La gaviota (Caballero)/Juicio crítico
Juicio crítico por el señor don Eugenio de Ochoa
I
[editar]Varias veces lo hemos dicho: no es la novela el género de literatura en que más han descollado los españoles en todos tiempos, y señaladamente en los modernos. Las causas de este, al parecer, fenómeno de nuestra historia literaria, las hemos dicho también en diferentes escritos, que la escasa porción del público que por tales cuestiones se interesa, recordará tal vez: excusado sería, pues, y aun molesto, repetirlas. Permítasenos, sin embargo, apuntar aquí una sola: la novela, ese género que pasa por tan frívolo, tan fácil, tan sin consecuencia, es, díganlo los que le han cultivado, de una dificultad suma, y requiere, para que sea posible descollar en él, hoy que se ve elevado a tanta altura en las producciones de los más claros ingenios de Europa, una aplicación extremada, a más de un talento de primer orden. Entre nosotros, el talento no escasea; pero la aplicación, el estudio, la perseverancia son dotes raras. Nos gusta conseguir grandes resultados con poco esfuerzo, y cuando es posible, los conseguimos; por eso se escriben entre nosotros buenos dramas, y no buenas novelas. Salvas algunas excepciones muy contadas, nuestras novelas modernas, aun las que tienen un verdadero valor literario, carecen de todo interés novelesco, y no tienen, en realidad, de novelas más que el nombre. Su habitual insulsez es tanta, que el público escamado, con sólo ver el adjetivo original al frente de una de ellas, la mira con desconfianza, o la rechaza con desdén, al mismo tiempo que se abalanza con una especie de sed hidrópica sobre las más desatinadas traducciones de los novelistas extranjeros. Estos surten casi exclusivamente nuestras librerías y nuestros folletines: sus obras, vertidas a un castellano generalmente bárbaro, forman el ramo más importante de nuestro moribundo comercio de librería.
Parece a primera vista que esa predilección del público a las novelas extranjeras es una manía inspirada por la moda, que tantas extravagancias inspira, un capricho irracional, como tantos otros de que solemos ser necios esclavos, por tener el gusto de parecer hoy ingleses y mañana franceses; pero no es así. Hay una razón decisiva para que las novelas extranjeras, en especial las francesas, alcancen gran valimiento, y las nuestras no; esa razón es que interesan mucho: las nuestras por lo general, ya lo hemos dicho, interesan poco o nada. Algunas honrosas excepciones (y La España tiene la gloria de haber suministrado a la crítica algunas de las más notables) no bastan a destruir la indisputable cuanto triste verdad de esta proposición. Reflexionando en sus causas, sólo hemos discurrido una plausible para explicar esa singularidad: nuestros escritores no aciertan a interesar con sus novelas, porque ninguno ha escrito bastantes para llegar a posesionarse, digámoslo así, de todos los recursos del arte: sus producciones no son más que ensayos, y rara vez los ensayos son perfectos, ni aun buenos. Para escribir una buena novela, es preciso, por regla general, haber escrito antes algunas malas: los casos como el de La Gaviota, primera producción al parecer, y excelente sin embargo, son rarísimos.
¿Quién será, nos preguntábamos con curiosidad viva, desde sus primeros capítulos, quién será el FERNÁN CABALLERO que firma como autor esa preciosa novela, La Gaviota, que ha publicado recientemente El Heraldo? Bien conocíamos que ese era un nombre supuesto; bien conocíamos también que ese libro, en el que desde las primeras líneas respirábamos con delicia como un perfume de virginidad literaria, era producto de una inspiración espontánea y pura, y que nada tenía que ver con todas esas marchitas producciones, que la especulación lanza diariamente al público paciente, frutos apaleados, verdes y podridos al mismo tiempo. Pero, por otra parte, se nos hacía duro creer que el verdadero nombre encubierto bajo aquel seudónimo notorio fuese enteramente desconocido en la diminuta república -verdadera república de San Marino-, que forman nuestros literatos propiamente tales; y así íbamos pasando revista a todos los que la fama pregona con sus cien trompas, para entresacar de sus gloriosas filas el que mejor se adaptase a las dotes de la nueva producción. Ninguno nos satisfacía; revolviendo antecedentes, ningunos hallábamos que se ajustasen a aquel marco tan elegante y correcto; ningunos que justificasen aquel interés tan hábil y naturalmente sostenido, aquellos caracteres tan nuevos y tan verdaderos, aquellas descripciones tan delicadas, tan lozanas y tan fragantes -permítaseme la expresión-, que ora recuerdan el nítido pincel de la escuela alemana, ora la caliente y viva entonación de la escuela andaluza. Vese allí el dibujo de Alberto Durero realzado con el colorido de Murillo.
