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La hija del rey de Egipto/Tomo I/Capítulo I

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CAPITULO I
l Nilo ha salido de madre.


Inmensa llanura de agua se extiende en todas direcciones por los que antes fueron floridos bancales y lozanos sembrados. Sólo descuellan sobre el haz del agua las ciudades, protegidas por los diques, con sus gigantescos templos y palacios, los techos de las aldeas y las copas de las esbeltas palmeras y acacias. Cuelga sobre las olas el ramaje de los plátanos y sicomoros mientras se eleva y asciende, cual si quisiera huir del húmedo elemento, el de los altos pobos.

La luna llena derrama suave claridad sobre la cordillera libica que se confunde con el horizonte. Flotan en el agua flores de lotos, blancas y azules, y revolotean por el tranquilo aire de la noche, que satura el perfume de acacias y jazmines, murciélagos de diversas epecies. En las copas de los árboles duermen las palomas, zoritas y otras aves; entre los papiros y nelumbos que cubren de espeso verdor las orillas del río, se acurrucan los alcatraces, las grullas, las cigüeñas. Estas, para dormir, esconden su largo pico bajo sus alas sin moverse por nada; pero las grullas se azoran al ruido de un remo, ó á la voz del barquero, alargan el cuello y espían temerosas el lejano horizonte y en torno suyo.

No sopla el más leve vientecillo. La imagen de la luna, rielando en el agua cual escudo de plata, muestra lo plácida y mansa que está la corriente del Nilo, que despeñado primero por encima de las cataratas, precipitándose con ímpeu, bañando los templos gigantescos del Alto Egipto, cuando llega al punto donde se lanza al mar por multiplicadas bocas, deja por fin su arrebatada petulancia y se entrega al blando sosiego.

En esta noche de luna, 528 años antes del nacimiento del Salvador, un barco cortaba el remanso de las aguas, junto á la boca canóbica "del Nilo. Un hombre egipcio, sentado en lo alto del techo de la cámara, gobernaba el largo pinzote del timón[1]. En el casco, unos remeros medio desnudos bogaban cantando. Dentro de la cámara abierta, parecida á una enramada de madera, veíanse dos hombres reclinados sobre bajos divanes, y á juzgar por su aspecto, no eran ciertamente egipcios. La claridad de la luna bastaba á revelar su procedencia griega. El mayor, hombre extraordinariamente alto y robusto, de unos sesenta años de edad y cuya espesa cabellera cana caía algo desordenada sobre su corta cerviz, iba vestido de una simple capa y miraba taciturno hacia el río, mientras su compañero, que tendría unos veinte años menos y era de complexión delicada, ora miraba al cielo, ora dirigía una palabra al timonel; ya replegaba con gracioso ademán su hermosa jlanis[† 1] de púrpura azul, ya acariciaba su perfumada cabellera de color castaño, ó su barba cuidadosamente rizada.

Hacía como media hora que la embarcación había salido de Náucratis[2], único puerto egipcio á la sazón accesible á los helenos. Durante el trayecto, el hombre cano y taciturno no despegó los labios, y el joven le había abandonado á sus pensamientos; mas al acercarse la barca á la ribera, el inquieto pasajero levantándose, dijo á su compañero:

—Vamos á llegar al fin de nuestro viaje, Aristómajos. Allá, á la izquierda, aquella bonita casa en medio del jardín de palmeras que descuella sobre los campos inundados[3], es la morada de mi amiga Rodopis. Su difunto esposo Járaxos la mandó construir, y todos sus amigos, incluso el mismo rey, procuran hermosearla cada año con nuevos primores. ¡Trabajo inútil! Aunque lleven á la casa todos los tesoros del mundo, su mejor tesoro será siempre su espléndida dueña.

El anciano se levantó, echó una rápida mirada al edificio, arregló su espesa barba gris que le cubría los carrillos y toda la parte inferior del rostro, dejándole sólo libres los labios[4], y dijo secamente:

—Mucho caso haces de esa Rodopis, Fanes. ¿De cuándo acá gustan los atenienses de las viejas?

