La gañanía : 04
Capítulo IV
-¿No bajas, Juanillo?... ¡Tu zagal partióse ya con las ovejas! -gritó el rabadán desde la explanada.
-¡Allá voy! -respondió Juanillo.
Antes de marchar dirigió una última ojeada al casuco del Ronco.
En ruinas andaban sus tapias; secas las verduras del huerto, marchito el plantel de las malvarrosas.
De los dueños no quedaba ninguno. La hija se fue tras los galanteos de un hombre. El padre huyó perseguido por los civiles. Huyó a los altos de la sierra, donde huyen acosados los lobos, donde no trepan los mastines.
En pasto de lobos concluyeron las cabras que antes pacían la meseta. Ruinosos andaban casa y huerto. Algún alud se encargaría de enterrarlos.
-¿Te dormiste a la vera del tajo? -preguntó al mozo el rabadán.
-Poco me faltó.
-Cuida con dormirte ahí. La meseta hace cuesta pa el derrumbaero. Dormío, dormío, se pué llegar al fondo. No tardes en sentarte, que aun están calientes las migas.
Sentóse junto a la sartén. Temblaba la cuchara en su mano; sus ojos miraban con fijeza estúpida hacia el fondo del horizonte.
-¿Qué traes del lugarón? -preguntóle paternalmente el rabadán.
-Ya lo ha visto. Los panes y la provisión de costumbre.
-No es mi habla por ese traer. Por el traer hablo que traes drento de ti.
-Al llegar se lo dije. La Malvarrosa no está en el lugarón. Tós inoran ande para. Cierto es que no la veré en jamás de nunca.
-Ya, ya...
-A osté que sabe tó lo mío, no hay que platicale pa que entienda cuál y qué malo es el traer que traigo aquí drento. Tal me llena, que las migas no me pasan por el gañote.
-¡Sí, es un duelo pa ti!
-Ya ve. ¡Ni aun hablala a los quince días!..
-¿Cómo fue echala Baldomero?
-Paice... A lo que m'han dicho sucedió...
Y la historia del abandono fue saliendo por boca de Juanillo en párrafos cortos, en períodos confusos, reticentes, adoloridos con la entonación del que narraba.
A los seis meses de convivir estaba Baldomero harto de la moza. Ella dio en los celos. Él en no poderlos aguantar. Rebelóse ella un día, ante un desprecio del amante, y se fue a él con las uñas en ristre.
Baldomero se había apeado del caballo. Un potro loco y recelón que sólo su dueño podía, a duras penas, manejar. Al sentir las manos de ella cerca de su carne, la cogió por el pelo, la hizo caer de espaldas en tierra y corrió la espuela por su cara, gritando:
-¡Anda, cabra del monte! ¡Vuelve al monte y no aportes más por aquí!
Baldomero cerró la puerta de su casa. Ella se alzó sangrando. Nadie la acorrió. ¡Quién la iba a acorrer, sabiendo que la dejaba el amo de la aldea!... Con los puños cerrados amenazó a la vivienda inhospitalaria. Salió corriendo, corriendo, aumentando con los rasgonazos de sus uñas la sangre que le teñía el rostro.
-¡Ah, perros del llano! -gruñó sordamente el rabadán, escuchando la historia-. Malos son siempre allí. ¡Pobres los hombres de la sierra si bajan a los hombres del llano confiándose en ellos!... Los conozco. Porque los conozco no bajo. ¡No bajes tú tampoco, Juanillo!
Un relámpago de odio iluminó las pupilas del rabadán.
Volviendo a su calma habitual, dijo fríamente:
-Yo sabía que Baldomero era un mal sujeto. Un corremujeres. Una vez satisfecho el gusto, las trata como a perro que estorba. Es de familia. El padre suyo era lo propio. Torpe fue la serrana huyéndose con él. Las mujeres son siempre torpes cuando se enamorican. En fin, ella pagó su culpa. A él, en cambio, naide irá a pedirle desquite.