No, ninguna de nuestras celebridades modernas nos anunciaba ni prometía la caprichosa creación de Marisalada, las deliciosas figuras de Rosa Mística, Pedro Santaló, la tía María y el comandante del fuerte de San Cristóbal; ninguna nos anunciaba ni prometía el donaire sumo con que está pintada la simplicidad angélica del hermano Gabriel, contrastando con la malicia diabólica de Momo. No tiene el mismo Walter Scott un carácter más verdadero, más cómico ni mejor sostenido que el de don Modesto Guerrero, el comandante susodicho, prototipo de la lealtad, de la resignación y de la benevolencia características del soldado viejo. ¡Y con qué gracia está delineado en cuatro rasgos el barberillo Ramón Pérez! ¡Y el honrado Manuel, tipo perfecto del campesino andaluz, con su inagotable caudal de chistes, y su travesura y su bondad naturales!
Pero la figura que irresistiblemente se lleva el mayor interés del lector, la que siempre domina el cuadro, porque nunca nos es indiferente, si bien casi siempre nos es simpática, es la de Marisalada. Nada más singular, nada más ilógico, y por lo mismo acaso nada más interesante, que aquel adusto carácter, seco y ardiente al mismo tiempo, duro hasta la ferocidad, y capaz, sin embargo, en amor, del más abyecto servilismo -mujer fantástica a veces como un hada, a veces prosaica y rastrera como una mozuela-; conjunto que no se explica, pero que se siente y se ve, y en el que se cree como en una cosa existente, de sensibilidad e indiferencia, de hermosura y fealdad física y moral, de bondad y depravación, ambas nativas, de ingenio elevado y de materialismo grosero -personaje a quien es imposible amar, y a quien, sin embargo, no acertamos a aborrecer-; carácter altamente complejo, que por un lado se roza con la inculta sencillez de la naturaleza salvaje, y por otro participa de los más impuros refinamientos de la corrupción social. Hay en Marisalada algo de la condición indolente y maligna del indio de Cooper, y algo también del escepticismo infernal de la mujer libre de Jorge Sand. Si el autor ha copiado del natural ese singularísimo personaje, es un hábil y muy sagaz observador; si lo ha sacado de su fantasía, es un gran poeta: de todos modos es un profundo conocedor del corazón humano. Por eso sin duda no se empeña en explicar el móvil de las acciones de su protagonista. ¿A qué fin? Ni aun la explicación más ingeniosa podría parecer satisfactoria para los que saben que nada hay en el mundo más irracional que la pasión, como nada hay, muchas veces, más inverosímil que la verdad misma. La Gaviota es un personaje puramente de pasión; la razón no tiene sobre él dominio alguno. La misma espontaneidad algo insensata, la misma obstinación algo brutal que hallamos en sus primeras palabras al presentarla el autor en escena, vemos en todos sus actos hasta el fin de la novela.
-«Vamos, Marisalada -le dijo (la tía María)-, levántate para que el señor (Stein) te examine.»
Marisalada no mudó de postura.
-«Vamos, hija -repitió la buena mujer-, verás cómo quedas sana en menos que canta un gallo.»
Diciendo estas palabras, la tía María, apoderándose de un brazo de Marisalada, procuraba ayudarla a levantarse.
-«No me da la gana», dijo la enferma arrancándose del brazo de la vieja con una fuerte sacudida.
