La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo XVI
Capítulo XVI
Si el lector quiere antes de que nos separemos para siempre echar otra ojeada a aquel rinconcillo de la tierra llamado Villamar, bien ajeno sin duda del distinguido huésped que va a recibir en su seno, le conduciremos allá, sin que tenga que pensar en fatigas ni gastos de viaje. Y en efecto, sin pensar en ello, ya hemos llegado. Pues bien, amable lector, aquí tienes el birrete de Merlín: hazme el favor de cubrirte con él, porque si permaneces tan visible como estás ahora, turbarás con tu presencia aquel lugar sosegado y quieto, así como un objeto cualquiera arrojado a las aguas dormidas y claras de un estanque altera su transparencia y reposo.
Después de cuatro años, es decir, un día de verano de 1848, encontrarías al dicho pueblo tan tranquilamente sentado al borde del mar, como si fuera un pescador de caña. Vamos a dar cuenta de algunos graves sucesos públicos y privados que habían ocurrido allí durante aquel intervalo.
Empecemos por la malaventurada inscripción que tantos afanes había costado al alcalde ilustrado, de oficio herrero, el cual solía decir que el hierro no era más duro que las cabezas de sus subordinados; inscripción que había causado además un tremendo batacazo al maestro de escuela y tres días de flatos a Rosa Mística; pero que, en compensación, había hecho pasmar de admiración a don Modesto Guerrero.
Los demás habitantes habían tomado la inscripción por un bando, uno de aquellos bandos que empiezan: «Cuatro ducados de multa al que arroje inmundicias de cualquiera especie en este sitio.»
Los aguaceros de Andalucía, que parecen más destinados a azotar la tierra que a regarla, habiendo caído en las hermosas letras que de mayor a menor la componían, la habían casi borrado.
Temeroso el alcalde de que produjese esta vista una impresión análoga en el patriotismo de los habitantes, se propuso despertar en su corazón este noble sentimiento, por otro medio más eficaz y poderoso. El nombre de calle Real ofendía sus orejas representativas. Quiso patriotizarlo, y publicó un bando para que aquel nombre malsonante se cambiase en el de calle de los Hijos de Padilla.
Con este motivo hubo su poco de motín en Villamar. ¿Qué punto del globo se escapa sin motines en el siglo en que vivimos?
Era el caso que había muerto uno de los habitantes de la misma calle, llamado Cristóbal Padilla, y sus hijos heredaron naturalmente la casa que en la misma localidad poseía. Pero en el mismo caso se hallaban los López, los Pérez y los Sánchez, los cuales protestaron enérgicamente contra tan infundada preferencia. En vano quiso explicarles el alcalde que los llamados Hijos de Padilla compusieron en otro tiempo una asociación de hombres libres; a esto respondían ellos que ya sabían que los Padillas eran hombres libres, y que nadie pensaba en disputarles este título. Pero que también lo eran, y lo habían sido desde la creación del mundo, los López, los Pérez y los Sánchez; que ellos no pasaban por la humillación de verse pospuestos a los Padillas; y que si el alcalde insistía en su empeño, ellos se quejarían a la autoridad competente, porque siempre habían existido tribunales superiores a donde poder acudir contra la arbitrariedad y la injusticia, a menos que con las novedades del día no se los hubiese llevado la trampa.
El alcalde, aburrido de tanto clamoreo, los envió a todos los demonios.
No sabiendo a qué santo encomendarse para dar a Villamar cierto aire moderno, que lo elevase a la altura del día, imaginó dar al camino que iba desde el pueblo a la colina en que estaban el cementerio y la capilla del Señor del Socorro, el nombre patriótico de camino de Urdax, por ser el de una batalla que precedió al convenio de Vergara.
Pero entonces le salió peor la cuenta. Hubo motín de mujeres: motín en regla, capitaneado por Rosa Mística en persona. Sus gritos y sus lamentaciones habrían aturdido a los sordos.
-¿Qué quiere decir Urdax? -gritaba la una.
-¿Qué tenemos nosotros que ver con Urdax? -clamaba la otra.
-¿Quién ha de querer enterrarse en Urdax? -chillaba una vieja.
