La guerra al malón: Capítulo 4
—Con su permiso, mi alférez —había dicho el sargento Acevedo apenas dejamos atrás las últimas chacras de Chivilcoy, y, subiendo la ventanilla que separaba la berlina del interior, agregó con voz apenas perceptible, dirigiéndose a nosotros:
—Así podremos humear a nuestro gusto.
Sacó en seguida del bolsillo del pantalón una chuspa de cogote de avestruz, armó un cigarrillo, lo encendió raspando el fósforo en la manga del saco y, cuando hubo saboreado con verdadero deleite las primeras humaredas de su tagarnina, exclamó dirigiéndose al cabo Rivas:
—¿Que le habrá pasado al coronel que demoró el viaje?
—¡Quien sabe! Para mí, por lo que he podido maliciar, el coronel no vuelve más. Creo que tuvo una de a pie con el ministro de Guerra, a causa de lo que pasó con los indios cuando venía para Buenos Aires, entre Salinas y Desobedientes, y que, según parece, ha sido una barbaridad.
—¿Barbaridad?
—Así dicen.
—¿Como?... ¿y que no se acuerda? —interrumpió el sargento.
—¡Que voy a acordarme, sargento!... si yo no estuve... ¿No sabe que me había quedado en Trenque Lauquen para traer los guanacos que el coronel esperaba de la comandancia Mansilla?
—Es cierto. ¿ Pero que nos pueden echar en cara por esa patriada?
—Yo no sé. Supongo no más que algo habrá porque ayer, de mañana cuando le estaba dando mate al coronel, fue a verlo un enviado del ministro, don Octavio Massini, y, queriendo el hombre quedarse a solas, me despacharon. Yo salí, pero como estaba cerca de la puerta oí de pronto que el coronel alzaba el gallo y decía:
—No, señor. Si el ministro quiere que viaje con un regimiento de escolta cada vez que salga del campamento, que nombre otro jefe. Yo no he de hacer papelones andando de un lado para otro con un ejército.
—No se caliente, coronel —le decía el enviado—. El ministro piensa que usted hace mal en no cuidarse y que en nada le ofende aconsejándole que cambie el armamento de su escolta...
—¡No cambio nada! —le gritaba el coronel—. Mi escolta es de lanceros y de lanceros ha de ser, a lo menos mientras yo la mande. ¿Qué se ha creído el doctor Alsina? ¿Que solamente él tiene agallas para pasearse por la frontera con cuatro gatos de escolta?
—¡No, señor!
Y después de un rato largo de parlamento; oí al coronel que decía:
—No, me iré mañana, ya que hoy es imposible hablar con el ministro. Aguardaré a que se mejore, y entonces le diré lo que tengo que decirle. O me conduzco en la frontera con absoluta libertad o renuncio.
—¡Qué va a renunciar! —interrumpió el sargento—: si renuncia, ¿cuando lo van a dejar que se vaya?...
Mire, cabo, si el coronel deja la frontera el primer malón que venga no sujeta la rienda hasta la plaza de la Victoria. ¿No le han contado cómo fue esa patriada que por lo visto, ha hecho enojar al ministro?
—Algo he oído cuando venía con los guanacos; pero... se miente tanto.
—Entonces escuche... y dígame si tiene razón el ministro para enojarse.
"Salimos —prosiguió el sargento Acevedo, después de estimular la memoria con un trago que solo hizo, caso por distracción, extensivo a Rivas— el día de San José, el 19 de marzo, del campamento.
"Eramos, como usted sabe, veinte hombres incluso el coronel, todos lanceros, menos el trompeta Sánchez.
A eso de las diez de la mañana llegamos al fortín Farías. Mudamos caballos y seguimos viaje hasta Salinas, sin encontrar novedad.
"En Salinas el sargento Urquiza le dio cuenta al coronel que las descubiertas no habían hallado rastros de ninguna clase.
"Tomamos unos mates y en marcha. Habríamos galopado tal vez dos leguas cuando de pronto descubrimos, del lado de Gainza, un polvo que se venía sobre nosotros.
—¡Avestruces! —gritó el ñato Galván.
"Pero al repechar los médanos que cruzan el camino del "Guanaco Quemado" observamos que los avestruces se habían vuelto pampas. Estaban casi encima y nos parecieron más de cien.
