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La hora de todos y la fortuna con seso/Sátira

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La Hora de todos y la Fortuna con seso
de Francisco de Quevedo
Sátira

Sátira

 
Júpiter, hecho de hieles, se desgañitaba poniendo los gritos en la tierra.
Porque ponerlos en el cielo, donde asiste, no era encarecimiento a propósito.
Mandó que luego a consejo viniesen todos los dioses trompicando. Marte, don
Quijote de las deidades, entró con sus armas y capacete y la insignia de
viñadero enristrada, echando chuzos, y a su lado, el panarra de los dioses,
Baco, con su cabellera de pámpanos, remostada la vista, y en la boca, por
lagar vendimias de retorno derramadas, la palabra bebida, el paso trastornado
y todo el celebro en poder de las uvas.
Por otra parte, asomó con pies descabalados Saturno, el dios marimanta,
comeniños, engulléndose sus hijos a bocados. Con él llegó, hecho una sopa,
Neptuno, el dios aguanoso, con su quijada de vieja por cetro, que eso es tres
dientes en romance, lleno de cas carrias y devanado en ovas, oliendo a
viernes y vigilias, haciendo lodos con sus vertientes en el cisco de Plutón,
que venía en su seguimiento. Dios dado a los diablos, con una cara afeitada
con hollín y pez, bien sahumado con alcrebite y pólvora, vestido de cultos tan
escuros, que no le amanecía todo el buchorno del sol, que venía en su
seguimiento con su cara de azófar y sus barbas de oropel. Planeta bermejo y
andante, devanador de vidas, dios dado a la barbería, muy preciado de
guitarrilla y pasacalles, ocupado en ensartar un día tras otro y en engarzar
años y siglos, mancomunado con las cenas para fabricar calaveras.
Entró Venus, haciendo rechinar los coluros con el ruedo del guardainfante,
empalagando de faldas a las cinco zonas, a medio afeitar la jeta y el moño,
que la encorozaba de pelambre la cholla, no bien encasquetado, por la prisa.
Venía tras ella la Luna, con su cara en rebanadas, estrella en mala moneda,
luz en cuartos, doncella de ronda y ahorro de lanternas y candelillas. Entró
con gran zurrido el dios Pan, resollando con dos grandes piaras de númenes,
faunos, pehcabros y patibueyes. Hervía todo el cielo de manes y Iemures y
penatillos y otros diosecillos bahúnos. Todos se repantigaron en sillas y las
diosas se rellanaron, y, asestando las jetas a Júpiter con atención reverente,
Marte se levantó, sonando a choque de cazos y sartenes, y con ademanes de la
carda, dijo:

 
-Pesia tu hígado, oh grande Coime, que pisas el alto claro, abre esa boca y
garla: que parece que sornas.
Júpiter, que se vio salpicar de jacarandinas los oídos y estaba, siendo
verano y asándose el mundo, con su rayo en la mano haciéndose chispas, cuando
fuera mejor hacerse aire con un abanico, con voz muy corpulenta, dijo:
-Vusted envaine y llámeme a Mercurio.
El cual, con su varita de jugador de manos y sus zancajos pajaritos y su
sombrerillo hecho en horma de hongo, en un santiamén y en volandas se le puso
delante. Júpiter le dijo:
-Dios virote, dispárate al mundo y tráeme aquí, en un cerrar y abrir de
ojos, a la Fortuna asida de los arrapiezos.
Luego, el chisme del Olimpo, calzándose dos cernícalos por acicates, se
desapareció, que ni fue oído ni visto, con tal velocidad, que verle partir y
volver fue una misma acción de la vista. Volvió hecho mozo de ciego y
lazarillo, adestrando a la Fortuna, que con un bordón en la una mano venía
tentado y de la otra tiraba de la cuerda que servía de freno a un perrillo.
Traía por chapines una bola, sobre que venía de puntillas, y hecha pepita
de una rueda, que la cercaba como a centro, encordelada de hilos y trenzas, y
cintas, y cordeles y sogas, que con sus vueltas se tejían y destejían. Detrás
venía, como fregona, la Ocasión, gallega de coramvubis, muy gótica de
facciones, cabeza de rontramoño, cholla bañada de calva de espejuelo y en la
cumbre de la frente un solo mechón, en que apenas había pelo para un bigote.
Era éste más resbaladizo que anguilla, culebreaba deslizándose al resuello de
las palabras. Echábasele a ver en las manos que vivía de fregar y barrer y de
fregar los arcaduces y de vaciar los que la Fortuna llevaba.

 
Todos los dioses mostraron mohína de ver a la Fortuna, y algunos dieron
señal de asco cuando ella, con chillido desentonado, hablando a tiento, dijo:
-Por tener los ojos acostados y la vista a buenas noches, no atisbo quién
sois los que asistís a este acto; empero, seáis quien fuéredes, con todo
hablo, y primero contigo, oh Jove, que acompañas las toses de las nubes con
gargajo trisulco. Dime: ¿que se te antojó ahora de llamarme, habiendo tantos
siglos que de mí no te acuerdas? Puede ser que se te haya olvidado a ti y a
esotro vulgo de diosecillos lo que yo puedo, y que así he jugado contigo y con
ellos como con los hombres.
Júpiter, muy prepotente, la respondió:
-Borracha, tus locuras, tus disparates y maldades son tales, que persuaden
a la gente mortal que, pues no te vamos a la mano, que no hay dioses, que el
cielo está vacío y que soy un dios de mala muerte. Quéjanse que das a los
delitos lo que se debe a los méritos, y los premios de la virtud, al pecado;
que encaramas en los tribunales a los que habías de subir a la horca, que das
las dignidades a quien habías de quitar las orejas y que empobreces y abates a
quien debieras enriquecer.
La Fortuna, demudada y colérica, dijo:
-Yo soy cuerda y sé lo que hago, y en todas mis acciones ando pie con bola.
Tú, que me llamas inconsiderada y borracha, acuérdate que hablaste por boca de
ganso en Leda, que te derramaste en lluvia de bolsa por Dánae, que bramaste y
fuiste Inde toro pater por Europa, que has hecho otras cien mil picardías y
locuras, y que todos esos y esas que están contigo han sido avechuchos,
hurracas y grajos, cosas que no se dirán de mí. Si hay beneméritos
arrinconados y virtuosos sin premios, no toda la culpa es mía: a muchos se los
ofrezco que los desprecian, y de su templanza fabricáis mi culpa. Otros, por
no alargar la mano a tomar lo que les doy, lo dejan pasar a otros, que me lo
arrebatan sin dárselo. Más son los que me hacen fuerza que los que yo hago
ricos; más son los que me hurtan lo que les niego que los que tienen lo que
les doy. Muchos reciben de mí lo que no saben conservar: piérdenlo ellos y
dicen que yo se los quito. Muchos me acusan por mal dado en otros lo que
estuviera peor en ellos. No hay dichoso sin invidia de muchos; no hay
desdichado sin desprecio de todos. Esta criada me ha servido perpetuamente. Yo
no he dado paso sin ella. Su nombre es la Ocasión. Oídla; aprended a juzgar de
una fregona.

 
Y desatando la taravilla la Ocasión, por no perderse a sí misma, dijo:
-Yo soy una hembra que me ofrezco a todos. Muchos me hallan, pocos me
gozan. Soy Sansona femenina, que tengo la fuerza en el cabello. Quien sabe
asirse a mis crines, sabe defenderse de los corcovos de mi ama. Yo la
dispongo, yo la reparto, y de lo que los hombres no saben recoger y gozar me
acusan. Tiene repartidas la necedad por los hombres estas infernales
cláusulas:
“Quién dijera, no pensaba, no miré en ello, no sabía, bien está, qué
importa, qué va ni viene, mañana se hará, tiempo hay, no faltará ocasión,
descuidéme, yo me entiendo, no soy bobo, déjese deso, yo me lo pasaré, ríase
de todo, no lo crea, salir tengo con la mía, no faltará, Dios lo ha de
proveer, más días hay que longanizas, donde una puerta se cierra otra se abre,
bueno está eso, qué le va a él, paréceme a mí, no es posible, no me diga nada,
ya estoy al cabo, ello dirá, ande el mundo, una muerte debo a Dios, bonito soy
yo para eso, sí por cierto, diga quien dijere, preso por mil, preso por mil y
quinientos, no es posible, todo se me alcanza, mi alma en mi palma, ver
veamos, diz que, y pero, y quizás.”
Y el tema de los porfiados:
“Dé donde diere.”
Estas necedades hacen a los hombres presumidos, perezosos y descuidados.
Éstas son el hielo en que yo me deslizo, en éstas se trastorna la rueda de mi
ama y trompica la bola que la sirve de chapín. Pues si los tontos me dejan
pasar, ¿qué culpa tengo yo de haber pasado? Si a la rueda de mi ama son
tropezones y barrancos, ¿por qué se quejan de sus vaivenes? Si saben que es
rueda, y que sube y baja, y que, por esta razón, baja para subir y sube para
bajar, ¿para qué se devanan en ella? El sol se ha parado; la rueda de la
Fortuna, nunca. Quien más seguro pensó haberla fijado el clavo, no hizo otra
cosa que alentar con nuevo peso el vuelo de su torbellino. Su movimiento
digiere las felicidades y miserias, como el del tiempo las vidas del mundo, y
el mundo mismo poco a poco. Esto es verdad, Júpiter. Responda quien supiere.
La Fortuna, con nuevo aliento, bamboleándose en remedos de veleta y
acciones de barrena, dijo:

