La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo VII

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Capítulo VII

Había pasado el verano y era llegado septiembre; los días conservaban aún el calor del verano, pero las noches eran ya largas y frescas. Serían las nueve y aún no había en la tertulia de la condesa sino las personas más allegadas y de mayor confianza, cuando entró Eloísa.

-Toma asiento en el sofá, a mi lado -le dijo la dueña de la casa.

-Te lo agradezco, Gracia; pero vuestros sofás de aquí, son muebles rellenos de estopas o crin: son de lo más duro e inconfortable que darse puede.

-Así son más frescos, hija mía -dijo Rita, a cuyo lado se había sentado Eloísa en una estudiada postura.

-¿Sabéis lo que se dice? -dijo a esta última el poeta Polo, jugando con su guante amarillo y extendiendo la pierna para lucir un lindo calzado de charol-. Se dice que nombran a Arias mayor de la plaza; pero lo creo un solemne puff.

-Cosas de lugarón, de poblachón, de villorro como es este -repuso remilgadamente Eloísa-. Rafael merece mejor. Es un hombre muy espiritual, un joven muy Fashionable y un bravo militar.

-¿Qué estáis diciendo, señorita? -preguntó el general, que absorto escuchaba la conversación de los dos jóvenes de buen tono.

-Digo, señor, que vuestro sobrino es un bravo oficial.

-¿Y qué queréis decir con eso?

-Señor, lo que dice su hoja de servicio y repiten todos los que lo conocen; que se ha distinguido en la guerra como un hombre de honor.

-Pues... si lo habéis querido decir, ¿por qué no lo habéis dicho?, según la célebre expresión de don Juan Nicasio Gallego, el cual, así como el duque de Rivas, Quintana, Bretón, Martínez de la Rosa, Hartzenbusch y otros muchos, han cometido la pifia de ser hombres eminentes y poetas de primer rango sin dejar de ser españoles en la forma ni en la esencia. ¿Habéis por ventura querido decir valiente?

-Pues es claro, general, ¿acaso no lo he dicho?

-No, señorita -dijo impaciente el general-, lo que habéis dicho es bravo, epíteto que sólo he oído aplicar a los toros montaraces y a los indios salvajes para ponderar su brutal fiereza. No usáis a fe mía, tal palabra, por falta de voces adecuadas al caso, pues además de valiente, tenéis puestas en uso otras muchas, como son: bizarro, valeroso, denodado.

-Jesús, señor, esas son voces anticuadas, muy vulgares y muy gansas; es preciso admitir las que introduce la elegancia y el buen tono, pésele al Diccionario y a sus ramplones compiladores y secuaces.

-¡Hay paciencia para esto! -exclamó el general tirando los naipes.

-¿Qué es lo que exalta de esta suerte la bilis de nuestro tío? -preguntó Rafael, que había entrado, a su prima Rita.

-La noticia que corre.

-¿Qué noticia?

-Que te nombran mayor de plaza y lo ha tomado por una ironía.

-Tiene razón; yo no puedo aspirar a más dictado que al más chico de la plaza. Pero traigo una noticia que puede aspirar con razón a la primera categoría.

-¿Una noticia? Una noticia es un patrimonio de todos. Así, suéltala pronto.

-Pues han de saber ustedes -dijo Rafael levantando la voz- que la Grisi de Villamar está ajustada para salir a las tablas a lucir su voz.

-¡Oh!, ¡qué felicidad! -exclamó Eloísa-, el que algún evento notable saque a esta monótona Sevilla del carril rutinario en que vegeta desde que San Fernando la fundó.

-La conquistó -le dijo por lo bajo su simpático amigo Polo,

Pero Eloísa, sin atenderle, prosiguió:

-¿En qué ópera hará su debut?

-¿Pues qué, se ha ajustado para salir a las tablas de Bu? -preguntó la marquesa.

-Sí, tía -respondió Rafael-, y Stein de cancón es una pieza compuesta expresamente para ambos.

-¡Tales cosas! -exclamó la buena señora.

-Madre, ¿no echáis de ver que Rafael se está chanceando, según su loable e inveterada costumbre? -dijo la condesa.

-Desde que se ha dado La pata de cabra, ningún título de piezas teatrales me sorprende -repuso la marquesa; y desde que se han representado la Lucrecia, Ángela, Antony y Carlos el Hechizado, no hay argumento que se me haga increíble.

