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La guerra al malón: Capítulo 10

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La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 10


En el mes de julio de 1877 estaba concluida aquella zanja famosa que el doctor Alsina mando abrir, desde Bahía Blanca hasta ltaló, y con la cual pretendía "hacer imposibles las grandes invasiones y dificultar las pequeñas".

Sea como fuera, el hecho es que los indios encontraron en aquel pequeño foso un obstáculo para sus correrías. No les impedía, en absoluto, entrar y salir por donde quisieran; pero cuando llevaban arreo vacuno tenían que abrir portillos perdiendo en la operación algunas horas, que las tropas aprovechaban para írseles encima y alcanzarlos.

Así, cuando invadían, al retirarse con el arreo, desprendían descubiertas, las cuales por medio de quemazones anunciaban el punto más reducido de la línea o más fácil de salvar. Como se comprende, había interés en tomar esas descubiertas para llevar al malón con su robo a un lugar determinado y seguro. El coronel Villegas fijó un premio de doscientos pesos moneda corriente y una semana de licencia para el individuo que se apoderase de una de las descubiertas. La prima era tentadora y así, no es de extrañar que los soldados, cuando salían a bolear o en comisión, lo hicieran en sus mejores caballos, y aguzando la vista para no perder el menor indicio capaz de anunciarle la presencia de jinetes en el campo.

Pero, era el indio tan astuto y tan despierto que, a pesar del empeño que ponían los soldados para sorprenderlos, no conseguían capturar a ninguno.

Una mañana el cabo José Godoy que mandaba el fortín Acha, en la extrema derecha, careciendo de carne y teniendo confianza en su destreza para bolear, resolvió hacer personalmente la descubierta.

Aquí se impone una breve digresión.

Los fortines que unían una comandancia en jefe con otra, a lo largo de la línea de frontera, estaban separados por distancias no mayores de una legua. Todos los días, al aclarar, salían dos hombres de cada fortín, uno a la derecha y otro a la izquierda y marchaban al paso, observando el horizonte y el suelo con el objeto de descubrir las novedades o señales que fuese necesario transmitir. En la mitad del camino que separaba a dos fortines, se encontraban las descubiertas que cada cual desprendía y se transmitían las noticias que tuviesen. La mañana en que el cabo Godoy salió en descubierta llegó al limite de su zona, y como no hubiese notado nada extraño, echó pie a tierra y ató su caballo a una cortadera para esperar sentado la llegada del individuo que debía venir del destacamento vecino.

Como hacía mucho frío, tenía puesto su poncho; y como era descuidado o confiado había dejado su carabina atada a los tientos de la montura. Cansado el hombre, se recostó al abrigo del pajonal, no tardando en vencerlo el sueño.

De pronto sintióse despertado por voces de individuos que hablaban a su lado, y al abrir los ojos se halló en presencia de dos indios que lo amenazaban con las lanzas.

Tuvo impulsos Godoy de saltar e irse encima de los indios; pero envuelto en el poncho, y no pudiendo echar mano rápidamente al cuchillo, se limitó a mirar a los indios y a sonreír. Uno de estos iba a herirlo de un lanzazo, cuando el otro lo contuvo, diciéndole al cabo:

—Sacando poncho.

Godoy comprendió que no lo habían herido, desde luego, porque teniéndolo seguro no querían romper el poncho ni ensuciarlo con sangre. Y obedeció mansamente, pero, al sacar el poncho se levantó de un brinco y envolviéndolo en el brazo, y cubriéndose el cuerpo, desenvainó el cuchillo. Uno de los indios tiró un lanzazo que Godoy paró magistralmente, y yéndosele al bulto lo derribó de una puñalada en medio del pecho. El otro indio saltó a caballo y huyó; pero Godoy, montando en el del muerto y echando mano a la lanza que este había soltado al caer, se puso en persecución del fugitivo. Ya lo alcanzaba y lo levantaba en la chuza, cuando se acordó de la prima que estaba ofrecida a quien capturase un bombero. Desató las boleadoras de avestruz y revoleándolas asestó al indio un golpe formidable en la cabeza. Abrió los brazos el pampa y cayó al suelo. Godoy se le fue encima y antes de que volviese en si le ató fuertemente los brazos a la espalda.

Poco a poco fue el salvaje recuperando el sentido; y, cuando vio el cabo que podría montar a caballo lo ayudó a subir y lo echo por delante. En un momento al fortín, y empezó el interrogatorio.

Al principio el indio no entendía una palabra; pero cuando Godoy le hubo pasado el lomo del cuchillo por la garganta, se le desató la lengua. Era un pampa que había estado largos años en la tribu de Coliqueo y conocía perfectamente el idioma del cristiano.

Ahora formaba parte de la invasión que estaba adentro de la línea de fortines, y con su desgraciado compañero, tenían encargo de señalar rumbo al malón.

Ahí no más, sin acordarse ya de que en el fortín se carecía de provisiones para el almuerzo, ensilló Godoy los tres mejores caballos de su tropilla, y haciéndose acompañar de un soldado, se puso en marcha con el indio para Trenque Lauquen.

A mediodía llegó al campamento y se presentó al coronel quien, inmediatamente y después de hablar con el prisionero desprendió al capitán Morosini al mando de cincuenta hombres con la orden de emboscarse en unas lagunas que estaban a cinco o seis leguas a la derecha y al frente del fortín Dos de Línea.

Cuando llegó la noche se hicieron quemazones indicando a los indios el rumbo que debían seguir para caer en manos de las tropas nacionales. Y así sucedió.

Los malones hallaron sin vigilancia el espacio entre el fortín Dos y el siguiente; y a la madrugada salvaron la zanja con todo su arreo consistente en cuatrocientas cabezas de ganado yeguarizo.

Cuando iban a llegar a la laguna en donde estaba oculto Morosini, este salió de su escondite de improviso y tomando de sorpresa a los salvajes, les infligió un castigo duro y sangriento. Dejaron en el campo veinte indios muertos, y, abandonando las armas y todo el arreo, buscaron en la fuga su salvación.