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La guerra al malón: Capítulo 5

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La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 5


La galera seguía entretanto corriendo a través del desierto solitario e imponente, sin oírse otro rumor que el grito de los postillones animando a las yeguas, o el resuello agitado de estas al galopar desenfrenadas tirando de las cuartas.

De pronto oyóse un silbido prolongado y poco después hacíamos alto en la primera posta.

Abrimos la portezuela y, mientras se cambiaban los tiros, descendimos a desentumir las piernas. Ha pasado mucho tiempo y, sin embargo, podría reproducir ahora mismo, sin perder un detalle —de tal manera conservo viva la impresión—, aquella posta famosa. Era un rancho largo, sucio, revocado con estiércol, especie de fonda, prisión, de pulpería y de fuerte. Al lado del rancho un mangrullo que el viento cimbraba como si quisiera arrancarlo del suelo, y más allá un corral de palo a pique donde se apretaban asustadas unas cuantas yeguas y unos pocos caballos.

El todo protegido por un foso enorme, lleno de agua verdosa y nauseabunda, criadero repugnante de sapos y de saguaipés. Eran dueños u ocupantes del rancho un antiguo sargento del 2º de Infantería y su mujer —madre de tres mulatillos desgreñados y harapientos, cuya misión en la vida consistía en vivir, relevándose de vigías sobre el mangrullo—. El ex sargento tenía lo que él llamaba "posada para los viajeros cuando la galera no podía seguir adelante", y despachaba además ginebra, caña, cigarrillos negros y yerba argentina de lo peor que se puede imaginar: Al mismo tiempo; criaba una pequeña majada, cuyos productos le daban para ir tirando hasta que los tiempos cambiasen. El tropillero, un perdulario cualquiera, vivía con el antiguo milico y le servía de ayudante.

El dueño de la posta se acercó al alférez Requejo, apenas hubo echado este pie a tierra, y cuadrándose militarmente, como si aún estuviera en las filas, le dio cuenta de las novedades.

—Dicen, mi alférez, que andan indios por aquí cerca. En la semana pasada entraron algunos grupos hasta cerca del Salto, robaron una punta de animales y desaparecieron. Las fuerzas de Junín los andan campeando; y a juzgar por las quemazones que se han visto estos días, deben haberse inclinado al lado del norte.

—¿De Trenque Lauquen no ha pasado nadie hace poco? —preguntó el alférez Requejo.

—No, señor. En el camino se han de encontrar ustedes con el comisario pagador, que viene de regreso.

Es la única noticia que tenemos.

Apenas habríamos tomado un mate por barba, gentil obsequio de la dueña del pago, cuando el mayoral avisó que estaba pronto para seguir viaje.

A la galera todo el mundo y en marcha— Declinaba la tarde y había que llegar a Chacabuco temprano.

A las ocho de la noche, después de una cruzada penosa, a través de bañados y pantanos, entramos a la anhelada población, yendo a hospedarnos en el mejor hotel de la localidad. Allí encontramos comida abundante, cama limpia y sueño apacible.

Cuando estaba aclarando, el mayoral vino a despertarnos.

Lo mismo que el día anterior, salimos, cambiamos tiro en dos postas del trayecto, y a la oración llegamos a Junín. Aquí empezaba el misterio, y se abría ante mis ojos, inmensa y enigmática, la puerta sombría del desierto.

Dormí tranquilamente; y al amanecer oí los gritos del alférez Requejo, que me llamaba.

Salté de la cama, vestíme apresuradamente y fui en busca de mi superior, que me esperaba en el café del hotel para invitarme con el más sabroso e inolvidable desayuno de toda mi vida.