La hija del mar/Capítulo VII
Gocémonos, amado:
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte o al collado
do mana el agua pura,
entremos más adentro en la espesura.
Esperanza, en tanto, se había alejado de su madre hasta una distancia inmensa, y, sola en un aislado paraje y rodeado de grandes peñascos, jugaba alegre y risueña con las olas que bañaban sus desnudos pies.
Sus vestidos estaban humedecidos por las nieblas de la mañana, y su semblante juvenil, radiante de belleza, semejaba en aquel momento un capullo rosado que abre sus hojas al primer rayo de sol.
Al verla allí en medio de aquella soledad, tan hermosa y tan inocente, tan llena de vida y de animación trepando por las pendientes resbaladizas de los blancos peñascales, con paso firme y ánimo valiente, para divisar con su mirada penetrante el buque que pasaba a larga distancia y que es para ella un objeto de infantil curiosidad como lo es la bandada de gaviotas que cruzan las olas como grandes copos de nieve que resbalaran a merced de la corriente: al verla aspirar con ansia loca el viento que rueda sobre la superficie de las aguas, cual si en él consistiera su vida, no podría menos de decirse:
-¡Ésta es la hija del mar, la esencia de sus bellezas, su más rico tesoro!...
El mar es su elemento, su felicidad, el sueño de sus sueños, y la ilusión que embellece las horas de su infancia.
Ella ama el mar, como otros han amado a las flores o el río que pasa silencioso bañando las hierbas de la pradera; pero su amor es tan grande como el amor que lo produce.
Juega con las verdes algas, admira la brillantez de las olas cuando el rayo de sol cae sobre ellas, y contempla serena cómo se arremolinan y se juntan, pareciendo escalar el cielo unidas a los plomizos nubarrones que descienden sobre ellas.
Su pecho se conmueve ante estos espectáculos grandiosos y parece participar de su cólera.
Pero dejad que se calme la tempestad, dejad que ese mar irritado se convierta en un lago tranquilo y que se serene el cielo como lo está en este día, y la veréis arrodillada sobre la arena, las manos cruzadas y los ojos medio cerrados, en un éxtasis dulce como su alma. Entonces ora en el mundo el lenguaje de la admiración y del sentimiento que absorbe sus facultades de niña y contempla el objeto de su adoración con todo el amor de su alma.
¿Quién sería capaz de adivinar entonces los pensamientos de aquella alma sencilla? Sueños..., sueños informes, creaciones y delirios, pero delirios inocentes y llenos de pureza, ángeles o espíritus impalpables que, revoloteando en redor de su frente, se muestran a sus ojos llenos de luz y de armonía.
Las creaciones de Esperanza eran de una belleza extraña, como su aparición, como su hermosura, como su descendencia.
Con la agilidad de una corza juguetona había dejado sus juegos para trepar a la más elevada cumbre y ver desde allí un vapor que se divisaba en lontananza dejando en pos de sí espesas columnas de humo que en graciosa espiral se dilataban en el aire.
Parecía marchar a toda máquina y, hendiendo las olas con la rapidez del rayo, formaba en torno un remolino de espumas que saltaban a borbotones, cual si la fuerza y el impulso violento de sus ruedas hiciera hervir de cólera aquellas aguas agitadas pero frías.
Esperanza le contemplaba con esa alegría infantil que, si bien es ligera y momentánea, conmueve de tal modo el alma de los niños que nos hace la envidiemos los que desgraciadamente hemos pasado ya de esa edad de oro en que no hay más que alegrías interrumpidas a veces por fugaces lágrimas, que se secan al tiempo de caer sin dejar la más débil huella de su paso.
No sabemos el tiempo que hubiera permanecido embebida en aquel placer inocente si una voz sonora y melancólica, hiriendo de pronto su oído, no la estremeciera profundamente haciéndole volver la cabeza con más interés del que la hubiéramos creído capaz en tales ocasiones.
Aquella voz era la de Fausto.
Distraído y entonando con acento triste un aire del país, que por sí solo encerraba ya toda esa monótona melancolía propia de los cantos populares del Norte, se acercaba a la playa el joven marinero.
