La guerra al malón: Capítulo 11
Una mañana se tuvo conocimiento de que una gruesa columna de salvajes que había penetrado por la frontera sur de Santa Fe se retiraba con bastante arreo, en dirección a la comandancia La Madrid, extrema derecha de nuestras líneas de fortines.
Inmediatamente se arriaron las caballadas; y un par de horas después de llegado el chasqui, portador del anuncio, estaban en marcha el Regimiento 3 de Caballería en busca del malón.
Había que andar, para situarnos a la altura de La Madrid, un trayecto de quince a veinte leguas, y antes de amanecer el día siguiente nos hallábamos acampados en el punto elegido por el coronel Villegas para operar de acuerdo con las circunstancias. Se desprendieron descubiertas en todas direcciones con la consigna de alejarse cuatro o cinco leguas del campamento, y una vez que se hubo establecido el más completo servicio de seguridad, se soltaron los caballos de marcha para que pastaran, dejando solamente atados aquellos que podrían necesitarse en un caso de alarma o de apuro.
Trascurrió el día sin observarse novedad. La pampa se extendía en torno nuestro, dilatada y silenciosa, sin que de su seno gigante se escapara otro rumor que el del viento al filtrarse a través de los altos pajonales.
Cerca de las cuatro de la tarde regresaron las descubiertas sin haber observado indicio alguno que les llamara la atención. Era evidente que los indios habían cambiado de rumbo, o acaso las noticias que se transmitieron a Trenque Lauquen no fueron exactas. Sin embargo, era preciso esperar a que se rectificaran los primeros partes, sin perjuicio de extender lo más lejos posible nuestra observación.
Al entrarse el sol, uno de los vigías creyó distinguir en el confín del horizonte algo así como un ligero celaje que bien podía ser polvareda levantada por algún jinete, o vapor desprendido de cualquier laguna o pantano. El cabo de servicio, experimentado hombre de campo, observó lo que el centinela descubriera, y apenas fijó la vista un momento en el campo exclamó:
—Eso es humo.
Y seguro de no alarmar en falso, transmitió el dato a sus superiores.
Momentos después estábamos a caballo y en marcha hacía la quemazón.
Ya no había duda. Las descubiertas de los indios señalaban, como de costumbre, a sus compañeros, la dirección que debían seguir para atravesar la línea.
Al cerrar la noche recibimos orden de trabar las anillas de los sables para que no hicieran ruido, se prohibieron las conversaciones y se nos previno que sería severamente castigado el individuo que se permitiera fumar o encender fósforos.
Y mudos, atentos, hundida la mirada en las tinieblas, desfilábamos con los caballos de reserva de tiro listos para saltar en ellos a la primera señal.
Nuestra vanguardia se había adelantado lo suficiente para evitarnos toda sorpresa, y los flanqueadores se alejaban hacia los costados envolviendo a la columna dentro de una malla sutil, pero segura e impenetrable.
Así anduvimos hasta pasada medianoche. Nos habíamos acercado bastante a la quemazón que corría en nuestro rumbo impulsada por ligero vientecillo, y aprovechando el abrigo de una cañada hicimos alto. Con el caballo de la rienda nos tiramos en el suelo, ávidos de aprovechar aquellos momentos de descanso, despuntando un poco el sueño que habría sido largo y profundo, de tal manera estábamos todos rendidos de fatiga, si de pronto, no se mandara ensillar los de reserva. Una de las avanzadas había sentido a lo lejos el relincho de un caballo, y era seguro que teníamos encima a la indiada.
El baile iba a empezar. Una vez listo el regimiento, el mayor Sosa organizó tres partidas, que debían operar independientes, designando un cuarto grupo para el cuidado de las caballadas de marcha. En este grupo, que si no estaba llamado a ser el más glorioso, era el indicado para servir de punto de reunión a los demás me hicieron quedar a mí. Por lo visto, no era tenido en cuenta para las grandes empresas, o mejor dicho, para las empresas arriesgadas, y si algo pudo consolarme fue el recuerdo de una célebre frase del sargento Acevedo:
"Por haber disparado en Cepeda, lo ascendieron y por hacer la pata ancha en Pavón no lo hicieron nada".