En el efecto que nos produce el personaje de La Gaviota, como en el género de interés que nos inspira, se nos figura que hay algo del sentimiento de inquieta compasión que nos producen ciertos dementes sosegados, pero sombríos y enérgicos, que parece como que siguen en sus ideas y en sus actos una misteriosa inspiración, de que a nadie dan cuenta, y en la que tienen una fe ciega; de aquí su áspera condición, y el agreste desdén con que acogen las advertencias y los consejos que les da lo que llamamos la cordura humana. Al ver su fe robusta en esa voz íntima que al parecer les guía en su oblicua carrera, al paso que la duda y el temor son la inseparable secuela de nuestras opiniones y de nuestros actos razonables, alguna vez nos hemos sentido a punto de preguntarnos: «¿Serán ellos los cuerdos? ¿Seremos nosotros los locos?»
El personaje de Stein forma un perfecto contraste con el de La Gaviota; todo en aquel es serenidad y rectitud; todo en esta es tumulto y desorden. Ambos caracteres están pintados con igual maestría; como concepción literaria, el segundo es muy superior al primero; éste, en cambio, vale mucho más como pintura moral. Stein es el hombre evangélico, el justo en toda la extensión de la palabra; nada basta a alterar la límpida tersura de su hermosa alma; es el tipo acabado de esa proverbial mansedumbre germánica, ahora ¡ay! muy desmentida por una reciente experiencia, que hacía decir a Voltaire: «los alemanes son los ancianos de Europa». La dolorosa resignación con que sobrelleva Stein sus desastres conyugales, y más aún la noble ceguera con que por tanto tiempo desconoce la execrable traición de Marisalada, están hábilmente preparadas por los antecedentes todos de la historia de aquel hombre, predestinado a la desgracia por una vida toda de bondad, de abnegación y de oscuros padecimientos. Estas pocas palabras del autor explican la conducta del personaje que nos ocupa: «Stein, que tenía un corazón tierno y suave, y en su temple una propensión a la confianza que rayaba en debilidad, se enamoró de su discípula. La pasión que Marisalada le había inspirado, sin ser inquieta ni violenta, era profunda, y de aquellas en que el alma se entrega sin reservas.» Y luego: «Stein era uno de esos hombres que pueden asistir a un baile de máscaras, sin llegar a penetrar que detrás de aquellas fisonomías absurdas, detrás de aquellas facciones de cartón pintado, hay otras fisonomías y otras facciones, que son las que el individuo ha recibido de la naturaleza»; rasgos magistrales, que pintan, o más bien, que animan y vivifican a un personaje de novela, mejor que las más menudas y prolijas filiaciones, en que se complacen los pintores vulgares, ya pinten con la pluma, ya con el pincel. Más dice un brochazo de Goya, que todos los toques y retoques que da un mal pintor; más una palabra de Cervantes, que un tomo entero de un mal novelista.
Todos los personajes de La Gaviota viven, y nos son conocidos: a todos los hemos visto y tratado más o menos, según el mayor o menor relieve que les da el autor. Sucédenos en la lectura de algunas novelas, que por más que lo procuramos, no nos es posible parar la atención en los personajes que figuran en ellas, ni imaginarnos cómo son física y moralmente. El autor nos lo dice, y al momento se nos olvida; es como si leyéramos distraídos, cuando, por el contrario, nos tomamos en aquella lectura un afán tan ímprobo como para resolver un problema difícil. ¿Qué prueba esto? Nada más sino que aquellos personajes no viven; son estatuas que aún no han recibido el fuego del cielo y que como tales, no despiertan en nuestra alma, ni es posible, odio ni amor: en suma, están en la categoría de cosas, no son personas. Cuando más, se podrán llamar sombras. Se les da el nombre de personajes por mera licencia poética. Lo mismo que de las pinturas de los caracteres, puede decirse de las descripciones de los sitios. Si el lector no los ve, como si estuviera materialmente en ellos, esas descripciones nacerán muertas; no serán tales descripciones, sino un monótono y estéril hacinamiento de palabras, un fastidioso ruido, que ninguna idea despertará en nuestra mente, ninguna simpatía en nuestro corazón. No diremos al leerlas: «eso es malo, eso está mal escrito»; porque la descripción podrá ser hermosa, y la pintura podrá estar bien hecha; pero diremos: «eso no es verdad», o tal vez: «¿y qué?, ¿qué nos importa todo eso que nos van diciendo tan elegantemente, si a medida que lo vayamos leyendo, se nos va borrando de la memoria?».