Su semblante hermoso y triste, y su aire desdeñoso al mismo tiempo que afligido, le daban el aspecto de alguno de esos dioses mitológicos que convertidos en pastores buscaban su ninfa sonriente de hermosura por las orillas solitarias de los mares o los bosques sombríos de la Tracia.
-¡Fausto! -exclamó Esperanza, descendiendo rápidamente de la peña y con un acento que demostraba la extrañeza y alegría que experimentaba su corazón por tan agradable sorpresa-. ¿No tienes hoy trabajo? ¡Cuánto me alegraría!...
Y al decir esto, acercóse Fausto y acarició entre las suyas una de las manos que aquél le abandonaba trémulo de emoción por hallar a Esperanza en aquel inculto paraje a donde se había dirigido sin objeto y el cual creía abandonado de todo ser viviente.
Su corazón latía con violencia, sus ojos la miraban turbados por un vapor sutil que los envolvía y su lengua tartamudeó apenas:
-¿Cómo estás aquí?
-He venido con mi madre -replicó Esperanza.
-¡Tu madre...! ¿Y dónde está? -preguntó de nuevo el marinerillo.
Esperanza entonces se sorprendió de hallarse sola, miró a su alrededor, dio un grito de sorpresa y, al ver la soledad que la rodeaba, exclamó:
-¡Me he perdido!...
Y al decir esto cruzaba sus hermosas manos con un sentimiento infantil tan cándido y tan graciosamente expresado que Fausto la miraba embebecido, sintiendo al propio tiempo que se trastornaba su cabeza y que temblaba todo su cuerpo.
-Pero tú sabrás el camino -añadió la confiada niña-, tú me guiarás...
-Sí, Esperanza, yo sé el camino.
-¡Ah! Pues entonces podemos correr, y jugar, y coger conchas hasta mediodía..., ¿no es verdad? -preguntó Esperanza.
Fausto se contentó con hacer un ligero y afirmativo movimiento con la cabeza, quedando en la más completa inmovilidad.
Empezaban a mortificarlo de nuevo y con más fuerza que nunca aquellos vagos fantasmas entre los cuales se dibujaba siempre la esbelta y blanca figura de Esperanza.
El cómo podía tomar parte en sueños tan extraños, no acertaba a comprenderlo, pero sentía cada vez más aquel horrible tormento que aumentaba el malestar de su alma, sentía congojas inexplicables y deseos de huir de ella y de acercarse al mismo tiempo hasta tocar sus cabellos de oro, cuyo frío contacto le estremecía. ¡Pobre imaginación de niño, volcánica y ardiente, y que como fugaz chispa de fuego brilla y muere al propio tiempo! ¡Pobre cabeza loca! ¡Pobre pájaro de colores brillantes encerrado en grosera jaula, sin fuerzas para romper sus cadenas, sin ánimo para llorar sus pesares!...
Él ignora que hay cautiverios que duran hasta el sepulcro y seres que no pudiendo resistirlos se marchitan en flor como rosas que la nieve ha cubierto por largos días.
Esperanza, en tanto, miraba con la más curiosa extrañeza acercarse el vapor que parecía dirigir su rumbo hacia Mugía y que con una multitud de banderas de cien colores desplegadas al viento fresco que soplaba sobre las olas, saludaba alegremente aquel desierto destierro.
-¡Mira! -exclamó llena de alegría, señalando con la mano el hermoso buque que se acercaba cada vez más-. Ese vapor va a pasar cerca de nosotros; ven, Fausto, ven y subamos al Peñón de la Cruz, desde allí le podemos ver muy bien, no sólo las banderas, sino cuanto pasa sobre cubierta..., ¡Ven... ven! -y le hacía correr en pos de ella por más que Fausto procurase resistirse, aunque débilmente, pues su voluntad en aquellos instantes estaba muerta.