 
-La Ocasión ha declarado la ocasión injusta de la acusación que se me pone;
empero yo quiero de mi parte satisfacerte a ti, supremo atronador, y a todos
esotros que te acompañan, sorbedores de ambrosía y néctar, no obstante que en
vosotros he tenido, tengo y tendré imperio, como le tengo en la canalla más
soez del mundo. Y yo espero ver vuestro endiosamiento muerto de hambre por
falta de víctimas y de frío, sin que alcancéis una morcilla por sacrificio,
ocupados en sólo abultar poemas y poblar coplones, gastados en consonantes y
en apodos amorosos, sirviendo de munición a los chistes y a las pullas.
-Malas nuevas tengan de cuanto deseas -dijo el Sol-, que con tan insolentes
palabras blasfemas de nuestro poder. Si me fuera lícito, pues soy el Sol, te
friyera en caniculares, y te asara en buchornos, y te desatinara a modorras.
-Vete a enjugar lodazales -dijo Fortuna-, a madurar pepinos y a proveer de
tercianas a los médicos y a adestrar las uñas de los que se espulgan a tus
rayos; que ya te he visto yo guardar vacas y correr tras una mozuela, que,
siendo sol, te dejó a escuras. Acuérdate de que eres padre de un quemado.
Cósete la boca, y deja de hablar, y habla quien le toca.
Entonces Júpiter severo pronunció estas razones:
-En muchas de las que tú y esa picarona que te sirve habéis dicho, tenéis
razón, empero, para satisfacción de las gentes está decretado irrevocablemente
que en el mundo, en un día y en una propia hora, se hallen de repente todos
los hombres con lo que cada uno merece. Esto ha de ser: señala hora y día.
La Fortuna respondió:
-Lo que se ha de hacer, ¿de qué sirve dilatarlo? Hágase hoy.
Sepamos qué hora es.
El Sol, jefe de relojeros, respondió:
-Hoy son 20 de junio, y la hora, las tres de la tarde y tres cuartos y diez
minutos.
-Pues en dando las cuatro -dijo la Fortuna- veréis lo que pasa en la
tierra.

 
Y diciendo y haciendo, empezó a untar el eje de su rueda y encajar manijas,
mudar clavos, enredar cuerdas, aflojar unas y estirar otras, cuando el Sol,
dando un grito, dijo:
-Las cuatro son, ni más ni menos: que ahora acabo de dorar la cuarta sombra
posmeridiana de las narices de los relojes de sol.
En diciendo estas palabras, La Fortuna, con quien toca sinfonía, empezó a
desatar su rueda, que, arrebatada en huracanes y vueltas: mezcló en nunca
vista confusión todas las cosas del mundo, y dando un pran aullido, dijo:
-Ande la rueda, y coz con ella.
I. UN MÉDICO
En aquel propio instante, yéndose a ojeo de calenturas, paso entre paso un
médico en su mula, le cogió la hora y se halló de verdugo, perneando sobre un
enfermo, diciendo credo en lugar de récipe, con aforismo escurridizo.
II. UN AZOTADO
Por la misma calle, poco detrás, venía un azotado, con la palabra del
verdugo delante chillando y con las mariposas del sepan cuantos, detrás y el
susodicho en un borrico, desnudo de medio arriba, como nadador de rebenque.
Cogióle la hora, y, derramando un rocín al alguacil que llevaba y el borrico
al azotado, el rocín se puso debajo del azotado y el borrico debajo del
alguacil, y, mudando lugares, empezó a recibir los pencazos el que acompañaba
al que los recibía, y el que los recibía a acompañar al que le acompañaba.
III. LOS CHIRRIONES
Atravesaban por otra calle unos chirriones de basura, y, llegando enfrente
de una botica, los cogió la hora, y empezó a rebosar la basura y salirse de
los chirriones y entrarse en la botica, de donde saltaban los botes y redomas,
zampándose en los chirriones con un ruido y admiración increíble. Y como se
encontraban al salir y al entrar los botes y la basura, se notó que la basura,
muy melindrosa, decía a los botes:
-Háganse allá.
Los basureros andaban con escobas y palas traspalando en los chirriones
mujeres afeitadas y gangosos y teñidos, sin poder nadie remediarlo.

 
IV. LA CASA DEL LADRÓN MINISTRO
Había hecho un bellaco una casa de grande ostentación con resabios de
palacio y portada sobreescrita de grandes genealogías de piedra. Su dueño era
un ladrón que, por debajo de su oficio, había robado el caudal con que la
había hecho. Estaba dentro y tenía cédula a la puerta para alquilar tres
cuartos. Cogióle la hora. ¡Oh, inmenso Dios, quién podrá referir tal portento!
Pues, piedra por piedra y ladrillo por ladrillo, se empezó a deshacer, y las
tejas, unas se iban a unos tejados y otras a otros. Veíanse vigas, puertas y
ventanas entrar por diferentes casas, con espanto de los dueños, que la
restitución tuvieron a terremoto y a fin del mundo. Iban las rejas y las
celosías buscando sus dueños de calle en calle. Las armas de la portada
partieron, como rayos, a restituirse a la montaña, a una casa de solar, a
quien este maldito había achacado su pícaro nacimiento. Quedó desnudo de
paredes y en cueros de edificio, y sólo en una esquina quedó la cédula de
alquiler que tenía puesta, tan mudada por la fuerza de la hora, que, donde
decía: “Quien quisiere alquilar esta casa vacía, entre: que dentro vive su
ITESM La hora de todos y la fortuna con seso
Campus Eugenio Garza Sada Francisco de Quevedo y Villegas
dueño”, se leía: “Quien quisiere alquilar este ladrón, que está vacío de su
casa, entre sin llamar, pues la casa no lo estorba.”
V. EL USURERO Y SUS ALHAJAS
Vivía enfrente déste un mohatrero, que prestaba sobre prendas, y viendo
afufarse la casa de su vecino, quiso prevenirse, diciendo:
-¿Las casas se mudan de los dueños? ¡Mala invención!
Y por presto que quiso ponerse en salvo, cogido de la hora, un escritorio,
y una colgadura y un bufete de plata, que tenía cautivos de intereses argeles,
con tanta violencia se desclavaron de las paredes y se desasieron, que al irse
a salir por la ventana un tapiz le cogió en el camino y, revolviéndosele al
cuerpo, amortajado en figurones, le arrancó y llevó en el aire más de cien
pasos, donde, desliado, cayó en un tejado, no sin crujido de costillaje; desde
donde, con desesperación, vio pasar cuanto tenía en busca de sus dueños, y
detrás de todo una ejecutoria, sobre la cual, por dos meses, había prestado a
su dueño doscientos reales, con ribete de cincuenta más. Ésta, ¡oh extraña
maravilla!, al pasar, le dijo:
-Morato, arráez de prendas: si mi amo por mí no puede ser preso por deudas,
¿qué razón hay para que tú por deudas me tengas presa?
Y diciendo esto se zampó en un bodegón, donde el hidalgo estaba disimulando
ganas de comer, con el estómago de rebozo, acechando unas tajadas que so el
poder de otras muelas rechinaban.

 
VI. EL HABLADOR PLENARIO
Un hablador plenario, que de lo que le sobra de palabras a dos leguas
pueden moler otros diez habladores, estaba anegando en prosa su barrio,
desatada la taravilla en diluvios de conversación.
Cogióle la hura y quedó tartamudo y tan zancajoso de pronunciación que, a
cada letra que pronunciaba, se ahorcaba en pujos de be a ba, y como el pobre
padecía, paró la lluvia, Con la retención empezó a rebosar charla por los ojos
y por los oídos.
VII. SENADORES VOTANDO UN PLEITO
Estaban unos senadores votando un pleito. Uno dellos, de puro maldito,
estaba pensando cómo podría condenar a entrambas partes. Otro incapaz, que no
entendía la justicia de ninguno de los dos litigantes, estaba determinando su
voto por aquellos dos textos de los idiotas: “Dios se la depare buena” y “dé
donde diere”. Otro caduco, que se había dormido en la relación, discípulo de
la mujer de Pilatos en alegar sueño, estaba trazando a cuál de sus compañeros
seguiría sentenciando a trochimoche. Otro, que era docto y virtuoso juez,
estaba como vendido al lado de otro, que estaba como comprado, senador brujo
untado. Éste alegó leyes torcidas, que pudieran arder en un candil, trujo a su
voto al dormido y al tonto y al malvado. Y habiendo hecho sentencia, al
pronunciarla, los cogió la hora, y en lugar de decir: “Fallamos que debemos
condenar y condenamos”, dijeron:
“Fallamos que debemos condenarnos y nos condenamos.”
-Ése sea tu nombre -dijo una voz.
Y, al instante, se les volvieron las togas pellejos de culebras, y
arremetiendo los unos a los otros, se trataban de monederos falsos de la
verdad. Y de tal suerte se repelaron, que las barbas de los unos se vían en
las manos de los otros, quedando las caras lampiñas y las uñas barbadas, en
señal de que juzgaban con ellas, por lo cual les competía la zalea
jurisconsulta.