-Señor alcalde -dijo una pobre viuda-, si tanto empeño tiene usted en hacer mejoras, disminuya usted las contribuciones, póngalas como estaban antes, en tiempo del rey, y deje usted a las cosas los nombres que siempre han tenido.
-Si tanto le place a usted el nombre de Urdax -dijo una joven-, póngaselo a sí propio.
-Señor -dijo gravemente Rosa Mística-, ese camino es el de la via crucis, y usted lo profana con ese nombre moruno.
El alcalde se tapó los oídos y echó a correr.
Frustradas tantas bellas ideas, declaró que los habitantes de Villamar eran unos animales, unos brutos estólidos, partidarios del abominable tiempo del absolutismo, sin otro móvil que el bajo interés pecuniario; enemigos de todo progreso social y de toda mejora; despreciables rutineros, que no merecían llamarse aldeanos, y mucho menos ciudadanos libres.
Y después de este formidable anatema, Villamar y sus habitantes continuaron pasándolo tan bien como antes.
Poco tiempo después, se leía en un periódico de los de fuste:
«Nuestro corresponsal de Villamar (Andalucía baja) nos escribe: la tranquilidad pública ha estado amenazada en esta población. Algunos malintencionados, excitados sin duda por los infames agentes de la odiosa facción, han querido oponerse a las sabias mejoras, a los útiles progresos, que nuestro digno alcalde don Perfecto Cívico
quería introducir, bajo el ridículo pretexto de que no eran necesarios. Pero la admirable sangre fría, el valor heroico de que ha dado muestras aquella excelente autoridad, intimidaron a los audaces, y todo ha entrado en el orden, sin que hayamos tenido que deplorar ningún grave accidente. Vivan sin inquietud los buenos patriotas. Sus hermanos de Villamar sabrán frustrar las maniobras de nuestros enemigos.
»Como estamos en julio, la temperatura está bastante elevada. No podemos decir positivamente hasta cuántos grados, porque la civilización no ha proporcionado todavía a Villamar el beneficio de un termómetro.
»La cosecha se presenta bien, sobre todo en el ramo de calabazas, cuya cantidad y dimensiones llenan de satisfacción y de alegría a sus honrados cosecheros. Firmado.
EL PATRIOTA MODELO.»
Es excusado decir que este modelo de patriotismo era el mismo alcalde, autor del artículo.
Este buen hombre había sido albéitar y, corriendo por el mundo, había llegado a una altura prodigiosa en ideas modernas y miras avanzadas. Hablaba mucho y se escuchaba a sí propio, con lo cual nunca le faltaba auditorio. También era el único representante de su partido en Villamar; así como el médico que había reemplazado a Stein lo era del justo medio.
La pandilla del cura, de Rosa Mística y de las buenas mujeres, como la tía María, estaba por las ideas antiguas. La de Ramón Pérez y otros cantarines no tenía color político. La de José y otros pobres de su clase echaba de menos los bienes pasados, y deploraba los males presentes, sin definir su origen. Quedaba el escribano, que era un descarado bribón, como suele haberlos en los pueblos pequeños; acérrimo defensor del partido triunfante, y lo que es peor, perseguidor encarnizado del vencido; animal maléfico y hostil, que sólo se domesticaba con plata.
Pero volvamos a nuestro asunto.
La torre del fuerte de San Cristóbal se había derrumbado, y con ella las últimas esperanzas que abrigaba don Modesto de ver figurar su fuerte en la misma línea que Gibraltar, Brest, Cádiz, Dunquerque, Malta y Sebastopol.
Pero nada había causado tanta admiración en nuestros amigos, los habitantes de Villamar, como la mudanza que se observaba en la tienda del barbero Ramón Pérez.
Ramón Pérez, después de la muerte de su padre, que acaeció algunos meses después de la partida de María, no había podido resistir al deseo de ir también a la capital, siguiendo los pasos de la ingrata, que le había sacrificado a un desaborido extranjero. Emprendió, pues, su marcha, y volvió al cabo de quince días, trayendo consigo:
Primero: un caudal inagotable de mentiras y fanfarronadas.