-¿Subir a la Peña de la Cruz? -le decía al mismo tiempo-. ¿Tú estás loca? ¿No ves que su altura es inmensa -añadió-, y su pendiente tan rápida y resbaladiza que nos despeñaríamos sin remedio si intentáramos subir?
-Vaya una gracia -replicó la atrevida-, ¿quieres que tenga miedo ahora, después que he subido sola, hasta lo más alto, más de cien veces? Ven y verás que fácil es subir... si tú no puedes, yo te ayudo y todo está concluido.
Diciendo esto llegaron por fin al sitio donde se asienta el Peñón de la Cruz, gigantesco y sombrío como un castillo de la edad media que flanqueasen cien aguas verdosas que brillaban ahora argentadas a los primeros rayos de un sol tibio que parecía traer prendidas en las orlas de su manto alguna de aquellas sombras que acababa de ahuyentar con su fulgor brillante.
Aquel peñón negro y desnudo se levanta hasta las nubes, ostentando en su cima una cruz de piedra cubierta con la amarillenta corteza que el tiempo presta a las rudas masas de granito. Dibújase en el horizonte como un gigante esqueleto de brazos descarnados que espera en vano retener en ellos el viento y la lluvia que le azotan, burlándose de su soledad.
Su forma, como ya hemos dicho, es la de una de esas antiguas fortalezas abandonadas, de aspecto desolado y triste, dentro de cuyas arruinadas paredes creen escuchar los campesinos el grito de algún ánima en pena y los infernales chirridos de los trasgos y duendes que se ocultan bajo el derruido techo de los desiertos, anchos y abandonados salones.
El largo agujero que se ve cerca de su cima semeja aquella ojiva ventana, sucia y desmantelada, de unas ilustres ruinas en donde el viento gime y se ven pasar las nubes como pájaros que llevan su vuelo a otros climas más risueños y floridos que aquellos sobre cuyo árido suelo pasaban rápida y momentáneamente.
Es, en fin, el Peñón de la Cruz, gigante que resiste las tormentas, que se burla del rayo que le hiere sin destruirle, que escala las nubes desafiando al cielo.
Fausto le contempló un momento lleno de espanto, y volviéndose hacia Esperanza le preguntó con aire incrédulo:
-¿Es posible que hayas subido hasta la cima?
-Sí -respondió aquélla con aire infantil-, he subido, y la última tarde de tormenta he llegado hasta la Cruz. Allí no llegaban las olas y las veía, sin embargo, agitarse y bullir bajo mis pies con un rumor que llenaba la playa ensordeciéndome..., tú no sabes cuán hermosas estaban; parecían querer alzarse hasta mí y llevarme en sus brazos hasta el fondo de sus abismos..., pero mi casa es alta y no llegaron -añadió sonriéndose-; después que se apaciguaron, si vieras cuán cansadas parecían..., pero subamos, tú me comprenderás mejor cuando veas todo desde allí; mar hirviente, cielo airado, tierra triste y como oprimida bajo el peso de la tormenta.
¡Subir! -murmuró Fausto como asombrado de tanta audacia-. ¿Y por dónde?
-Yo te lo diré -contestó aquella loca de hermosos ojos y de sonrisa de ángel.
Y subió la primera, y dando la mano a Fausto, le guiaba por las resbaladizas rocas como pudiera hacerlo el más práctico guerrero al escalar las murallas de la ciudad sitiada.
Pero las manos de Fausto, ensangrentadas y cubiertas de heridas, demostraban que era para él más difícil y violenta aquella loca excursión que para su ágil compañera, en quien no se notaba ni fatiga ni molestia alguna. Cogido de la mano de su intrépida guía, jadeante y trepando trabajosamente por las hendiduras y quebradas del enorme peñasco, parecía el náufrago empeñado en acercarse a la orilla, y Esperanza la maga salvadora, la sílfide misteriosa que con la alegría retratada en el semblante le conduce a sus ignorados retiros para regalarle en ellos la felicidad y el amor de su alma.