 
VIII. EL CASAMENTERO
Un casamentero estaba emponzoñando el juicio de un buen hombre, que, no
sabiendo qué hacer de su sosiego, hacienda y quietud, trataba de casarse.
Proponíale una picarona, y guisábala con prosa eficaz, diciéndole:
-Señor, de nobleza no digo nada, porque, gloria a Dios, a vuesa merced le
sobra para prestar. Hacienda, vuesa merced no la ha menester. Hermosura, en
las mujeres propias antes se debe huir, por peligro. Entendimiento, vuesa
merced la ha de gobernar, y no la quiere para letrado. Condición, no la tiene.
Los años que tiene, son pocos, y decía entre sí: “por vivir”. Lo demás es a
pedir de boca.
El pobre hombre estaba furioso, diciendo:
-Demonio , ¿qué será lo demás, si ni es noble, ni rica, ni hermosa ni
discreta? Lo que tiene sólo es lo que no tiene, que es condición.
En esto los cogió la hora, cuando el maldito casamentero, sastre de bodas,
que harta, y miente, y engaña, y remienda, y añade, se halló desposado con la
fantasma que pretendía pegar al otro, y hundiéndose a voces sobre:
No merecéis descalzarme”,
“¿Quién sois vos, qué trujistes vos? se fueron comiendo a bocados.
IX. EL POETA CULTO
Estaba un poeta en un corrillo, leyendo una canción cultísima, tan atestada
de latines y tapizada de jerigonzas, tan zabucada de cláusulas, tan cortada de
paréntesis, que el auditorio pudiera comulgar de puro en ayunas que estaba.
Cogióle la hora en la cuarta estancia, y a la oscuridad de la obra, que era
tanta que no se vía la mano, acudieron lechuzas y murciélagos, y los oyentes,
encendiendo lanternas y candelillas, oían de ronda a la musa, a quien llaman
la enemiga del día,
que el negro manto descoge.
Llegóse un tanto con un cabo de vela al poeta, noche de invierno, de las
que llaman boca de lobo, que se encendió el papel por en medio. Dábase el
autor a los diablos, de ver quemada su obra, cuando el que la pegó fuego le
dijo:
-Estos versos no pueden ser claros y tener luz si no los queman: más
resplandecen luminaria que canción.

 
X. LA BUSCONA Y EL GUARDAINFANTE
Salía de su casa una buscona piramidal, habiendo hecho sudar la gota tan
gorda a su portada, dando paso a ‘un inmenso contorno de faldas, y tan
abultadas, que pudiera ir por debajo rellena de ganapanes, como la tarasca.
Arrempujaba con el ruedo las dos aceras de una plazuela. Cogióla la hora, y,
volviéndose del revés las faldas del guardainfante y arboladas, la sorbieron
en campana vuelta del revés, con facciones de tolva, y descubrióse que, para
abultar de caderas, entre diferentes legajos de arrapiezos que traía, iba un
repostero plegado y la barriga en figura de taberna, y al un lado, un medio
tapiz. Y lo más notable fue que se vía un Holofernes degollado, porque la
colgadura debía de ser de aquella historia. Hundíase la calle a silbos y
gritos. Ella aullaba, y, como estaba sumida en dos estados de carcavueso, que
formaban los espartos del ruedo, que se había erizado, oíanse las voces como
de lo profundo de una sima, donde yacía con pinta de carantamaula. Ahogárase
en la caterva que concurrió si no sucediera que, viniendo por la calle
rebosando narcisos uno con pantorrillas postizas y tres dientes, y dos teñidos
y tres calvos con sus cabelleras, los cogió la hora de pies a cabeza, y el de
las pantorrillas empezó a desangrarse de lana, y sintiendo mal acostadas, por
falta de los colchones, las canillas, y queriendo decir: “¿Quién me
despierna?“, se le desempedró la boca al primer bullicio de la lengua. Los
teñidos quedaron con requesones por barbas, y no se conocían unos a otros. A
los calvos se les huyeron las cabelleras con los sombreros en grupa, y
quedaron melones con bigotes, con una cortesía de memento horno.

 
XI. EL CRIADO FAVORECIDO Y EL AMO
Era muy favorecido de un señor un criado suyo. Éste le engañaba hasta el
sueño, y a éste, un criado que tenía, y a este criado, un mozo suyo, y a este
mozo, un amigo, y a este amigo, su amiga, y a ésta, el diablo. Pues cógelos la
hura, y el diablo, que estaba, al parecer, tan lejos del señor, revístese en
la puta; la puta, en su amigo; el amigo, en el mozo; el mozo, en el criado; el
criado, en el amo; el amo, en el señor. Y como el demonio llegó a él destilado
por puta y rufián, y mozo de mozo de criado de señor, endemoniado por pasadizo
y hecho un infierno, embistió con su siervo; éste, con su criado; el criado,
con su mozo; el mozo, con su amigo; el amigo, con su amiga; ésta, con todos, y
chocando los arcaduces del diablo unos con otros, se hicieron pedazos, se
deshizo la sarta de embustes, y Satanás, que enflautado en la cotorrera se
paseaba sin ser sentido, rezumándose de mano en mano, los cobró a todos de
contado.
XII. LA CASADA QUE SE AFEITA
Estábase afeitando una mujer casada y rica. Cubría con hopalandas de
solimán unas arrugas jaspeadas de pecas. Jalbegaba, como puerta de alojería,
lo rancio de la tez. Estábase guisando las cejas con humo, como chorizos.
Acompañaba lo mortecino de sus labios con munición de lanternas a poder de
cerillas. Iluminábase de vergüenza postiza con dedadas de salserilla de color.
Asistíala como asesor de cachivaches una dueña, calavera confitada en untos.
Estaba de rodillas sobre sus chapines, con un moñazo imperial en las dos
manos, y a su lado una doncellita, platicanta de botes, con unas costillas de
borrenas, para que su ama lanaplenase las concavidades que le resultaban de un
par de jibas que la trompicaban el talle. Estándose, pues, la tal señora dando
pesadumbre y asco a su espejo, cogida de la hora, se confundió en manotadas,
y, dándose con el solimán en los cabellos, y con el humo en los dientes, y con
la cerilla en las cejas, y con la color en todas las mejillas, y encajándose
el moño en las quijadas, y atacándose las borrenas al revés, quedó cana y
cisco y Antón Pintado y Antón Colorado, y barbada de rizos, y hecha abrojo,
con cuatro corcovas, vuelta visión y cochino de San Antón. La dueña,
entendiendo que se había vuelto loca, echó a correr con los andularios de
requiem en las manos. La muchacha se desmayó, como si viera al diablo. Ella
salió tras la dueña, hecha un infierno, chorreando pantasmas. Al ruido salió
el marido, y viéndola, creyó. que eran espíritus que se le habían revestido, y
partió de carrera a llamar quien la conjurase.

 
XIII. GRAN SEÑOR QUE VISITA SU CÁRCEL
Un gran señor fue a visitar la cárcel de su Corte, porque le dijeron servía
de heredad y bolsa a los que la tenían a cargo, que de los delitos hacían
mercancía y de los delincuentes tienda, trocando los ladrones en oro y los
homicidas en buena moneda. Mando que sacasen a visita los encarcelados, y
halló que los habían preso por los delitos que habían cometido y que los
tenían presos por los que su codicia cometía con ellos. Supo que a los unos
contaban lo que habían hurtado y podido hurtar, y a otros, lo que tenían y
podían tener, y que duraba la causa todo el tiempo que duraba el caudal, y
que, precisamente, el día del postrero maravedí era el día del castigo, y que
los prendían por el mal que habían hecho, y los justiciaban porque ya no
tenían. Saliéronse a visitar dos, que habían de ahorcar otro día. Al uno,
porque le había perdonado la parte, le tenían como libre; al otro, por hurtos
ahorcaban, habiendo tres años que estaba preso, en los cuales le habían comido
los hurtos y su hacienda y la de su padre y su mujer, en quien tenía dos
hijos. Cogió la hora al gran señor en esta visita, y, demudado de color, dijo:
-A éste que libráis porque perdonó la parte, ahorcaréis mañana. Porque, si
esto se hace, es instituir mercado público de vidas y hacer que por el dinero
del concierto con que se compra el perdón sea mercancía la vida del marido
para la mujer, y la del hijo para el padre, y la del padre para el hijo, y, en
puniéndose los perdones de muertes en venta, las vidas de todos están en
almoneda pública, y el dinero inhibe en la justicia el escarmiento, por ser
muy fácil de persuadir a las partes que le serán más útil mil escudos o
quinientos que un ahorcado. Dos partes hay en todas las culpas públicas: la
ofendida y la justicia. Y es tan conveniente que ésta castigue lo que le
pertenece como que aquélla perdone lo que le toca. Este ladrón, que después de
tres años de prisión queréis ahorcar, echaréis a galeras. Porque, como tres
años ha estuviera justamente ahorcado, hoy será injusticia muy cruel, pues
será ahorcar con el que pecó a su padre, a sus hijos y a su mujer, que son
inocentes, a quien habéis vosotros comido y hurtado con la dilación las
haciendas.