-Como el teatro es la escuela de las costumbres -dijo con ironía el general-, lo ponen al nivel de las que quieren introducir.

-¡Qué bien opinan los franceses, cuando dicen que pasados los Pirineos empieza el África! -decía entre tanto a media voz Eloísa a Polo.

-Desde que ellos ocupan parte del litoral -repuso este- ya no lo dicen; sería hacernos demasiado favor.

Eloísa sofocó una carcajada en su diminuto pañuelo guarnecido de encaje.

-Aquellos están conspirando -dijo Rita a Rafael-. Polo tiene una máquina infernal entre sus gafas y sus ojos, y Eloísa esconde en el pañuelo que lleva a la boca, una asonada en escabeche de almizcle contra la pícara estacionaria España.

-¡Ca!, no son conspiradores -repuso Rafael.

-¿Pues qué son, máquina infernal de contradicción?

-Son...; yo te lo diré para que los juzgues en toda su altura.

-Acaba, pesado.

-Son -dijo solemnemente Rafael- regeneradores incomprendidos.

Algunas noches después de esta escena, las vastas galerías de la casa de la condesa estaban desiertas. No se veían allí más figuras que las del antiguo testamento, como Arias llamaba a los jugadores de tresillo.

-¡Cómo tardan! -dijo la marquesa-. Las once y media y todavía no parecen.

-El tiempo -dijo su hermano- no parece largo a los filarmónicos, cuando están en la ópera pasmándose de gusto como unos panarras.

-¿Quién había de pensar -continuó la marquesa que esa mujer tendría los estudios y el valor necesarios para salir tan pronto a las tablas?

-En cuanto a los estudios -dijo el general-, una vez que se sabe cantar no se necesita tantos como tú crees.

En cuanto al valor, no quisiera más que un regimiento de granaderos por ese estilo, para asaltar a Numancia o Zaragoza.

-Contaré a ustedes lo que ha pasado -dijo entonces uno de los concurrentes-. Cuando llegó, hace tres meses, esta compañía italiana, nuestra prima donna futura tomó por temporada uno de los palcos más próximos al tablado. No faltó a una sola representación y aun logró asistir a los ensayos. El duque consiguió de la primera cantatriz que la diese algunas lecciones, y después, del empresario, que la ajustase en su compañía. Pero el ajuste a que se prestó el empresario, fue en calidad de segunda; propuesta que fue arrogantemente desechada por ella. Por una de aquellas casualidades que favorecen siempre a los osados, la prima donna cayó peligrosamente enferma y la protegida del duque se ofreció a reemplazarla. Veremos qué tal sale de este empeño.

En este momento, la condesa, animada y brillante como la luz, entró en la sala acompañada de algunos tertulianos.

-Madre, ¡qué noche hemos tenido! -exclamó-. ¡Qué triunfo!, ¡qué cosa tan bella y tan magnífica!

-¿Me querrás decir, sobrina, la importancia que tiene, ni el efecto que puede causar, el que una gaznápira cualquiera, que tiene buena garganta, cante bien en las tablas, para que pueda inspirarte un entusiasmo y una exaltación, como te la podrían causar un hecho heroico o una acción sublime?

-Considerad, tío -contestó la condesa-, ¡qué triunfo para nosotros, qué gloria para Sevilla, el ser la cuna de una artista que va a llenar el mundo con su fama!

-¿Como el marqués de la Romana? -replicó el general-, como Wellington o como Napoleón? ¿No es verdad, sobrina?

-¡Pues qué, señor! -contestó la condesa- ¿No tiene la fama más que una trompeta guerrera? ¡Qué divinamente ha cantado esa mujer sin igual! ¡Con qué desenvoltura de buen gusto se ha presentado en la escena! Es un prodigio. Y luego, ¡cómo se comunican de uno en otro el entusiasmo y la exaltación! Yo, además, estaba muy contenta, viendo al duque tan satisfecho, a Stein tan conmovido...

-El duque -dijo el general- debería satisfacerse con cosas de otro jaez.

-General -dijo el tertuliano, que había hablado antes-, son flaquezas humanas. El duque es joven...

-¡Ah! -exclamó la condesa-. No hay cosa más infame que sospechar o hacer que se sospeche el mal donde no existe. El mundo lo marchita todo con su pestífero aliento. ¿No saben todos que el duque, no satisfecho con practicar las artes, protege a los artistas, a los sabios y todo lo que puede influir en los adelantos de la inteligencia? ¿Además no es ella mujer de un hombre a quien el duque debe tanto?