Segundo: una infinidad de canciones a la italiana, a cual más detestables.
Tercero: un aire de taco, un gesto de ¿qué se me da a mí?, una desenvoltura, un sans-faon, capaz de rallar las tripas a todos los habitantes de Villamar, cuyas desgraciadas orejas y más desgraciadas mandíbulas conservaron largo tiempo deplorables testimonios de aquellas nuevas adquisiciones.
Cuarto: las más funestas aspiraciones a imitar al león de los barberos, Fígaro, que, por desgracia, vio ejecutar en el teatro de Sevilla. Por consiguiente, a imitación de su modelo, había procurado sacar al alcalde de la senda del progreso, para introducirlo en la del conde de Almaviva; pero en primer lugar, como el alcalde era casado, habría sido difícil encontrar en Villamar una Rosina que hubiera querido pasar por aquel inconveniente. En segundo lugar, la alcaldesa era una gallega de admirable fuerza y robustez, y naturalmente era más temible a sus ojos que el doctor Bartolo lo había sido a los de su modelo.
Ramón Pérez había traído de sus viajes otra cosa, que no reveló a nadie, y cuya adquisición hizo del modo siguiente:
Una noche, que rondaba la calle en que vivía Marisalada, suspirando como una ballena, llamó la atención de un joven que guardaba una esquina embozado en su capa hasta los ojos, y que, acercándose a él, le dijo esta sola palabra: ¡Largo!
Ramón quiso replicar; pero recibió tan vigoroso puntapié, que el cardenal que le resultó contribuyó poderosamente a que su viaje de vuelta fuera sumamente penoso, puesto que había recaído en el lugar que estaba en contacto con el albardón.
Por una circunstancia que se aclarará más adelante, el barbero había conseguido reunir una buena suma de dinero. Entonces los recuerdos de Sevilla y de Fígaro se habían despertado con nuevo ardor en su mente. Había hermoseado su tienda con lujo asiático: magníficas sillas pintadas de verde esmeralda; clavos romanos, tamaños como platos soperos, para colgar las toallas de tela de un dedo de grueso, grabados que representaban un Telémaco muy largo, un Mentor muy barbudo y una Calipso muy descarnada; tales eran los adornos que rivalizaban en dar esplendor al establecimiento. Ramón Pérez había afirmado, con tanta más certeza, cuanto que él mismo lo creía así, que aquellas figuras eran San Juan, San Pedro y la Magdalena. Algunos malcontentadizos habían observado, meneando la cabeza, que todo se había renovado en el laboratorio de Ramón Pérez, menos las navajas; pero él respondía que eran hombres del otro jueves, y que no habían perdido la antigua maña de observar el fondo de las cosas; cuando la regla del día era dar únicamente importancia a la exterioridad y a la apariencia.
Pero lo que pasmó de admiración a los villamarinos fue una formidable muestra que cubría gran parte de la fachada de la casa barbería. En medio figuraba, pintado con arte maravilloso, un pie, que parecía un pie chinesco, de color amarillento, del cual brotaba un chorro de sangre, digno de rivalizar con las fuentes de Aranjuez y de Versalles. A los dos lados estaban dos enormes navajas de afeitar abiertas, que formaban dos pirámides; en el centro de estas había dos muelas colosales. En torno reinaba una guirnalda de rosas, semejantes a ruedas de remolachas, y de la guirnalda colgaba un monstruoso par de tijeras. Para colmo de ostentación y de lujo, Ramón Pérez había recomendado al pintor el uso del dorado, y el artista había distribuido el oro del modo siguiente: en las espinas de las rosas, en las hojas de las navajas y en las uñas del pie. Esta muestra indicaba lo que todos sabían; es decir, que su poseedor ejercía en Villamar las cuádruples funciones de barbero, sangrador, sacamuelas y pelador.
Pero la muestra resultó tener tal magnitud y tal peso, que la pared de la casa de Ramón, compuesta de tierra y piedras, no pudo sostenerla. Fue preciso levantar a los dos lados de la puerta dos estribos de ladrillo, para apoyarla. Esta construcción formó a la entrada de la casa una especie de portal o frontispicio, que Ramón Pérez declaró, con la más grave e imperturbable desfachatez, ser una copia exacta del de la Lonja de Sevilla, la que, como es sabido, es una de las obras maestras de nuestro gran arquitecto Herrera.