Acuérdame del cuento del que, enfadado de que los ratones le roían
papelillos y mendrugos de pan, y cortezas de queso y los zapatos viejos, trujo
gatos que le cazasen los ratones; y viendo que los gatos se comían los ratones
y juntamente un día le sacaban la carne de la olla, otro se la desensartaban
del asador, que ya le cogían una paloma, ya una pierna de carnero, mató los
gatos, y dijo:
“Vuelvan los ratones.” Aplicad vosotros este chiste, pues, como gatazos, en
lugar de limpiar la república, cazáis y corréis los ladrones ratoncillos, que
cortan una bolsa, agarran un pañizuelo, quitan una capa y corren un sombrero,
y juntamente os engullís el reino, robáis las haciendas, y asoláis las
familias. Infames, ratones quiero, y no gatos.
Diciendo esto, mandó soltar todos los presos y prender todos los ministros
de la cárcel, Armóse una herrería y confusión espantosa. Trocaban unos con
otros quejas y alaridos. Los que tenían los grillos y las cadenas se las
echaban a los que se las mandaron echar y se las echaron.
XIV. MUJERES DIFERENTES QUE VAN POR LA CALLE
Iban diferentes mujeres por la calle, las unas a pie. Y aunque algunas
dellas se tomaban ya de los años, iban gorjeándose de andadura y desviviéndose
de ponleví y enaguas. Otras iban embolsadas en coches, desantañándose de
navidades, con melindres y manoteado de cortinas. Otras, tocadas de gorgoritas
y vestidas de noli me tangere, iban en figura de camarines, en una alhacena de
cristal, con resabios de hornos de vidrio, romanadas por dos moros, o, cuando
mejor, por dos pícaros. Llevan la tales transpa rentes los ojos, en muy
estrecha vecindad con las nalgas del mozo delantero, y las narices molestadas
del zumo de sus pies, que como no pasa por escarpines, se perfuma de Fregenal.
Unas y otras iban reciennaciéndose, arrulladas de galas y con niña postiza,
callando la vieja, como la caca, pasando a la arismética de los ojos los
ataúdes por las cunas. Cogiólas la hora, y, topándolas Estoflerino y Magino y
Origano y Argolo, con sus efemérides desenvainadas, embistieron con ellas a
ponerlas todas las fechas de sus vidas, con día, mes y año, hora, minutos y
segundos. Decían con voces descompuestas:
-Demonios, reconoce vuestra fecha, como vuestra sentencia. Cuarenta y dos
años tienes, dos meses, cinco días, seis horas, nueve minutos y veinte
segundos.

 
¡Oh, inmenso Dios, quién podrá decir el desaforado zurrido que se levantó!
No se oía otra cosa que “mentises; no hay tal; no he cumplido quince; ¡Jesús!
¿Quién tal dice?. Aún no he entrado en diez y ocho; en trece estoy; ayer nací;
no tengo ningún año; miente el tiempo”.
Y una, a quien Origano estaba sobreescribiendo como escritura: “Fue fecha y
otorgada esta mujer el año de 1578”, viendo ella que se le averiguaban sesenta
y siete años, entigrecida y enserpentada, dijo:
-Yo no he nacido, legalizador de la muerte; aún no me han salido los
dientes.
-Antigualla, mamotreto de siglos, no salen sobre raigones; tente a la
fecha.
-No conozco fecha.
Y arremetiendo el uno al otro, se confundió todo en una resistencia
espantosa.
XV. POTENTADO DESPUÉS DE COMER
Estaba un potentado, después de comer, arrullando su desvanecimiento con
lisonjas arpadas en los picos de sus criados. Oíase el rugir de las tripas
galopines, que en la cocina de su barriga no se podían averiguar con la
carnicería que había devorado. Estaba espumando en salivas, por la boca, los
hervores de las azumbres, todo el coramvobis iluminado de panarras, con
arreboles de brindis. A cada disparate y necedad que decía, se desatinaban en
los encarecimientos y alabanzas los circunstantes. Unos decían: ” ¡ Admirable
discurso!” Otros: “No hay más que decir. ¡Grandes y preciosísimas palabras!” Y
un lisonjero, que procuraba pujar a los otros la adulación, mintiendo de
puntillas, dijo:
-Oyéndote ha desfallecido pasmada la admiración y la dotrina.
El tal señor, encantusado y dando dos ronquidos, parleros del ahíto, con
promesas de vómito, derramó con zollipo estas palabras:
-Afligido me tiene la pérdida de los dos naves mías.
En oyéndolo, se afilaron los lisonjeros de embeleco, y, revistiéndoseles
la mesma mentira, dijeron unos que “antes la pérdida le había sido de
autoridad y a pedir la boca, y que por útil debiera haber deseádola, pues le
ocasionaba causa justa para romper con los amigos y vecinos que le habían
robado, y’ que por dos les tomaría ducientos y que esto él se obligaba a
disponerlo.” Salpicó el detestable adulador este enredo de ejemplos.

 
Otros dijeron “había sido la pérdida glorioso suceso y lleno de majestad,
porque aquél era gran príncipe, que tenía más que perder, y que en eso se
conocía su grandeza, y no en gañar y adquirir, que es mendiguez propia de
piratas y ladrones”. Y añadió que “aquesta pédida había de ser su remedio”. Y
luego empezó a granizarle de aforismos y autores, ensartando a Tácito y a
Salustio, a Polibio y Tucídides, embutiendo las grandes pérdidas de los
romanos y griegos y otra gran cáfila de dislates. Y como el glotonazo no
buscaba sino disculpas de su flojedad, alegró la pérdida con el engaño. No
hiciera más el diablo.
En esto, a persuasión de las crudezas, por el mal despacho de la digestión,
disparó un regüeldo. No le hubieron oído, cuando los malvados lisonjeros,
hincando con suma veneración la rodilla, por hacerle creer había estornudado,
dijeron: “Dios le ayude.” Pues cógelo la hora, y, revestido de furias
infernales, aullando, dijo:
-Infames, pues me queréis hacer encreyentes que es estornudo el regüeldo,
estando mi boca a los umbrales de mis narices, ¿qué haráis de lo que ni veo ni
güelo?
Y dándose de manotadas en las orejas y mosqueándose de mentiras arremetió
con ellos y los derramó a coces de su palacio, diciendo:
-Príncipes, si me cogen acatarrado, me destruyen. Por un sentido que me
dejaron libre se perdieron: no hay cosa como oler.

 
XVI. CUDICIOSOS Y TRAMPOSOS
Los codiciosos, escarmentados, se apartaron de los tramposos, y los
tramposos, por no pagar de balde el embuste, se embistieron unos a otros,
disimulándose en las palabras y dándose un baño exterior de simplicidad.
Decíanse el un embustero al otro:
-Señor mío, escarmentado de tratar con tramposos, que me tienen destruido,
vengo a que, pues sabéis mi puntualidad, me prestéis tres mil reales en
vellón, de que os daré letra acetada a dos meses, que se pagará en plata, en
persona tan. abonada que es como tenerlos en la bolsa, y que no es menester
más de llegar y contar.
Y era éste en quien daba la letra la misma trampa. Mas el tramposo, que oía
al otro tramposo que le abonaba al tercer tramposo, disimulando el conocerlos,
y adargándose del trampantojo, con lamentación ponderada le dijo que él andaba
a buscar cuatro mil reales sobre prenda que valía ocho, y que a ese efecto
había salido de su casa. Andaban chocando los unos con los otros con cadenas
de alquimia, hipócritas del oro, y letras falsas acetadas, y con fiadores
falidos y escrituras falsas, y hipotecas ajenas, y plata que habían pedido
prestada para un banquete, y migajas de pies de tazas de vidrio, y claveques
con apellido de diamantes. Era admirable la prosa que gastaban. Uno decía:
-Yo profeso verdad, y se ha de hallar en mí, si se perdiere. No profeso
sino pan por pan y vino por vino. Antes moriré de hambre, pegada la boca a la
pared, que hacer ruindad. No quiero sino crédito. No hay tal como poder traer
la cara descubierta. Esto me enseñaron mis padres.
Respondía el otro tramposo:

 
-No hay cosa como la puntualidad. Sí por sí y no por no. Por malos medios
no quiero hacienda. Toda mi vida he tenido esta condición. No quiero tener que
restituir; lo que importa es el alma. No haría una trampa por los haberes del
mundo. Más quiero mi conciencia que cuanto tiene la tierra.
En esto estaban las ratoneras vivas, arrebozando de cláusulas justificadas
las intenciones cardas, cuando los cogió de medio a medio la hora, y,
creyéndose los unos tramposos a los otros, se destruyeron. El de la cadena de
alquimia la daba por la letra falsa, y el de los diamantes claveques tomaba
por ellos la plata prestada. Los tres partieron al contraste. El otro a
verificar la letra y asegurarla y perder la mitad, porque se la pagasen antes
que se averiguase el cadenón de hierro viejo. Llegó volando a la casa del
hombre en cuyo nombre estaba acetada, el cual le dijo que aquella letra no era
suya ni conocía tal hombre, y envióle noramala. Él se salió, letra entre
piernas, diciendo:
-¡Oh, ladrón! ¡Cuál me la habías pegado si la cadena no fuera de trozos de
jeringa!
El de los claveques decía, estando vendiendo la plata a un platero sin
hechura y por menos del peso:
-¡Bien se la pegué con mendrugos de vidrio!
En esto llegó el dueño, y conociendo su plata, que andaba dando cosetadas
en el peso, llamó a un alguacil y hizo prender al tramposo por ladrón.
Empelazgáronse. Al ruido salió el de los diamantes falsos dando gritos. El que
vendía la plata, dijo:
-Ese infame me la vendió.
El otro decía:
-Miente; que ése me la ha hurtado.
El. platero decía:
-Ese maulero me traía chinas por diamantes.
El dueño de la plata requería que los prendiesen a entrambos.
El escribano decía que a todos tres hasta que se averiguase.
El alguacil, poniéndose la vara en la boca y asiendo a los dos tramposos
con las dos manos, y el escribano de la capa al dueño de la plata, después de
haberse desgarrado las jetas unos a otros, con gran séquito de pícaros fueron
entregados en la cárcel al guardajoyas del verdugo.