-Sobrina -repuso el general-, todo eso es muy santo y muy bueno; pero no alcanza a justificar apariencias sospechosas. En este mundo, no basta estar exento de censura; es preciso, además, parecerlo. Por lo mismo que eres joven y bonita, harías bien en no declararte defensora de ciertas causas.

-Yo no tengo la ambición de que se me crea perfecta -dijo la condesa- erigiendo en mi casa un tribunal de justicia; lo que sí quiero es que se me tenga por leal y sólida amiga, cuando hago respetar y defiendo a los que me dan ese título.

Rafael Arias entró en aquel instante.

-Vamos, Rafael -dijo la condesa-, ¿qué dirás ahora?, ¿te burlarás de esa encantadora mujer?

-Prima, para darte gusto, voy a reventar de entusiasmo por imitar al público, como hizo la rana, queriendo alcanzar el tamaño del buey. Acabo de ser testigo de la ovación imperial que se ha hecho a esa octava maravilla.

-Cuéntanos eso -dijo la condesa-. Cuéntanoslo.

-Cuando bajó el telón, hubo un momento en que se me figuró que íbamos a tener una segunda edición de la torre de Babel.

»Diez veces fue llamada a las tablas la Diva Donna, y lo hubiese sido veinte, a no haberse puesto los insolentes reverberos, causados por la prolongación de sus servicios, a echar pestes y suprimir luz.

»Los amigos del duque se empeñaron en que los llevase a dar la enhorabuena a la heroína. Todos nos echamos a sus pies con el rostro en tierra.

-¡Tú también, Rafael! -dijo el general-; yo te creía más sensato bajo esas apariencias de tarambana.

-Si no hubiera ido adonde iban los otros, no tendría ahora la satisfacción de referiros el modo con que nos recibió esta reina de las Molucas, emperatriz del Bemol. En primer lugar, todas sus respuestas se hicieron en una especie de escala cromática, de su uso, que consta de los siguientes semitonos: primeramente la calma, o llámese indiferencia; después, la frescura; en seguida, la frialdad, y por último, el desdén. Yo fui el primero en tributarle homenaje. Le enseñé mis manos, desolladas a fuerza de aplaudir, asegurándole que el sacrificio de mi pellejo era un débil homenaje a su sobrenatural habilidad, comparable tan sólo con la del señor de Madureira. Su respuesta fue una gravedosa inclinación de cabeza, digna de la diosa Juno. El barón le suplicó por todos los santos del cielo que fuese a París, único teatro capaz de aplaudirla dignamente, en vista de que los bravos franceses resuenan en todos los ámbitos del universo, llevados por su bandera tricolor. A esto respondió con la mayor frescura: «Ya veis que no necesito ir a París para que me aplaudan; y aplausos por aplausos, más quiero los de mi tierra que los de los franceses.»

-¿Eso dijo? -preguntó el general-, ¿quién habría pensado que esa mujer dijese una cosa tan racional?

-El mayor moscón -continuó Rafael-, con su indefectible desmaña, le dijo que todas cuantas cantantes había oído, sólo la Grisi lo hacía mejor que ella. A lo cual respondió con frialdad: «pues una vez que la Grisi canta mejor que yo, hacéis mal en oírme a mí en lugar de oírla a ella». En seguida llegó sir John dando la mano y pisando a todo el mundo. Le dijo que su voz era un wonder (una maravilla), y que si se la quería vender, estaba muy pronto a pagarle cincuenta mil libras. Ella respondió con desdén que aquello no se vendía. Pero, a todo esto, prima, ¿qué dices del misterio con que han procedido en este asunto?

-¿De qué misterio se trata? -preguntó el barón, que había llegado durante esta conversación.

-De esa brillante salida a las tablas -respondió Arias- que ha venido a reventar de pronto, como una bomba, cuando menos se pensaba. Ahora, ahora voy cayendo en ciertas cosas...: las entrevistas del duque con el empresario, la constancia con que esa Norma en ciernes asistía a las representaciones..., ya se van despertando mis quién vives.

-¡Despertar los quién vives! -dijo el barón- ¡Qué expresión tan singular!

-Es una metáfora muy común -repuso Rafael.

-No lo sabía -continuó el barón-; ni la entiendo. ¿Queréis tener la bondad de explicármela, señor Arias?