Por fin treparon hasta la cumbre, e introduciéndose por el ancho agujero que hemos descrito ya, se encontraron en una especie de gruta natural en la que la luz penetraba de lleno, iluminándola enteramente. Sus paredes verdosas estaban tapizadas en su mayor parte por un aterciopelado musgo que formaba como un blando y muelle asiento que nadie creería hallar allí. Su aspecto, sin embargo, era salvaje y sombrío, y sólo viéndole enteramente iluminado por la luz del sol cual ahora lo estaba, sin que quedase oculto el más pequeño resquicio, podría creérsele morada de algún ser infernal.
Fausto apartó con horror la vista de aquella triste habitación en donde sólo las aves de rapiña podían hacer su nido, pero al volver la cabeza, al sorprender el majestuoso panorama que desde allí se descubría, lanzó una mirada en torno suyo y quedóse mudo de admiración, olvidándose ya de los tormentos y fatigas que le había costado llegar hasta aquel lugar solitario.
Las ligeras y rosadas nubes que embellecían el cielo al amanecer de aquel día se multiplicaron, y tan cerca pasaron de Fausto que hubo momentos en que éste creyó ser envuelto por los nublados vapores. Tornáronse ya, de blancas y leves, en oscuras, gruesas y plomizas, y pasaban lentamente y se juntaban formando gigantescos ejércitos que cubrían la luz del sol con su denso e impenetrable manto. El horizonte se había oscurecido a su vez apareciendo, sin embargo, en el cielo algunos claros de un azul intenso y hermoso, y todo presentaba un conjunto de luz y de sombras, de nubes y de azul que turbaba las miradas y llenaba de variados tonos el gran cuadro sublime y sombrío que anunciaba cercana la tempestad.
Fausto, entonces, aunque novel marino, lo comprendió bien pronto y jamás le parecieron tan espantosas y formidables esas masas de vapores que encierran en sus ámbitos el rayo que hiere y mata, produciendo ese aterrador ruido que hace estremecer las cavernas y los valles, cuyo eco debe parecerse al soplo de las iras de Dios.
La mar seguía tranquila y el vapor elegante y ligero hendía las aguas con una rapidez inconcebible.
Las banderas con que venía engalanado parecían, a los ojos de aquellos dos locos, blancas palomas sujetas por cintas de color azul, y los marineros que corrían de una parte a otra, con sus camisetas de rojo vivo y sus sombreros de paja con cintas azules, seres desconocidos y cubiertos de flores que se mezclaban en la revuelta danza, incomprensible como nunca la habían visto sus ojos ni ideado en su imaginación.
Los pobres niños se entregaron a las más locas conjeturas; su conversación parecería harto inocente a nuestros lectores, pero tal como la escucharon aquellas solitarias paredes era una conversación de extraños y confusos pensamientos, demasiado atrevidos para una niña endeble, demasiado amorosos para el joven marinero.
¿Qué más diremos?
Cuando Fausto concluyó de hablar, cuando después de haber dicho a Esperanza que quisiera tener muchos buques para llevarla consigo, ésta quedó confusa y pensativa, miró a su compañero y casi se sonrojó después de haber comprendido los pensamientos de su compañero.
El vapor, en tanto, se hallaba próximo a ocultarse a sus ojos, el cielo se hallaba ya cubierto de nubes y la mar empezaba a rizarse formando blancos copos de espuma que allí, y en el dialecto del país, llaman obelliñas blancas.
En efecto, semeja el mar en tales ocasiones un campo inmenso y movible en el cual pacen las blancas ovejas de que habla aquel nombre, aunque pudiera muy bien comparársele a un terreno quebradizo y escarpado cubierto en toda su extensión de pálidas y medio deshojadas rosas que el viento lleva aquí y allí, juguete de sus caprichos.
Las aves marinas revoloteaban rastreras rozando con sus alas las olas amenazantes, y los agudos flancos de la peña empezaban a conmoverse bajo el pesado azote de aquellas masas de agua que se estrellaban contra ellos, lanzando al propio tiempo un sordo bramido que parecía salir de los profundos senos de la mar.