Descripciones hay en La Gaviota que pueden presentarse como dechados. Veamos esta: «Stein se paseaba un día delante del convento, desde donde se descubría una perspectiva inmensa y uniforme: a la derecha, la mar sin límites; a la izquierda, la dehesa sin término. En medio, se dibujaba en la claridad del horizonte el perfil oscuro de las ruinas del fuerte de San Cristóbal, como la imagen de la nada en medio de la inmensidad. La mar, que no agitaba el soplo más ligero, se mecía blandamente, levantando sin esfuerzo las olas que los reflejos del sol doraban, como una reina que deja ondear su espléndido manto. El convento, con sus grandes, severos y angulosos lineamentos, estaba en armonía con el paisaje, grave y monótono. Su mole ocultaba el único punto del horizonte interceptado en aquel uniforme panorama.
»En aquel punto se hallaba el pueblo de Villamar, situado junto a un río, tan caudaloso y turbulento en invierno, como mezquino y escaso en el verano. Los alrededores bien cultivados presentaban de lejos el aspecto de un tablero de damas, en cuyos cuadros variaba de mil modos el color verde; aquí el amarillento de la vid todavía cubierta de follaje; allí el verde ceniciento de un olivar, o el verde esmeralda del trigo, que habían fecundado las lluvias de otoño, o el verde sombrío de las higueras; y todo esto dividido por el verde azulado de las pitas de los vallados. Por la boca del río cruzaban algunas lanchas pescadoras; del lado del convento, en una elevación, una capilla; delante, una gran cruz, apoyada en una base piramidal de mampostería blanqueada; detrás, un recinto cubierto de cruces pintadas de negro. Este era el campo santo.
»Delante de la cruz pendía un farol, siempre encendido, y la cruz, emblema de salvación, servía de faro a los marineros: como si el Señor hubiera querido hacer palpables sus parábolas a aquellos sencillos campesinos, del mismo modo que se hace diariamente palpable a los hombres de fe robusta y sumisa, dignos de aquella gracia.»
II
[editar]El mayor mérito de La Gaviota consiste seguramente en la gran verdad de los caracteres y de las descripciones; en este punto recuerda a cada paso las obras de los grandes maestros del arte, Cervantes, Fielding, Walter Scott y Cooper; a veces compite con ellas. No todos estarán conformes con lo que vamos a decir: a nuestro juicio, ese mérito es el que principalmente debe buscarse en una novela, porque es, digámoslo así, el más esencial, el más característico de este género de literatura. Verdad y novedad en los caracteres, verdad y novedad en las descripciones; tales son los dos grandes ejes sobre que ha de girar necesariamente toda novela digna de este nombre. Casi estamos por decir que ellos son la novela misma, y que todo lo demás es lo accesorio: por lo menos, es muy cierto que no hay mérito que alcance a suplir la ausencia de estos dos imprescindibles elementos de vida para toda composición novelesca; ni el lenguaje, ni el estilo, ni la originalidad del argumento, ni la variedad y multitud de los lances. Para el vulgo de los lectores, esto será en buena hora lo principal; para nosotros, aunque muy importante, no pasa de ser lo secundario. La novedad, la variedad, lo imprevisto y abundante de los acontecimientos, nos parece peculiar del cuento: la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! es de todas las composiciones literarias la que menos necesidad tiene de acción: no puede, en verdad, prescindir de tener alguna, pero con poca, muy poca, le basta. Una novela en tres tomos puede ser excelente y tener, sin embargo, menos acción que un drama entres actos. Consiste esto en la distinta índole de ambas composiciones; la segunda es, digámoslo así, una acción condensada, reducida a sus más estrechos límites; es la exposición sencilla y breve de un suceso presentado en su más rápido desarrollo; la primera, por el contrario, comporta un desarrollo altísimo, y en este desarrollo, hábilmente hecho, consiste su mayor encanto posible.
