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La fontana de oro/XXXV

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La sastrería clerical fue industria muy socorrida y floreciente en el siglo pasado. Había muchos clérigos, y además, gran cosecha de abates, gente toda que vestía con primor y coquetería. Los que a tal industria se dedicaban obtuvieron pingües ganancias, y esto fue causa de que se dedicaran a explotarla muchos menestrales de ambos sexos, educados al principio en la sastrería profana. En el presente siglo la industria en cuestión estaba muy decaída, no sabemos si porque había menos clérigos o porque había más sastres. En el quinto piso de la casa de Tócame Roque, situada en la calle de Belén, tenían su nido dos hermanas, sastras de ropas sagradas, que habían venido muy a menos. En sus mocedades habían cosido muchos manteos y sobrepellices para los canónigos de Toledo y para los clérigos de la corte; pero en la época de nuestra historia, por razones sociales que no es oportuno consignar, sólo consagraban su mísera existencia a remendar las verdinegras hopalandas de algún escolapio o de algún teniente cura pobre y andrajoso. Hacían de peras a higos un bonete para un capellán de Palacio o para el señor fiscal de la Rota, y nada más. Eran muy pobres, pero soportaban con paciencia la desgracia sin exhalar una queja. Sólo una de ellas decía de vez en cuando con un suspiro, mientras revolvía los escasos trapos negros de su santa industria: «Ya no hay religión».

No tenían otro amigo que el abate don Gil Carrascosa, que, según ha llegado a nuestra noticia, tuvo en sus tiempos ciertos dimes y diretes con una de ellas. Él las visitaba, les proporcionaba algún trabajo y solía darles algún rato de tertulia, contándoles las cosas de Madrid. Pero si las de Remolinos (que así se llamaban) no tenían más que un amigo, en cambio tenían un enemigo implacable, sanguinario, feroz. Este enemigo era otra sastra, que vivía pared por medio, y que, por la natural divergencia de opiniones entre los que se dedican a una misma industria, les había declarado guerra a muerte. Para martirizarla, además de sus improperios y apodos, tenía un gato, que creemos nacido expresamente para entrarse en el cuarto de las dos hermanas y hacer allí cuantas inconveniencias puede hacer el gato de un enemigo. Tenía además la doña Rosalía un amante del comercio, que la visitaba todas las noches, en compañía de una guitarra; y era este amante un ser creado de encargo por el infierno para cantar y tocar toda la noche en aquella casa y no dejar dormir a las dos sastras de ropas sagradas.

Doña Rosalía tenía más trabajo que sus vecinas las de Remolinos (o las Remolinas, como generalmente las llamaban), y además hacía cuanto puede hacer una mujer envidiosa para quitarles a sus rivales el poco que tenían. Aconteció que un paje de la Nunciatura, feligrés antiguo de doña Rosalía, y muy admirador de su buen color, se atrevió a aspirar a no sabemos qué honestas confianzas: picose la dama, picose más el paje, y al día siguiente, al traer el bonete del Nuncio para que le echaran un zurcido, en vez de dárselo a doña Rosalía se lo entregó a las dos hermanas.

Cuando doña Rosalía supo que el bonete de la Nunciatura estaba en manos de sus rivales, le pareció que había recibido la más grande ofensa: rompió relaciones con la Curia Romana, dijo mil improperios al paje, encargó a su gato ciertas sucias comisiones cerca de las dos vecinas (comisiones que el animal cumplió con gran puntualidad), se acercó a la puerta de las dos infelices, y les dijo mil cosas estupendas, que hicieron proferir a la más vieja de las dos en su lamentación acostumbrada: «Ya no hay religión».