El interpelado sonriéndose, contestó con cierta fatuidad:

–Creo que entiendo algo en eso de juzgar á las personas y especialmente á las mujeres, y vuelvo á asegurarte que en todo Egipto no conozco otra más noble que esa anciana. Cuando las habrás visto, á ella y á su linda nieta, y oirás tus melodías favoritas cantadas por un coro de esclavas perfectamente amaestradas[5], me darás las gracias por haberte llevado allá.

—Con todo—respondió gravemente el espartano,—no te hubiera seguido, á no abrigar la esperanza de encontrar aquí al delfio Frixos.

—Le encontrarás y confío en que el canto te hará bien, sacándote de tus tétricas meditaciones.

Aristómajos hizo un gesto negativo con la cabeza y repuso:

—Es fácil que á ti, liviano ateniense, te anime el canto patrio; á mí cuando oigo las canciones de Alkman[6], me sucede lo que en las noches que paso soñando despierto. Crecen mis anhelos lejos de calmarse.

—¿Piensas, acaso—preguntó Fanes—que no deseo volver á ni querida Atenas, ver los sitios donde jugaba cuando niño, y contemplar la vida animada de la plaza pública? Júrote que tampoco me gusta á mí el pan del destierro; pero sabe éste mejor con un trato como el que esta casa ofrece, y cuando mis amadas canciones helénicas, cantadas por ti con maravillosa perfección, resuenan en mi oído. Entonces surge en mi imaginación el recuerdo de mi país; veo sus olivares y sus bosques de pinos, sus frescos ríos de esneralda, su azulado mar, sus esplendorosas ciudades, sus nevadas cumbres y marmóreos pórticos. Una lágrima, amarga y dulce á la vez, se desprende de mis ojos cuando cesa la música, y apenas acierto á convencerme de que me hallo en Egipto, en este país tan monótono, caluroso y extraño, del que, merced á los dioses, no tardaré en salir... Pero dime, Aristómajos: si recorres el desierto, ¿huirás los oasis, porque después debas volver á pisar arena y á padecer sed? ¿Quieres recha zar una hora de felicidad porque te aguardan días de desventuras?—Alto, ya estamos. Serena tu rostro, amgo, pues no está bien que entremos tristes en el templo de las járites[† 2].

En este momento, la barca llegó junto á la muralla del jardín bañada por el Nilo. El ateniense salió dando un ligero brinco, y el espartano, con paso firme y reposado. Aristómajos llevaba una perna postiza; mas á pesar de ello, andaba con tanta soltura al lado del ligero Fanes, como si hubiese nacido con la pierna de palo.

En el jardín de Rodopis, los perfumes saturaban el aire, abríanse las flores y se percibía cierto revoloteo como en noche de conseja. Acantos, mimosas, setos de viburno, jazmín y saúco, malezas de rosales y crsos se apretaban unos á otros; palmeras, acacas y elevados balsameros sobresalían por encima de los arbustos; grandes murciélagos cernianse con sus delicadas alas sobre el conjunto, al són del canto y la risa en el río.

Un egipcio plantó aquel jardín; los constructores de las pirámides eran desde antiguo celebérrimos jardineros[7]; sabían perfectamente separar los bancales y combinar grupos regulares de árboles y arbustos, disponiendo acequias y sur tidores, enramadas y glorietas. Festoneaban también las veredas con setos artísticamente recortados, y criaban doradas en piscinas de piedra.

Fanes se paró en la puerta de la muralla, miró con cautela alrededor, escuchó en varias direcciones, y noviendo la cabeza, dijo:

—No sé qué pueda significar esto. Ni oigo voces, ni veo luz. Las barcas todas han desaparecido, y no obstante, cerca de los obeliscos de la entrada, ondea la bandera con su palo abigarrado[8]. Rodopis debe estar ausente. ¿Habrá olvidado... Antes de terminar la frase, fué interrumpido por una voz grave que exclamó:

—¡Ah, el jefe de la guardia!

—Salud,Enakias—dijo Fanes saludando amistosamente alanciano que se le acercaba.—¿Cómo es que en este jardín reina la quietud del sepulcro egipcio, en tanto que veo izada la bandera de hospitalidad? ¿Desde cuándo invita en balde á los forasteros ese lienzo blanco?

—¿Desde cuándo?–contestó el anciano esclavo de Rodopis.