 
XVII. ARBITRISTAS EN DINAMARCA
En Dinamarca había un señor de una isla poblada con cinco lugares. Estaba
muy pobre, más por la ansia de ser más rico, que por lo que le faltaba.
Castigó el cielo a los vecinos y naturales desta isla con inclinación casi
universal a ser arbitristas. En este nombre hay mucha diferencia en los
manuscritos: en unos se lee arbitristes; en otros, arbatristes, y en los más,
armachismes. Cada uno enmiende la lección como mejor le pareciere a sus
acontecimientos. Por esta causa, esta tierra era habitada de tantas plagas
como personas. Todos los circunvecinos se guardaban de las gentes desta isla
como de pestes andantes, pues de sólo el contagio del aire que pasado por ella
los tocaba, se les consumían los caudales, se les secaban las haciendas, se
les desacreditaba el dinero y se les asuraba la negociación. Era tan inmensa
la arbitrería que producía aquella tierra, que los niños, en naciendo, decían
arbitrio por decir taita. Era una población de laberintos, porque las mujeres
con sus maridos, los padres con los hijos, los hijos con los padres y los
vecinos unos con otros, andaban a daca mis arbitrios y toma los tuyos, y todos
se tomaban del arbitrio como del vino.
Pues este buen señor, en las partes de allende, convencido de la cudicia,
que es uno de los peores demonios que esgrimen cizaña en el mundo, mandó tocar
a arbitrios. Juntáronse legiones de arbitrianos en el teatro del palacio,
empapeladas las pretinas y asaetadas de legajos de discursos las aberturas de
los sayos. Díjoles su necesidad, pidióles el remedio. Todos a un tiempo
echando mano a sus discursos, y con cuadernos en ristre, embistieron en turba
multa, y, ahogándose unos en otros por cuál llegaría antes, nevaron cuatro
bufetes de cartapeles, Sosegó el runrún que tenían, y empezó a leer el primer
arbitrio. Decía así:

 
“Arbitrio para tener inmensa cantidad de oro y plata sin pedirla ni tomarla
a nadie.”
-Durillo se me hace -dijo el señor-. Segundo:
“Para tener inmensas riquezas en un día, quitando a todos cuanto tienen y
enriqueciéndolos con quitárselo.”
-La primera parte de quitar a todos, me agrada; la segunda, de
enriquecerlos quitándoselo, tengo por dudosa; más allá se avengan. Tercero:
“Arbitrio fácil y gustoso y justificado para tener gran suma de millones,
en que los que los han de pagar no lo han de sentir; antes han de creer que se
los dan.”
-Me place, dejando esta persuasión por cuenta del arbitrista
-dijo el señor-. Cuarto arbitrio:
“Ofrece hacer que 10 que falta sobre, sin añadir nada ni alterar cosa
alguna, y sin queja de nadie.”
-Arbitrio tan bienquisto no puede ser verdadero. Quinto:
“En que se ofrece cuanto se desea. Hase de tomar y quitar y pedir a todos y
todos se darán a los diablos.”
-Este arbitrio, con lo endemoniado, asegura lo platicable.
Animado con la aprobación, el autor dijo:
-Y añado que los que le cobraren serán consuelo para los que le han de
padecer.
-¿Quién fuiste tú, que tal dijiste?
Alza Dios su ira y emborrúllanse en remolinos fuiriosos los arbitristas,
chasqueando barbulla, llamándole de borracho y perro,
Decíanle:

 
-Bergante, (propusiera Satanás el consuelo en los cobradores, siendo ellos
la enfermedad de todos los remedios?
Llamábanse de hidearbitristas, contradiciéndose los arbitrios los unos a
los otros, y cada uno sólo aprobaba el suyo. Pues estando encendidos en esta
brega, entraron de repente muchos criados, dando voces, desatinados que se
abrasaba el palacio por tres partes, y que el aire era grande. Coge la hora en
este susto al señor y a los arbitristas. El humo era grande y crecía por
instantes. No sabía el pobre señor qué hacerse. Los arbitristas le dijeron se
estuviese quedo, que ellos lo remediarían en un instante. Y saliendo del
teatro a borbotones, los unos agarraron de cuanto había en palacio, y,
arrojando por las ventanas los camarines y la recámara, hicieron pedazos
cuantas cosas tenía de precio. Los otros, con picos, derribaron una torre.
Otros, diciendo que el fuego en respirando se moría, deshicieron gran parte de
los tejados, arruinando los techos y asolándolo todo. Y ninguno de los
arbitristas acudió a matar el fuego y todos atendieron a matar la casa y
cuanto había en ella. Salió el señor, viendo el humo casi aplacado, y halló
que los vasallos y gente popular y la justicia habían ya apagado el fuego. Y
vio que los arbitristas daban tras los cimientos y que le habían derribado su
casa y hecho pedazos cuanto tenía, y, desatinado con la maldad y hecho una
sierpe, decía:
-Infames, vosotros sois el fuego. Todos vuestros arbitrios son desta
manera. Más quisiera, y me fuera más barato, haberme quemado, que haberos
creído. Todos vuestros remedios son desta suerte: derribar toda una casa,
porque no se caiga un rincón. Llamáis defender la hacienda echarla en la calle
y socorrer el rematar. Dais a comer a los príncipes sus pies, y sus manos y
sus miembros, y decís que le sustentáis, cuando le hacéis que se coma a
bocados a sí propio. Si la cabeza se come todo su cuerpo, quedará cáncer de sí
misma, y no persona. Perros: el fuego venía con harta razón a quemarme a mí
porque os junté y os consiento. Y como me vio en poder de arbitristas, cesó y
me dio por quemado. El más piadoso arbitrista es el fuego: él se ataja con el
agua; vosotros crecéis con ella y con todos los elementos y contra todos. El
Anticristo ha de ser arbitrista. A todos os he de quemar vivos y guardar
vuestra ceniza para hacer della cernada y colar las manchas de todas las
repúblicas. Los príncipes pueden ser pobres; mas, en tratando con arbitristas
para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes.

 
XVIII. LAS ALCAHUETAS Y LAS CHILLONAS
Las alcahuetas y las chillonas estaban juntas en parlamento nefando.
Hablaban muy bellacamente en ausencia de las bolsas y roía al dinero los
zancajos. La más antigua de las alcahuetas, mal asistida de dientes y mamona
de pronunciación, tableteando con las encías, dijo:
-El mundo está para dar un estallido. Mirad qué gentil dádiva.
El tiempo hace hambre. Todo está en un tris. Las ferias y los aguinaldos
días ha que pudren. Las albricias contadlas con los muertos. El dinero está
tan trocado, que no se conoce: con los premios se ha desvanecido, como ruin en
honra. Un real de a ocho se enseña a dos cuartos como un elefante. De los
doblones se dice lo que de los Infantes de Aragón:
¿Qué se hicieron?
Yo daré hace los papeles de toma. Item: fíe vuesa merced de mi palabra, es
mataperros; libranza, es gozque mortecino. Mancebito de piernas con guedejas y
sienes con ligas, son ganas de comer y un ayuno barbiponiente. Hijas, lo que
conviene es tengamos y tengamos, y encomendaros al contante y al antemano. Yo
administro unos hombres a medio podrir, entre vivos y muertos, que traen
bienaliñada pantasma y tratan de que los herede su apetito, y pagan en buena
moneda lo roñoso de su estantigua. Niñas, la codicia quita el asco. Cerrad los
ojos y tapad las narices, como quien toma purga. Beber lo amargo por el
provecho, es medicina. Haced cuenta que quemáis franjas viejas para sacarlas
el oro, o que chupáis huesos para sacer la médula. Yo tengo para cada una de
vosotras media docena de carroños, amantes pasas, arrugados, que gargajean
mejicanos. Yo no quiero tercera parte; con un porte moderado que se me pague
estoy contenta, para conservar esta negra honra, de que me he preciado toda mi
vida.

 
Acabó de mamullar estas razones, y, juntando la nariz con la barbilla, a
manera de garra, las hizo un gesto de la impresión del grifo. Una de las
pidonas y tomascas, arrebatiña en naguas, moño rapante, la respondió:
-Agüela, endilgadora de refocilos, engarzadora de cuerpos, eslabonadora de
gentes, enflautadora de personas, tejedora de caras, hasta de advertir que
somos muy mozas para vendernos a la pubarbada y a los cazasiglos. Gasta esa
munición en dueñas, que son mayas de los difuntos y mariposas del aquí yace.
Tía, la sangre que bulle, más quiere tararira que dineros y gusto que
dádivas. Toma otro oficio; que los coches se han alzado a mayores con la
coroza, y espero verlos tirar pepinazos por alcahuetes.
No hubo la buscona acabado estas palabras cuando a todas las cogió la hora,
y, entrando una bocanada de acreedores, embistieron con ellas. Uno, por el
alquiler de la casa las embargaba los trastos y la cama; otro, porque eran
suyos desde las almohadas a la guitarra, las asía de los vestidos por los
alquileres y asía de todo. Y de palabra en palabra, el uno al otro se
empujaron las caras con los puños cerrados. Hundía la vecindad a gritos un
ropero por unos guardainfantes. Las mancebitas de la sonsaca formaban una
capilla de chillidos, diciendo que qué término era aquél y que para ésta y
para aquélla, y como creo en Dios, y bonitas somos nosotras, y lo del negro, a
quien apelan las venganzas de las andorras. La maldita vieja se santiguaba a
manotadas, y no cesaba de clamar: “¡Jesús y en Jesús!” cuando a la tabaola
entró el amigo de la una de las busconas, y, sacando la espada, sin prólogo de
razonamiento, embistió con los cobradores, llamándolos pícaros y ladrones.
Sacaron las espadas, y, tirándose unos a otros, hicieron pedazos cuanto había
en la casa. Las busconas, a las ventanas, desgañitándose, pregonaban el que se
matan y ¿no hay justicia? Al ruido subió un alguacil con todos sus arrabales,
con el favor al rey, ténganse a la justicia.
Embrujáronse todos en la escalera; salieron a la calle, unos heridos y
otros desgarrados. El rufián, abierta la media cabeza y la otra media, a lo
que sospecho, no bien cerrada, sin capa y sombrero, se fue a una iglesia. El
alguacil entró en la casa y, en viendo a la buena vieja, embistió con ella,
diciendo:
-¿Aquí estás, bellaca, después de desterrada tres veces? Tú tienes la culpa
de todo.
Y asiéndola y a las demás todas, y embargando lo que hallaron, las llevaron
en racimo a la cárcel, desnudas y remesadas, acompañadas del vayan las
pícaras, pronunciado por toda la vecindad.