Fausto y Esperanza parecían no notar todavía tan alarmantes señales y retirados en lo más oculto de aquella misteriosa morada, atentos solamente a sus pensamientos, escuchando el primero a su joven compañera, no veían acercarse a todo paso la tempestad. Esperanza sostenía una larga y caprichosa conversación: jerga incomprensible que, escapándose de sus labios sonrientes con toda la impetuosidad que le prestaba su imaginación, llevaba pendiente de cada sílaba, de cada palabra, el corazón del marinerillo que, olvidado de todo cuanto le rodeaba, sólo se complacía en contemplarla con muda adoración.
Aquella niña, hermosa como un ensueño y loquilla como un devaneo de amorosa esperanza, murmuraba al oído del pobre Fausto aquella entusiasta conversación, haciéndole sentir su húmedo aliento sobre las mejillas.
Mil ilusiones fantásticas, mil sueños hechiceros que formándose en su imaginación salían luego a sus labios todos vestidos de encanto sin perder un solo átomo de su pureza ni un solo reflejo de su hermosura, porque todo cuanto decía aquella boca de suavísimo aliento encerraba en sí el aroma de la inocencia y la frescura celestial de las vírgenes.
Hablábale ella de lejanos países, de excursiones marítimas en que cruzando un mar de olas doradas iban, fantástica pareja, allá lejos, muy lejos, sin cansarse jamás, sin hallar término a tan vagamundo viaje, hasta descubrir parajes ocultos a los ojos de los demás hombres.
¿Quién es el que no ha acariciado una vez en su vida esas infantiles quimeras en que se engolfa el inocente pensamiento como en un mar de delicias?
Vosotros, los que hayáis soñado desde la infancia, los que os hayáis detenido en medio de vuestros juegos, sin conocer el misterioso impulso que os movía a ello, a contemplar el tibio rayo de sol que penetraba tímidamente por entre las ramas del almendro de vuestro huerto, cayendo después sobre el lago que le reflejaba; vosotros los que hayáis seguido con los ojos llenos de lágrimas la hermosa nube que a la hora del crepúsculo se esconde entre vapores, como la virgen ruborosa entre los pliegues de su blanco ropaje, comprenderéis mejor que nadie los informes pensamientos de la niña que sueña.
Fausto se exaltaba al escucharla y los latidos de su corazón, suspensos a la menor palabra de Esperanza, le sumergían en una agitación sin término, en una agitación que aumentándose progresivamente iba a estallar en una crisis violenta, temible para su alma, como la tempestad para el que navega en un mar de escollos.
-¡Ah! -le dijo exhalando un suspiro tembloroso como la hoja del árbol agitado por el viento, después de haberla escuchado con silenciosa religiosidad-, tú eres buena, Esperanza, tú eres la niña más hermosa que existe en la tierra..., mi padre así lo dice siempre y yo creo que tiene razón... Si fuera dueño de ese vapor que acaba de pasar, yo te haría su reina y en él daríamos la vuelta a esos mundos de que me has hablado y que según dicen son más grandes que el cielo que estamos viendo, ¿no es cierto?
Una ráfaga de viento terrible, espantosa, silbó en los oídos de Fausto y arrebató sus palabras, dejándole aturdido y tembloroso.
Esperanza escuchó con atención algunos instantes y, acercándose después a la boca de la gruta, dirigió su mirada investigadora hacia el mar que rugía sordamente en tanto las encrespadas olas parecían querer escalar el solitario y negruzco Peñón de la Cruz.
-¡Dios mío! -exclamó Fausto al ver a Esperanza que inclinada sobre el abismo parecía próxima a ser arrastrada por la fatal atracción de las aguas-. ¡Apártate! ¡Tú no sabes el peligro que hay en todo esto..., ven! ¡Alejémonos si hay tiempo todavía!...
-No temas -respondió la niña con entusiasmo-, las olas se agitan soberbias sin que puedan alcanzarnos por más que bramen y se estrellen contra nuestro castillo.
