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La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo XV

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Capítulo XV

Seis meses después de los sucesos referidos en el último capítulo, la condesa de Algar estaba un día en su sala en compañía de su madre. Ocupábase en adornar con cintas y en probar a su hijo un sombrero de paja.

Entró el general Santa María.

-Ved, tío -dijo-, qué bien le sienta el sombrero de paja a este ángel de Dios.

-Le estás mimando que es un contento -repuso el general.

-No importa -intervino la marquesa-. Todas mimamos a nuestros hijos, que no por eso dejan de ser hombres de provecho. No te mimó poco nuestra madre, hermano, lo cual no te ha impedido ser lo que eres.

-Mamá, dame un bizcocho -dijo con media lengua el niño.

-¿Qué significa eso de tutear a su madre, señor renacuajo? -dijo el general-. No se dice así; se dice: «Madre, ¿quiere usted hacerme el favor de darme un bizcocho?»

El niño se echó a llorar, al oír la voz áspera de su tío. La madre le dio un bizcocho a hurtadillas y sin que el general lo viese.

-Es tan chico -observó la marquesa- que todavía no sabe distinguir entre el tú y el usted.

-Si no lo sabe -replicó el general-, se le enseña.

-Pero tío -dijo la condesa-, yo quiero que mis hijos me tuteen.

-¡Cómo, sobrina! -exclamó el general-. ¿También quieres tú entrar en esa moda que nos ha venido de Francia, como todas las que corrompen las costumbres?

-Conque ¿el tuteo entre padres e hijos corrompe las costumbres?

-Sí, sobrina; como todo lo que contribuye a disminuir el respeto, sea lo que fuere. Por esto me gustaba la antigua costumbre de los grandes de España, que exigían el tratamiento de excelencia a sus hijos.

-El tuteo, que pone en un pie de igualdad, que no debe existir entre padres e hijos, no hay duda que disminuye el respeto -dijo la marquesa-. Dicen que aumenta el cariño; no lo creo. ¿Acaso, hija mía, me habrías amado más si me hubieras tuteado?

-No, madre -dijo la condesa, abrazándola con ternura-, pero tampoco os hubiera respetado menos.

-Siempre has sido tú una hija buena y dócil -dijo el general-, y las excepciones no prueban nada. Pero vamos a otra cosa. Traigo a ustedes una noticia que no podrá menos de serles grata. La hermosa corbeta «Iberia», procedente de La Habana, acaba de llegar a Cádiz; conque mañana es probable que demos un abrazo a Rafael. ¡Qué afortunado es ese muchacho! Apenas nos escribe que tenía ganas de volver a la Península, cuando se le presenta la ocasión que deseaba y el capitán general le envía de vuelta con pliegos importantes.

Aún estaban la marquesa y la condesa expresando la alegría que esta noticia les causaba, cuando se abrió la puerta y Rafael Arias se precipitó en los brazos de sus parientas, estrechándolas repetidas veces entre los suyos, y la mano al general.

-¡Cuánto me alegro de verte, mi bueno, mi querido Rafael! -decía la condesa.

-¡Jesús! -añadió la marquesa-; ¡gracias a Nuestra Señora del Carmen que estás de vuelta! Pero ¿qué necesidad tenías, con un buen patrimonio, de ir a pasar la mar, como si fuera un charco? Apuesto a que te has mareado.

-Eso es lo de menos, porque es mal pasajero -respondió Rafael-; pero tuve otro mal que empeoraba de día en día, y era el ansia por mi patria y por las personas de mi cariño. No sé si es porque España es una excelente madre o porque nosotros los españoles somos buenos hijos, lo cierto es que no podemos vivir sino en su seno.

-Es por lo uno y por lo otro, mi querido sobrino; por lo uno y por lo otro -repitió con una sonrisa de gran satisfacción el general.

-¡Es La Habana país muy rico!, ¿no es verdad, Rafael? -preguntó la condesa.