 
XIX. EL LETRADO Y LOS PLEITEANTES
Un letrado bien frondoso de mejillas, de aquellos que, con barba negra y
bigotes de buces, traen la boca con sotana y manteo, estaba en una pieza
atestada de cuerpos tan sin alma como el suyo. Revolvía menos los autores que
las partes. Tan preciado de rica librería, siendo idiota, que se puede decir
que en los libros no sabe lo que se tiene. Había adquirido fama por lo sonoro
de la voz, lo eficaz de los gestos, la inmensa corriente de las palabras en
que anegaba a los otros abogados. No cabían en su estudio los litigantes de
pies, cada uno en su proceso como en su palo, en aquel peralvillo de las
bolsas. Él salpicaba de leyes a todos. NO se le oía otra cosa sino:
-Ya estoy al cabo; bien visto lo tengo; su justicia de vuesa merced no es
dubitable; ley hay en propios términos; no es tan claro el día; éste no es
pleito, es caso juzgado; todo derecho habla en nuestro favor; no tiene muchos
lances; buenos jueces tenemos; no alega el contrario cosa de provecho; lo
actuado está lleno de nulidades; es fuerza que se revoque la sentencia dada;
déjese vuesa merced gobernar.
Y con esto, a unos ordenaba peticiones; a otros, querellas; a otros,
interrogatorios; a otros, protestas; a otros, súplicas, y a otros
requerimientos. Andaban al retortero los Bártulos, los Baldos, los Abades, los
Surdos, los Farinacios, los Tuscos, los Cujacios, los Fabros, los Ancharaons,
el señor presidente Covarrubias, Chasaneo, Oldrado, Mascardo, y tras la ley
del reino, Montalvo y Gregorio López, y otros innumerables, burrajeados de
párrafos, con sus dos corvocas de la ce abreviatura, y de la efe preñada con
grande prole de números, y su ibi a las ancas. La nota de la petición pedía
dineros; el platicante, la pitanza de escribirla; el procurador, la de
presentarla; el escribano de la cámara, la de su oficio; el relator, la de su
relación. En estos dacas, los cogió la hora, cuando los pleiteantes dijeron a
una voz:

 
-Señor licenciado: en los pleitos, lo más barato es la parte contraria,
porque ella pide lo que pretende que la den, y lo pide a su costa, y vuesa
merced, por la defensa, pide y cobra a la nuestra; el procurador, lo que le
dan; el escribano y el relator, lo que le pagan. El contrario aguarda la
sentencia de vista y revista, y vuesa merced y sus secuaces sentencian para sí
sin apelación. En el pleito podrá ser que nos condenen o nos absuelvan, y en
seguirle no podemos dejar de ser condenados cinco veces cada día. Al cabo,
nosotros podemos tener justicia; mas no dinero, Todos esos autores, textos y
decisiones y consejos no harán que no sea abominable necedad gastar lo que
tengo por alcanzar lo que otro tiene y puede ser que no alcance. Más queremos
una parte contraria que cinco. Cuando nosotros ganemos el pleito, el pleito
nos ha perdido a nosotros. Los letrados defienden a los litigantes en los
pleitos como los pilotos en las borrascas los navíos, sacándoles cuanto tienen
en el cuerpo, para que, si Dios fuere servido, lleguen vacíos y despojados a
la orilla. Señor mío: el mejor jurisconsulto es la concordia, que nos da lo
que vuesa merced nos quita. Todos, corriendo, nos vamos a concertar con
nuestros contrarios. A vuesa merced le vacan las rentas y tributos que tiene
situados sobre nuestra terquedad y porfía. Y cuando por la conveniencia
perdamos cuanto pretendemos, ganamos cuanto vuesa merced pierde. Vuesa merced
ponga cédula de alquiler en sus textos; que buenos pareceres los dan con más
comodidad las cantoneras. Y pues ha vivido de revolver caldos, acomódese a
cocinero y profese de cucharón.

 
XX. LOS TABERNEROS
Los taberneros, de quien, cuando más encarecen el vino, no se puede decir
que lo suben a las nubes, antes que bajan las nubes al vino, según le llueven,
gente más pedigüeña del agua que los labradores, aguadores de cuero, que
desmienten con el piezgo los cántaros, estaban con un grande auditorio de
lacayos, esportilleros y mozos de sillas y algunos escuderos, bebiendo de
rebozo seis o siete dellos en maridaje de mozas gallegas, haciendo sed
bailando, para bailar bebiendo. Dábanse de rato en rato grandes cimbronazos de
vino. Andaba la taza de mano en mano, sobre los dos dedos, en figura de
gavilán. Uno de ellos, que reconoció el pantano mezclado, dijo: “ ¡Rico vino!”
a un picarazo a quien brindó. El otro, que, por lo aguanoso, esperaba antes
pescar en la copa ranas que soplar mosquitos, dijo:
-Este es, verdaderamente, rico vino, y no otros vinos pobretones, que no
llueve Dios sobre cosa suya.
El tabernero, sentido de los remoquetes, dijo:
-Beban y callen los borrachos.
-Beban y naden, ha de decir -replicó un escudero.
Pues cógelos a todos la hora, y, amotinados, tirándole las tazas y jarros,
le decían:
-Diluvio de la sed, ¿por qué llamas borrachos a los anegados? {Vendes por
azumbres lo que llueves a cántaros y llamas zorras a los que haces patos?. Más
son menester fieltros y botas de baqueta para beber en tu casa que para
caminar en invierno, infame falsificador de las viñas.
El tabernero, convencido de Neptuno, diciendo: ” ¡Agua, Dios, agua! “, con
el pellejo en brazos, se subió a una ventana y empezó a gritar, derramando el
vino:
-Agua va, que vacío.
-Y los que iban por la calle, respondían:
-Aguarda, fregona de las uvas.

 
XXI. ENJAMBRE DE PRETENDIENTES
Estaba un enjambre de treinta y dos pretendientes de un mismo oficio
aguardando al señor que había de proveerle. Cada uno hallaba en sí tantos
méritos como faltas en todos los demás. Estábanse santiguando mentalmente unos
de otros. Cada uno decía entre sí que eran locos y desvergonzados los otros en
pretender lo que merecía él solo. Mirábanse con un odio infernal, tenían los
corazones rellenos de víboras, preveníanse afrentas y infamias para
calumniarse, mostraban los semblantes aciagos y las coyunturas azogadas de
reverencias y sumisiones. A cada movimiento de la puerta se estremecían de
acatamientos, bamboleándose con alfe recía solícita. Tenían ajadas las caras
con la frecuencia de gestos meritorios, flechados de obediencia, con las
espaldas en jiba, entre pisarse el ranzal y pelícanos. No pasaba paje a quien
no llamasen mi rey, frunciendo las jetas en requiebros. Pasó el secretario con
andadura de flecha. Aquí fue ella, que, desapareciéndose de estatura y
gandujando sus cuerpos en cincos de guarismo, le sitiaron en adoración en
cuclillas. Él, con un “perdonen vuesas mercedes, que voy de prisa”, trotado en
la pronunciación, se entró con miradura de novia. Pidió el señor la caja.
Oyóse una voz que dijo:
-Venga el servicio.
-Yo soy -dijo uno de los pretendientes.
Otro:
-Ya entro.
Otro:
-Aquí estoy.

 
Apretábanse con la puerta hasta sacarse zumo. El pobre señor, que supo la
tabaola que le aguardaba de plegarias, y columbró a los malditos pretendientes
terciando contra él los memoriales enherbolados, no sabía qué se hacer de sus
orejas. Dábase a los demonios entre sí mismo, diciendo que el tener que dar
era la cosa mejor del mundo, si no hubiera quien lo pretendiera, y que las
mercedes, para no ser persecución del que las hace, habían de ser recibidas y
no solicitadas. Los quebrantahuesos, que veían se dilataba’ su despacho, se
carcomían, considerando que el oficio era uno y ellos muchos. Atollábaseles la
arismética en decir:
-Un oficio entre treinta y dos, ¿a cómo les cabe?
Y restaban:
-Recibir uno y pagar treinta y dos, no puede ser.
Y todos se hacían el uno y encajaban a los otros en el no puede ser. El
señor decía:
-Fuerza es que yo deje uno premiado y treinta y uno quejosos.
Mas, al fin, se determinó, por limpiarse dellos, a que entrasen. Diose un
baño de piedra mármol y revistióse en estatua para mesurarse de audiencia.
Embocáronse en manada y rebaño. Y viendo empezaban a quererle informar en
bulla, les dijo:
-El oficio es uno, vosotros muchos: yo deseo dar a uno el oficio y dejaros
contentos.