Hemos dicho que comporta, no que necesariamente exige ese minucioso desarrollo, pues, en efecto, hay novelas altamente dramáticas, y aun verdaderas monografías, que, como el Gil Blas, tienen todo el movimiento, toda la rapidez, vida y sucesión de cuadros que se requieren en un cuento o en una comedia de magia. Esto constituye una de las muchas variedades del género, el más rico y fecundo tal vez de los que unidos forman lo que se llama amena literatura. Por más que en teoría y con arreglo a las ideas comunes parezca que no puede haber novela buena sin mucha acción, la experiencia demuestra lo contrario con numerosos ejemplos. ¿Cuál es, a qué se reduce la acción del precioso Vicario de Wakefield, de Goldsmith? ¿A qué la del Jonathan Wild, de Fielding? ¿A qué las Aguas de San Ronan, una de las más apacibles composiciones de Walter Scott? ¿A qué la de la mayor parte de las entretenidísimas escenas de costumbres que nos pinta Balzac con mano maestra? En media cuartilla de papel cabe holgadamente el argumento de cualquiera de esas, y de otras muchas buenas novelas que podríamos citar: sólo que sometiéndolas a esa especie de compendiosa reducción, dejarían de ser novelas, y pasarían a ser cuentos.
Estos, menos que los dramas, no exigen desarrollo ni comentario alguno; son meras narraciones de hechos, que van pasando por delante de los ojos del lector como en una linterna mágica; en aquellas, por el contrario, la narración de lo sucedido, ya lo hemos dicho, es lo menos; el desarrollo, el comentario, lo más. Y adviértase que esto es cabalmente, cuando está bien ejecutado, lo que más deleite proporciona al lector. Mucho nos recrea la narración de las aventuras de Don Quijote, por ejemplo; pero ¡cuánto más sabrosa es la lectura de aquellos incomparables diálogos entre el loco y su escudero, que llenan los mejores capítulos de la inmortal fábula de Cervantes!
En La Gaviota la acción es casi nula: todo lo que constituye su fondo puede decirse en poquísimas palabras; ¡rara prueba de ingenio en el autor haber llenado con la narración de sucesos muy vulgares dos tomos, en los que ni sobra una línea, ni decae un solo instante el interés, ni cesa un solo punto el embeleso del lector! Consiste esto en la encantadora verdad de sus descripciones, en la grande animación de sus diálogos, y más que todo, en el conocido sello de vida que llevan todos los personajes, desde el primero hasta el último. Ya hemos procurado dar una sucinta idea de los dos principales, Marisalada y Stein; los demás, y son muchos, en nada ceden a aquellos en valor literario ni en verdad de colorido. Los que están en segundo término forman deliciosos grupos, sobre los cuales se destacan con singular vigor las figuras principales: el autor posee en alto grado el arte dificilísimo de las medias tintas.
En dos partes puede considerarse dividida la novela. Pasa la primera en las inmediaciones de Villamar, pueblecito imaginario del condado de Niebla, entre la familia del guarda de un ex convento, de la cual es huésped el cirujano alemán Federico Stein, y varios oscuros personajes del citado pueblecito o de sus cercanías, entre los cuales se cuentan el pescador catalán Pedro Santaló y su hija Marisalada, a quien llaman la Gaviota por su genio arisco y su afición a vagar por entre las peñas, en la soledad de las playas marinas, soltando al viento el raudal de su hermosísima voz. El amor de Stein a esta mujer singular, su enlace con ella, la llegada a aquellos campos, de un noble y poético magnate, el duque de Almansa, que, gravemente herido en una cacería, es curado por el hábil Stein; y la salida, por fin, de este y su mujer para Sevilla en compañía del duque, que los persuade a que vayan a buscar un teatro más digno en que lucir y utilizar sus respectivos talentos, llenan el primer tomo de la novela, que por nuestra parte preferimos con mucho al segundo. No decimos por eso que este tenga menos mérito que aquel, sino simplemente que aquel nos es más simpático, nos gusta más; a otros acaso les gustará menos. En lo que creemos que todos estaremos conformes es en reprobar el incidente de los amores de la Gaviota con el torero Pepe Vera. ¿A qué rebajar tan cruelmente el carácter de la pobre Marisalada?