¡Quién sabe si por quedarme yo en un puesto pasivo y de casi absoluta inutilidad, no conseguía el galón de alférez sobre el campo de batalla!
Pero sigamos.
Las partidas de combate se separaron en diferentes fracciones, y nosotros, sin descuidar el servicio de vigilancia que las circunstancias imponían, continuamos el sueño interrumpido. Empezaba a aclarar. En el oriente, un resplandor rojizo anunciaba el despertar del sol. Todo revivía y se alegraba en el campo a medida que la noche recogía sus negros crespones para dar paso a la radiante claridad que iba bañando la pampa.
Los centinelas que teníamos encima de los médanos señalaron hacía la derecha una gruesa nube de polvo.
¿Era aquello señal de paso de tropas nuestras, o acaso el malón que venía en marcha?
De todas maneras, la nube engrosaba y se acercaba rápidamente en dirección adonde estábamos. El sargento, a cuyo cargo habíamos quedado, nos hizo levantar y prepararnos. aquello era la indiada, y por lo visto, el camino sobre el cual estábamos era el que había elegido para retirarse. Se agruparon los caballos; en el centro del cañadón, se destinaron diez hombres para impedir que se desparramaran y los veinte restantes nos adelantamos a esperar la invasión.
—¿Cuantos eran los indios?
Se lo pregunté al sargento Duarte —nuestro jefe en aquella emergencia— pero el muy bruto, rajándome con la mirada, me dijo:
—Sepa, cadete, que esa pregunta se contesta con un hachazo. Si no fuera usted lo que es, no quedaría para preguntar dos veces.
Y agregó :
—Póngase aquí a mi lado, y mucho ojo.
Los indios se destacaban ya claramente. Me pareció que teníamos al frente todo un bosque de lanzas: de tal manera veía multiplicadas las relucientes moharras que chispeaban al quebrarse en ellas los rayos del sol.
Nos separaría de los indios una distancia no mayor de quinientos metros, cuando los vimos hacer alto y desprenderse del grupo a dos jinetes que se adelantaron a descubrir el cañadón en que nos ocultábamos con nuestros caballos. Venían al galope, quizá confiados en que no hallarían novedad, cuando de pronto sujetaron los caballos cual si una mano misteriosa los hubiese transformado en estatuas de mármol.
Habían visto la silueta mal oculta de uno de nuestros soldados, y sospechando la presencia de mucha gente. Entonces se retiraron, revolearon los ponchos avisando a los compañeros, y abríéndose campo afuera intentaron rodear los médanos para descubrir mejor.
El sargento Duarte comprendió la maniobra y, resuelto a llevar el ataque con sus veinte individuos, gritó:
—¡Firmes!... ¡Apunten!... ¡Fuego!...
Sonó una descarga, y aún no se había disipado el humo de los disparos que ya estábamos a caballo cargando al enemigo.
Los indios eran pocos por fortuna. Un grupo de cincuenta mocetones con cuatrocientas yeguas de arreo.
No esperaron el choque. Dieron media vuelta y, sin ocuparse del robo, huyeron a toda brida atronando el espacio con sus alaridos.
La partida nuestra se dispersó en la carga, siguiendo a los fugitivos grupos aislados de milicos, algunos de los cuales no habían de volver.
Los que estábamos peor montados o que éramos peores jinetes perdimos bien pronto de vista a perseguidores y perseguidos, y reuniéndonos con el sargento Duarte, después de un par de horas de galopes y de carreras en busca de rumbo, volvimos al lugar en que habían quedado nuestros caballos. En el momento de cargar éramos veinte. Regresamos solo catorce. Los seis soldados restantes no tardarían en juntársenos; acaso ya vendrían en retirada convencidos de que era imposible dar alcance a un enemigo ágil, dueño de soberbios caballos y que, cuando le convenía, se diluía más que se dispersaba en el desierto.