Rafael miró al soslayo a su prima, alzó los ojos al cielo, como si fuera a hacer un sacrificio, y dijo:

-Cuando ocurre un accidente sin percibirlo, es porque la atención lo ha dejado pasar sin darle el quién vive, es decir, sin averiguar de dónde viene ni adónde va. Si después otro accidente, que tiene relación con el primero, nos obliga a pensar en el anterior, se dice que despertamos un quién vives; es decir, se despierta la atención que estaba en el primer caso, ociosa o adormecida. De este modo tenemos en español muchas palabras sueltas, que explican tanto como una larga frase. Una palabra basta para encerrar un lato sentido. Es cierto que para ello se necesita tanto de la inventiva como de la comprensión. En las gentes del campo, corre una expresión que demuestra esto: suelen decir de un hombre inteligente y vivo, «ese es de los de ya está acá». Tiene esta expresión su origen en que cuando en el campo, a distancia, tiene el capataz que dar alguna orden, o hacer algún encargo a alguno de los trabajadores, al darles voces contesta el llamado: ya está acá, desde luego que se ha hecho cargo de lo que se le manda. Pero al dicho que ha llamado vuestra atención (en vista de que no todos son de los que designa el pueblo con el epíteto de los de ya está acá) se le da la siguiente etimología. Un español que estaba en San Petersburgo, paseándose una hermosa mañana de primavera con un ruso amigo suyo, quedó atónito, oyendo en el aire un sonido bastante agradable. Este sonido, que se oía unas veces próximo, otras lejano, cuándo a la derecha, cuándo a la izquierda, no era más que una repetición en diversos tonos de la palabra quién vive. El español creía que eran pájaros; pero levantó la cabeza y no vio nada. ¿Era un canto? ¿Era un eco? No, porque no salía de un punto determinado, sino que se oía en todas partes. Entonces creyó que su amigo era ventrílocuo y le miró con atención. El ruso se echó a reír. «Ya veo -le dijo- que no sabéis de dónde provienen estas voces que aquí se dejan oír todos los años por este tiempo. Son los quién vives que dan los soldados de la guarnición, durante el invierno. Con el frío se hielan y con los primeros calores se deshielan y resuenan por el aire de la primavera que nos vivifica.»

-No está mal discurrido -dijo el barón, con distracción.

-Favor que le hacéis -contestó Rafael, haciendo una cortesía irónica.

-¡Ah! Aquí tenemos a la señorita Ritita -dijo el barón, viéndola entrar, después de haberse quitado la mantilla-. Me parece, señorita, que he tenido la honra de veros esta mañana en la calle de Catalanes.

-Yo no os vi -contestó Rita.

-Esa es una desgracia -dijo Rafael a Rita- que no sucederá al mayor moscón, ni a la Giralda, a quien él quiere hacer coronela de su Regimiento de Life Guards (Guardias de la Reina).

-Os vi -continuó el barón- cerca de una cruz grande que está pegada a la pared. Pregunté...

-Me hago cargo -dijo en voz baja Rafael Arias.

-Y me respondieron que se llama la Cruz del Negro. ¿Podéis decirme, señorita, por qué se le ha dado un nombre tan extraño?

-No lo sé -contestó Rita-. Quizá será porque habrán crucificado en ella a algún negro.

-Sin duda así es -dijo el barón-; sería en tiempo de la Inquisición. -Y murmuró en voz baja: «¡Qué país!, ¡qué religión!»-. Pero ¿podréis decirme -añadió con aquella insoportable ironía, con aquella insolencia de que hacen uso los incrédulos, con los que creen y están de buena fe-, podréis decirme por qué está colgado del techo un cocodrilo, en aquel corredor de la catedral, cerca del patio de los Naranjos, entrando por la puerta a la derecha de la Giralda? ¿Sirve también la catedral de museo de historia natural?

-¿Aquel gran lagarto? -dijo Rita-. Está allí porque lo cogieron sobre la bóveda del techo de la iglesia.

-¡Ah! -exclamó el barón, riéndose-. Todo es gigantesco en esta catedral; ¡hasta los lagartos!

-Esa es una vulgaridad propagada en el pueblo -dijo la condesa, mientras que Rita, sin oír las palabas del barón, había ido a ocupar su acostumbrado asiento-. Ese cocodrilo fue presentado al rey don Alfonso el Sabio, por la famosa embajada que le envió el soldán de Egipto. También están colgados de la misma bóveda un colmillo de elefante, un freno y una vara; y estos objetos, juntamente con el lagarto, representan las cuatro virtudes cardinales. El lagarto es símbolo de la prudencia; la vara, de la justicia; el colmillo del elefante, de la fortaleza; y el freno, de la templanza. Así pues, hace seiscientos años que estos símbolos están a la entrada de aquel grande y noble edificio, como una inscripción que el pueblo comprende, sin saber leer.

