La gañanía : 03

De Wikisource, la biblioteca libre.
La gañanía
de Joaquín Dicenta
Capítulo III

Capítulo III

Desde aquel aparecimiento, fue Malvarrosa devoción suprema de Juanillo.

Estuvieran donde estuviesen los pastos de las ovejas suyas, siempre, al ir o al volver, hallaba ocasión de pasar junto a la casuca del Ronco y enfrontarse con la muchacha.

Ella reía de él, aceptando su compañía para mandarle como a esclavo. Él, hurgaba todos los rincones de la sierra para traerle presentes.

Tan pronto eran ellos flores que sólo arraigan el borde de los abismos y que los serranos llaman «flor de muerte», como pájaros-nieve, que no más anidan en las blancuras de las cumbres. Cierta vez trajo viva un águila real. Seguro cantazo de su honda la volteó cuando abría las alas para remontarse a las nubes.

Sangraban las manos del muchacho, que el trajín hasta vencer al animal de rapiña fue recio. Malvarrosa no reparó en la sangre. No hizo más que reír, viendo la cólera impotente del águila. Otras veces constituían la ofrenda gazapos, y pollos de perdiz. Un obscurecer llevóla un cordero recién nacido. ¡Brava tunda del rabadán le valió aquél obsequio!

Con agasajos y servidumbres por la parte de él, con burlas y despotismos por la de ella, pasaron lentamente los años, hasta que un día volvióse el acatamiento del zagal pasión de hombre, y se volvieron las burlas de la niña desdenes de mujer. Fue ello la noche de San Juan, en la velada de las hogueras, al esparcimiento quemador de sus llamas.

Mozos y mozas de las inmediaciones subieron a la gañanía, por hallarse ésta en sitio muy alto, primero entre los del contorno para dominar todos los fuegos en seis leguas a la redonda.

Subieron a la hora que junta el día con la noche, en procesión alegre, presidida por rústicas endechas de amor: las mozas, coronadas de flores y cintas; los mozos, con flores y cintas en las alas de los sombreros y en los remates de las pértigas.

Los mozos cantaban a coro, mientras subían por los riscos:


Coronaíta de cintas,
coronaíta de flores,
va la noche de San Juan
la reina de mis amores.


Ésta era la canción de los mozos.


Las mozas contestaban:


Nochecita de San Juan,
nochecita placentera
para encender mis amores
con la lumbre de la hoguera.


Los gañanes, batiendo unos contra otros sus bastones ferrados, daban réplica al mocerío:


Quédate en el llano;
no subas, cordera,
mira que anda el lobo
rondando la sierra;
y quizás que subas
y quizás no vuelvas.


Así cantaban los pastores.

Con las mozas venía Malvarrosa.

Para engalanar cabellera y garganta cortó las clavellinas de su huerto; con malvarrosas bordó su falda; un ramo de jazmines nevaba sobre su corpiño.

Juanillo la contempló de lejos, abriendo los ojos y la boca, asombrado. Antojósele que por vez primera la veía. Era que el capullo de humana malvarrosa entrevisto por el zagal años antes cerca del «Tajo de la encina», se había ido abriendo poco a poco, sin que lo advirtiera él, para ofrecérsele en flor de voluptuosidad aquel anochecer de Junio.

Comenzaron los preparativos de la fiesta. En la explanada iban y venían los mozos hacinando hojas secas, ramas de tomillo y romero. Por minutos aumentaba el montón. Servían de acicate a los hacinadores el zaque rebosante de vino y las miradas de las hembras.

Resplandores lechosos, prólogo de la inmediata oscuridad, cubrieron el espacio. Algunos astros brillaron en la atmósfera limpia con resplandores indecisos. La llanura se desvaneció bajo una bruma gris; los montes de la lejanía fueron difuminándose, perdiéndose en las cenizas del crepúsculo. Mozos y mozas dejaron de cantar. Estaban recoletos, inmóviles, puestos los oídos al silencio.

Éste se rompió a golpe de campanas volteadas con lentitud en el monasterio remoto. «¡La oración!» gritaron cincuenta voces a la par. Malvarrosa pasó por cerca de Juanillo, revivando una tea.

Una columna de humo, tenue y blanca al principio, densa y cenizosa después, ascendió por los aires. Entre el humo saltaron cinco o seis chispas rojas; luego culebreó un hilo de lumbre; al fin brotaron las llamas en desanudado haz. Estaba encendida la hoguera.

