La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo VIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo VIII

Era ya Sevilla teatro demasiado estrecho para las miras ambiciosas y para la sed de aplausos que devoraban el corazón de María. El duque, además, obligado a restituirse a la capital, deseaba presentar en ella aquel portento, cuya fama le había precedido. Pepe Vera, por otra parte, ajustado para lidiar en la plaza de Madrid, exigió de María que hiciese el viaje. Así sucedió, en efecto.

El triunfo que obtuvo María al estrenarse en aquella nueva liza, sobrepujó al que había logrado en Sevilla. No parecía sino que se habían renovado los días de Orfeo y de Anfión y las maravillas de la lira de los tiempos mitológicos. Stein estaba confuso. El duque, embriagado. Pepe Vera dijo un día a la cantaora: «¡Caramba, María, te palmotean que ni que hubieses matado un toro de siete años!»

María estaba rodeada de una corte numerosa. Formaban parte de ella todos los extranjeros distinguidos que se hallaban a la sazón en la capital, y entre ellos había algunos notables por su mérito, otros por su categoría. ¿Qué motivos los impulsaba? Unos iban por darse tono, según la locución moderna. ¿Y qué es tono? Es una imitación servil de lo que otros hacen. Otros eran movidos por la misma especie de curiosidad que incita al niño a examinar los secretos resortes del juguete que le divierte.

María no tuvo que hacer el menor esfuerzo para sentirse muy a sus anchas en medio de aquel gran círculo. No había cambiado en lo más pequeño su índole fría y altanera; pero había más elegancia en su talante y mejor gusto en su modo de vestir; adquisiciones maquinales y exteriores, que a los ojos de ciertas gentes, pueden suplir la falta de inteligencia, de tacto y de buenos modales. Por la noche, en las tablas, cuando el reflejo de las luces blanqueaba su palidez y aumentaba el realce de sus ojos grandes y negros, parecía realmente hermosa.

El duque estaba de tal modo fascinado por aquella mujer, en cuyos triunfos le tocaba alguna parte, pues cumplían sus pronósticos, y tal era el entusiasmo que su canto le inspiraba, que no tuvo inconveniente en pedirle que diese lecciones de música a su hija, no obstante que recordaba el pronóstico de su amable amiga de Sevilla y estremecía al reflexionar sobre el aplazamiento que le había dirigido la condesa. Entonces hacía propósito de respetar a la mujer inocente que él mismo había introducido en la escena resbaladiza y brillante que pisaba.

Digamos ahora algunas palabras de la duquesa:

Era esta señora virtuosa y bella. Aunque había entrado en los treinta años, la frescura de su tez y la expresión de candor de su semblante le daban un aspecto más joven. Pertenecía a una familia tan ilustre como la de su marido, con la cual estaba estrechamente emparentada. Leonor y Carlos se habían querido casi desde su infancia, con aquel afecto verdaderamente español, profundo y constante, que ni se cansa ni se enfría. Se habían casado muy jóvenes. A los dieciocho años, Leonor dio una niña a su marido, el cual tenía veintidós a la sazón.

La familia de la duquesa, como algunas de la grandeza, era sumamente devota; y en este espíritu había sido educada Leonor. Su reserva y su austeridad la alejaban de los placeres y ruidos del mundo, a los cuales, por otra parte, no tenía la menor inclinación. Leía poco y jamás tomó en sus manos una novela. Ignoraba enteramente los efectos dramáticos de las grandes pasiones. No había aprendido ni en los libros ni en el teatro, el gran interés que se ha dado al adulterio, que por consiguiente no era a sus ojos sino una abominación, como lo era el asesinato.

Jamás habría llegado a creer, si se lo hubiesen dicho, que estaba levantado en el mundo un estandarte, bajo el cual se proclamaba la emancipación de la mujer. Más es; aun creyéndolo, jamás lo hubiera comprendido; como no lo comprenden muchos, que ni viven tan retiradas, ni son tan estrictas como lo era la duquesa. Si se le hubiera dicho que había apologistas del divorcio, y hasta detractores de la santa institución del matrimonio, habría creído estar soñando, o que se acercaba el fin del mundo. Hija afectuosa y sumisa, amiga generosa y segura, madre tierna y abnegada, esposa exclusivamente consagrada a su marido, la duquesa de Almansa era el tipo de la mujer que Dios ama, que la poesía dibuja en sus cantos, que la sociedad venera y admira, y en cuyo lugar se quieren hoy ensalzar esas amenazas, que han perdido el bello y suave instinto femenino.

El duque pudo entregarse largo tiempo al atractivo que María ejercía en él, sin que la más pequeña nube empañase la paz sosegada, y, como el cielo, pura, del corazón de su mujer. Sin embargo, el duque, hasta entonces tan afectuoso, la descuidaba cada día más. La duquesa lloraba; pero callaba.

Después llegó a sus oídos que aquella cantatriz que alborotaba a todo Madrid, era protegida de su marido; que este pasaba la vida en casa de aquella mujer. La duquesa lloró; pero dudando todavía.

Después el duque llevó a Stein a su casa, para dar lecciones a su hijo, y luego quiso, como hemos dicho, que María las diese a su hija, preciosa criatura de once años de edad.

Leonor se opuso con vigor a esto último, alegando no poder permitir que una mujer de teatro tuviese el menor punto de contacto con aquella inocente. El duque, acostumbrado a las fáciles condescendencias de su mujer, vio en esta oposición un escrúpulo de devota, una falta de mundo y persistió en su idea. La duquesa cedió, siguiendo el dictamen de su confesor; pero lloró amargamente, impulsada por un doble motivo.