Pero Rosalía buscaba una venganza terrible. ¿Cómo? Mucho le asombró ver entrar al abate con un militar desconocido. La casa estaba dispuesta de tal modo, que acercándose a la puerta se oía cuanto en los cuartos inmediatos se hablaba. Todos sabemos los fines de la visita de Bozmediano a las de Remolinos. Doña Rosalía lo adivinó también, cuando, poniéndose en acecho, le vio pasar a la casa inmediata por una puerta condenada que daba al desván antiguo. Se calló y esperó. Comprendió la taimada que allí había aventura amorosa, y en esto supo hallar un medio feliz para su venganza. Vio entrar y salir a Bozmediano, y calculando que aquella entrada fraudulenta se repetiría, esperó a que se repitiera para ir inmediatamente, y mientras el joven estuviera dentro, a la casa contigua a denunciar el hecho. El joven sería sorprendido, habría un gran escándalo, se harían averiguaciones, ella declararía por dónde había entrado, y cátate a las Remolinas camino de la cárcel en castigo de su complicidad en aquel delito de escalamiento y abuso de confianza.

Esperó un día, dos, tres, hasta que viendo que la escena no se repetía, resolvió en su alto criterio denunciar el hecho de una vez a la familia interesada, no sea que, retardándolo, pudiera ser puesto en duda.

Pensado y hecho. Púsose su mantón, bajó, entró en casa de las Porreñas, tocó, le abrieron, y se encaró con la faz majestuosa de María de la Paz Jesús, que de muy mal talante le preguntó:

«¿Qué quiere usted?».

-Venía a ver al amo de esta casa para decirle una cosa -dijo Rosalía entrando.

-¡Qué irreverencia! -pensó María de la Paz, viéndola entrar de rondón-. Salomé, una luz.

Anochecía, y con la obscuridad no podía la dama ver claramente el rostro de la que le visitaba. Salomé trajo un quinqué a la sala, donde las dos se personaron.

«¿Qué se le ofrece a usted?» preguntó Paz, midiendo con una mirada el cuerpo de doña Rosalía.

-¿Quién es el amo de esta casa?

-Yo soy -dijo Paz un poco alarmada con el misterio que parecía envolver aquella inesperada visita.

-Pues vengo a decirla a usted... ¿usted no sabe lo que pasa?

-¿Qué pasa? -dijo Salomé, creyendo que se hundía el techo.

-No se asuste usted, señora, porque al fin y al cabo, sabiéndolo, se puede evitar que vuelva a suceder.

-¡Por Dios, explíqueme usted, señora! -dijo Paz, en el tono de la impaciencia y la superioridad.

-Pues han de saber ustedes -dijo con misterio doña Rosalía-, que esta casa... Pues... les diré a ustedes: yo vivo en la casa de al lado en el cuarto piso, y soy sastra, con perdón de ustedes, y coso toda la ropa de casa del señor Nuncio del Papa, y la del Patriarca de las Indias; coso a todo el arzobispado de Toledo, y a veces coso a la capilla de Palacio.

Esta relación de las altas jerarquías que servía la aguja de doña Rosalía, le dio cierta importancia a los ojos de María de la Paz Jesús.

«Yo vivo allá arriba y he visto... ¿Pero ustedes no han caído en ello?».

-¿En qué?

-En ese hombre que ha entrado aquí.

-¿Qué hombre?, ¿qué dice? -exclamaron a una las dos ruinas en el tono del que siente estallar un volcán.

-Pues yo venía a avisárselo a ustedes para que evitaran que otra vez pasara. Es el caso que en la buhardilla de la casa en que yo vivo hay una puertecilla que da a la buhardilla de esta casa.

La cara que pusieron las Porreñas no cabe en ninguna descripción.

«Sí -continuó la sastra-, y un joven militar se metió una tarde por esa puerta de que hablo; se metió aquí... Yo me malicié, cuando le vi, que había aquí alguna jovencita».

-Pero, señora -dijo Paz, poniéndose en pie-, ¿está usted segura de lo que dice? ¡Un hombre ha entrado aquí... aquí, en esta casa!

-Sí, señora: yo lo he observado. Se coló por el cuarto de unas vecinas... amigas mías. Yo lo he visto.

-¿Cuándo? -preguntó Salomé tomando aliento, porque ya el aliento le faltaba.

-El domingo por la tarde.

-¿A qué hora?

-A eso de las cinco.

-¡Cuando estábamos en la procesión! ¡Qué escándalo! Esa niña desvergonzada... esa muchachuela... Bien me lo sospechaba yo -dijo Paz, con las manos puestas en la cabeza y paseándose por la sala como una loca.