Pero volvamos a las hermosas cercanías de Villamar, donde nos esperan aquellas buenas gentes tan superiormente pintadas: la tía María, Dolores, Manuel, don Modesto Guerrero, Rosa Mística, Momo y el hermano Gabriel. No acertamos nosotros a explicar el deleite que nos producen aquellas dulces y apacibles escenas que pasan en el ex convento, ni a encarecer la vehemencia con que nos hacemos ilusión de que todo aquello es verdad. Se nos figura asistir a aquellas pacíficas reuniones de familia, amenizadas con las sanas sentencias de la tía María, con los saladísimos cuentos del inagotable Manuel, y con las monadas infantiles de Anís y de Manolito; creemos ver al bienaventurado hermano Gabriel, tan sobrio de palabras, tan rico de lealtad y obediencia perruna a la tía María, tejiendo sus espuertas o rezando su rosario en un rincón de la estancia. Viva antítesis de aquel bendito, vemos a Momo el malo y el tonto, pero tonto a la manera particular que tienen de serlo los gansos de Andalucía, es decir, tonto con mucho talento, díganlo sus réplicas, tales que sólo a él pudieran ocurrírsele. Así son todos aquellos llamados tontos: a cada paso le dejan a uno parado con sus razones, de una sensatez, y al mismo tiempo, de una originalidad pasmosas. La hermosa y serena figura de Stein ilumina con un destello de alta poesía este cuadro que ya por sí tiene tanta -pero una poesía puramente popular-, la que a cada paso, en cada venta, en cada cabaña, en cada calle nos presentan nuestras pintorescas poblaciones meridionales. No es, sin embargo, Stein un alemanuco lánguido, etéreo e inútil, como los que se imaginan los malos poetas; su poesía es, digámoslo así, práctica -es la poesía de la rectitud, de la probidad y de la nobleza del alma-. Fría e indiferente a aquel cuadro de íntima felicidad que su alma adusta y vulgar no comprende ni ama, animados sus hermosos ojos negros de un fuego sombrío, Marisalada parece absorta en malos pensamientos, y como reconcentrada en el vago deseo de otra existencia. Ni la exaltada ternura de su anciano padre, ni el puro amor de Stein bastan a llenar aquel corazón cerrado a los blandos halagos de la familia y del deber. Una de las más vigorosas figuras de esta novela es la del viejo marino Santaló, corazón de cera en un cuerpo de hierro. Es imposible dejar de amar a aquel hombre tan bueno y tan amoroso bajo su ruda corteza, y en quien vemos reunidas en el más alto punto la fuerza física con todas las deliciosas debilidades del amor paternal, llevado hasta el fanatismo, hasta el increíble delirio de una madre. Tieso como un huso, don Modesto Guerrero lamenta el completo abandono en que su gobierno imprevisor deja al importante castillo de San Cristóbal, y el lector no puede menos de mirar con viva simpatía aquellas dos nobles ruinas, el castillo y su comandante. La buena Dolores, tipo de mujer del pueblo, sumisa, laboriosa, atenta al bienestar común, es como el alma de aquellas reuniones, en las que, sin embargo, rara vez se oye su voz, ni interviene su voluntad; pero está en todo; es el centro de aquella reducida esfera, el lazo que une a todas aquellas almas; es la esposa y la madre, la buena esposa y la buena madre, luz y calor del hogar doméstico. Para que aquella reunión de personajes amados del lector fuese completa, quisiéramos ver en ella alguna vez a la excelente patrona del comandante; pero mejor pensado, sin duda ha andado discreto el autor en apartar de aquel dulce cuadro de familia la figura triste y grotesca al mismo tiempo de Rosa Mística, como para indicar que la soledad y el aislamiento son el patrimonio fatal de esas pobres mujeres, gremio por lo común ridículo y casi siempre digno de lástima, a quienes el desdén de los hombres ha condenado, según la expresión vulgar, a vestir imágenes. Rosa Mística es un tipo excelente de la vieja soltera, carácter acre, rígido, descontento de los demás y de sí mismo, adusto en el fondo, y, sin embargo, tan cómico como los buenos caracteres de Sheridan, de cuyo género parece haberse inspirado el autor para la pintura de este personaje, uno de los mejores de su novela. Rosa Mística yendo a misa al lado de Turris Davídica es una deliciosa caricatura, cuyo espectáculo envidiamos a la gente alegre de Villamar.