-¡Y ese cielo tan tenebroso! ¡Ese hervir del agua, ese viento que rompe las olas como débiles juncos!... Yo creo que vamos a perecer aquí..., y yo no quiero que tú perezcas... ¡La tempestad nos amenaza! ¡La estamos tocando! ¡Una tempestad horrible!...
Al decir esto, cual si aquellas fueran las palabras mágicas que evocaran la tormenta, desencadenóse ésta en toda su fuerza cual suele hacerlo en aquel peligroso y aislado cabo; las nubes encapotaron el cielo, la luz del día oscurecióse hasta semejar el dudoso fulgor del crepúsculo, y en medio de aquella oscuridad brillaba a cada instante la roja y vívida luz del relámpago: Esperanza pudo ver en aquellos momentos de infernal claridad el pálido rostro de su compañero presa en tales instantes del más pánico terror.
La escena que se presentaba a sus ojos era en efecto terrible.
El rayo estallaba sobre sus cabezas, la lluvia caía a torrentes y los vientos desencadenados y furiosos, silbando en redor del peñasco, formaban tan discordante estrépito que, envuelto en su perpetuo zumbido, aquellos pobres niños creyéronse rodeados de todas las furias infernales que, en diabólica algazara, entonaban cantos de muerte y desolación.
Esperanza, no obstante, desplegaba un valor heroico y sólo cuando se presentó de lleno a su imaginación el peligro en que había puesto la vida de su compañero fue cuando el miedo tuvo entrada en su corazón.
La niña, entonces, dejando de serlo por uno de esos sentimientos inexplicables que se revelan de pronto dentro de nosotros mismos; dejando de serlo, repito, para reflexionar como mujer por algunos instantes, se acurrucó en lo más oculto de aquel salvador asilo, y arrastrando a Fausto en pos de sí, cogió la cabeza de éste con sus hermosas manos, la apoyó sobre sus rodillas y cubriéndole para que la luz del relámpago no le asustara empezó a pedirle perdón con la voz más dulce, con las palabras más cariñosas, con las caricias más santas, tratando de sofocar con tantas locuras el eterno y aterrador zumbido de la tormenta.
Pero todo era inútil, Fausto no sentía bramar otra tormenta que la de su corazón.
Largo tiempo permanecieron de aquel modo hasta que disipada por completo la tempestad, Esperanza levantó la cabeza y dijo con su voz armoniosa como el céfiro que suspende su vuelo en los naranjos en flor, como el ruido de una fuente en lo más oculto de la montaña:
-¿Ves cómo todo ha pasado sin hacernos daño?
Y al mismo tiempo le mostraba el mar, más hermoso y tranquilo que antes de aquella explosión instantánea cual si, desahogado de su cólera, quisiera reposar de tanta fatiga. Era el valiente guerrero que después de la victoria descansaba en el lecho de hojas de que habla Byron, mientras el fuego del vivac iluminaba el atezado rostro en donde vagaba la sonrisa del triunfo.
El cielo bañado de un azul purísimo parecía empañado voluptuosamente por el húmedo aliento de las nubes que habían traído la tempestad, y la atmósfera limpia y clara exhalaba un perfume lleno de frescura que hacía revivir el cuerpo amortiguado momentos antes bajo el peso de la tormenta.
Pero Fausto, después de arrojar una mirada indiferente en torno suyo, volvióse para contemplar a Esperanza, valiente, hermosa y compasiva, a Esperanza, que se había olvidado de sí misma para cobijar en su regazo como podía hacerlo una madre la cabeza de aquel niño que había tenido miedo a pesar de sus quince años.
-¡Miedo yo! -se decía a sí mismo-. ¡Y ella tan valiente! Miedo cuando debía animarla a ella más niña que yo y menos acostumbrada a las tormentas... ¡Oh, no me lo perdonaré nunca!
Y al propio tiempo que se sentía avergonzado, se sentía loco, delirante por aquella criatura que sin saberlo acababa de mostrar a sus ojos un encanto más, y lanzado sobre él la chispa ardiente que debía hacer inflamarse el fuego oculto que ardía en su corazón.