Enterado ya el lector de las cosas pasadas, volvemos a tomar el hilo de las actuales.
Era tan profundo el silencio en aquel rincón del mundo, que se oía desde lejos la voz de un hombre, que se acompañaba con la guitarra, no las rondeñas, ni las mollares, ni el contrabandista, ni la caña, ¡ah!, no, sino una canción llorona, ¡la Atala! Y lo peor era que la adornaba con tales gorgoritos, con tan descabelladas florituras, con cadencias tan detestables, y que los versos eran tan malos, que Chateaubriand hubiera podido citar, con harto derecho a juicio de conciliación, al poeta, al compositor y al cantor, como reos de un abuso de popularidad.
Este canto infernal salía de la tienda cuya descripción hemos presentado en el capítulo anterior, y quien lo ejecutaba era el poseedor de aquel establecimiento, el insigne Ramón Pérez.
Entonaba las palabras Triste Chactas, etc., con una expresión, con un entusiasmo que le conmovían a él mismo hasta llenarle los ojos de lágrimas. Enfrente del cantor estaba erguido, como siempre, don Modesto Guerrero, escuchando en actitud grave y recogida, idéntico al Mentor respetable que adornaba la pared, sin más diferencia que estar muy bien afeitado, y con su hopito muy liso, tieso y perpendicular.
De repente, se abrió de par en par la puerta que estaba en el fondo de la tienda, y se vio salir por ella a una mujer con un niño en los brazos, y otro que la seguía llorando agarrándose a sus enaguas. Esta mujer pálida, delgada, de gesto altanero e indigesto, estaba cubierta con un pañolón de espumilla desteñido y viejo. Sus largos cabellos mal trenzados, desaliñados y sin peineta, colgaban hasta el suelo. Calzaba zapatos de seda en chancletas, y llevaba largos pendientes de oro.
-¡Cállate, cállate, Ramón! -dijo con voz ronca al entrar en la tienda-. No me desuelles los oídos. Más quisiera oír los graznidos de todos los cuervos del coto, y los maullidos de todos los gatos del pueblo, que tu modo de destrozar la música seria. Te he dicho mil veces que cantes los cantos de la tierra. Eso, tal cual, se puede tolerar. Tu voz es flexible, y no te falta la gracia que ese género requiere. Pero tu malhadada manía de cantar a lo fino, no hay quien la resista. Te lo digo, y sabes que lo entiendo. Tus disparatados floreos me afectan de tal modo los nervios, que si persistes en imponerme este tormento me marcho para siempre de esta casa. Calla -añadió dando un golpe en la cabeza al niño que lloraba-, calla, que berreas lo mismo que tu padre.
-Vete con mil santos, y desde ahora -respondió el barbero picado en lo más vivo de su amor propio- Vete, echa a correr, y no vuelvas hasta que yo te llame, que de esta suerte podrás correr sin parar.
-¿Que no me llamarás, dices? -replicó la mujer-; sería quizá demasiado favor, que harías a la que tantas veces ha sido llamada por los grandes, por los embajadores, ¡por la corte entera! ¿Sabes tú, rústico, ganso, zopenco, el dineral que se daba sólo por oírme?
-Si esos mismos -dijo el barbero- te vieran ahora con esa cara de vinagre; y te oyeran esa voz de pollo ronco, estoy para mí que pagarían doble por no verte ni oírte.
-¿Quién me ha metido a mí en este villorrio, entre este hato de villanos? -exclamó la mujer, furiosa-. ¿Quién me ha casado con este rapabarbas, con este mostrenco, que después de haberse comido la dote que me envió el duque, se atreve a insultarme? ¡A mí, la célebre María Santaló, que ha hecho tanto ruido en el mundo!
-Más te hubiera valido no haber hecho tanto -dijo Ramón, a quien daba un valor inaudito el entusiasmo que le inspiraba la canción de Atala, y su indignación al verla menospreciada.