-¡Ay!, no sirvo para estas cosas... ¡Yo me descompongo! -balbució Salomé, inclinándose sobre el sofá con muestras de experimentar un vahído.

-Pero, señoras, no se alarmen ustedes -dijo doña Rosalía, queriendo calmar a las dos damas-. ¿Tienen ustedes alguna hija?

-No, señora; nosotros no tenemos ninguna hija -contestó con mucho enfado María de la Paz-: es una mozuela, una loca que admitimos aquí por compasión, esperando que se corrigiera; pero... ya me lo sospechaba yo. ¡Qué alhaja! ¿Ves lo que yo decía? Dios mío, ¿para qué admitimos aquí a semejante mujerzuela?

-Señora -manifestó Salomé, oprimiéndose el estómago y rehaciéndose de su vahído-. Cuente usted, aclare usted eso. ¡Ay! Es demasiado horrible. Nosotras no estamos acostumbradas a esas cosas, y tales hechos nos confunden; yo, sobre todo, no puedo soportar...

-Pues no lo duden ustedes. El joven se coló en la casa el domingo por la tarde, y estuvo aquí como una hora. Averígüenlo ustedes y verán como es cierto.

-Si parece increíble -dijo Paz, sentándose otra vez-. Esta casa, esta honrada casa... ¿Y cómo existe esa puerta? ¿Cómo es posible...?

-Existe de muy antiguo, sólo que estaba condenada. Si ustedes quieren verla pueden subir a la buhardilla, y examinando bien, la encontrarán.

-Pero él, ese monstruo, ¿por dónde pudo llegar?

-La tal puerta -continuó doña Rosalía- da al cuarto de unas costureras amigas mías. Las pobrecillas no cosen más que a sacristanes y curas de aldea, y cosen mal. Ellas quieren darse tono, y dicen que cosen a la catedral de Segovia; pero es mentira. No las crean ustedes.

-Y él, ¿entró por ese cuarto?

-Sí: es un militar alto, buen mozo.

-¡Jesús, qué horror! Yo no puedo oír esto -exclamó Salomé, estirándose con muestras de un segundo ataque.

-Les dio dinero a esas mujeres -continuó doña Rosalía-, porque ellas están muy pobres: no ganan nada. Como lo hacen tan mal... No cosen más que al teniente cura de San Martín.

-Es preciso tomar una determinación, Paz; una determinación pronta -dijo Salomé volviendo en sí-. Porque si no, la honra de la casa está comprometida. -Señora -añadió, volviéndose a doña Rosalía-, no extrañe usted esta congoja; no estamos acostumbradas a golpes de esta clase. Nosotras, por nuestro nacimiento, nuestra educación y nuestra religiosidad, hemos estado siempre por encima de todas esas miserias. ¡Ay! Nosotras hemos tenido la culpa por nuestra excesiva caridad. Figúrese usted que acogimos sin recelo a una víbora en nuestra casa, aunque teníamos malos informes de su conducta; la acogimos creyendo que se enmendaría. ¡Pero ya ve usted qué almas tan perversas! ¡Qué sociedad! ¡Qué siglo! Bien me lo figuraba yo, a pesar de lo que decía mi sobrina, que es una santa, y se empeñaba, guiada por su buen corazón, en que esa muchacha se iba a corregir. ¿Cómo puede corregirse un monstruo semejante? ¡Qué deshonra, que vilipendio! ¡Ay!, yo no sirvo para estos casos; me confundo, me descompongo y no puedo tomar ninguna determinación.

-Sí, hay que tomar una determinación -afirmó con mucho encono María de la Paz-. Si no, ¿qué va a ser de la honra de nuestra casa? Hay que poner inmediatamente a la puerta de la calle a esa mozuela, sin consultar a don Elías. Él ha de aprobarlo; y sobre todo, aunque no lo apruebe. ¿Pues no se ha atrevido a decirnos esta mañana que su sobrino se enmendará? ¡Si está una viendo unos horrores!... ¡Qué siglo, qué costumbres! ¡Hasta él...!