La mayor parte de los personajes que figuran en el segundo tomo de La Gaviota, son distintos de los que entran en la composición del primero; en este concepto decíamos antes que la novela puede considerarse dividida en dos partes, sin más lazo común entre sí que la intervención en ambas de Stein y Marisalada. El primer tomo es como la exposición del carácter de estos personajes; el segundo es el campo en que vemos aquel carácter en acción. La pintura de la buena sociedad sevillana está hecha en los primeros capítulos, con una gracia y una verdad sorprendentes. Allí abundan los retratos; a algunos se nos figura haberlos conocido. Los más son verdaderos tipos característicos de los diferentes grados de nuestra sociedad, pintados con un talento de observación, una seguridad de crítica y una energía de colorido, que no desmerecían al lado de los más celebrados caracteres de Teofrasto y Labruyère. El general Santa María con su exagerado españolismo; Eloísa con su extranjerismo impertinente; la joven condesa de Algar, tan simpática y tan bella; Rita, la verdadera española de buen sentido; Rafael, la marquesa de Guadalcanal, son personajes a quienes, como decíamos en nuestro primer artículo, todos hemos conocido bajo otros nombres, o más bien a quienes estamos viendo todos los días en tertulias y paseos.
Nuestra alta aristocracia debe estar reconocida al autor por la poética personificación que nos presenta de ella en los dos nobles personajes del duque y la duquesa de Almansa, sobre todo el duque, «uno de aquellos hombres elevados y poco materiales, en quienes no hacen mella el hábito ni la afición al bienestar físico; uno de esos seres privilegiados que se levantan sobre el nivel de las circunstancias, no en ímpetus repentinos y eventuales, sino constantemente, por cierta energía característica, y en virtud de la inatacable coraza de hierro que se simboliza en el ¿qué importa? ¡Uno de aquellos corazones que palpitaban bajo las armaduras del siglo XV, y cuyos restos sólo se encuentran hoy en España!»
Ya hemos dicho que no nos parece bien el incidente de los amores de la Gaviota con el torero Pepe Vera. ¡Cómo desdicen todos los capítulos en que se desarrolla esta aventura del tono decorosamente festivo y sencillamente elegante de los capítulos anteriores, y más aún del sabor apacible y campestre, que da tan suave encanto a las escenas del convento, de la cabaña de Santaló y del pueblecito de Villamar! No parecen una misma pluma la que describe el cínico festín a que arrastra Pepe Vera a su degradada amante, y la que pinta con tan alta elocuencia los últimos momentos de Santaló, mártir del amor paternal, en uno de los capítulos mejor escritos del libro y que quisiéramos copiar aquí íntegro.
Para borrar la desagradable impresión que deja aquel cuadro de impuros amores, impresión tanto más desagradable cuanto el gran mérito literario de la pintura la hace más profunda, hemos tenido que volver a buscar en el tomo primero algunos de aquellos diálogos tan apacibles, algunas de aquellas descripciones tan ricas de encantadoras imágenes, de locuciones felicísimas, de pormenores llenos de gracia, de frescura y de novedad. ¿Pueden darse expresiones más pintorescas que estas? «Stein refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su llegada al convento, sus amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho interés, y la narración le inspiró el deseo de conocer a Marisalada y al pescador, y la cabaña que Stein estimaba en más que un espléndido palacio. Así es que en la primera salida que hizo, en compañía de su médico, se dirigió a la orilla del mar. Empezaba el verano; y su fresca brisa, puro soplo del inmenso elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. El fuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, en honra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez. Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas, que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada, que los ojos no alcanzaban a verla. El duque, algo fatigado, se sentó en una peña. Era poeta, y gozaba en silencio de aquella hermosa escena. De repente sonó una voz, que cantaba una melodía sencilla y melancólica. Sorprendido el duque, miró a Stein, y este se sonrió. La voz continuaba.