Al oír estas palabras, la mujer se abalanzó a su diminuto marido, el cual, lleno de espanto, sólo tuvo tiempo de poner la guitarra sobre una silla y echarse a correr.
A la puerta tropezó con un personaje, a quien por poco derriba en tierra, el cual se paró en el umbral.
Apenas lo percibió María, su cólera cedió a un impulso de risa, no menos violento.
El personaje que lo ocasionaba era Momo, uno de cuyos carrillos estaba horrorosamente hinchado. Traía un pañuelo atado alrededor de su deforme rostro, y venía a que el barbero le sacase una muela.
-¡Qué horrenda visión! -exclamó María, entre sus carcajadas-. Dicen que el sargento de Utrera reventó de feo. ¿Cómo es que no te sucede a ti otro tanto? Capaz eres de pegar un susto al miedo. ¿Conque tienes preñado el cachete? Pues parirás un melón, y podrás enseñarlo por dinero. ¡Qué espantoso estás! ¿Vienes a que te retraten para que te pongan en la Ilustración, que anda a caza de curiosidades?
-Vengo -dijo Momo- a que tu Ramón Pérez me saque una muela dañada, y no a que me hartes de desvergüenzas; pero ¡Gaviota fuiste, Gaviota eres y Gaviota serás!
-Si vienes a que te saquen lo que tienes dañado -repuso María-, bien pueden empezar por el corazón y las entrañas.
-¡Por vía de los gatos!, ¡miren quién habla de corazón y de entrañas! -replicó Momo-; la que dejó morir a su padre en manos extrañas, sin acordarse del santo de su nombre ni de enviarle siquiera un mal socorro.
-¿Y quién tuvo la culpa, malvado ganso? -respondió María-. Nada de eso habría sucedido si no hubieras sido tú un salvaje, que te volviste de Madrid sin haber desempeñado tu encargo, y esparciendo la nueva de mi muerte; de modo que cuando volví al lugar creyendo que mi padre vivía, todos me tomaron por ánima del otro mundo. Solamente en tus entendederas, que son tan romas como tus narices, cabe el haber creído que una representación era una realidad.
-¡Representación! -repuso Momo-. Siempre dices que aquello era fingido. Lo cierto es que si aquel Telo hubiera sabido darte la puñalada en regla, y si no te hubiera curado tu marido, a quien todo el mundo llora, menos tú, estarías ahora roída de gusanos, para descanso de cuantos te conocen. Lo que es a mí, no me la cuelas, pedazo de embustera.
-Pues sábete, Cara y Media -dijo María abriendo la mano, y poniéndola delante de su nariz-, que he de vivir cien años, para que rabies, y hacer que tu nariz roma se ponga tamaña.
Momo miró a María con toda la despreciativa dignidad compatible con su tuerta cara, y dijo en voz profunda y tono concluyente, alzando y bajando alternativamente el dedo índice:
-¡Gaviota fuiste, Gaviota eres, Gaviota serás!
Y le volvió arrogantemente la espalda.
Cuando don Modesto, aturdido por los gritos de la disputa que hemos referido, vio que las carcajadas sucedían a la explosión de cólera, gracias a la fea y ridícula figura de Momo, de quien sólo el lápiz de Cruikshank, el célebre dibujante inglés de caricaturas, podría dar cabal idea, aprovechó aquella ocasión para escurrirse, sin ser sentido, de aquel campo de batalla. Nuestros lectores saben que don Modesto, esencialmente grave y pacífico, tenía una profunda antipatía contra toda especie de disputas, altercados, riñas y quimeras. Pero apenas hubo entrado en su casa, muy satisfecho del éxito de su oportuna retirada, nuevos terrores vinieron a asaltarle, al ver el ojo válido de Rosita, severo, iracundo y amenazador como un soldado sobre las armas; y su boca grave, remilgada e imponente como un juez en su tribunal. Don Modesto se sentó en un rincón, y bajó la cabeza, a manera de ave, que, presintiendo la tempestad, se posa en la rama de un árbol y oculta la cabeza debajo de un ala.
