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La guerra al malón: Capítulo 12

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La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 12


Era inútil que los comandantes de frontera multiplicasen las órdenes generales recomendando a la tropa que no se dispersara en las persecuciones; más inútil era todavía amenazar a los infractores con el más severo castigo.

Los primeros en olvidar la recomendación eran los mismos jefes que la hacían. Así murió el temerario Undabarrena; y así hubo de morir poco después el General Villegas.

Aquellos hombres, desde el primero hasta el último —desde el coronel hasta el más infeliz de los milicos— habían perdido el instinto de conservación. El campo se les hacía orégano y, pensaban que no había en el mundo nada capaz de resistir al empuje de sus brazos ni al filo de sus sables.

Era raro el combate con los indios en que no se registrara alguna victima por temeridad y eso, en lugar de valer como ejemplo, servía antes bien, al parecer, de estímulo.

A principios del año 1877 fue desprendido desde ltaló el teniente coronel Saturnino Undabarrena, al mando de una fuerte partida, en busca de una invasión cuya salida era esperada.

El heroico oficial descubrió a la indiada en momentos de cruzar la línea y se le fue encima. Los indios huyeron llevándose el arreo, y el comandante Undabarrena, sin mirar si era o no seguido por su tropa en orden, se lanzó en persecución del enemigo. Este siguió en masa largo trecho y, más previsor que su adversario, al apercibirse de que las tropas, mal montadas, iban desgranándose y quedando rezagadas, se dispersó para que los soldados, a su vez, hicieran lo propio.

Y así ocurrió. La pequeña tropa que seguía a la par del comandante se fraccionó en débiles grupos, que se fueron alejando unos de otros hasta perderse de vista.

Los indios, que esperaban esta ocasión, abandonaron parte del arreo, se distanciaron de sus perseguidores y concentrándose cayeron sobre el jefe de la fuerza a quien sólo seguían dos oficiales y seis o siete soldados.

El resultado del combate no era dudoso.

Undabarrena y sus compañeros se batieron como leones; pero vencidos por el número no tardaron en sucumbir. Cuando llegó la columna de los rezagados que había reunido el capitán Reguera, sólo encontraron un montón de cadáveres hechos pedazos.

Con motivo de esta sangrienta tragedia el ministro de Guerra ordenó a los jefes de frontera, nuevamente que prohibieran y castigasen del modo más severo las acciones temerarias que conducían, sin provecho alguno, a la pérdida de vidas preciosas; pero eso era predicar en el desierto.

El que no era heroico en grado extraordinario, el que no hacía alarde de bravura en esa guerra, no merecía llevar galones.

Y así rivalizaban en locura de valor Villegas, Maldonado, Freyre, Godoy, Victoriano Rodríguez... infinidad de jefes y oficiales cuyos nombres necesitarían un libro entero para ser consignados sin omisión.

Y así como los jefes eran valientes hasta lo fantástico, así los oficiales y la tropa los imitaban.

El año l878 se dieron a los cuerpos de caballería, a título de ensayo —o, como lo decía la nota ministerial, para batirse con ventaja— unas corazas de cuero que, realmente, eran impenetrables a la moharra de las lanzas.

Los milicos recibieron con desgano la famosa armadura; pero obligados a usarla, no tuvieron más que hacer.

Por esos días realizamos una expedición a los toldos de Pincén, y después de arrebatar algunos prisioneros y de tomar algún ganado acampamos en Malal para que descansaran las cabalgaduras.

Estando allí fuimos atacados por los indios y obligados a desprender guerrillas que protegieran nuestra columna.

En una de esas guerrillas iba un soldado que había manifestado el deseo de probar la coraza haciéndose lancear en la primera ocasión. Y como ésta se le presentaba en Malal no quiso desperdiciarla.

Diciendo a gritos que el caballo mordía el freno, se apartó de las filas, a media rienda, en dirección a un grupo de indios, encima de los cuales consiguió dar vuelta a su mancarrón. Los salvajes, al ver a este individuo tan cerca de ellos, lo corrieron y lo alcanzaron.

El soldado, que llevaba el sable en la mano, ni siquiera hacía ademán de parar las lanzadas que, afortunadamente, no conseguían atravesar la coraza.

De pronto uno de los indios, viendo que ese hombre era invulnerable en el cuerpo desató las boleadoras y aplicándole con ellas un golpe feroz en la cabeza lo derribó. Y lo hubieran ultimado allí mismo si en ese momento no acudiese, en su protección, la guerrilla de que formaba parte y que mandaba el capitán Morosini.

Supo esa misma noche el coronel Villegas que la disparada del caballo fuera un pretexto del soldado para hacer lo que hizo y mandó que lo castigaran poniéndolo, cuando acampásemos, media hora en el cepo de campaña. pero tres días después en Trenque Lauquen lo ascendió a cabo primero.