 
Estando diciendo esto, los cogió la hora, y el señor, haciendo a uno la
merced, empezó a ensartarlos a todos en futura sucesión de futuras sucesiones
perdurables, que nunca se acaban. Los pobres futurados empezaron a desearse la
muerte, invocar garrotillos, pleurites, pestes, tabardillos, muertes
repentinas, apoplejías, disenterías y puñaladas. Y no habiendo un instante que
lo dijo, les parecía a los futuros sucesores que habían vivido ya sus
antecesores diez Matusalenes en retahíla. Y siendo así que el décimo reculaba
en su futura en quinientos años venideros, todos acetaron la posmuerte de su
antecedente; sólo el treinta y uno, que halló hecha bien la cuenta, que
llegaba su plazo horas con horas con la fin del mundo, allende del Antecristo,
dijo:
-Yo vengo a poseer entre las cañitas y el fuego. ¡Bien haré yo mi oficio
quemado! El día del juicio, ¡quién hará que me paguen mis gajes las calaveras?
Por mí, viva muchos años el treinta futuro, que, cuando a él llegue la tanda,
estará el mundo dando arcadas. El señor los dejó sobreviviéndose y
trasmatándose unos a otros, y se fue podrido de ver que se arrempujaban las
edades hacia el saeculum per ignem y que pretendían emparejar con saecula
saeculorum.
El que pescó el oficio estaba atónito viéndose con tan larga retahíla de
herederos. Fuese tomándose al pulso y propuniendo de no cenar y guardarse de
soles. Los demás se miraban como venenos eslabonados, y, anatematizándose las
vidas, se iban levantando achaques, y añadiéndose años, y amenazándose de
ataúdes, y zahiriéndose la buena disposición, y enfermando de la salud de sus
precedentes y dándose a médicos como a perros.

 
XXII. HOMBRES OUE PIDEN PRESTADO
Unos hombres, que piden prestado, a imitación del día que pasó para no
volver, discípulos de las arañas en cazar la mosca, se estaban en la cama al
anochecer, por tener las carnes a letra vista. Habían gastado entre todos, en
oblea, tinta y pluma y papel, ocho reales, que habían juntado a escote, y todo
la consumieron en billetes, bacinicas de demanda, con nota rematada y
cláusulas de extrema necesidad, “por ser negocio de honra, en que les iba la
vida”; con el fiador, de que “se volvería con toda brevedad, que sería
echarlos una S y un clavo”. Y por si faltaba el dinero, remataban con la
plegaria, que es las mil y quinientas de la bribia, diciendo que, si no se
hallasen con algún contante, se sirviesen de enviar una prenda, que los
buscarían sobre ella, y se guardaría como los ojos de la cara, con su contera
de que: “Perdone el atrevimiento”, y “que no se avergonzaran a otra persona”.
Habían, pues, flechado cien papeles déstos, rociando de estafa todo el lugar.
Llevábalos un compañero panza al trote, insigne clamista, que, con una barba
de cola de pescado y una capa larga, pintaba en platicante de médico. Quedó el
nido de emprestillones haciendo la cuenta de cuánto dinero traería, y sobre si
serían seiscientos o cuatrocientos reales, armaron una zalagarda del diablo.
Llegaron a reñir y a desmentirse sobre lo que se había de hacer de lo que
pillasen. Y tanto se enfurecieron, que saltaron de las camas, con tal dieta de
camisas las partes bajas, que era más fácil darse de azotes que de sopapos.
Entró en este punto la estafeta de los enredos, con tufo de “no hay, no tengo,
Dios los provea”. Traía las dos manos descubiertas, sin codo manco: señal de
desembarazo. Víanse las dos barajas de billetes. Quedáronse transidos viendo
que su fábrica pintaba en solas respuestas de retorno, y con prosa falida de
voz, dijeron:

 
-¿Qué tenemos?
-Que no tienen -respondió el sacatrapos-; entreténganse ustedes en leer, ya
que no pueden contar.
Empezaron a abrir billetes. El primero decía:
“No he sentido en mi vida cosa tanta como no poder servir a vuesa merced
con esta niñería.”
-Pues socorriérame y lo sintiera más.
El segundo:
“Señor mío: si ayer recibiera su papel de vuesa merced, le pudiera servir
con mil gustos.”
-¡Válgate el diablo por ayer, que te andas cada día tras los embestidores!
El tercero:
“El tiempo está de manera. . .”
-¡Oh, maldito caballero almanac! ¿Pídente dinero y das pronóstico?
El cuarto:
“No siente vuesa merced tanto su necesidad como yo no poder socorrerla.”
-¿Quién te lo dijo, demonio? ¿Profeta te haces, miserable?
¿Cuando te piden adivinas?
-No hay más que leer -dijeron todos.
Y alzando un zurrido infernal, dijeron:
-Ya es de noche: desquitémonos de lo gastado royendo las obleas de los
sellos, a falta de cena, y juntemos estos billetes con otros dos cahíces que
tenemos, y véndanse a un confitero, que, por lo menos, dará por ellos cuatro
reales para amortajar especias, y encorozar confites, y hacer mantellinas al
azúcar de las pellas y calzar los bizcochos.
-Esto de pedir prestado -decía bostezando el andadero-, diez años ha que
murió súpito; ya no hay qué prestar sino paciencia. Por no ver los gestos y
garambainas que hacen con las caras tos embestidos, puede uno darles lo que
les pide, y, hecha la cuenta, se gasta más en secretaría y trotes que se
cobra, Caballeros de la arrebatiña, no hay sino ojo avizor.
En esto estaban los pescadores de papel, cuando los cogió la hura, y dijo
el más desembainado de persona:

 
-Mucho se nos hacen de rogar los bienes ajenos, y, si aguardamos a que se
nos vengan a casa, pereceremos en la calle. No es buena ganzúa la oratoria, y
la prosa se entra por los oídos y no por las faltriqueras. Dar audiencia al
que pide cuartos es dar al diablo. Más fácil es tomar que pedir. Cuando todos
guardan, no hay que aguardar. Lo que conviene es hurtar de boga arrancada y
con consideración: quiero decir, considerando que se ha de hurtar de suerte
que haya hurto para el que acusa, para el que escribe, para el que prende,
para el que procura, para el que aboga, para el que solicita, para el que
relata y para el que juzga, y que sobre algo; porque donde el hurto se acaba,
el verdugo empieza. Amigos, si nos desterraren es mejor que si nos
enterrasen. Los pregones, por un oído se entran y por otro se salen. Si nos
sacan a la vergüenza, es saca que no escuece, y yo no sé quién tiene la
vergüenza adonde nos han de sacar. Si nos azotaren, a quien dan no escoge, y,
por lo menos, oye un hombre alabar sus carnes, y en apeándose un jubón, cubre
otro. En el tormento no tenemos riesgo los mentirosos, pues toda su tema es
que digan la verdad, y, con hágame sastre, se asegura la persona. Ir a galeras
es servir al rey y volverse lampiños: los galeotes son candiles, que sirven a
falta de velas. Si nos ahorcan, que es el finibus terrae, tal día hizo un año,
y, por lo menos, no hay ahorcado que no honre a sus padres, diciendo los
ignorantes que los deshonran, pues no se oye otra cosa, aunque el ahorcado sea
un pícaro, sino que es muy bien nacido y hijo de buenos padres. Y aunque no
sea sino por morirse uno dejando de la agalla a la botica y al médico, no le
está mal la enfermedad de esparto. Caballeros, no hay sino manos a la obra.
No lo hubo dicho, cuando revolviéndose las sábanas de las camas al cuerpo y
engulléndose el candil en el balsopeto, se descolgaron por una manta a la
calle desde una ventana y partieron como rayos a sofaldar cofres y retozar
pestillos y manosear faltriqueras.

