La guerra al malón: Capítulo 6
Después del desayuno teníamos que presentarnos a la autoridad superior del punto, la cual nos proporcionaría cabalgaduras para seguir adelante.
El alférez Requejo pidió cuatro caballos para todos y una montura para mí.
—Los caballos —le dijo un sujeto que dragoneaba, en ausencia del titular, de juez de paz o de comandante militar— los tendrá usted en seguida, aunque no hay muy buenos, puesto que la gente que ha salido a campaña se llevó, como era natural, lo mejor. En cuanto a montura —agregó, echándome una mirada entre burlona y compasiva— se me ocurre que este mocito tendrá que jinetear en la carona de sus propios muslos.
—¿Como? —interrumpió el alférez—. ¿Que no hay monturas aquí?
—Ni con que armar una sola para remedio.
—Pero este joven, que va de alta como cadete, no puede marchar en pelo hasta Lavalle...
—¿Y a mí qué? —dijo encogiéndose de hombros el individuo aquél que hacía de autoridad, y que más tarde supe, por experiencia, que hacía también de compra—sueldos.
Y a usted mucho —contestó el alférez—. Dentro de una hora me entrega una montura o lo llevo a usted de bajera, ¿entiende?
Quiso el hombre alegar gastos de viaje y tal vez insolentarse con mi oficial; pero este llamó al sargento Acevedo y le dijo:
—Dentro de una hora saldremos para Lavalle. Y dentro de una hora este individuo le entrega un caballo ensillado o lo agarra usted a el mismo, lo dobla por la cintura y me lo pone de cojinillo en un matungo, apretado como un cinchón.
Y tomándome del brazo se alejó conmigo en dirección al hotel.
Mientras andábamos, el alférez Requejo iba diciéndome :
—Estos tipos son así. Puras dificultades para servir al gobierno, y después todo se vuelven cuentas. Si nos prestan un caballo, la cuenta; si nos dan un vaso de agua, la cuenta por el servicio; si nos contestan un saludo, la cuenta por la atención. Y luego: "Coronel, si V. E. me prestara unos soldaditos para que me cuiden la majada; si me facilitase unos carritos para acarrear un ladrillo; si me facilitase el carpintero del cuerpo, el herrero, el albañil...". Si usted precisa un peso, ahí están para complacerlo, le dan uno por dos, y el uno ha de ser todavía en artículos de sus boliches.
¡Ahijuna! Si yo fuese gobierno ya vería cómo arreglaba a estos patriotas. ¡ Patriotas! Dentro de algunos años, cuando seamos viejos y hayamos dejado en estas pampas la salud, cuando nos manden a la basura por inútiles, iremos todos ladrando de pobres, sin pan para los cachorros, mientras ellos serán ricos y panzones, cebados con sangre de milicos, ueños, sin que les cueste un medio, de todas estas tierras que dejaremos jalonadas con huesos de nuestra propia osamenta. ¡Una gran perra! ¡No poder hacerlos míos por un rato!
—¿Y a quién ha de hacer suyo, mi alférez? —gritó de pronto un gaucho viejo, que tropezó con nosotros al llegar a una esquina.
—¡Amigo Maza! —exclamó Requejo, abrazando al aparecido. Y volviéndose a mí—: El teniente Maza, el primer baquiano de la pampa y el gaucho más corajudo que nació en tierra argentina.
Mientras Maza y Requejo se saludan y se preguntan mil cosas a la vez, yo observo al individuo aquél.
Bajo de cuerpo, delgado, nervioso, ya entrado en años, el chiripá y la bota de potro le sientan a maravilla.
Lleva en la cabeza un sombrero negro de alas anchas, sostenido por un barboquejo que termina en una borla de seda gruesa y tupida; en la mano derecha un rebenque de plata y en la cintura, sujeta al tirador, una daga de colosales dimensiones.
Conversando Maza y Requejo, llegamos al hotel, nos sentamos a una mesa y, cuando el mozo hubo traído el sacrosanto porrón marca "Llave", dijo Requejo:
—Ahora, amigo Maza, cuéntenos esa aventura suya tan sonada, en la cual casi deja el numero uno. Yo la supe estando en Guaminí, y cuando regresé ya usted había alzado el vuelo para estos pagos. ¿ Quién sabe si no me han exagerado?
—La cosa fue así nomás —repuso Maza, echándose al estómago un trago de ginebra—. Llegó un día a casa el teniente Turdera, que iba para Buenos Aires, y me entregó una carta del coronel.
