La gañanía : 02

De Wikisource, la biblioteca libre.
La gañanía  de Joaquín Dicenta
Capítulo II

Capítulo II

-¿Hay cosas nuevas por el llano? -pregunta el rabadán al recién llegado, en tanto burbujea el aceite en la enorme sartén y saltan sobre la espuma los torreznos.

-Háilas -responde el mozo. Y calla y pone en tierra los mirares.

Las migas caen dentro de la sartén; el cucharón de boj, manejado por el rabadán, las revuelve; olor de ajos y grasa tostada sube al aire con el humo de los sarmientos.

Los perros avanzan, relamiéndose los hocicos. Las reses dejan sus encierros en vocinglera confusión; los gañanes se aproximan hacia la lumbre restregándose los ojos y bostezando a plena boca.

Hombres rudos, al igual de las alimañas serranas componen tu vivir.

Los dedos son peines de sus greñas; el agua caída de las nubes su único lavatorio. Sus uñas córneas tienen la dureza necesaria para atravesar la piel del lobo; sus pies forman callo, donde no entran púas montaraces; las abarcas de cuero les defienden contra mordeduras de reptil; el ballestaje de sus piernas les permite saltar abismos; el vigor de sus brazos y el acierto de su puntería, sustituir la escopeta por la honda, que amarrada a las fajas traen.

Apiñados junto a la sartén ven cocerse las migas. Los perros devoran las piltrafas de una res enferma, muerta y desollada para la cena del retorno.

La res cuelga, abierta en canal, de una encina.

Descabezada, sin pellejo, con los remos traseros presos a una soga y los delanteros caídos al largo de la degolladura, parece humano ser, víctima de un asesinato, que se bambolea a los golpes del aire.

-¿Cosas nuevas dijiste? Cuéntalas, Juanillo -exclama el rabadán, apartando las migas de sobre los sarmientos.

-No traigo humor pa contárselas al despacio -replica el mozo, sin alzar la vista.

-Será la hambre quien te quita el humor -dice el rabadán-. Listo y asentarse, que ya las migas se cocieron.

Los pastores forman círculo a la sartén. Cada cual saca de entre su faja la cuchara de palo. Húndense todas las cucharas a un tiempo en la pasta aceitosa, y el almuerzo de la gañanía comienza.

-¿No te sientas? -pregunta Roque al traedor de las provisiones.

-Tampoco me corre prisa la hambre -responde el gañán.

Hace una pausa; traga la saliva con esfuerzo, y añade:

-La Malvarrosa se espareció del llano.

-¿Dejó a Baldomero?

-Echóla él.

Los ojos del gañán se levantan de sobre la tierra y se enderezan rencorosos en dirección de la llanura. Da espaldas a los almorzadores y sube por angosto desfiladero, que conduce a un picacho bajo cuya sombra asiéntase la gañanía.

Desde él se abarca todo el llano. Las aldeas brillan al lejos como montoncillos de cal. El sol matutino, que se quiebra en esputos sanguinolentos contra las rocas de la altura, se vuelca sobre los valles en espléndida lluvia de oro.

Juanillo mira y remira tristemente.

Aquel montoncillo de cal, el más grande de todos, es el lugarón, el pueblo donde vivía Malvarrosa. Mala serrana fue, dejando por el valle las cumbres.

Dejó las cumbres para seguir a Baldomero, al rico y gallardo tratante, al que deslumbra a los hombres con su oro y a las mujeres con su parla.

Baldomero se llevó a Malvarrosa.

Se la llevó aprovechando las ausencias del padre, un entre bandido y cazador que andaba siempre a hurto de la guardia civil.

De ello se valió Baldomero para alzarse con Malvarrosa. Cuando el Ronco hizo vuelta a su nido, iban dos meses de la fuga.

Escupió un terno, apretó las llaves de su carabina y habló estas palabras:

-Anda con Dios, mala raposa. Y cuídate con el tornar. Si tornas, de bala rodarás por el tajo a lo hondo.

No más dijo. Ni a mentarla volvió siquiera.

Juanillo presenció la huida. Pero ¿cómo evitarla? ¿Qué significaran para Malvarrosa las amenazas o los ruegos de Juan el feo, de Juan el bruto, el de la cara chata y las piernas garrosas? Hubiérase reído de él, con risas de desdén, con las que reía siempre que le encontraba.

Huyó con Baldomero. Entregóse al querer del rico buen mozo la que nunca apreció los quereres del gañán mal fachado. Huyó, y toda la montaña se hizo soledad para él.