—Mientras las moiras[† 3] perdonen graciosamente á mi señora, segura está la vieja bandera de atraer á tantos huéspedes cuantos quepan en esta casa. Rodopis ha salido, pero no puede tardar en volver. La tarde se ha presentado tan hermosa, que ella y todos sus huéspedes han resuelto dar un paseo por el río. Hace dos horas, á la puesta del sol han salido, y la cena está ya preparada[9]. No pueden tardar. Te suplico, Fanes, que no te impacientes; entra conmigo en la casa. Rodopis no me perdonaría que dejase de instar á permanecer aquí á huésped tan acepto. Y á ti, forastero—dijo al espartano,—ruégote encarecidamente que te quedes también, pues como amigo de su amigo, te recibirá gustosa la señora.

Los dos griegos siguieron al sirviente y se sentaron junto á una enramada.

Aristómajos contempló los objetos que le rodeaban alumbrados por la luna, y dijo:

—Explícame, Fanes, ¿á qué suerte debe Rodopis, antigua esclava y hetera[10], el vivir como reina y recibir como tal á sus conocidos?

Esta pregunta me la esperaba tiempo há—contestó el ateniense, —y celebro que me sea dable enterarte del pasado de esta mujer antes de que entres en su casa. Durante la travesía no he querido molestarte con narración alguna. El vetusto río impone con incomprensible fuerza el silencio y la meditación tranquila. Cuando yo, como tú ahora, realicé por vez primera una excursión nocturna por el Nilo, sentí también como paralizada mi otras veces incansable lengua.

—Te lo agradezco—contestó el espartano.—Al ver por vez primera al anciano sacerdote cretense, Epiménides[11] de Cnoso que contaba á la sazón 150 años, su vejez y santidad causáronme una emoción singular; pero ¡cuánio más viejo y más sagrado no es ese vetustísimo río Aigyptos![12]. ¿Quién podrá substraerse á la fascinación que produce?... Mas háblame de Rodopis. Te lo ruego.

—Redopis—empezó Fanes,—fué robada cuando niña, y mientras jugaba con sus compañeras en la playa tracia, por unos navegantes fenicios que la llevaron á Samos, donde la compró Jadmon, rico geomoro[† 4]. La niña creció en belleza, en gracia y discreción, querida y admirada de cuantos la conocieron.

Esopo[13], el fabulista, que á la sazón vivía también como esclavo en casa de Jadmon, se deleitaba muy especialmente con la gracia y el talento de la niña; instruída en todas las cosas y cuidaba de ella como un pedagogo[† 5] de los que los atenienses destinamos á nuestros hijos. El buen maestro tuvo en ella una discípula tan dócil y aprovechada, que la pequeña esclava consiguió muy luego hablar, cantar y tocar mejor que los hijos de Jadmon, cuya educación era muy esmerada. A los catorce años, Rodopis era tan bella y perfecta, que inspiró celos á la esposa de Jadmon, la cual no quiso tenerla más en su casa; razón por la cual este samio vióse con gran disgusto obligado á venderla á cierto Xantos. En aquella época dominaba todavía en Samos la nobleza poco acaudalada. Si entonces Polícrates hubiese manejado las riendas del gobierno, no habría Xantos tenido que ir en busca de un comprador. Esos tiranos llenan sus arcas como las urracas sus nidos. Xantos, pues, marchó con su prenda á Náukratis, donde ganó pingües sumas lucrando con los encantos de su esclava. Así pasó Rodopis tres años en la más baja humillación. El recuerdo de la misma la horroriza aun.

Cuando, por fin, la fama de su belleza había cundido por la Grecia toda, y las gentes acudían desde lejanas tierras á Náukratis sólo por verla¹⁴, el pueblo de Lesbos expulsó á su nobleza, y escogió para soberano al sabio Pítacos. Las familias más distinguidas abandonaron la isla, refugiándose unas en Sicilia, otras en Italia griega y otras en Egipto. Alkeos¹⁵, el poeta más grande de su época, y Yáraxos hermano de aquella Sapfó¹⁶, cuyas odas agradaron tanto á nuestro Solón, que su mayor deseo era aprenderlas de memoria, vinieron á Náukratis que florecía ya desde muchos años como emporio del comercio egipcio con el resto del mundo. Yáraxos vió á Rodopis y se enamoró de ella tan perdidamente, que destinó una suma inmensa para comprarla al codicioso Xantos quien deseaba volver á su país. Sapfó escarneció á su hermano con versos mordaces por semejante compra. Alkeos, empero, alabó á Yáraxos y ensalzó á Rodopis en ardientes canciones.