Fue la primera en la extensión que abarcaba la vista. Un heraldo de fuego, anunciando a montes y llanuras la noche pagana de San Juan.

Como si aguardaran el aviso de la gañanía para realizar su presentación, comenzaron a destacarse en el horizonte puntos luminosos. Primero uno, otro luego, a seguida otro, otro más allá, pronto centenares que temblaban en los rincones de la sierra, en la falda de las vertientes, en el lindero de los bosques, en las márgenes de los ríos y arroyos...

Con fulgor de estrellas lucían. Por obra suya se hizo la tierra cielo, dando a las pupilas el espectáculo de mirar dos cielos a la vez: uno arriba, con astros diamantinos, que chispeaban sobre fondos azules; otro abajo, con astros purpúreos que llameaban sobre fondos negros.

Entre los dos cielos se abocetaba con bermejas entonaciones el grupo moceril de serranos. Formando circulo a la lumbre giraban silenciosos, en rueda voluptuosa, con lento y señoril compás. Los movimientos de la rueda fueron acelerándose, hasta convertirse en carrera desenfrenada.

Rompióse el círculo; las mozas se agruparon en un espacio donde la sombra se confundía con el resplandor de la hoguera. Al lado opuesto formaron los mozos y, tomando impulso, saltaron por entre las llamas.

Las mozas animaban cada salto con un cantar.


Amor es fuego.
Quien no se atreva
a saltar por las llamas
que no me quiera.


No tardaron mozos y mozas en dar juntos, cogidos por la cintura, el salto. Algunas parejas se perdieron en las sombras del peñascal. Ruido de besos mentían las llamas al arder; besos mentía el aire cálido de Junio, metiéndose por los matojos; lámpara nupcial acabaron por volverse las llamas agonizantes entre las cenizas del rescoldo.

Entonces se acercó Juanillo a Malvarrosa. Llegó hasta ella arrastrándose, en guisa de animal que va hacia su dueño, temiendo la repulsa. Avanzó apoyándose en las rodillas y en los codos. Cuando estuvo junto a ella pronunció su nombre. Hizo una pausa; y con voz muy baja, muy trémula, donde temblaba el miedo, llevó a oídos de Malvarrosa la plegaria tímida de su amor.

De momento ella no respondió. No hizo más que apartar ruda, fieramente con el pie, al gañán qué ponía las puntas de los dedos en los remates de su falda.

Siguió al silencio una risa insultante, despreciadora. Miróle de hito en hito, y encajando los dientes, mordiendo las frases, poniendo en cada una de ellas un puñal, las fue clavando de esta forma en el corazón de Juanillo:

«Pero, ¿es de veras eso?... ¿Has imaginao tú que yo!... ¡Arre allá, esventurao! ¿Por haberte yo premitío que te acerques a mí y que me parles a diario supusiste cosa mayor?... Loco estás, Juanillo. ¿Nunca te miraste en los cristales de un arroyo? Fijo es que no. A mirarte, no vinieras presumiendo quereres. ¡Aparta, bruto, feo más que lobo!... Bien va por amigos. ¡Quererte con un otro querer...! No parió para ti mi madre.»



Altiva, orgullosa, volvió al mozo la espalda y se reunió con las otras mujeres.

El gañán no se rebeló. Tembloroso como había llegado hasta ella, subió por el desfiladero y cayó sollozando en las orillas del abismo.

Desde allí siguió el llamear de las hogueras. Poco a poco fueron extinguiéndose, hasta dejar la tierra en sombra. Desde allí oyó el tumulto causado al partir por los visitadores de la gañanía; el eco de sus cantares, mientras bajaban por la sierra...

Los cantares se fueron apagando, apagando... Juanillo miró al cielo. Como las hogueras, iban los astros de allá arriba extinguiéndose poco a poco, uno a uno...

Blancuras dulces se transparentaron hacia los orientes del día. Una estrella, una sola, brillaba aún: el lucero del alba.

Bajo él, coronada por él como por una diadema de brillantes, creyó ver Juanillo la cabeza de Malvarrosa, sonriendo desdeñosamente, tendida sobre el azul su cabellera de oro.

De un salto estuvo en pie. Sus manos se dirigieron a la altura.

¡Imposible coger la estrella! ¡Imposible conseguir los amores de Malvarrosa! Eran cosa del cielo.

El gañán se tiró de bruces contra la tierra y hundió en ella la cara.

Un sol de sangre cabeceó en las cresterías serranas. Un aguilucho, con las alas tendidas y el pico abierto, se dejó caer sobre una alondra que ascendía del valle.