La correría detrás de los indios, y sobre todo, la circunstancia de estar en ayunas hacía más de doce horas, nos había despertado un apetito feroz.
Nos hallábamos, era cierto, en contacto con el enemigo; pero esto no era causa bastante para castigar el estómago. Desgraciadamente nadie tenia, en materia de provisiones, con que matar el hambre de un chingolo.
—Si usted le propusiera al sargento Duarte— me dijo el cabo Garay— que carneásemos una de las yeguas que acabamos de quitar, la mejor achura sería para usted.
Y como era yo mismo tan interesado en la propuesta, sin temerle al responso o al plantón que podía ganarme en la demanda, me dirigí a la cumbre del médano desde el cual el sargento escudriñaba el campo en todas direcciones.
Tan abstraído se hallaba el viejo y viéndome allí, sin haberme llamado, me preguntó con aspereza:
—¿Que se le ofrece, cadete?
—Nada, sargento —conteste, reservando mi pedido para mejor ocasión—. Venía a preguntarle si tiene algo que ordenar.
—Llame al cabo Garay —me dijo y hundió su mirada, penetrante y dura, en el abismo insondable del desierto.
Cumplí la orden rápidamente, sin hacer caso por el momento, a los toques agudos de fajina que daba el hambre en mi estómago, y como volviera con el cabo Garay pude escuchar, quedándome a prudencial distancia lo que Duarte quería manifestarle a su inferior.
—Vea, cabo —dijo señalando el lejano horizonte—, fíjese en aquellos puntos que parecen como que se movieran a lo lejos. ¿No se le hace que son jinetes?
Garay, que tenía reputación de poseer una vista incomparable, miró hacía donde el sargento le indicaba y después de un largo rato de observación repuso:
—Son animales sueltos, sargento.
—Caballos, ¿verdad?
Sin duda... De ser avestruces no se distinguirían por la distancia, y además no estarían tan quietos cuando hace tan poco que han debido pasar por ahí los indios en disparada. Tal vez sean mancarrones aplastados que va dejando el malón.
—O quien sabe —repuso el sargento— sino son los milicos nuestros que vienen rumbeando al campamento.
En ese instante, el cabo Garay, que no dejaba de mirar hacia los bultos sospechosos, se dio vuelta y dijo al sargento:
—Aquello es novedad... Algo pasa... ¿No ve el humito que se levanta como si empezara a quemarse el campo? Y vea, mire como aparecen jinetes en la loma y como arrean los caballos que estaban sueltos. No sea el diablo que hayan cortado a los compañeros. No pudo seguir el cabo manifestando sus impresiones. Duarte saltó como si lo hubiera picado una serpiente y rugió:
—¡Eso no más es, cabo! ¡Los indios se han juntado y han muerto a los milicos que faltan!
Y gritó :
—Arrimen la caballada.
Pocos minutos después el sargento Duarte, acompañado de cinco soldados, se dirigía a rienda suelta en dirección al humo.
Antes de salir dijo al cabo Garay:
—Usted se queda con la gente; los indios no han de volver; pero, si vuelven, defiéndase como pueda y como Dios le ayude. Yo voy a ver si llego a tiempo. En todo caso avíseme haciendo humo si algo ocurre.
La distancia que nos separaba de la loma en que se vieron los jinetes no era menor de una legua. En menos de un cuarto de hora habría llegado el sargento.
Nosotros quedamos, con las armas en la mano, agrupados sobre el médano, siguiendo con emoción y con interés aquel puñado de valientes que, sin pensar en la propia conservación, acudían en defensa de unos cuantos camaradas. Vimos como el pequeño grupo se achicaba por la distancia, como se confundían los jinetes con las cortaderas que el viento agitaba blandamente. Se vieron repechar una loma, ya reducidos a un punto obscuro y sin forma apreciable, a lo menos para mí; y luego... nada.