El hermano de la poetisa, que antes vivía obscurecido entre el sinnúmero de forasteros llegados de Náukratis, cobró de repente celebridad como amo de Rodopis, cuyos encantos llamaron á su casa á los extranjeros todos que la colmaron de obsequios. El rey Hofra¹⁷, que había oído ensalzar la belleza y discreción de la joven, ordenó que se la presentaran en Menifs, y quiso comprarla á Yáraxos, mas éste le había ya dado libertad y la quería demasiado para separarse de ella. Por otra parte, Rodopis, á su vez, amaba al hermoso lesbio, y prefirió no abandonarle á aceptar los brillantísimos ofrecimientos que se le hicieron. Finalmente Yáraxos hizo á la encantadora mujer su esposa legítima, permaneciendo con ella y con su hijita Kleis en Náukratis hasta que Pítacos permitió el regreso de los desterrados.

Embarcóse con su esposa para Lesbos; enfermó durante el viaje, y murió poco después de llegar á Mitelene. Sapfó que se había mofado de su hermano, con motivo de su desacertado casamiento, se convirtió pronto en admiradora entusiasta de la bella viuda, celebrándola á porfía con su amigo Alkeos en apasionadas canciones.

Después de la muerte de la poetisa, Rodopis regresó á Náukratis con su hija, siendo recibida como diosa. Amasis¹⁸, actual rey de Egipto, se había en tanto apoderado del trono de los faraones, y en él se sostenía merced al auxilio de los guerreros de cuya casta procedía. Habiendo su antecesor Hofra, por su predilección por los griegos y su trato con los extranjeros odiados por los egipcios, precipitado su caída motivando la franca insurrección de los sacerdotes y guerreros, se confiaba que Amasis volvería, como en los tiempos antiguos, á cerrar el país á los extranjeros¹⁹, y despediría á los mercenarios helénicos, ejecutando las órdenes de los sacerdotes en vez de atenerse á los consejos de los griegos. Pero ya ves cómo los sesudos egipcios se han equivocado en su elección de rey, cayendo de Skila en Caribdis. Si Hofra fué amigo de los griegos, de amante podemos calificar á Amasis. Los egipcios, y sobre todo los sacerdotes y los guerreros, están irritadísimos, y de buena gana nos degollarían á todos como Odiseo á los pretendientes de su esposa que comían su hacienda. De los guerreros no hace gran caso el rey, porque sabe lo que puede esperar de ellos y de nosotros; á los sacerdotes, empero, les ha de tratar con más miramiento, porque tienen una influencia inmensa sobre el pueblo, y porque el mismo rey tiene aun más apego de lo que quiere confesar á esta religión absurda²⁰, que en este país tan raro ²¹ subsiste invariable desde miles de años há, pareciendo por ello doblemente sagrada á sus confesores. Esos sacerdotes amargan la vida á Amasis, nos persiguen y diezman cuanto pueden, y yo mismo hace tiempo que hubiera muerto, si no me amparase la mano protectora del rey. Pero, ¡qué digresión!...

