mucho tiempo el imperio de la injusticia. Felizmente aún no han puesto mordazas en todas nuestras bocas; aún no han atado todas nuestras manos; aún podemos alzar un brazo para señalarles; aún tenemos aliento en nuestros pechos para poder decir: 'ese'. Están entre nosotros, les conocemos. Esta gran revolución no ha llegado a su augusto apogeo, no ha llegado al punto supremo de justicia: ha sido hasta ahora un paso tan sólo, el primer paso. ¿Nos detendremos con timidez asustados de nuestra propia obra? No: estamos en un intermedio horrible: la mitad de este camino de abrojos es el mayor de los peligros. Detenerse en esta mitad es caer, es peor que volver atrás, es peor que no haber empezado. Hay que optar entre los dos extremos: o seguir adelante, o maldecir la hora en que hemos nacido». (Grandes y estrepitosos aplausos.)

Lázaro notó, mientras pronunciaba estos párrafos, que entre las mil figuras del auditorio, y allá en lo obscuro de un rincón, había una cara en cuyos ojos brillaban el entusiasmo y la ansiedad. Las manos flacas y huesosas de aquel personaje aplaudían, resonando como dos piedras cóncavas. Le miraba sin cesar mientras hablaba, y a no encontrarse el orador muy poseído de su asunto y muy fuerte en su posición respecto al auditorio, se hubiera turbado sin remedio, dando al traste con el discurso. La persona que así le miraba y le aplaudía era su tío. Aquello era incomprensible, y el joven hubiera pensado mucho en semejante cosa, si las cariñosas y ardientes manifestaciones de que fue objeto no le distrajeran mucho tiempo después de concluido su discurso.

Otro habló después de él, y al fin, después de tantos discursos, el público empezó a desfilar. Alfonso y Cabanillas se fueron a la calle, llevados por los grandes grupos en que se descompuso aquella masa de gente. Agitada fue aquella noche en todo Madrid, y es positivo que la autoridad, ordinariamente bastante descuidada y débil, tomó algunas precauciones. En la Fontana quedaban a la madrugada el Doctrino, Pinilla, Lobo, Lázaro y otros.

«¡Bien lo ha hecho usted! -le decía el Doctrino a Lázaro-. Yo me lo esperaba. Esta noche nuestro partido adquiere con la palabra de usted una fuerza terrible. Don Elías, puede usted estar orgulloso de su sobrino».

-Sí que lo estoy -dijo Coletilla, sonriéndose como acostumbran hacerlo los chacales y las zorras, a quienes ha puesto la Naturaleza una contracción diabólica en el rostro-. Sí que lo estoy: no creí yo que fuera este chico tan listo, que, a saberlo, ya hubiera yo hecho lo posible para que...

Lázaro comenzó a ver obscuro en aquella intrusión de su tío en las sesiones de los exaltados. Cruzó por su imaginación una sospecha horrible. Cuando se marchó a la casa iba recordando la acusación en que la noche de su expulsión le habían dirigido en aquel mismo sitio; recordó el diálogo que con su tío había tenido en la cárcel; recordó todas sus palabras, expresión del más ciego fanatismo; y cuanto más meditaba y recordaba, menos podía explicarse que su tío permitiera el ser llamado gran liberal. Aunque algunas sospechas vagas le atormentaron, no vio el gran abismo en todo su horror y profundidad; no presagió el movimiento a que había dado impulso con su palabra, ni comprendió el ardid tenebroso, la colisión sangrienta que de las cabezas aturdidas de la Fontana y de las voluntades agitadas de algunos jóvenes, hacía su arma más terrible.

Pero al llegar a la casa esperaba a Lázaro una sorpresa que había de hacerle olvidar su discurso, a su tío y a la Fontana. Al entrar, ya cercano el día, encontró a doña Paz muy alborotada, a Salomé rondando la casa con luz y a las dos tan coléricas y destempladas, que no pudo menos de reír a pesar del estado de su espíritu.

«¡Gracias a Dios que viene usted! Estamos solas» le dijo temblando la más vieja.

-¿Qué hay, señoras?

-Tememos que alguien se entre por esos tejados.

-¿Cómo, quién se va a atrever?

-¿No sabe usted lo que ha pasado, caballerito? -dijo Paz-. Esa Clarita... ¡Qué horror, qué perversión!...

-¿Para cuándo es el patíbulo? -exclamó Salomé-. ¡Un hombre, un hombre ha entrado aquí por esa niña, un seductor! ¡Y nosotras tan ciegas que la recogimos!

-¡Ay, mi Dios!, ¡qué horrible atentado!

-¿Y cuándo entró ese hombre? -preguntó, comprendiendo que habían descubierto la entrada de Bozmediano.

-El domingo, aquella tarde que estuvimos en la procesión.

-Y ella, ¿dónde está? -preguntó el joven, creyendo que había llegado el momento de aclarar aquel asunto.

-¡Qué horror! ¿Y usted pregunta dónde está? ¡La hemos arrojado, la hemos echado! -dijo Paz, con expresión de venganza satisfecha-. ¿Habíamos de consentir aquí semejante monstruo?

-¡Qué degradación! ¡Y en esta casa! -exclamó Salomé, poniéndose ambas manos sobre la cara-. Señor, ¿qué expiación es esta? ¿Qué pecado hemos cometido?

-¿Y dónde está?

-¿Que dónde está? ¿Qué sé yo? La hemos arrojado.

-¿Pero dónde ha ido?

-¿Qué sé yo? Vaya a la calle, que es donde siempre ha debido estar. ¡Oh! Ella se habrá ido muy contenta por ahí.

-Si esa gente ha nacido por la calle -dijo Salomé, con un gesto de repugnancia- ¡Qué ignominia!

-¿Pero ustedes la han arrojado así...? ¿Dónde ha de ir la pobrecilla? -preguntó Lázaro, que, a pesar de su agravio, no podía ver con calma que se injuriara y se maltratara de aquel modo a un ser desvalido.

-¿Qué sé yo dónde ha ido? ¡Al infierno! -dijo María de la Paz riendo.

-Señor, ¿es posible que haya tanta infamia en el mundo? ¡Oh! Las ideas del día... -murmuró Salomé, alzando las manos al cielo en actitud declamatoria.

Antes de decir lo que hizo Lázaro al encontrarse con tan estupenda novedad, contemos lo que pasó aquella noche en la vivienda de las tres damas. Coletilla había salido diciendo que no volvería hasta dentro de tres días, por tener que ocuparse fuera de cierto asunto; y ellas estaban comentando esta rara determinación, cuando aconteció un suceso que dio por resultado la expulsión definitiva de la huérfana.