Sentía hacia aquella criatura que no le parecía de este mundo no ya la amistad de otros días, sino una atracción irresistible, una adoración, un sentimiento que no cabiendo en su alma estaba próximo a desbordarse por todas partes. Sentía en aquellos momentos, para él de locura aunque nada había de criminal en sus pensamientos porque ignoraba el mal todavía, que no le bastaba verla, que su corazón necesitaba más que acariciarla con sus miradas y por eso, cediendo al instinto que le arrastraba, selló con beso ardiente los castos labios de aquella flor aromática y la estrechó convulso contra su corazón sin que ella hiciese el menor movimiento para rechazarle.
Era aquella la primera caricia de amor, el primer beso empañado por el vapor de un sentimiento que cubriéndole bajo sus misteriosas alas había mezclado sus alientos y confundido sus almas.
Tal era aquella primera caricia cubierta bajo el manto de la inocencia, aquella caricia provocada por el deseo que yace oculto en el estrecho corazón de los dos niños que, con los ojos vendados desde la cuna, no habían podido ver ni el principio del mal ni los cenagosos escalones por donde el hombre llega hasta él.
No obstante, al contacto de aquella caricia sus semblantes se cubrieron de rubor, y Fausto, poniendo la mano sobre su corazón como si sintiera la primera punzada del remordimiento, dijo apartándose de Esperanza, que bajaba los ojos:
-Yo no sé que te hice..., yo no comprendo lo que tú me haces, pero siento en mí una cosa extraña... hace mucho tiempo que la siento... ¡y tú eres quien la provoca!...
Y como aquel que desfallece de cansancio, sentóse al decir esto.
-¡Tienes razón, Fausto! -repuso Esperanza con aire de tristeza-. ¡Yo te hago sufrir mucho! Hoy te hice venir hasta aquí..., pero créeme, pensé que no tendrías miedo porque yo tampoco lo tenía..., pero te prometo que no volveremos más..., perdóname, Fausto... ¡Perdóname! ¡Yo me arrepiento de lo que hice!...
Y cayendo de rodillas delante de él, le tenía cogidas las manos y las bañaba con su llanto, blando y suave rocío que no bastaba a refrescar el ardiente corazón de Fausto. Éste cayó a su vez de rodillas delante de Esperanza, cayó trémulo, fatigado... Sus ojos negros tenían una expresión lastimera y febril, y sus labios, entreabiertos y secos como las hojas de una rosa marchita, podían apenas murmurar locas palabras que él mismo no comprendía.
-¡De rodillas no..., de rodillas no! -pudo decir al fin-. ¡Oh, tú que eres tan hermosa y tan buena! ¡Álzate!
Y quiso ayudarla a levantarse.
Pero, ráfaga violenta que todo lo arrastra en pos suyo, Fausto volvió a estrecharla instintivamente contra su corazón con tal fuerza que Esperanza dio un grito y exclamó como asustada:
-¡Déjame! ¡Déjame!
Lastimosos y desgarradores suspiros salieron del pecho del joven marinero y un torrente de lágrimas inundó sus ojos.
-¡Esperanza, amiga mía! -le decía-, yo no sé qué me haces, yo no sé lo que quiero; pero creo que voy a morir.
Y volvió a caer desfallecido.
Esperanza quedó entonces sumida en una contemplación que tenía algo de anonadamiento.
Cuando despertaron de aquel letargo incomprensible entonces a su inteligencia, no murmuraron una sola palabra y bajaron de la peña silenciosos y tristes cual nunca lo habían estado.
Sin embargo, cuando llegaron a la playa sus brazos se enlazaron cariñosamente, y juntos así, cual si una nueva afección, un más grande cariño los ligara, se dirigieron al lugar en donde Esperanza había dejado a su madre presa de sus ardientes pensamientos, hermosa visionaria cuya imaginación de fuego prestaba a sus vagos delirios lo vivo de su palabra, la dulce tristeza de sus pesares.
¡Caminaron unidos!... En aquellos corazones se había formado ya un lazo indisoluble, eterno... ¡aquellas dos almas ya no podrían separarse jamás!