La gaviota (Caballero)/Prólogo

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Apenas puede aspirar esta obrilla a los honores de la novela. La sencillez de su intriga y la verdad de sus pormenores no han costado grandes esfuerzos a la imaginación. Para escribirla, no ha sido preciso más que recopilar y copiar.

Y, en verdad, no nos hemos propuesto componer una novela, sino dar una idea exacta, verdadera y genuina de España, y especialmente del estado actual de su sociedad, del modo de opinar de sus habitantes, de su índole, aficiones y costumbres. Escribimos un ensayo sobre la vida íntima del pueblo español, su lenguaje, creencias, cuentos y tradiciones. La parte que pudiera llamarse novela sirve de marco a este vasto cuadro, que no hemos hecho más que bosquejar.

Al trazar este bosquejo, sólo hemos procurado dar a conocer lo natural y lo exacto, que son, a nuestro parecer, las condiciones más esenciales de una novela de costumbres. Así es, que en vano se buscarán en estas paginas caracteres perfectos, ni malvados de primer orden, como los que se ven en los melodramas; porque el objeto de una novela de costumbres debe ser ilustrar la opinión sobre lo que se trata de pintar, por medio de la verdad; no extraviarla por medio de la exageración.

Los españoles de la época presente pueden, a nuestro juicio, dividirse en varias categorías.

Algunos pertenecen a la raza antigua; hombres exasperados por los infortunios generales, y que, impregnados por la quisquillosa delicadeza que los reveses comunican a las almas altivas, no pueden soportar que se ataque ni censure nada de lo que es nacional, excepto en el orden político. Estos están siempre alerta, desconfían hasta de los elogios, y detestan y se irritan contra cuanto tiene el menor viso de extranjero.

El tipo de estos hombres es, en la presente novela, el general Santa María.

Hay otros, por el contrario, a quienes disgusta todo lo español, y que aplauden todo lo que no lo es. Por fortuna no abundan mucho estos esclavos de la moda. El centro en que generalmente residen es en Madrid; más contados en las provincias, suelen ser objeto de la común rechifla.

Eloísa los representa en esta novela.

Otra tercera clase, la más absurda de todas en nuestra opinión, desdeñando todo lo que es antiguo y castizo, desdeña igualmente cuanto viene de afuera, fundándose, a lo que parece, en que los españoles estamos a la misma altura que las naciones extranjeras, en civilización y en progresos materiales. Más bien que indignación, causarán lástima los que así piensan, si consideramos que todo lo moderno que nos circunda es una imitación servil de modelos extranjeros, y que la mayor parte de lo bueno que aún conservamos es lo antiguo.

La cuarta clase, a la cual pertenecemos, y que creemos la más numerosa, comprende a los que, haciendo justicia a los adelantos positivos de otras naciones, no quieren dejar remolcar, de grado o por fuerza, y precisamente por el mismo idéntico carril de aquella civilización, a nuestro hermoso país; porque no es ese su camino natural y conveniente: que no somos nosotros un pueblo inquieto, ávido de novedades, ni aficionado a mudanzas. Quisiéramos que nuestra Patria, abatida por tantas desgracias, se alzase independiente y por sí sola, contando con sus propias fuerzas y sus propias luces, adelantando y mejorando, sí, pero graduando prudentemente sus mejoras morales y materiales, y adaptándolas a su carácter, necesidades y propensiones. Quisiéramos que renaciese el espíritu nacional, tan exento de las baladronadas que algunos usan, como de las mezquinas preocupaciones que otros abrigan.

Ahora bien, para lograr este fin, es preciso, ante todo, mirar bajo su verdadero punto de vista, apreciar, amar y dar a conocer nuestra nacionalidad. Entonces, sacada del olvido y del desdén en que yace sumida, podrá ser estudiada, entrar, digámoslo así, en circulación, y como la sangre, pasará de vaso en vaso a las venas, y de las venas al corazón.

Doloroso es que nuestro retrato sea casi siempre ejecutado por extranjeros, entre los cuales a veces sobra el talento, pero falta la condición esencial para sacar la semejanza, conocer el original. Quisiéramos que el público europeo tuviese una idea correcta de lo que es España, y de lo que somos los españoles; que se disipasen esas preocupaciones monstruosas, conservadas y transmitidas de generación en generación en el vulgo, como las momias de Egipto. Y para ello es indispensable que, en lugar de juzgar a los españoles pintados por manos extrañas, nos vean los demás pueblos pintados por nosotros mismos.

Recelamos que al leer estos ligeros bosquejos, los que no están iniciados en nuestras peculiaridades, se fatigarán a la larga, del estilo chancero que predomina en nuestra sociedad. No estamos distantes de convenir en esta censura. Sin embargo, la costumbre lo autoriza; aguza el ingenio, anima el trato y amansa el amor propio. La chanza se recibe como el volante en la raqueta, para lanzarla al contrario, sin hiel al enviarla, sin hostil susceptibilidad al acogerla; lo cual contribuye grandemente a los placeres del trato, y es una señal inequívoca de superioridad moral. Este tono sostenidamente chancero se reputaría en la severidad y escogimiento del buen tono europeo, por de poco fino; sin tener en cuenta que lo fino y no fino del trato son cosas convencionales. En cuanto a nosotros, nos parece en gran manera preferible al tono de amarga y picante ironía, tan común actualmente en la sociedad extranjera, y de que se sirven muchos, creyendo indicar con ella una gran superioridad, cuando lo que generalmente indica es una gran dosis de necedad, y no poca de insolencia.

Los extranjeros se burlan de nosotros: tengan, pues, a bien perdonarnos el benigno ensayo de la ley del talión, a que les sometemos en los tipos de ellos que en esta novela pintamos, refiriendo la pura verdad.

Finalmente, hase dicho que los personajes de las novelas que escribimos son retratos. No negamos que lo son algunos; pero sus originales ya no existen. Sonlo también casi todos los principales actores de nuestros cuadros de costumbres populares: mas a estos humildes héroes nadie los conoce. En cuanto a los demás, no es cierto que sean retratos, al menos de personas vivas. Todas las que componen la sociedad prestan al pintor de costumbres cada cual su rasgo característico, que, unidos todos como en un mosaico, forman los tipos que presenta al público el escritor. Protestamos, pues, contra aquel aserto, que tendría no sólo el inconveniente de constituirnos en un escritor atrevido e indiscreto, sino también el de hacer desconfiados para con nosotros en el trato, hasta a nuestros propios amigos; y si lo primero está tan lejos de nuestro ánimo, con lo segundo no podría conformarse nunca nuestro corazón. Primero dejaríamos de escribir.