Ante todo es de saber que las buenas cualidades y los defectos de Rosita habían ido en aumento con los años. Su aseo había llegado a convertirse en angustiosa pulcritud. Don Modesto tenía que mudarse de zapatos cada vez que entraba a verla. Si Rosita hubiera tenido noticia de las chinelas, que se ponen en Bruselas los curiosos que van a visitar el palacio del príncipe de Orange, no hay duda que habría adoptado el mismo medio para preservar las bastas esteras de esparto que cubrían los rajados ladrillos del pavimento de su sala. Si don Modesto dejaba caer una aceituna en el mantel, Rosita se estremecía; si una gota de vino tinto, lloraba. Su abstinencia y su sobriedad llegaban a los límites de lo posible, y daban a entender que quería rivalizar con Manuela Torres, la famosa mujer del pueblo de Gansar, que había muerto recientemente después de haber vivido cuarenta años sin comer ni beber.
-Rosita -le decía don Modesto-, antes comía usted lo que un pájaro puede llevar en el pico, pero ahora está usted acreditando que lo que se cuenta del camaleón no es fábula.
-Ya ve usted -respondía Rosita- que gozo de perfecta salud, lo cual prueba que necesitamos muy poco para vivir y que todo lo demás es pura gula.
En cuanto a su austeridad, había llegado a ser algo más que severa; era cáustica.
-¡Bien le sienta a usted! -dijo a don Modesto, mientras este se encomendaba con todas las veras de su corazón a Nuestra Señora de la Paz-, ¡bien le sienta a un hombre de su edad y dignidad de usted, a una de las primeras autoridades del pueblo, a un hombre que se ha visto en letra de molde en la Gaceta, ir a casa de esas gentes, de esos casquivanos (por no decir otra cosa) y entrometerse en esa San-Francia de matrimonio, que ha sido el escándalo de la vecindad.
-Pero Rosita -contestó don Modesto-, yo no me he entrometido en la gresca, ella fue la que se entrometió donde yo estaba.
-Si no hubiera usted ido en casa de ese rapabarbas, cantor sempiterno; si no hubiera usted estado allí con la boca abierta, oyendo sus cantos impúdicos, no se habría usted hallado en el caso de ser testigo de ese escándalo.
-Pero Rosita, usted no reflexiona que es preciso afeitarme de cuando en cuando, so pena de parecer zapador de un regimiento; que ese buen Ramón Pérez me afeita de balde, como lo hacía su padre, y que la política y la gratitud exigen que, si se pone a cantar delante de mí, tenga yo paciencia, y me preste a oírle. Además que no ha cantado nada malsonante, sino una canción de las que cantan las gentes finas, en la que dice que una joven llamada Atala...
-¿Qué pamplinas va usted a contarme, don Modesto? -dijo Rosita indignada-. ¡Si no sabré yo lo que dice el Año Cristiano de Atila, que fue un rey de los bárbaros que invadieron a Roma, y de quien triunfó la elocuencia de San León el Magno, Papa a la sazón! Si ustedes quieren que sea una joven enamorada, contra lo que dicen la sana razón y el Año Cristiano, buen provecho les haga a usted y a Ramón Pérez. El siglo de las luces, como dice ese caribe de alcalde, que quería convertir la via crucis en camino de Urdax, trastorna todas las ideas. Con que así, crean ustedes, si les da la gana que fue una muchacha la que capitaneó los feroces ejércitos de los bárbaros. En cuanto a canciones profanas y malsonantes, sepa usted que no le pegan ni a mi edad ni a mi modo de pensar. Pero los hombres tienen siempre los oídos abiertos a las cosas amorosas. Usted se derrite al oír las canciones de esa gente, cuando yo le he visto..., ¡sí!..., yo he visto a usted en el quinario de San Juan Nepomuceno (modelo de confesores), cuando al fin se cantan las coplas en honor del santo, yo he visto a usted dormido como un tronco.
-¡Yo!, Rosita, ¡Jesús! Mire usted que se ha equivocado de medio a medio. Tendría los ojos cerrados, y usted tomaría mi recogimiento por un sueño irreverente.