El barón sentía mucho no poder adoptar la versión de Rita. La cruel condesa le había privado de un precioso artículo satírico, crítico, humorista, burlesco. ¿Quién sabe si el cocodrilo no habría hecho el papel de un Espíritu Santo, de nueva invención, en el chistoso relato de ese francés, que tenía la ventaja nacional de haber nacido malin (satírico)? Entre tanto la marquesa dijo a Rita:

-¿Por qué has ido a decirle esa tontería del negro crucificado? ¿No habría sido mejor contarle la verdad?

-Pero tía -contestó la joven-, yo no sé por qué esa cruz se llama del Negro; además, ya me tenía seca tanta conversación.

-Entonces -prosiguió la tía- deberías haberle dicho que lo ignorabas; y no inducirle en un error tan craso. Estoy segura de que insertará ese disparatón cuando escriba su Viaje a España.

-¿Y qué importa? -dijo Rita.

-Importa, sobrina -repuso la marquesa-; porque no me gusta que hablen mal de mi patria.

-¡Sí -dijo el general con acritud-, anda a atajar el río cuando se sale de madre! Pero ¿qué extraño es que digan mal del país los extranjeros, si nosotros somos los primeros en denigrarnos? Sin tener presente el refrán de que «ruin es, quien por ruin se tiene».

-Has de saber, Rita -prosiguió la marquesa-, para que de ahora en adelante no des lugar a semejantes errores, que el nombre de esa cruz viene de un negro devoto y piadoso, que en el séptimo siglo, viendo que se atacaba el misterio de la Pura Concepción de la Virgen, se vendió a sí mismo en el sitio en que se hallaba esa cruz, para costear con el dinero de su venta una solemne función de desagravio a la Virgen, por las ofensas que se le hacían. Algo se diferencia este rasgo piadoso y fervoroso de abnegación, de la necedad que has hecho creer al barón.

-Bien puedes también, hermana -dijo el general-, regañar al loco de Rafael, por haber respondido a ese Monsieur le Baron, a una pregunta por el mismo estilo, acerca de la Cruz de los Ladrones, junto a la Cartuja, que se llamaba así porque a ella iban a rezar los ladrones, para que Dios favoreciese sus empresas.

-¿Y el barón se lo ha creído? -preguntó la marquesa.

-Tan de fijo, como yo creo que no es barón -repuso el general.

-Es una picardía -continuó la marquesa, irritada- dar lugar nosotros mismos a que se crean y repitan tales desatinos.

La cruz fue erigida en aquel sitio por un milagro que hizo allí Nuestro Señor; porque en aquellos tiempos, como había fe, había milagros. Unos ladrones habían penetrado en la Cartuja y robado los tesoros de la iglesia. Huyeron espantados, corrieron toda la noche y a la mañana siguiente se encontraron a corta distancia del convento. Entonces viendo claramente el dedo del Señor, se convirtieron; y en memoria de este milagro, erigieron esa cruz, a la que el pueblo ha conservado su nombre. Voy a decirle cuatro palabras bien dichas a ese calavera. Rafael, Rafael.

Entre tanto su prima Gracia, sentada en el sofá, le decía:

-Estoy en mis glorias. ¡Qué buenos ratos vamos a pasar!

-No durarán mucho, condesa -dijo el coronel-. Corren voces de que el duque quiere llevarse a Madrid a la nueva Malibrán.

-Y a todo esto -dijo la condesa-, ¿qué nombre de guerra ha tomado? Supongo que no será el de Marisalada; que muy bonito, y con algo de cariñoso, no es bastante grave para una artista de primer orden.

-Quizá continuará bajo el apodo de Gaviota -dijo Rafael-. Un criado del duque ha dicho al mio que así era como la llamaban en su lugar.

-Puede que adopte el nombre de su marido -observó el coronel.

-¡Qué horror! -exclamó la condesa-; necesita un nombre sonoro.

-Pues bien, que tome el de su padre: Santaló.

-No, señor -dijo la condesa-. Es preciso que acabe en i para que le dé prestigio; mientras más íes, mejor.

-En ese caso -dijo Rafael-, que se nombre Misisipí.