-Haz lo que quieras, Paz -dijo Salomé, afectando mansedumbre y cierta postración, que ella creía sentaba muy bien en su nervioso cuerpo-. Haz lo que quieras, sin reparar en lo que pueda opinar ese señor mayordomo, que él nada tiene que mandar aquí. Despide a esa muchacha; que se vaya con las de su calaña. ¡Oh! No quiero recordar lo que esta señora ha contado.

Hasta el perro, que no ladraba; el melancólico Batilo estaba consternado. Habíase plantado frente a doña Rosalía, y miraba, con la atención de un can preocupado, el buen color de la costurera que había traído la desolación a aquella casa.

«Señora -dijo Paz con un poco de cortesía-, le agradecemos a usted el aviso que nos ha dado, mostrando, como es natural, su celo e interés por la honra de nuestra casa. Cuando despidamos a esa muchacha, nos mudaremos de aquí. ¡Ay, y yo le había tomado cariño a este santo retiro! Aquí vivíamos tranquilamente y en paz, no con la comodidad que en nuestra antigua casa; pero, en fin, tranquilas y... Señora, usted nos ha librado de la deshonra, porque ¿qué hubiera sido de nosotras, solas aquí y expuestas a las asechanzas alevosas de ese militar? ¡Oh!, no lo quiero pensar».

-Es un militar joven, alto, buen mozo, y parece ser persona muy distinguida.

-¡Joven, buen mozo y de buen porte! -dijo Salomé disponiendo su cuerpo para el tercer paroxismo.

-¡Joven, buen mozo y de buen porte! -exclamó Paz en el colmo de la indignación-. ¿Es esto creíble? ¡Qué circunstancias tan agravantes!

-¡No siga usted, por Dios! -dijo Salomé ya medio desmayada.

-No siga usted, que mi sobrina es muy impresionable y no puede oír ciertas cosas. Estamos acostumbradas...

Doña Rosalía se levantó para marcharse, porque creía haber cumplido satisfactoriamente su misión. Entonces pasó una cosa singular: cuando la sastra se acercaba a la puerta, Batilo, el perro misántropo, que en aquella mansión había olvidado los hábitos propios de su raza, corrió tras ella, se agitó convulsivamente como quien hace un gran esfuerzo, y ladró, ladró como un mastín ante un salteador; persiguió a la mujer dando agudos aullidos, y hasta llegó a pillarle entre sus inofensivos dientes el traje y el mantón. Paz se alarmó y Salomé se tapó los oídos, como si oyera el aullido de un chacal. Defendieron entre las dos a doña Rosalía de la agresión inesperada del animal; fuese la sastra, y las dos arpías se miraron cara a cara, comunicándose mutuamente su respectiva bilis.

Es indispensable apuntar que en su afán de llegar pronto a donde estaba Clara, se aturdieron, sin poder tomar la puerta, y al fin chocaron una con otra con gran confusión.

«Mujer, que me echas al suelo» dijo una.

-Mujer, qué cosas tienes -gruñó la otra.

Entraron en el cuarto donde estaba acostada la devota... Esta reposaba tranquilamente, pero no dormía; tenía clavados los ojos en el techo con muestras de meditación profunda. Sentada junto a la cama estaba Clara, que hacía de enfermera y acompañante de la santa. Cuando las dos Porreñas entraron, Clara les conoció en las caras que se preparaba una escena terrible. Asustose mucho, y se acercó más al lecho, como buscando refugio al lado de la sagrada persona de doña Paulita.

«¡Niña! -dijo Paz con la lengua turbada y muy alterado el rostro-. Ya sabemos todas las infamias de usted. Merece usted ir a la cárcel por comprometer la honra de una casa como esta. Si no temiera rebajar mi dignidad...».

-Señoras -murmuró Clara temblando-, ¿pues yo qué he hecho?

-¿Pues yo qué he hecho? -dijo, remedándola con gesto grotesco, Salomé-. Miren la hipócrita, ¡qué monstruo, Dios mío! Paula, no te asustes -añadió, acercándose a la cama-; no nos des un nuevo disgusto. Ya sabemos qué clase de persona hemos recibido en nuestra casa.

-Todo se ha descubierto, niña -continuó Paz-. Ya no nos engañará usted más con su cara de mosquita muerta. Pero ¡qué atrevimiento, qué iniquidad! Debiera usted morirse de vergüenza.