Recibió, pues, a María con excesiva circunspección; con una reserva fría, pero urbana.

Leonor, que vivía según sus propensiones tranquilas, muy retirada, no recibía, sino pocas visitas, la mayor parte de parientes; los demás eran sacerdotes y algunas otras personas de confianza. Así pues, asistía con no desmentida perseverancia a las lecciones de su hija; y tanto empeño puso en no alejarla de sus miradas maternas, que este sistema no pudo menos de ofender a María. Las personas que iban a ver a la duquesa no hacían más que saludar fríamente a la maestra, sin volver a dirigirle la palabra. De este modo, llegaba a ser en extremo humillante la posición que ocupaba en aquella noble y austera residencia la mujer que el público de Madrid adoraba de rodillas. María lo conocía y su orgullo se indignaba, pero como la exquisita cortesía de la duquesa no se desmintió jamás; como en su grave, modesto y hermoso rostro no se había manifestado nunca una sonrisa de desdén ni una mirada de altanería, María no podía quejarse. Por otra parte, el duque, que era tan digno y tan delicado, ¿cómo había de permitir que nadie se le quejase de su mujer? María tenía bastante penetración para conocer que debía callar y no perder la amistad del duque, que la lisonjeaba, su protección que le era necesaria y sus regalos que le eran muy gratos. Tuvo, pues, que tascar el freno, hasta que ocurriese algún suceso que pusiese término a tan tirante situación.

Un día en que, vestida de seda, y deslumbrando a todos con sus joyas, cubierta con una magnífica mantilla de encajes, entraba en casa de la duquesa, se encontró allí con el padre de esta, el marqués de Elda, y con el obispo de...

El marqués era un anciano grave, de los más chapados a la antigua. Era por los cuatro costados español, católico y realista neto. Vivía retirado de la corte desde la muerte del rey, a quien había servido en la guerra de la Independencia.

Había un poco de tibieza entre el marqués y su yerno, a quien el primero acusaba de condescender demasiado con las ideas del siglo. Esta tibieza subió de punto cuando llegaron a oídos del severo y virtuoso anciano los rumores ya públicos de la protección que el duque daba a una cantatriz de teatro.

Cuando María entró en la sala, la duquesa se levantó, con intención de darle gracias y despedirla por aquel día, en vista del respeto debido a las personas presentes. Pero el obispo, que ignoraba todo lo que pasaba, manifestó deseos de oír cantar a la niña, que era su ahijada. La duquesa se volvió a sentar; saludó a María con su urbanidad acostumbrada y mandó llamar a su hija, quien no tardó en presentarse.

Apenas terminaba la niña los últimos compases de la plegaria de Desdémona, cuando se oyeron tres golpes suaves en la puerta.

-Adelante, adelante -dijo la duquesa, dando a entender que conocía a la persona en su modo de llamar, y con una viveza nueva a los ojos de María, se puso en pie y salió obsequiosamente al encuentro de aquella visita.

Pero María se sorprendió todavía más al ver este nuevo personaje. Era una mujer fea, de unos cincuenta años de edad y de aspecto común. Su traje era tan basto como desairado y extraño.

La duquesa la recibió con grandes muestras de consideración y una cordialidad tanto más notable, cuanto más contrastaba con la reserva glacial que con la maestra había usado; la tomó de la mano y la presentó al obispo.

María no sabía qué pensar. Jamás había visto un vestido semejante ni una persona que le pareciese menos en armonía con la posición que parecía ocupaba cerca de gentes tan distinguidas y elevadas.

Después de un cuarto de hora de una conversación animada, aquella mujer se levantó. Estaba lloviendo. El marqués la ofreció su coche, con grandes instancias; pero la duquesa le dijo:

-Padre, ya he mandado que pongan el mío.

Dijo estas palabras acompañando a la recién venida, que ya se retiraba y que se negó tenazmente a hacer uso del carruaje.

-Ven, hija mía -dijo la duquesa a su hija-, ven, con permiso de tu maestra, a saludar a tu buena amiga.

María no sabía qué pensar de lo que estaba viendo y oyendo. La niña abrazó a aquella que la duquesa llamaba su buena amiga.

-¿Quién es esa mujer? -le preguntó María, cuando volvió a su puesto.

-Es una hermana de la caridad -respondió la niña.

María quedó anonadada. Su orgullo, que luchaba con la frente erguida contra toda superioridad; que desafiaba la dignidad de la nobleza, la rivalidad de los artistas, el poder de la autoridad y aun las prerrogativas del genio, se dobló como un junco ante la grandeza y la elevación de la virtud.

Poco después se levantó para irse; seguía lloviendo.

-Tiene usted un coche a su disposición -le dijo la duquesa al despedirla.

Al bajar al patio, María observó que estaban quitando los caballos del de la duquesa. Un lacayo bajó con aire respetuoso el estribo de un coche simón. María entró en él henchido el corazón de impotente rabia.

Al día siguiente declaró resueltamente al duque que no continuaría dando lecciones a su hija. Tuvo buen cuidado de ocultarle el verdadero motivo y la astucia de dar a esta reserva todo el aspecto de un acto de prudencia. El duque, alucinado, tanto por el entusiasmo que María le inspiraba, como por los amaños de que ella supo valerse, supuso que su mujer habría dado motivo para aquella determinación, y se mostró aún más frío con ella.