-Consultaremos a Polo -dijo la condesa-. Y a propósito, ¿dónde se ha escabullido nuestro poeta?

-Apuesto cualquier cosa -dijo Rafael- a que a la hora esta se ocupa en confiar al papel las inspiraciones armónicas que ha hecho brotar en su alma la divinidad del día. Mañana sin falta leeremos en El Sevillano una de esas composiciones que, según mi tío, si no es fácil que le lleven al Parnaso, le precipitarán indefectiblemente en el Leteo.

En ese instante fue cuando la marquesa llamó a Rafael.

-Seguro estoy -dijo este a su prima- de que mi tía me hace la honra de llamarme para tener la satisfacción de echarme una peluca. Ya veo despuntar un sermón entre sus labios apretados, una filípica en su nebuloso entrecejo y una reprimenda de a folio, a caballo sobre su amenazante nariz. Pero... ¡qué feliz ocurrencia! Voy a armarme de un broquel.

Diciendo estas palabras, Rafael se levantó, se acercó al barón, a quien el oidor ofrecía a la sazón un polvo de rapé, le dio el brazo y en su compañía se acercó a la mesa del juego. La marquesa se guardó la regañadura para mejor ocasión.

Rita se tapaba la cara con el pañuelo para comprimir la risa. El general golpeaba el suelo con el tacón de las botas, que en él era señal indefectible de impaciencia.

-¿Está incomodado el general? -preguntó el barón.

-Padece ese movimiento nervioso -respondió a media voz Rafael.

-¡Qué desgracia! -exclamó el barón-, eso es un tic douloureux. ¿Y de qué le ha provenido? ¿Algún tendón dañado en la guerra quizá?

-No -contestó Rafael- Ha sido efecto de una fuerte impresión moral.

-Debió ser terrible -observó el barón-. ¿Y qué se la causó?

-Una palabra de vuestro rey Luis XIV.

-¿Qué palabra? -insistió el barón espantado.

-El célebre dicho -contestó Rafael- «ya no hay Pirineos».

Con tanto como se hablaba en las tertulias acerca de la nueva cantatriz, se ignoraba un hecho significativo, que había ocurrido aquella misma noche.

Pepe Vera no había cesado de seguir los pasos de María; y como era favorito del público, le había sido fácil penetrar en lo interior del templo de las Musas, no obstante la enemistad que estas han jurado a las corridas de toros.

María salía a la escena, al ruido de los aplausos, cuando se dio de manos a boca en el vestuario con Pepe Vera y algunos otros jóvenes.

-¡Bendita sea! -dijo el célebre torero, tirando al suelo y extendiendo la capa, para que sirviese de alfombra a María-; ¡bendita sea esa garganta de cristal, capaz de hacer morir de envidia a todos los ruiseñores del mes de mayo!

-Y esos ojos -añadió otro- que hieren a más cristianos que todos los puñales de Albacete.

María pasó tan impávida y desdeñosa como siempre.

-¡Ni siquiera nos mira! -dijo Pepe Vera-. Oiga usted, prenda. Un rey es y mira a un gato. Y cuidado, caballeros, que es buena moza; a pesar de que...

-¿A pesar de qué? -dijo uno de sus compañeros.

-A pesar de ser tuerta -dijo Pepe.

Al oír estas palabras, María no pudo contener un movimiento involuntario y fijó en el grupo sus grandes ojos atónitos. Los jóvenes se echaron a reír y Pepe Vera le envió un beso en la punta de los dedos.

María comprendió inmediatamente que aquella expresión no había sido dicha sino para hacerle volver la cara. No pudo menos de sonreírse y se alejó dejando caer el pañuelo. Pepe lo recogió apresuradamente y se acercó a ella, como para devolvérselo.

-Os lo entregaré esta noche en la reja de vuestra ventana -le dijo en voz baja y con precipitación.

Al dar las doce salió María de su cama con pasos cautelosos, después de asegurarse de que su marido yacía en profundo sueño. Stein dormía, en efecto, con la sonrisa en los labios, embriagado con el incienso que había recibido aquella noche María, su esposa, su alumna, la amada de su corazón. Entre tanto un bulto negro se apoyaba en una de las rejas del piso bajo de la casa que habitaba María y que daba a una de las angostas callejuelas tan comunes en aquella ciudad. No era posible distinguir las facciones de aquel individuo, porque una mano oficiosa había apagado de antemano los faroles que alumbraban la calle.