"Yo le dije: —Hágame el servicio, léala—. Y me la leyó. El coronel me llamaba para un asunto de importancia, que debíamos resolver antes de que viniera el doctor Alsina.
"En tres días llegué a Trenque Lauquen y me presenté al coronel.
"Le habían asegurado al ministro y al mismo coronel que un poco más allá de Potro—ló había una invernada de los indios, apenas cuidada por unos cuantos mocetones. Querían que yo, con una partida de milicos bien montados, sorprendiera esa invernada y diese un malón a los indios:
—Se hará como lo mande V. E. —le contesté al coronel.
"Y ahí no más se dieron las órdenes del caso.
"Yo le hice presente al coronel una cosa:
—Vea, señor —le dije—, para este negocio déjeme equipar los hombres que vayan a ir conmigo. Nada de sables, ni de maletas. Las carabinas en la montura, cien tiros por individuo en las cananas y un buen facón en la cintura. ¿Caballos? Uno de marcha, guapo y resistente, y uno de tiro, espléndido para pelear o disparar, porque no es cuestión de ir a hacer la pata ancha con un pucho de gente en tierra adentro. Si somos muchos y pesados, nos van a sentir de lejos y no haremos nada; si somos pocos y livianos, vamos a lo que Dios disponga, esto es, a defender el cuero de la mejor manera, o a disparar sin intentar lo más mínimo.
"Y el coronel me dijo, delante del mismo Alsina:
—Amigo Maza: voy a darle cuarenta hombres elegidos, armados como lo indica y montados como lo quiere. lntérnese en la pampa y proceda como su experiencia y su coraje le aconsejen. La cuestión es demostrarles a los indios que estamos en vísperas de arrebatarles su táctica, invadiéndolos a nuestra vez.
"No hubo más. Se carneó y se charqueó la carne para cuatro días; alzamos algunas galletas y cuando obscureció, buenas noches.
"Al amanecer estábamos en Sanquilcó, y allí nos resolvimos a pasar el día, toda vez que era imposible dar un paso sin que fuéramos descubiertos. Aseguramos los caballos para que no se alejasen demasiado y, contando cuentos, fumando cigarrillos y echando unas partiditas de truco y monte, esperamos la oración. Apenas hubo entrado el sol, arrimamos las tropillas, ensillamos y en camino. La noche era preciosa. Brillaban las estrellas en el cielo como si fueran faro les colgados por Tata Dios para alumbrar nuestra expedición, y cuando iba rompiendo el día nos encontramos frente a los primeros montes de Malal.
"Desensillamos los mancarrones de marcha, los soltamos para que se revoleasen y comiesen, atando entre tanto los de reserva. Salió el sol. Radiante y espléndido sol que barre las cerrazones con un formidable escobazo de sus rayos. Le prendimos al charque para engañar un poco al hambre que nos iba picando con fuerza y, después de colocar bomberos en los médanos, nos echamos a dormir.
"De pronto —serían como las diez de la mañana vi llegar corriendo, con la lengua de fuera como un galgo en una boleada de avestruces, al cabo Roldán.
"—Por el camino de los ranqueles —dijo el cabo— avanza una polvareda grandísima. Al principio creí que pudieran ser guanacos, pero, fijándome, he visto que son indios. Deben pasar de trescientos y vienen como para un malón. Traen caballos de tiro y a lo lejos un grupo de animales de arreo.
—¿Pasaran lejos de aquí? —pregunté.
—Traen este mismo rumbo —contestó Roldán— y de seguro que han elegido esta misma laguna para dar agua a los animales y descansar.
"Mande como era el caso montar a caballo y me dispuse a esperar lo que viniese.
"No habría pasado medía hora cuando ya teníamos encima el polvo. Era, como dijo Roldan, un malón, y, confiados los indios en que no andaría por allí ni una sombra de cristiano, marchaban sin tomar precauciones, como si tuviesen pasaporte del gobierno para atravesar la pampa.
"Roldán había calculado en trescientos el número de los malones; pero yo me quise cerciorar y me adelante unas cuantas cuadras, echándome de barriga, para observar con calma, entre unas cortaderas. Efectivamente, no eran más. Venían los pícaros lo más distraídos. Algunos hasta sentados a lo mujer, arrastrando la lanza, saboreando de antemano el atracón que iban a darse en nuestras poblaciones. Después de ver bien, me volví a la laguna, mandé al sargento Reyna, con diez hombres, a que cuidase los caballos sueltos y con el resto de la gente me corrí por la falda de los médanos, a fin de salir medio de atrás a la invasión y sorprenderla.