-Señora, yo no sé de qué habla usted -dijo Clara, perdiendo por completo la serenidad.

-¡Insolente!, y aún se atreve a disimular, después de tanta desvergüenza. ¿Cree usted que está tratando con personas como usted? ¡Miren la necia!, tan necia como perversa. Ahora mismo va usted a salir de esta casa.

El primer sentimiento de Clara al oír esto, fue una repentina alegría. ¡Salir de allí! Ya había perdido esa esperanza. Pero la situación aquella no era para alegrarse. Pronto lo conoció, y esperó resignada el fin de su sentencia.

«Dile, dile la causa» indicó Salomé afectando gran respeto al procedimiento.

-La causa bien la sabe ella -dijo Paz-; pero puedo contener la cólera. De veras digo que si no fuera porque soy persona... ¡qué horror! La causa es... no te asustes, Paula; la causa es que mientras nosotras salimos de casa a alguna visita, se entra aquí un hombre por los tejados; sí: un militar, buen mozo, alto, persona... ¿cómo dijo?, de buen porte... pero no te asustes, Paulita: esto hay que aceptarlo con resignación.

Sí no temiera asustar a su prima, que estaba enferma, a Salomé le hubiera dado un cuarto conato de vahído. Pero se contentó con mirar a la devota con ojos muy aterrados. La santa no hizo más que mirar a Clara con cierta perplejidad; y contra lo que sus parientes esperaban, no citó ningún texto latino, ni predicó ningún sermón sobre la inconveniencia e irreligiosidad de que entraran por los tejados los militares buenos mozos, altos y de buen porte. Clara, a pesar de su inocencia, se quedó aterrada como una culpable.

«¿Se atreve usted a negarlo?» dijo Paz, dando algunos pasos hacia ella con el resplandor de la ira en los ojos.

-Yo... no -dijo Clara, retrocediendo con espanto-. Sí... sí lo niego -después añadió, haciendo un esfuerzo por calmarse y calmar a su juez-: Óigame usted, señora: yo le contaré la verdad; le diré lo que ha sido. Yo soy inocente; yo no he permitido...

-¡Jesús, Jesús! Yo no sirvo para estas cosas -clamó Salomé volviendo el rostro-. No puedo, no puedo oír esto.

-¿Qué usted no ha permitido...? ¿Todavía tiene atrevimiento para negarlo?

-Yo... yo no niego -contestó la huérfana muy consternada-. Pero yo, ¿qué culpa tengo de que ese hombre...?

-¿También le quiere usted disculpar a él? Esto nos faltaba que ver. No puede haber perdón para tanta alevosía. ¡Pagar de este modo el asilo que le hemos dado sin merecerlo! Pero bien dije yo que de usted no podíamos sacar cosa buena.

-Señoras -dijo Clara deshaciéndose en lágrimas-, yo les juro a ustedes por Dios y por todos los santos, que por mí no ha entrado ningún hombre; que yo no soy culpable de todo eso que ustedes dicen. Yo se lo juro por Dios y por la Virgen.

-¡Insolente! Aún se atreve a disculparse.

-En verdad, esto es más de lo que puede sufrir mi débil constitución -dijo la otra arpía-. Paulita, no te asustes: procura tomar esto con indiferencia, que puedes agravarte.

-¡Dios mío! ¿Cómo lo he de decir? -exclamó Clara con la mayor amargura-. ¿Qué haré, qué diré para que me crean? ¿A quién me volveré? Yo no quiero vivir así. No tengo padres, ni hermanos, ni amigos, ni nadie que me defienda y me proteja. Señora, yo se lo juro a usted. No me diga otra vez esas cosas que me ha dicho, porque yo no las merezco.

-Vamos, prepárese usted a marcharse al momento -dijo Paz con crueldad espantosa.

-¡Marcharme! Sí, me marcharé. Yo no quiero molestarlas a ustedes; pero ¡ay!, esas cosas que han dicho de mí... Yo no he deshonrado la casa, yo no he deshonrado a nadie. Pero yo soy muy desgraciada; soy huérfana, pobre y sola; y como no tengo a nadie que me proteja, por eso nadie me guarda consideración y todos me tratan con desprecio. Yo no merezco eso; yo no he hecho nada de eso que usted dice; yo soy inocente.