"Irnos sobre la indiada era locura, toda vez que no la podríamos sorprender... Disparar... eran palabras mayores. No teníamos caballos para ganarle a los indios y además, si no hacía punta el coronel, ¿Quién se animaría a hacerla?
—¡Alto! —mandó el coronel—. ¡A la izquierda en batalla!
"Y quedamos clavados semejando estacones de cerco, dando frente al grupo de pampas, que también se habían parado y tendido en línea, como a diez cuadras de nosotros.
"Entonces el coronel le pidió su lanza al cabo Giles, llamó al trompa Sánchez y solitos se dirigieron sobre los indios, al galope.
"¡La gran perra!... Usted sabe amigo Rivas, que no sufrimos del chucho, y, sin embargo, la carne nos tiritaba como si fuera de gallina.
"Quise escupir... pero ¡de dónde saliva!
"Cuando los indios vieron que solamente tenían que vérselas con un hombre y un chico, se les hizo sustancia y se adelantaron como para tragarlos.
"Encima de ellos el coronel sujetó el caballo, clavó la lanza en el suelo, se requintó el chambergo —¡Pucha si lo estoy viendo!— y gritó:
—¿Quien habla en cristiano?
—Yo —contestó, saliéndose de la fila, un chino grandote, que montaba un overo negro lindísimo.
—Bueno —replicó el coronel—. Decile a esos trompetas que se preparen porque les voy a dar una sableada como no han llevado en su vida.
"El lenguaraz hizo viborear al overo, lo dio vuelta y empezó a soplarles en la lengua lo que había oído
"¡Viera entonces la que se armó!
"Se golpearon en la boca y embistieron al coronel, quien, después de decirle al trompa que disparase, recién dio vuelta el caballo y lo puso al galope. Lo atropellaron como veinte indios; le hicieron unos tiros de bola, que atajo con la lanza, y a menos de dos cuadras de nuestra fila se pararon.
"Para mí tuvieron desconfianza al ver tanto coraje y no se animaron a cargarnos.
"Cuando menos, supusieron que detrás de los médanos había más gente y que la parada nuestra era para cebarlos, haciéndoles pisar el palito.
"Entretanto el coronel llegaba adonde estábamos nosotros. Nos gritó un rato y en seguida, riéndose, dijo:
¿Han visto, muchachos?, apenas alcanzan para el vermouth. ¡ Saquen los sables y a la carga!
"Ya no sé lo que pasó. Recuerdo que tiré la lanza y que pelé el corvo viejo; le cerré las espuelas al matungo y cuando recordé corríamos como huracán detrás de los indios, que disparaban como alma que lleva el diablo.
"De repente oímos tocar atención y trote, y luego alto. El coronel mandó envainar y, sin decir una palabra, se puso al frente de nosotros, al galope, cortando campo con rumbo a Desobedientes.
"Al entrarse el sol estábamos en el fortín, y, mientras cambiábamos caballos, el coronel habló un momento con el sargento, comandante del puesto, escribió un papel que debía llevarse por chasqui a Trenque Lauquen, y en marcha. Al amanecer estábamos en Lavalle, después de haber dormido unas dos horas en Timote.
"Esto es lo que pasó en el camino... ¿Digamos ahora si hay motivo para que el ministro se caliente?
—¿Sabe lo que ha de haber sargento? —dijo Rivas, soltando una infernal bocanada de humo apestoso y tupido—. ¿Sabe lo que ha de haber? —y que me caiga muerto si no adivino—. Es un poco de envidia al coronel.
—¡Claro! Si entran indios ¿quién los pelea al salir con el arreo? ¡El coronel Villegas! ¿Cual es la división mejor montada? ¡La del coronel Villegas! ¿Qué cuerpo es el más guapo y el mejor tenido? El del Coronel Villegas. Y de ahí vienen la inquina, los cuentos, las macanas, las calenturas al cuete, porque no hay gobierno capaz de sacar a este hombre de la frontera. Y si llegan a sacarlo, lo que es yo me doy de baja sobre el pucho, y rumbeo para Entre Ríos... demasiado he servido a nuestra patria.
—Vengan esos cinco, mi cabo —exclamó Acevedo, y apretando en la suya la diestra de su bravo compañero, quedaron —quedamos todos pensativos y mudos.