"¡Gran golpe, amigo alférez!
"Cuando los indios llegaron al cañadón que se encuentra antes de la laguna, viniendo de Fotá—Lauquen, les pegamos el grito y ¡a la carga!
"¡Había que ver que julepe y que entrevero! En el primer momento, al sentir el silbido de las moras, pegaron medía vuelta y meta espuela, sin acordarse de los mancarrones de tiro, que eran los buenos que dejaron abandonados.
"Nosotros los perseguimos un trechito, como quien dice para no dejarlos tomar resuello; nos volvimos y, arreando con los caballos tomados, ¡patitas para qué te quiero!, le bajamos la mano para Trenque Lauquen.
"Conforme vieron los pampas que no los seguíamos, se organizaron prendiendo fuego al campo para anunciar a los toldos nuestra presencia y se nos vinieron al humo, con el propósito de molestarnos, demorar nuestra marcha y dar tiempo a que les llegasen refuerzos.
"Yo comprendí la maniobra y, sin preocuparme de la gritería que nos armaban a distancia, seguí la marcha —dele galope—, tratando de acercarme lo más pronto posible al campamento.
"A eso de las cuatro de la tarde vimos llegar de todas partes, como si brotasen de la tierra, nubes de polvo, que acusaban otras tantas partidas de malones.
"Por las dudas, y temiendo que los salvajes nos fueran a alcanzar y sitiarnos, mandé al cabo Roldán que se adelantase, bien montado por cierto, y que fuera con el parte a Trenque Lauquen.
"Cayó la noche y disminuimos la marcha. Los indios hicieron lo mismo y, sin animarse a atacarnos, aunque eran tal vez cerca de mil, nos siguieron, tratando de envolvernos como dentro de una manga.
"A, media noche pasamos por Sanquilcó y llegamos a Mari Lauquen.
"Nos hallábamos a diez leguas del campamento, y si Roldán no había cansado los caballos, podíamos hacer la pata ancha, seguros de que nos vendría protección a tiempo.
"Al amanecer me convencí de que nos era imposible seguir adelante. La indiada nos tenía completamente cercados; y si algo podía ofrecernos un reparo era la laguna. Los indios, así que vieron claro, se dispusieron a atacarnos, envalentonados con su numero colosal ante el puñado de milicos que me rodeaba. Iniciaron una carga, que rechazamos ocasionándoles algunas bajas, y como los veía decididos a reiterar sus ataques, me interné en la laguna con mis hombres y con los caballos ensillados. Los demás tuvimos que abandonarlos.
"A todo esto, los malones no parecían muy apurados.
Tenían la seguridad de que nadie iría a molestarlos y como nuestra situación resultaba insostenible, dejaban que el tiempo la resolviese sin comprometer nuevas vidas.
"Eran las once de la mañana y hacía más de cuatro horas que nos hallábamos metidos en el agua hasta la cintura. El frío nos entumecía las piernas y el sol nos derretía los sesos. En eso reparé que una fracción considerable de indios echaba pie a tierra y se desnudaba, seña inequívoca de que nos iban a atacar de firme.
Y así era. Vi moverse en dirección a nosotros una larga fila de salvajes, cuyos alaridos nos ensordecían, y me consideré finado. No quedaba otro recurso que defender el cuero hasta la última extremidad. De pronto observe que los indios de a caballo hacían señas a los de a pie, como llamándolos, con grandes revoleos de poncho, y vi con sorpresa que los asaltantes se retiraban precipitadamente en busca de sus caballos.
"¿Qué ocurría?
"Por el camino de Trenque Lauquen se veía llegar una inmensa y tupida polvareda. Era el Regimiento 3º de Caballería, que, desprendido horas antes, volaba en nuestro auxilio. Roldán había cumplido su misión y le debíamos la vida.
"Excuso decirle que los indios no esperaron la llegada del regimiento. Arrearon los caballos que nos quitaron y volvieron grupas, internándose en el desierto.
Poco después nos incorporamos al mayor Rosa, jefe de las fuerzas protectoras, y emprendimos la vuelta a Trenque Lauquen.
"Quedaba así consagrada, una vez más, la imposibilidad absoluta de atacar las tolderías con fuerzas numerosas, porque éstas eran descubiertas desde lejos, y con partidas livianas porque eran batidas y deshechas.
"Aquí tiene, amigo Requejo —concluyó el teniente Maza—, el relato fiel de mi aventura. Acaso en otra seremos más felices.