Aun le restaba una alegría. Ver a Malvarrosa cuando iba al llano por las provisiones de la gente. Una palabra, una burla de ella, le valían para entretener la quincena.

Mientras ve uno a la mujer querida, hay una esperanza: la de que viéndonos y sabiendo nuestro sufrir se mueva ella a piedad.

Éste era el creer de Juanillo. Por su virtud hacía fiesta, en sus viajes al llano, del rato que pasaba junto a Malvarrosa. Verla lo significaba todo para él. ¿Qué iba a ser de él, no viéndola, desde aquel día en adelante?

Ya no bajaría al lugarón contando los minutos; ya no rondaría los tapiales del huerto donde Malvarrosa, a seguida de levantarse, hacía su visita primera; ya no llegaría al postigo abierto por las manos de ella, a entregarle el pan de manteca envuelto en hojas verdes y a recibir en pleno rostro el «¡Hola, bruto...!» con que le saludaba invariablemente.

Aquello había concluido.

Malvarrosa no estaba ya en el lugarón. No estaba tampoco en ninguna aldea del llano. Ignoraban su paradero.

Juan supo únicamente que Baldomero la echó de casa a puntapiés la misma noche en que él bajaba por la sierra, puesta la esperanza en el «¡Hola, bruto!» de costumbre.

También sabía que en los viajes sucesivos iba a faltarle aquel saludo.

¡No verla!... ¡No volver a verla en jamás!...

En cuclillas, al pie del «Tajo de la encina», con la barba en los puños y los párpados lagrimeantes, contemplaba el sitio donde vio por vez primera a Malvarrosa, recién llegado al monte, cuando todavía era zagal.

Ocurrió el encuentro en un amanecer de la primavera.

Trepaba el zagal monte arriba apacentando sus corderos, cuando, al revolver de unas rocas, viose frente a una meseta donde había una entre choza y casa.

Hecha estaba con barro, piedras y ramas encordadas de encina. Una puertecilla y una ventana servíanla de ventilador.

Junto a la casa existía un corral que transformaba el firmamento en cobertizo. Por las paredes del corral subía una parra. Los rayos del sol se cernían entre sus hojas, salpicadas con menudísimos agraces.

Bordeaba la meseta una espantable cortadura. «Tajo de la encina» se nombra.

En su fondo, sobre rocas puntiagudas, saltan las espumas del río.

Media docena de cabras pacían entre los temerosos riscos. Una de ellas, inclinándose hacia la cortadura, casi suspendida en el aire, miraba a Juanillo con sus ojos tristones.

Al pie de los riscos asentaba un huerto, sembrado de lechugas y coles; una higuera, un macizo de clavellinas y un plantel rústico de malvarrosas.

Estaban las últimas en flor. Habíalas de todos matices: encarnadas, amarillas, blancas, té, rosa pálido... Sus vivas entonaciones contrastaban con el uniforme verde-gris del paisaje. Y por si tan bello contraste no fuera suficiente a la sorpresa del zagal, se entreabrieron las malvarrosas y asomó por entre ellas un rostro femenil de quince años.

Surgida así, aparecida así, repentinamente, ante los ojos del zagal, hubo de ser aquella muchacha para éste algo sobrehumano, fantástico: en aquel momento, entre las malvarrosas, parecía la mujer-flor, la hija espléndida de la montaña.

Y la montaña, madre vanidosa, había derramado sobre su criatura el rico tesoro de sus galas.

Dio a su cutis moreno los tonos broncíneos de las rocas que la recubren; a su espesa cabellera rubia, el oro de las desconchaduras heridas por el sol; a sus ojos, el color de los retoños encinescos; a sus dientes, los pétalos de las margaritas; a sus labios, los de las amapolas; a su talle, la flexibilidad de las lianas; a su conjunto, a su expresión, algo que, reflejando el espíritu de la montaña, resultaba como ella propia: airoso y fuerte, atrayente-y terrible a la vez.

Esto fue la muchacha para el zagal en su aparecer imprevisto: la visión de la sierra, la piedra hecha carne por la potencia vivificadora del sol.

Aquella visión mostrósele rápidamente en los espacios de un segundo; llenó este segundo con la música de su risa, y se desvaneció súbita tras el tapiz multicolor de las malvarrosas.

El pastorcillo creyó que se le había aparecido. «Nuestra Señora de las Cumbres.»

Así lo juraba, contando su aventura cuando regresó a la gañanía.

-¡Era la Virgen!... ¡Era la Virgen!... -repetía el zagal.

-¡Calla, bruto! -contestó uno de los gañanes- ¡Qué va a ser la Virgen! Es Malvarrosa, la muchacha del Ronco.