Decía que Rodopis fué recibida en Náukratis con los brazos abiertos, y Amasis, que llegó á conocerla, la colmó de favores. Su hija Kleis, á la que no se permitió nunca alternar en las reuniones nocturnas de su casa, y que fué educada con más rigor tal vez que las otras niñas de Náukratis, casó con Glaucos, rico negociante focense de familia ilustre, que había defendido valientemente su patria contra los persas, y fuese con él á vivir á Masalia²², ciudad recién fundada en la costa kéltica. Acababan de tener una hija, á la que pusieron por nombre Sapfó, cuando los jóvenes esposos murieron víctimas del clima. Rodopis misma emprendió el largo viaje al Occidente en busca de la pequeña huérfana; guardóla en su casa, la hizo educar esmeradamente, y ahora, adulta ya, le veda la compañía de los hombres. Es que siente de tal modo las tristes huellas de su primera juventud, que quiere mantener á su nieta Sapfó más apartada de todo trato con nuestro sexo de lo que consienten las costumbres egipcias. A mi amiga el trato social le es tan necesario como el agua al pez y el aire al pájaro. Todos los extranjeros la visitan, y el que haya probado sólo una vez su hospitalidad, no dejará de acudir, por poco que el tiempo de que pueda disponer se lo permita, cuando la bandera anuncie una noche de recepción. No hay griego de alguna importancia que no frecuente esta casa; porque aquí se delibera acerca del modo de contrarrestar el odio de los sacerdotes y persuadir al rey en tal ó cual asunto. Aquí se saben las más recientes noticias de nuestro país y del resto del mundo; aquí el perseguido halla un asilo inviolable, pues el rey ha dado á su amiga una carta de inmunidad contra las vejaciones procedentes de las autoridades de orden público²³; aquí se oyen la lengua y los cantares de la patria; aquí se discuten los medios de librar á Grecia de la monarquía²⁴ que se va generalizando: en una palabra, esta casa es centro de gravedad de los intereses helénicos en Egipto y de mayor importancia política que el Helénion, la unión mercantil y religiosa de esta vecindad. Dentro pocos minutos verás á esa singular abuela, y si nos quediamos solos, quizá veas asimismo á la nieta y podrás comprender que esas personas nada deben á la suerte, todo á sus excelentes cualidades.—¡Ah, allí están! Ya se dirigen hacia la casa. ¿Oyes el canto de las esclavas? Ahora entran. Deja que se sienten y sígueme. Después, al despedirnos, te preguntaré si te duele el haber ido conmigo, y si Rodopis no se parece más á una reina que á una antigua esclava.»

La casa de Rodopis pertenecía al estilo griego²⁵. El exterior oblongo, de un solo piso, era sencillísimo para nuestro gusto, pero la disposición interior aunaba la belleza de las formas helénicas con el esplendor de los colores egipcios.

El anchuroso portal daba ingreso al vestíbulo, en cuyo lado izquierdo radicaba un gran comedor desde cuyas ventanas se dominaba el río. Opuesta á dicha pieza estaba la cocina, departamento propio sólo de las casas de gente acaudalada, pues los pobres solían preparar su comida en el lugar de la antecámara. La sala de recepción se hallaba á la salida del vestíbulo y tenía la figura de un cuadrado, con pórticos, alrededor, en los cuales se abrían numerosos aposentos. En medio de este salón, donde se reunían los hombres, y en hogar de metal, dispuesto á modo de altar, de rico trabajo eginético²⁶, ardía el fuego doméstico.

De día el salón recibía su luz por las aberturas del techo, que servían al propio tiempo para dar salida al humo del hogar. Un pasadizo colocado en dirección opuesta al vestíbulo y cerrado por una sólida puerta, conducía al gran patio propio de las mujeres, cercado de columnas sólo por tres lados, en el cual solían congregarse aquellas que pertenecían á la familia, cuando no estaban ocupadas en hilar ó tejer en los aposentos contiguos á la puerta del jardín. Entre estos últimos y los del patio, destinados á los fines de la economía doméstica, se hallaban los dormitorios donde se guardaban también los tesoros de la casa. Las paredes del patio de los hombres estaban pintadas de un color rojizo, sobre el cual resaltaban visiblemente los contornos de las estatuas de mármol blanco, regalo de un artista de Jios²⁷. Densas alfombras de Sardes cubrían el pavimento. A lo largo de la columna, extendíanse unos divanes bajos cubiertos de pieles de panteras. Junto al ara había unos sillones egipcios de forma rara y unas mesitas de madera de tuya²⁸ delicadamente esculpidas. En ellas se veían instrumentos músicos de toda clase, como flautas, cítaras y forminges. De las paredes colgaban numerosas lámparas de varias formas alimentadas con el aceite de ricino llamado kiki²⁹; las unas representando un delfín que vomitara fuego, las otras un monstruo raro alado de cuya boca saliera una llamarada. La luz de todas ellas se combinaba con el fuego del hogar y producía un bello golpe de vista.