-Sí, prima -respondió Rafael-; y sabe serlo, como una gran señora que es. Su riqueza no es como la del que se enriqueció ayer, que a manera de torrentes, corre, se precipita y pasa, haciendo gran estrépito. Allí la opulencia mana blandamente y sin ruido, como un río profundo y copioso, que deriva sus aguas de manantiales permanentes. Allí la riqueza está en todas partes, y sin necesidad de anunciarse con ostentación, todo el mundo la ve y la siente.

-Y las mujeres, ¿te han gustado? -preguntó la condesa.

-Regla general -contestó Rafael-: todas las mujeres me gustan en todas partes. Las jóvenes porque lo son; las viejas porque lo han sido; las niñas porque lo serán.

-No generalices tanto la cuestión, Rafael; precísala.

-Pues bien, prima; las habaneras son unos preciosos lazzaronis femeninos, cubiertas de olán y de encajes cuyos zapatos de raso son adornos inútiles de los pequeñísimos miembros a que están destinados, puesto que jamás he visto a una habanera en pie. Cantan hablando como los ruiseñores, viven de azúcar como las abejas y fuman como las chimeneas de vapor. Sus ojos negros son poemas dramáticos, y su corazón, un espejo sin azogar. El drama lúgubre y horripilante no se hizo para aquel gran vergel, en donde pasan las mujeres la vida recostadas en sus hamacas, meciéndose entre flores, aireadas por sus esclavas con abanicos de plumas.

-¿Sabes -dijo la condesa- que la voz pública anunció que te ibas a casar?

-Esa señora doña Voz pública, mi querida Gracia, se arroga hoy el lugar que ocupaban antes los bufones en las cortes de los reyes. Como ellos, dice todo lo que se le antoja, sin cuidarse de que sea cierto; así pues, doña Voz pública ha mentido, prima.

-Pues decía más -añadió la condesa riéndose-. Le daba a tu futura dos millones de duros de dote.

Rafael se echó a reír.

-Ya caigo en la cuenta -dijo-; en efecto, el capitán general tuvo la idea de endosarme esa letra de cambio.

-¿Y qué tal era mi presunta prima?

-Fea como el pecado mortal. Su espaldilla izquierda se inclinaba decididamente hacia la oreja del mismo lado, y la derecha, por el contrario, demostraba el mayor alejamiento por la oreja su vecina.

-¿Y qué respondiste?

-Que no me gustaban las píldoras ni aun doradas.

-Mal hecho -dijo el general.

-Mal hecho era su torso, señor.

-Y más sabiendo -dijo la condesa- que... -No acabó la frase al notar que una expresión penosa, como de amargo recuerdo, se había esparcido en la abierta y franca fisonomía de su primo.

-¿Es feliz? -preguntó.

-Cuanto es posible serlo en este mundo -respondió la condesa-. Vive muy retirada, sobre todo desde que se han presentado síntomas de hallarse en estado de buena esperanza, según la expresión alemana de que servía don Federico, expresión harto más sentida, y menos meliflua que la inglesa de estado interesante, a la cual hemos dados carta de connaturalización...

-Con el ridículo espíritu de extranjerismo y de imitación que vive y reina -añadió el general-, y el pésimo gusto que los inspira y dirige. ¿Por qué no ha de decirse clara y castizamente embarazo o preñez, en lugar de esas ridículas y afectadas frases traducidas? Lo mismo hacéis que hacían los franceses en el siglo pasado cuando representaban con polvos y tontillos a las diosas del paganismo.

-¿Y él? -preguntó Arias.

-Cambiado enteramente, desde que se casó y se reconcilió con su cuñado. Este es el que le dirige en todo. Ahora labra por sí sus haciendas, aconsejado por mi marido, con el que pasa semanas enteras en el campo. En fin, es el niño mimado de la familia, donde ha sido recibido como el hijo pródigo.

-He aquí por qué -observó el general- nuestro sensato proverbio dice: «Más vale malo conocido, que bueno por conocer.»

-¿Y Eloísa? -tornó a preguntar Arias.