-¡Ah! -murmuró Juanillo- De ser por Baldomero solo, no llevara éste a Malvarrosa. Un guijo puntiagudo en el zurrón de mi honda, y un güen mozo patas arriba. Pero ella s'habría incomodao. Era voluntá suya dirse. ¿Qué le iba a hacer yo, tío Roque? Dejarlos y obedecer el su gusto, de ella. Obeecerlo y a la cuenta bajar hasta el lugarón cá los quince días pa que me dijera: «¡Hola, bruto!...»
-Natural, natural... ¿Qué ibas a hacerle tú? Lo que has hecho ende que la viste. Obeecerla y sufrir sus antojos. ¡Embrujao te trae la serrana, embrujao! Pa mí que dióte a beber la hierba de quita-voluntaes.
Por embrujamiento se explicaba el rústico jefe de la tribu la esclavitud de Juanillo por Malvarrosa desde que ésta se le apareció al pie del «Tajo de la encina.»
A embrujamiento del gañán achacaba lo que, dada la psicología de aquel espíritu rudimentario, fue consecuencia inevitable a la aparición.
Tropezara Juan a Malvarrosa en la forma usual con que a otras mujeres tropezó, y dominio alguno hubiese tenido la muchacha sobre él.
A placerle, andando los tiempos, de varón a hembra cortejárala. Y a resistir ella, a enterarse los deseos en él, la hubiera poseído de cualquier modo; aun, aun por la fuerza, tal que las bestias bravas durante el celo suyo. Criatura de instinto, al instinto encargara la razón última de su empeño.
Con Malvarrosa, no.
Malvarrosa fue, desde su aparición, algo sobrehumano. Juan creyóla «Nuestra Señora de las Cumbres», y aquella idea de la Virgen, de la persona celestial, había persistido en su alma.
De ahí que se detuviera, que se humillara, que se rindiera ante la repulsa.
Puede codiciarse el amor de una criatura del cielo; pero si la criatura dice «No», hay que adorarla silenciosamente, pasivamente, sin aguardar ni solicitar correspondencia.
Esta idea, esta supernaturalidad concedida por el gañán a Malvarrosa, hizo que el amor suyo fuera modificándose, transformándose, hasta ser éxtasis devoto, adoración mística.
En los espíritus de primitiva formación son fáciles tales derivaciones. No es que la bestia se dome. Es que se acobarda y se repliega, para el goce, sobre sí misma. No desaparece: se contrae; como el tigre prepara su salto, escondiendo las garras en los terciopelos de la piel.
Esto le ocurría a Juanillo. A esto llamaba embrujamiento el rabadán.
-Ya sé, ya sé -decía el mozo siguiendo sus quejas- que Malvarrosa no será pa mí nunca. Porque lo sé me he conformao. Al haber una manera, una sola manera dé que ella fuese mía, no me conformara, no se la llevara Baldomero. Sólo que manera no la hay, porque no hay en ella voluntá. Yo me resinaba a verla cá los quince días. Dende hoy, ni eso. ¿Ande habrá dío Malvarrosa?
Juanillo se puso en pie; embrazó la cayada; silbó a su mastín e hizo camino a las alturas verdes, donde rebrincaba el ganado.
El rabadán le vio partir silenciosamente. Luego avanzó, erguido sobre sus piernas secas, volviendo la espalda a la montaña y dando rostro al llano.
Con el ancho capote caído hasta las corvas, las mangas del capote abiertas sobre el brazo desnudo, flotante al aire matutino la destocada cabellera de nieve, era trasunto de aquellos profetas rencorosos que la Biblia consagra.
Sus labios se movían sin voz en el silencio augusto; su mano derecha se tendía hacia la llanura.
A sus pies, Cubeto remangaba el hocico para descubrir el puntiagudo colmillaje.