En este patio hallábanse varios hombres que se distinguían por su aspecto y su vestido. Un siríaco de Tiro, en traje largo de color de pasa, sostenía animada plática con otro hombre, cuyas facciones abultadas y ensortijado pelo negro denunciaban su procedencia israelita. Había llegado á Egipto con la intención de comprar para el rey de Judá, Zorobabel, caballos y carruajes egipcios, que eran los más renombrados en aquella época³⁰. Tres griegos del Asia menor, envueltos en los abundantes pliegues de sus preciosas mantas de Mileto, estaban cerca del judío hablando seriamente con Frixos, el representante de la ciudad de Delfos, que había ido á Egipto á pedir limosnas destinadas al templo de Apolo. Diez años atrás, las llamas destruyeron el antiguo santuario pítico, y se trataba de construir otro nuevo y más hermoso ³¹.

Los milesios, discípulos de Anaxímandros y Anaximenes³², visitaban el Nilo para estudiar la astronomía y ciencia egipcia en el Heliópolis.

El tercero era un rico comerciante y naviero, llamado Teopompo, que se había establecido en Náukratis. Rodopis misma sostenía una conversación animada con dos griegos de Samos³³; Teodoro, el afamado arquitecto, fundidor, escultor y platero, é Ibico, el poeta yámbico de Regio³⁴, que habían dejado la corte de Polícrates, por unas cuantas semanas, para ir á conocer Egipto, llevando al rey de este país unos regalos de su señor. Inmediato al hogar, yacía un hombre corpulento, de facciones duras y sensuales, Fíloinos de Síbaris³⁵, tendido sobre la abigarrada cubierta de pieles de un taburete de dos asientos, y jugando ya con sus trenzas perfumadas y entretejidas con lazos dorados, ya con las cadenas de oro que de su cuello colgaban sobre el jiton color de azafrán, que le llegaba hasta los pies.

Rodopis tuvo para cada uno una palabra amistosa, y luego platicó exclusivamente con los célebres samios hablando de arte y de poesía.

Los ojos de la tracia ardían con el fuego de la juventud; su elevada figura se presentaba llena y erguida; la cabellera cana rodeaba aun con ricas ondas la bella cabeza, descansando por detrás en una red finísima de trencilla de oro. Una resplandeciente diadema ornaba su alta frente. El noble rostro griego parecía pálido, mas era bello y sin arrugas á pesar de su mucha edad; la pequeña bien contorneada boca, los grandes ojos pensativos y suaves, la noble frente y la fina nariz de esta mujer, habrían podido aún adornar á una joven. Quien la viera por primera vez, hubiese creído á Rodopis más joven de lo que realmente era; y, sin embargo, no podía desconocerse que era vieja. Cada movimiento suyo revelaba la gravedad de la matrona, y su gracia no era la de la juventud que quiere agradar, sino la de la vejez que aspira á complacer, que guarda miramientos y los exige. Al entrar en el patio nuestros dos conocidos, los ojos de todos los presentes se dirigieron hacia ellos, y cuando Fanes les presentó á su amigo, al que llevaba de la mano, todos les dieron la bienvenida más cordial. Uno de los milesios exclamó:—No acertaba á explicarme lo que nos faltaba. Ahora lo comprendo; sin Fanes no hay alegría.

Fíloinos, el sibarita, alzó entonces la voz, que era cavernosa, y, sin dejar su descansada posición, exclamó:

–Bella cosa es la alegría, y si la traes contigo, serás también bienvenido para mí, ateniense.

Rodopis, acercándose á los nuevos huéspedes, dijo:

—Yo os saludo cordialmente, si estáis alegres, no menos si algún pesar os acongoja; pues no conozco satisfacción mayor que la de borrar las arrugas de la frente de un amigo. También á ti, espartano, te llamo amigo, ya que por tal tengo, á toda persona querida de mis amigos.

Aristómajos se inclinó en silencio; mas el ateniense, dirigiéndose simultáneamente á Rodopis y al sibarita, dijo:

–Pues bien, queridos; puedo contestar. Tú, Rodopis, tendrás ocasión de consolarme á mí, tu amigo, que muy pronto deberé abandonaros á ti y tu gratísima casa; y tú, sibarita, te deleitarás con mi alegría, pues por fin volveré á ver mi Hélada, abandonando, aunque involuntariamente, la adorada ratonera de este país.