-Esa es una historia lamentable -dijo la condesa-. Se casó en secreto con un aventurero francés que se decía primo del príncipe de Rohan, colaborador de Dumas, enviado por el barón Taylor para comprar curiosidades artísticas, y que por desgracia se llamaba Abelardo. Ella encontró en su nombre y en el de su amante la indicación de su unión marcada por el destino. En él vio un hombre que era al mismo tiempo literato, artista y de familia de príncipes, y creyó haber encontrado el ser ideal que había visto en sus dorados ensueños. A sus padres, que se oponían a aquella unión, los miraba como tiranos de melodrama, de ideas atrasadas y sumisos en el oscurantismo...

-Y en el españolismo -añadió el general en tono de ironía-. Y la señorita ilustrada, nutrida de novelas y de poesías lloronas, se unió con aquel gran bribón, casado ya dos veces, como después lo supimos. Pasados algunos meses, y después de haber gastado todo el dinero que ella le llevó, la abandonó en Valencia, adonde fue a buscarla su desventurado padre, para traerla deshonrada, ni casada, ni viuda, ni soltera. Ved ahí, sobrinos míos, adónde conduce el extranjerismo exagerado y falso.

-Rafael, tú habrías podido ahorrarle sus desgracias -dijo la condesa.

-¡Yo! -exclamó su primo.

-Sí, tú -continuó Gracia-. Tú sabes muy bien cuánto te estimaba y cuánto precio daba a tu opinión.

-Sí -dijo el general-, porque merecías la de los extranjeros.

-Hablando de otra cosa, ¿qué es de nuestro punto de admiración, el insigne A. Polo de Mármol de los Cementerios? -preguntó Arias.

-Se ha metido a hombre político -respondió Gracia.

-Ya lo sé -dijo Rafael-; ya sé que ha escrito una oda contra el trono bajo el seudónimo de la Tiranía.

-¡Pobre tiranía! -dijo el general-; de árbol caído todos hacen leña: ¡ya recibió la coz del asno!

-Ya sé -prosiguió Rafael- que escribió otro poema contra las preocupaciones, contando entre ellas el presagio fatal que se atribuye al número 13, la infalibilidad del papa, el vuelco de un salero y la fidelidad conyugal.

-¡Vaya, Rafael!-exclamó la condesa riéndose-, que no ha dicho nada de eso.

-Si no son las mismas palabras -dijo Rafael-, tal es poco más o menos el espíritu de aquella obra maestra, la cual será clasificada por la opinión...

-Entre las polillas que están carcomiendo esta sociedad -dijo el general-. ¡Cuando esté destruida veremos con qué la reemplazan!

-Además -prosiguió Rafael-, ya sé que nuestro A. Polo ha compuesto una sátira (se sentía inclinado a este género, y hace mucho tiempo que sintió brotar en su cabeza los cuernos de Marsías), una sátira, digo, contra la hipocresía, en la cual dice que es un rasgo de hipocresía reclamar el pago de la asignación del clero, de los exclaustrados y de las monjas.

-Pues bien, sobrino -dijo el general-, con esas bellas composiciones hizo bastantes méritos para que le recibiesen de colaborador en un periódico de oposición.

-Ya caigo -dijo Rafael-, y adivino lo que sucedió, porque es una farsa que se representa todos los días. Cortó la pluma a guisa de mandíbula asnal y, armado con ella, atacó a los filisteos del poder.

-Lo has acertado como un profeta -dijo el general-. No sé cómo se ha ingeniado; lo cierto es que en el día le tienes hecho un personaje: con dinero, rebosando buen tono y reventando da forte.

-Estoy seguro -dijo Rafael- que va a ponerse otro nombre más, A. Polo de Mármol de Carrara; y que, sin dejar de escribir contra la nobleza y las distinciones, solicita y obtiene algún cargo honorífico de la corte, como, por ejemplo, caballerizo mayor del Parnaso. Y al duque, ¿le encontraré en Madrid?

-No, pero podrás verle al pasar por Córdoba, donde se halla con toda su familia.

-El duque ha tomado por fin mi consejo -dijo el general-; se ha separado de la vida pública. Todas las personas de importancia deben en estos tiempos retirarse a sus tiendas, como Aquiles.

-Pero tío -dijo Rafael-, ese es el modo de que todo se lo lleva la trampa.