-No sé cómo me contengo -dijo Paz-. Ni un instante más. Se marcha usted de aquí, y vaya donde quiera. Yo sé que usted se alegra. Usted no desea otra cosa que andar sola por esas calles; usted ha nacido para la calle. Vamos, pronto. Y nada me importa que don Elías se oponga o no. Lo aprobará. Él sabe que interesarse por tan despreciable criatura es cosa inútil. Váyase usted pronto.

-Señora -dijo Clara, poniéndose de rodillas junto al lecho y estrechándole las manos a la devota-. Señora, usted me defenderá; usted que es tan buena, que es una santa; usted que ya me defendió otra vez. ¿No es verdad que usted sabe que yo soy inocente? Dígalo usted: me están calumniando. ¿Qué va a ser de mí si usted no me defiende?

La devota no había hablado palabra; continuaba como distraída y ajena a todo aquello. Cuando sintió las manos de la que había sido, aunque por poco tiempo, su compañera y amiga, volvió hacia ella la cara cubierta de palidez, y expresando cierta atonía, la miró, y con voz tenue y como indiferente, dijo: «¿Yo?». Calló en seguida. Salomé separó a Clara con un ademán desdeñoso del lecho de su prima, diciendo:

«Nuestra paciencia nos va a perder. Cuidado, Paz, que somos demasiado condescendientes. ¿Cómo es que está todavía aquí esta mujer?».

-Al momento a la calle. Vamos, pronto -dijo Paz-. Recoja usted sus bártulos, y al momento. Haga usted un lío de su ropa.

-Señora, por Dios, no me eche usted así -dijo Clara, poniéndose de rodillas y cruzando las manos-. A estas horas... sola... yo no conozco a nadie... ¿Qué va a ser de mí? ¿A dónde voy? Espere usted, por la Virgen Santísima, a que venga don Elías, que, siendo huérfana, me recogió... Él no me abandonará de este modo... Estoy segura.

-Nada, nada. ¿Aún espera usted engañarle otra vez? Salga usted al momento de nuestra casa.

-Pero, señoras -continuó Clara-, ¿a dónde voy? Sola, de noche... yo tengo miedo... yo tengo mucho miedo... yo no conozco a nadie...

-¿Que no conoce a nadie? ¿Y tiene valor para decir...? -exclamó Salomé, apartando el rostro y persignándose con sus afilados dedos-. ¿Pues y el caballero joven, alto, buen mozo?

-Señora, espere usted por Dios a que venga mi protector: yo se lo ruego por la gloria de su madre.

La idea de que viniera Coletilla e impidiera la expulsión de la huérfana, puso a Salomé en grave peligro de que le diera el quinto ataque.

«¡Qué agonía! -dijo sentándose-. Francamente, nuestra excesiva benevolencia nos trae a estos extremos».

-No tarde usted un instante -dijo Paz, con la satisfacción de la venganza-. Márchese usted inmediatamente.

La desventurada huérfana se dirigió otra vez, como última esperanza, a la santa, que reposaba en su lecho con la inmovilidad y la pesadez de la estatua yacente de un sepulcro. Clara tomó una de sus manos que colgaba fuera de las ropas y la besó con efusión, regándola con sus lágrimas; llanto de la inocencia provocado por la crueldad de aquellos verdugos.

«Señora, otra vez se lo pido -exclamó con voz apenas inteligible-; no me abandone usted, usted es una santa. No permita que me echen así... a estas horas... yo tengo miedo. No me abandone usted».

La mujer mística retiró lentamente su mano y la escondió entre las sábanas. Volvió el rostro, miró a la víctima, y sin inmutarse, dijo con la misma voz helada: «¿Yo?».

«No se puede resistir tal insolencia» afirmó Paz asiendo a Clara por un brazo y apartándola violentamente de la cama.

-Si usted no se marcha ahora mismo de aquí, llamo a un alguacil para que le haga entender sus deberes.