—¿Te vas? ¿Te han despedido? ¿A dónde piensas ir?— preguntaron á la vez de todos lados.

—¡Paciencia, paciencia, amigos!—dijo Fanes.—He de contaros una larga historia que guardaré para los postres. Sea dicho de paso, querida amiga: el apetito que tengo es casi tanto como el sentimiento de abandonaros.

—Bella cosa es el apetito—dijo sentenciosamente el sibarita,—cuando se espera una buena comida.

—Descuida, Fíloinos—repuso Rodopis, —pues, he encargado al cocinero que se esmere todo lo posible, porque el hombre más goloso de la ciudad, el más gastrónomo de todo el orbe, un sibarita, Fíloinos en fin, pronunciará un fallo severo sobre sus delicados platos. Anda, Knakias, dí que sirvan la comida. ¿Estáis contentos ahora, señores impacientes? Pícaro Fanes, con tu triste noticia me has quitado el apetito.

El ateniense se inclinó, y el sibarita volvió á filosofar.

—Bella cosa es el contento cuando se tienen medios de satisfacer todos los deseos. Te doy las gracias, Rodopis, por la buena opinión que tienes de mi incomparable país. ¿Qué dice Anakreon?³⁶. «Sólo me preocupa el presente. ¿Quién sabe qué nos traerá el mañana? Huid, pues, del pesar; desterrad los dolores, jugad á los dados y bebed.»

—¡Eh, Ibico! ¿He citado correctamente los versos de tu amigo, que contigo se regala en la mesa de Políkrates? Confieso que, si no hago tan buenos versos como Anakreon, en eso de vivir bien no soy menos experto que el gran vividor. En ninguna de sus canciones figura un elogio al comer; y sin embargo, el comer es más importante que el jugar y el amar, aunque estas dos ocupaciones me son también gratísimas. Mas, sin comer moriría, al paso que sin el juego y el amor se puede vivir, siquiera sea miserablemente.

El sibarita, satisfecho de su necia charla, prorrumpió en una carcajada. Los demás siguieron conversando, y el espartano se dirigió al delfio Frixos, llevóle aparte, y olvidando su gravedad, le preguntó muy agitado, si le traía la tan anhelada respuesta del oráculo. El severo semblante del delfio se puso más afable; metió la mano en el seno de su jiton, y sacó de éste un pequeño rollo de apergaminado cuero de carnero que contenía varios renglones escritos.

Las manos del robusto y bizarro espartano temblaban al coger el rollo. Después de abrirlo, fijó en él la mirada. Así permaneció un rato; luego sacudió enojado las canas trenzas, y dijo, devolviendo el rollo á Frixos:

—Nosotros, los espartanos, aprendemos otras artes que el leer y escribir. Si puedes, léeme lo que Pitia dice. El delfio miró el escrito y contestó:

—¡Alégrate!! Loxias,[14] te prometo un regreso feliz: oye lo que te revela la sacerdotisa: «Cuando un día la milicia descienda de las nevadas montañas á los campos del río que inunda la llanura, la tardía barca te llevará á aquella playa que otorga paz y morada al hombre errante. Cuando un día la milicia descienda de las nevadas montañas, el cinco decisivo te dará lo que te negó por mucho tiempo.»

Con atento oído escuchaba el espartano estas palabras: hízose repetir la sentencia del oráculo, luego la recitó de memoria, dió las gracias á Frixos y escondió el rollo en su vestido.

El delfio se mezcló en la conversación general. El espartano, empero, siguió repitiendo en voz baja la sentencia del oráculo para fijarla bien en su memoria y descifrar acaso sus palabras enigmáticas.






  1. La jlanis era una ligera capa de verano, generalmente de tejidos preciosos, que solían llevar los elegantes de Atenas. La capa sencilla, himation, vestían la los griegos dorios, especialmente los espartanos.
  2. Nombre griego de las Gracias.
  3. Parcas,
  4. Nombre de los hacendados que formaban la nobleza de Samos.
  5. Ayo.

Notas
  1. Apodo de Apolo por lo obscuro de sus oráculos.