-Dicen -continuó la condesa- que el duque se ha dedicado enteramente a la literatura. Está componiendo algo para el teatro.

-Apuesto a que el título de la pieza será La cabra tira al monte -dijo Rafael en voz baja a la condesa.

Aludía esto a los amores de María con Pepe Vera, que todo el mundo sabía menos aquellos dos hombres, tan parciales de María que nunca pudo ni la nobleza del uno ni la buena fe del otro sospechar algo malo en ella.

-Calla, Rafael -repuso su prima-. Debemos hacer con nuestros amigos lo que hicieron los buenos hijos de Noé con su padre.

-¿Qué dice? -preguntó la marquesa.

-Nada, madre -respondió la condesa-; habla de la pieza sin haberla leído.

-¿Y Marisalada? -pregunto Rafael-, ¿ha subido al Capitolio en un carro de oro puro, tirado por aficionados?

-Ha perdido la voz -respondió la condesa-, de resultas de una pulmonía. ¿Lo ignorabas?

-Tan ajeno estaba de ello -respondió Rafael-, que le traigo magníficas proposiciones de ajuste para el teatro de La Habana. Pero ¿en qué ha venido a parar?

-Ya que no puede cantar -dijo el general-, seguirá probablemente el consejo de la hormiga de la fábula, aprenderá a bailar.

-0 lo que es más probable -dijo la condesa-, estará llorando sus faltas y la pérdida de su voz.

-Pero ¿dónde está? -repitió con instancia Rafael.

-No lo sé -respondió la condesa-, y lo siento, porque quisiera ofrecerle consuelos y socorros si los necesita.

-Guárdalos para quien los merezca -dijo el general.

-Todos los desgraciados los merecen, tío -repuso la condesa.

-Bien dicho, hija mía -dijo en tono sentido su madre-. Haz bien y no mires a quién. Haz mal y guardarte has, como dice el refrán.

-Insisto en preguntar dónde se halla -continuó Rafael-, porque le traigo una carta.

-¡Una carta! ¿Y de quién?

-De su marido.

-¿Le has visto? -preguntó con interés la condesa. ¿Pues no decían que estaba en Alemania?

-No es cierto. Se embarcó en el mismo buque que nosotros, para La Habana. ¡Qué mudado estaba, y cuán desgraciado era! ¡Estoy seguro de que no le habríais conocido; pero siempre tan suave, tan condescendiente, tan bueno! Poco tiempo después de nuestra llegada, murió de la fiebre amarilla.

-¿Murió? -exclamaron a un tiempo la marquesa y su hija.

-¡Pobre, pobre Stein! -dijo la condesa.

-Dios le tenga en su gloria! -añadió la madre.

-Sobre la conciencia de la maldita cantatriz va la muerte de ese hombre de bien -dijo el general.

-Yo, que me creo invulnerable -prosiguió Rafael-, aunque no había tenido la epidemia, fui a verle cuando supe que estaba enfermo.

-¡Mi buen Rafael! -dijo la condesa tomando la mano de su primo.

-La enfermedad fue tan violenta, que le encontré casi en las últimas, pero le hallé tan tranquilo y tan benévolo como siempre. Me dio gracias por mi visita, y me dijo que era una felicidad para él ver una cara amiga antes de morir. Me pidió pluma y papel, escribió casi moribundo algunos renglones, y me pidió que pusiese el sobrescrito a su mujer, y que se los enviase juntamente con su fe de muerto. En seguida le sobrevinieron los vómitos, y murió con una mano en la del sacerdote que le ayudaba a bien morir y la otra en la mía. Yo te entregaré este depósito, prima, para que lo envíes con un hombre de confianza a Villamar, donde probablemente se habrá retirado ella al lado de su padre. He aquí la carta -dijo Rafael-, sacando del bolsillo un papel cuidadosamente doblado. Yo la leo algunas veces como se lee un himno.

La condesa desplegó la carta y leyó:

«María: tú a quien tanto he amado, y a quien amo aún; si mi perdón puede ahorrarte algunos remordimientos, si mi bendición puede contribuir a tu felicidad, recibe ambos desde mi lecho de muerte.»

FRITZ STEIN.