-No disputemos, don Modesto, porque capaz sería usted de pecar con descaro contra el octavo mandamiento. Pero, volviendo a lo que decíamos, digo a usted que es una vergüenza que esté usted uña y carne con esas gentes.
-¡Ah, Rosita!, ¿cómo puede usted hablar en esos términos del buen Ramón, que me afeita de balde, y de esa ilustre Marisalada que ha sido aplaudida por generales y por ministros?
-Nada de eso impide -replicó Rosa Mística- que haya sido cómica, de las que antes estaban excomulgadas, y que deberían estarlo todavía. Yo quisiera saber por qué no lo están ya.
-Es probable -dijo don Modesto- que el teatro sería entonces una cosa muy mala, en lugar de que ahora, como dice el folletín del periódico, es la escuela de las costumbres.
-¡La escuela de las costumbres... el teatro! No hay remedio; usted se va pervirtiendo, don Modesto. Eso es peor que dormirse en el quinario. ¡Qué!, ¿toma usted los periódicos por textos de la Escritura? Dígole a usted, señor, que el Papa ha hecho muy mal en levantar la excomunión a esas mujeres provocativas.
-¡Jesús, María y José! -exclamó don Modesto asustado-. ¿Rosita, se atreve usted a condenar lo que hace el Papa, justamente cuando se están cantando himnos en su loor, como dice el periódico?
-Bien, bien -repuso Rosita-; ya lo sé mejor que usted. Y me guardaré muy bien de condenar lo que hace el Papa; me limitaré a desear que no tengamos que cantar el miserere después del himno. Pero volviendo a esa mujer que tantos personajes han aplaudido, ¿piensa usted que esos necios aplausos la absuelvan de sus malos procederes y de su perversa índole?
-No sea usted tan justiciera, Rosita. En el fondo no es mala: me ha hecho una cucarda para el sombrero.
-Lo que ha hecho ha sido burlarse de usted dándole, en lugar de una cucarda, una escarola tamaña plato. ¿Conque no es mala en el fondo, dice usted, la que dejó morir a su padre, que tanto la quería, solo, pobre, olvidado, mientras que ella se estaba haciendo gorgoritos en las tablas?
-Pero Rosita, si no sabía la gravedad...
-Sabía que estaba malo, y basta. Cuando un padre padece, la hija no debe cantar. ¡Una mujer cuya conducta obligó al pobre de su marido a huir e irse a morir de vergüenza allá en las Indias!...
-Murió de la epidemia- observó el veterano.
-Buena será ella -continuó la severa maestra de Amiga, enardeciéndose cada vez más- cuando fue la única en el pueblo que no veló en su última enfermedad a la tía María, que tanto la había querido, y tanto había hecho por ella; la única que faltó a su entierro; la única que por ella no rezó en la iglesia ni lloró por ella en el campo santo.
-Estaba de sobreparto, y no habría sido prudente antes de la cuarentena.
-¿Qué entiende usted de sobrepartos ni de cuarentenas? -exclamó Rosa Mística, exasperada al ver el empeño con que don Modesto defendía a sus amigos-. ¿Ha parido usted alguna vez, para entender de esas cosas? ¿Conque tiene buen fondo la que cuando poco antes de la muerte de su bienhechora, fray Gabriel la siguió al sepulcro; se echó a reír diciendo que había creído que sólo en el teatro se moría la gente de amor y de pena?
-¡Pobre fray Gabriel! -dijo don Modesto, conmovido por los recuerdos que acababa de despertar su patrona-. Todos los viernes de su vida vino al Cristo del Socorro para pedirle una buena muerte. Después de la de su bienhechora venía todos los días, porque ya no le quedaba más que aquel buen Señor, que le comprendiese y le consolase. Yo fui quien le encontré un viernes por la mañana, de rodillas, delante de la reja de la capilla del Cristo, inclinada la cabeza sobre las barras. Le llamé y no respondió. Me acerqué..., ¡estaba muerto! ¡Muerto como había vivido: en silencio y solo! ¡Pobre fray Gabriel! -añadió el comandante después de algunos instantes de silencio-. Te moriste sin haber visto rehabilitado tu convento. ¡Yo también moriré sin ver reedificado mi fuerte!