»-Stein -dijo el duque-, ¿hay sirenas en estas olas, o ángeles en esta atmósfera?»
No queremos multiplicar las citas: vale más que el lector mismo vaya a buscarlas en la novela, que le producirá, a no dudarlo, momentos de sumo recreo. No se asuste de la calificación de original que lleva al frente, pues aunque original y del día, es mejor que la mayor parte de las que nos vienen del otro lado del Pirineo; tiene tanto interés como ellas, y está escrita con más estudio y mayor conocimiento del corazón humano. Algunos acaso querrán saber, antes de leerla, quién es su autor, y esperarán a que por fin se lo digamos; pero es lo cierto que aun cuando supiéramos su nombre, nos guardaríamos muy bien de revelarlo. Nada más justo que respetar esos velos de misterio en que alguna vez se encubren las obras de la fantasía, verdadero pudor del ingenio, respetable como el de la inocencia. Por lo demás, ¿a qué esa curiosidad?, ¿qué importa el nombre del autor? Para nosotros, nada. Cuando nos encontramos en el campo una flor hermosa y fragante, nos recreamos mucho con su vista y con su aroma, sin curarnos nada de averiguar cómo se llama; cuando vemos un buen cuadro, cuando nos cae en la mano un buen libro, lo último que se nos ocurre es averiguar el nombre del autor. Pero hay personas que no saben ver ni pueden admirar las obras anónimas: sólo les inspiran desdén aun las mejores, si se les presentan desamparadas y huérfanas, rara manía, pero muy común y que se explica de muchos modos.
Por nuestra parte, bástanos saber, y su obra lo dice, que el autor de La Gaviota es un talento de primer orden, no contaminado con los vicios literarios de la época, que son la impaciencia de producir, la pobreza de ideas, el desaliño en la forma, la inmoralidad en el fondo. No hay que dudarlo; el autor de La Gaviota es nuevo en el palenque de la publicidad literaria; apostaríamos algo bueno a que no ha escrito su novela para publicarla, y menos aún para venderla. Es imposible que la literatura sea un oficio para quien con tanto amor ha desarrollado un argumento tan sencillo y tan detenidamente estudiado. Bastarían para demostrarlo las escenas, ya alegres, ya tiernas y patéticas, generalmente alegres y patéticas al mismo tiempo, en que se describen con encantadora verdad de pormenores las bodas de Stein y la Gaviota, la salida de ambos para Sevilla en compañía del duque, la vuelta de Momo a Villamar con la falsa nueva del asesinato de Marisalada, la última entrevista de Stein con su noble amigo, y tantas otras, en cuya lectura, según la expresión de un poeta, la sonrisa se asoma entre lágrimas a nuestro rostro, como suele brillar un rayo de sol en medio de una lluvia de verano. Una imaginación gastada no puede concebir cuadros tan puros y tan lindos, ni derramar sobre ellos ese baño de suave melancolía, que les da tan irresistible atractivo. No es, pues, repetimos, un literato de oficio, como la mayor parte de los que entre nosotros, y más aún en Francia, escriben novelas, el desconocido autor de la que hemos examinado en este y en nuestro anterior artículo; más si se decide a cultivar este género y a publicar nuevos cuadros de costumbres como el que ya nos ha dado, ciertamente La Gaviota será en nuestra literatura lo que es Waverley en la literatura inglesa, el primer albor de un hermoso día, el primer florón de la gloriosa corona poética que ceñirá las sienes de un Walter Scott español.
EUGENIO DE OCHOA.