Ya Salomé se había acercado a la cómoda donde Clara guardaba su escaso ajuar, y recogía todo formando un lío.

«No tengas cuidado, Paz -decía entre tanto-: yo estoy registrando su ropa, no sea que se lleve alguna cosa. No se lleva nada».

-¡Señoras de mi alma! -dijo Clara en el colmo de la desesperación-. No me echen así: yo no he cometido falta ninguna; yo no he hecho lo que ustedes dicen; yo soy inocente. Que lo diga esa señora que es una santa y me conoce. Yo estoy segura de que lo dirá.

La devota volvió a moverse, y con la voz que atribuyen a los espectros evocados, repitió otra vez: «¿Yo?».

«No me echen ustedes -continuó Clara sin saber ya a quién suplicar-. Yo no lo merezco. ¿A dónde puedo ir a estas horas sola? No conozco a nadie. Tengo miedo... me voy a perder».

-Vamos, aquí tiene usted su ropa -dijo Salomé poniéndole el lío en la mano.

-No, no lo puedo creer. Ustedes no serán tan inhumanas. Esperarán a mañana; esperarán a que venga él.

-Ha dicho que no vendrá hasta dentro de tres días. ¿Cree usted que él no se ocupa de otra cosa que de proteger a mozuelas como usted?

Diciendo esto, Paz tomaba por un brazo a Clara y la llevaba con grande esfuerzo hacia la puerta. La pobre huérfana tenía, sin duda mucha fuerza de espíritu cuando no cayó allí mismo sin sentido; y sin duda era también harto angelical y delicada, cuando no contestó con injurias a las injurias de la euménide aristocrática, baldón de los Porreños. Aún creía la infeliz que sus ruegos podían ablandar a aquellos dos energúmenos de corazón empedernido por el hastío, la insociabilidad y la amargura de una vida claustral. Aún les suplicó; otra vez se volvió a arrodillar delante de María de la Paz, y le tomó las manos, aquellas manos nacidas sin duda para un puñal. La vieja las retiró con violencia; su brazo se alzó; y a pesar de la dignidad que procuraba imprimir siempre a su carácter; a pesar de la nobleza de su raza, a que parecía deber igualarse la nobleza de sus sentimientos, maltrató a una huérfana infeliz a quien antes había calumniado. La vieja ridícula, presuntuosa, devota, expresión humana de la mayor necedad que puede unirse al mayor orgullo, puso su mano en el rostro de la doncella abandonada y débil, que ofendía sin duda con su juventud y su sencillez el amor propio de aquellos demonios de impertinencia.

«¡Ay, ay, ay! Paz, por Dios, no te arriesgues- dijo Salomé chillando con horror, como si la inofensiva Clara tuviera un puñal en la mano-. Déjala, déjala».

-¡La mataría! -dijo Paz apretando los puños y ahogada por cólera.

Salomé puso sobre los hombros de Clara el mantón, que al entrar en la casa había traído. Después extendió sus brazos de esqueleto y la empujó hacia la puerta con tal violencia, que la desdichada huérfana estuvo a punto de caer al suelo. En tanto decía:

«No sirvo para estas cosas. Me descompongo. Váyase usted pronto, niña. No dé lugar a que la tratemos con rigor».

Clara salió; fue arrojada por los brazos robustos de la vieja Paz, y por los brazos entecos y nerviosos de la vieja Salomé. Aún es probable que esta, al darle el último empuje, crispó sus dedos de gavilán, haciendo presa con sus uñas en un brazo de la víctima. La puerta se cerró con gran estrépito, y las voces destempladas de los dos demonios sonaron por mucho tiempo en el interior. La huérfana bajó con el corazón oprimido; no tenía fuerzas ni voz; casi no tenía conocimiento claro de su situación. Bajó y se encontró en la calle; sola en la calle, sola en el mundo, sin asilo, el cielo encima, desolación en derredor, ni un rostro conocido. ¿A dónde iba? En el portal sintió ruido y volvió la cara: era el perro melancólico que la seguía. El pobre animal había salido de la casa por primera vez, y parecía decidido a no volver a entrar, pues saltaba y chillaba con un gozo, una travesura y un aire de expansión desconocidos en él.