Las horas transcurrían entretanto, y con ellas la ansiedad intensa nos invadía.
¿Qué era del sargento Duarte? ¿Cómo no se le veía aparecer, sobre todo cuando no debía estar muy lejos? ¿Qué haríamos nosotros si el sargento no regresaba? Ya nadie pensaba en el almuerzo. La situación era grave y no se prestaba a distracciones.
Cerca del mediodía divisamos hacía el lado de Santa Fe una gruesa nube de polvo, y poco después el cabo Garay constataba la llegada del regimiento.
En efecto. El coronel Villegas, después de haber batido a un grupo de indios y obligándoles a dejar alrededor de ochocientos animales vacunos y un centenar de caballos, venía en busca nuestra.
El cabo Garay se adelantó a recibir al jefe, le dio cuenta de lo ocurrido; y momentos más tarde la tropa se hallaba acampada en el mismo punto de donde saliera a la madrugada.
El coronel desprendió una fuerte partida a órdenes del teniente Alba en busca del sargento Duarte, se carnearon dos vacas de las tomadas a los indios y en un instante viéronse arder treinta o cuarenta fogones, en torno de los cuales la milicada se había reunido alegre y bulliciosa para el comentario del día.
Se comió, se durmió la siesta; y ya la tarde declinaba cuando los centinelas dieron cuenta de que regresaba la comisión del teniente Alba.
Este oficial, apenas se hubo separado de nosotros, buscó la rastrillada del sargento Duarte y marchó sobre ella. A las cuatro o cinco leguas, al descender a un cañadón encontró a los que iba buscando. Volvían es tos despacio, al tranco lerdo y cansado de sus cabal gaduras, trayendo seis cadáveres horriblemente mutilados.
Los seis individuos que se habían cortado por la mañana, persiguiendo a los salvajes, habían perecido.
—Se conoce —dijo el sargento Duarte al dar cuenta de su comisión— que después que se alejaron de nosotros, los indios, al ver que solo eran seguidos por media docena de soldados, se reunieron y los atacaron.
Había —agregó— en el paraje, donde murieron los pobres compañeros, huellas de un combate encarnizado y terrible, pero hemos llegado tarde.
Por la noche velamos los restos de aquellos abnegados camaradas, víctimas del deber, y al día siguiente emprendimos la marcha de regreso a Trenque Lauquen. Allí quedó esa tumba, apenas señalada por una cruz hecha con dos pedazos de lanza, que el viento derribaría apenas soplase con fuerza, y en cuanto a los muertos todo quedaría liquidado así que se hiciera las listas de revista del mes próximo. Mas triste que el desierto en que los abandonábamos, fue la nota con que los despedimos del regimiento, al pie de las planillas, con los mismos términos que se empleaban para dar de baja al ganado que arrebataba la epizootia, los eliminamos de la revista: "Con esta fecha se da de baja a los soldados fulano y zutano, muertos por los indios".
Nos había llamado la atención que antes de salir Duarte en busca de los desgraciados compañeros que faltaban, hubiésemos visto a los salvajes tan cerca de nosotros, mientras los cadáveres de aquellos se encontraron a más de seis leguas. Seguramente la indiada, después de la matanza que acababa de hacer, y suponiendo que éramos pocos, regresaba con el propósito de darnos un golpe, o de provocar una persecución que podría facilitarles nuevas víctimas.
¿Por que vaciló en atacarnos o por qué no esperó al pequeño grupo de Duarte?
No sería fácil que sus bomberos hubiesen descubierto la fuerza de Villegas que volvía, y entonces lo más práctico era escapar con tiempo. Además, esta partida de salvajes debía sentirse inquieta ignorando la suerte de los demás compañeros, que supondría batidos, o en salvo fuera de la zanja.