 
XXIII. LA IMPERIAL ITALIA
La imperial Italia, a quien sólo quedó lo augusto del nombre, viendo
gastada su monarquía en pedazos, con que añadieron tan diferentes príncipes
sus dominios, y ocupada su jurisdicción en remendar señor-los, poco antes
desarrapados; desengañada de que, si pudo con dicha quitar ella sola a todos
los que poseían, había sido fácil quitarla a ella todos lo que sola les había
quitado; hallándose pobre y sumamente ligera, por haber dejado el peso de
tantas provincias, dio en volatín, y, por falta de suelo, andaba en la maroma,
con admiración de todo el mundo. Fijó los ejes de su cuerda en Roma y en
Saboya. Eran auditorio y aplauso España del un lado y Francia del otro.
Estaban cuidadosos estos dos grandes reyes, aguardando hacia dónde se
inclinaba en las mudanzas y vueltas que hacía, para si por descuido cayese,
recogerla cada una. Italia, advertida de la prevención del auditorio, para
tenerse firme y pasear segura tan estrecha senda. tomó por bastón la señoría
de Venecia en los brazos, y equilibrando sus movimientos. hacía saltos y
vueltas maravillosas, unas veces fingiendo caer hacia España, otras hacia
Francia; teniendo por entretenimiento la ansia con que una y otra extendían
los brazos a recogerla, y siendo fiesta a todos la burla que, restituyéndose
en su firmeza, les hacía. Pues estando entretenidos en esto, cógelos la hura,
y el rey de Francia, desconfiado de su arrebatiña, para que diese zaparrazo a
su lado, empezó a falsear el asiento del eje de la maroma, que estaba afir
mado en Saboya. El monarca de España, que lo entendió, le añadía por puntales
el estado de Milán y el reino de Nápoles y a Sicilia. Italia, que andaba
volando, echó de ver que el bastón de Venecia, que, trayéndole en las manos,
la servía de equilibrio, por otra parte la tenía crucificada, le arrojó, y,
asiéndose a la maroma con las manos, dijo:
-Basta de volatín, que mal podré volar si los que me miran desean que caiga
y quien me bilanza y contrapesa, me crucifica.
Y con sospecha de los puntales de Saboya, se pasó a los de Roma, diciendo:
-Pues todos me quieren prender, Iglesia me llamo, donde, si cayere, habrá
quien me absuelva.
El rey de Francia se fue llegando a Roma con piel de cardenal, por no ser
conocido; empero el rey de España, que penetró la maula de disfrazar el
monsiur en monseñor, haciéndole al pasar cortesía, le obligó a que, quitándose
el capello, descubriese lo calvino de su cabeza.

 
XXIV. EL CABALLO DE NÁPOLES
El caballo de Nápoles, a quien algunos han hurtado la cebada, otros ayudado
a comer la paja, algunos le han hecho rocín, otros posta azotándole, otros
yegua, viendo que en poder del Duque de Osuna, incomparable virrey, invencible
capitán general, juntó pareja con el famoso y leal caballo que es timbre de
sus armas, y que le enjaezó con las granas de las dos mahonas‘de Venecia y con
el tesoro de la nave de Brindis; que le hizo caballo marino con tantas y tan
gloriosas batallas navales, que le dio verde en Chipre y de beber en el
Tenedo, cuando se trujo a las ancas la nave poderosa de la Sultana y de
Salónique, para que le almohazase al capitán de aquellas galeras con su
capitana, por lo cual Neptuno le reconoció por su primogénito, el que produjo
en competencia de Minerva; acordábase que el grande Girón le había hecho
gastar por herraduras las medias lunas del turco, y que con ellas fueron sus
coces sacamuelas de los leones venecianos en la prodigiosa batalla sobre
Raguza, donde, con quince velas, les desbarató ochenta, obligándolos a
retirarse vergonzosamente, con pérdida de muchas galeras y galeazas, y de la
mayor y mejor parte de la gente. Cuando se acordaba destos triunfos, se vía
sin manta y con mataduras y muermo, que le procedía de plumas de gallina que
le echaban en el pesebre. Víase ocupado en tirar un coche quien fue tan
áspero, que nunca supieron, con ser buenos bridones, los franceses tenerse
encima dél, habiéndolo intentado muchas veces. Ocasionóle el miserable estado
en que se vía tal tristeza y desesperación, que, enfurecido y relinchando
clarines y resollando fuego, quiso ser caballo de Troya, y, a corcovos y
manotadas, asolar la ciudad. Al ruido entraron los sexos de Nápoles, y,
arrojándole una toga en la cara, le taparon los ojos, y con halagos,
hablándole calabrés cerrado, le pusieron maneotas y cabestro. Y estándole
atando a un aldabón del establo, cógelos la hora, y dos de los sexos dijeron
que convenía y era más barato dar a Roma de una vez el caballo que cada año
una hacanea con dote, y quitarse de ruidos, pues, según le miraban, se podía
temer que le matasen de ojo los nepotes. A esto, demudados, respondieron los
otros que el rey de España le aseguraba de tal enfermedad con tres castillos,
que le tenía puestos en la frente por texón, y que primero le cortarían las
piernas que verle servir de mula y escondido en hopalandas. Los dos replicaron
que parecía lenguaje de herejes no querer ser papistas, y que ninguna silla le
podía estar tan bien como la de San Pedro. A esto dijeron coléricos los demás
que, para que los herejes no hiciesen al Pontífice perder los estribos en
aquella silla, convenía que sólo el rey de España se sirviese deste caballo.
Unos decían bonete; otros, corona, y de una palabra en otra, se envedijaron de
suerte, que si no entra el electo del pueblo, se hacen pedazos. El cual,
sabiendo dellos la ocasión de la pendencia, les dijo:

 
-Este caballo, con ser desbocado, ha tenido muchos amos, y las más veces se
ha ido él por su pie que dejándose llevar del ranzal. Lo que conviene es
guardarle con cuidado, que anda en Italia mucha gente de a pie que busca
bagaje, y cuatreros con botas y espuelas, y el gitano trueca borricas que le
ha hurtado otras veces, y ahora tiene puerta falsa a la estala y no conviene
que le almohace ningún mozo de caballos francés, que le hacen cosquillas en
lugar de limpiarle, y tanto ojo con los monsiures, que se visten manteo y
sotana para echarle la pierna encima.

 
XXV. LOS DOS AHORCADOS
Estaban ahorcando dos rufianes por media docena de muertes: el uno estaba
ya hecho badajo de la ene de palo, el otro acababa de sentarse en el poyo
donde se pone a caballo el jinete de gaznates. Entre la multitud de gente que
los miraba, pasando en alcance de unos tabardillos, se pararon dos médicos, y
viéndolos, empezaron a llorar como unas criaturas, y con tantas lágrimas, que
unos tratantes que estaban junto a ellos los preguntaron si eran sus hijos los
ajusticiados. A lo cual respondieron que no los conocían, empero que sus
lágrimas eran de ver morir dos hombres sin pagar nada a la facultad. En esto
los cogió a todos la hora, y columbrando el ahorcado a los médicos, dijo:
-¡Ah, señores dotores! Aquí tienen vuestedes lugar, si son servidos, pues
por los que han muerto merecen el mío, y por lo que saben despachar, el del
verdugo. Algún entierro ha de haber sin galeno, y también presume de aforismo
el esparto. En lo que tienen encima, y en los malos pasos, sus mulas de
vuestedes son escaleras de la horca de pelo negro. Tiempo es de verdades. Si
yo hubiera usado de receta, como de daga, no estuviera aquí, aunque hubiera
asesinado a cuantos me ven. Una docena de misas les pido, pues le es fácil
acomodarlas en uno de los infinitos codicillos a que dan prisa.

 
XXV. EL GRAN DUQUE DE MOSCOVIA Y LOS TRIBUNOS
El gran Duque de Moscovia, fatigado con las guerras y robos de los
tártaros, y con frecuentes invasiones de los turcos, se vio obligado a imponer
nuevos tributos en sus estados y señoríos. Juntó SUS favorecidos y criados,
ministros y consejeros y el pueblo de su Corte, y díjoles:
Ya los constaba de la necesidad extrema en que le tenían los gastos de sus
ejércitos para defenderlos de la invidia de sus vecinos y enemigos, y que no
podían las repúblicas y monarquías mantenerse sin tributos, que siempre eran
justificados los forzosos y suaves, pues se convierten en la defensa de los
que los pagan, redimiendo la paz y la hacienda y las vidas de todos aquella
pequeña y casi insensible porción que da cada uno al repartimiento, bienquisto
por igual y moderado; que él los juntaba para su mesmo negocio; que le
respondiesen como en remedio y comodidad propia.
Hablaron primero los allegados y ministros, diciendo que la propuesta era
tan santa y ajustada, que ella se era respuesta y concesión; que todo era
debido a la necesidad del Príncipe y defensa de la Patria; que así podía
arbitrar conforme a su gusto en imponer todos y cualesquier tributos que fuese
servido a sus vasallos, pues cuanto diesen pagaban a su útil y descanso, y que
cuanto mayores fuesen las cargas, mostraría más la grande satisfacción que
tenía de su lealtad, honrándolos con ella. Oyólos con gusto el Duque, mas no
sin sospecha, y así, mandó que el pueblo le respondiese por sí. El cual, en
tanto que razonaban los magistrados, había susurrádose en conferencia callada.
Eligieron uno que hablase por ellos conforme al sentir de todos. Éste,
saliendo a lugar desembarazado, dijo:

 
-Muy poderoso señor: vuestros buenos vasallos por mí os besan con suma
reverencia la mano por el cuidado que mostráis de su amparo y defensa, y, como
pueblo que en vuestra sujeción nació y vive con amor heredado, confiesan que
son vuestros a toda vuestra voluntad, con ciega obediencia, y os hacen
recuerdo que su blasón es haberlo mostrado así en todo el tiempo de vuestro
imperio, que Dios prospere. Conocen que su protección es vuestro cuidado y que
esa congoja os baja de príncipe soberano de todos y en todo, a padre de cada
uno: amor y benignidad que inestimablemente aprecian, Saben las urgentes y
nuevas ocasiones que os acrecientan gastos inexcusables, que por ellos y por
vos no podéis evitar, y entienden que por vuestra pobreza no los podéis
atender. Yo, en nombre de todos, os ofrezco, sin exceptar algo, cuanto todos
tienen; empero pongo a vuestro celo dos cosas en consideración: la una, que si
tomáis todo lo que tienen vuestros vasallos, agotaréis el manantial que
perpetuamente ha de socorreros a vos y a vuestra sucesión; y si vos, señor,
los acabáis, hacéis lo que teméis que hagan vuestros enemigos, tanto más en
vuestro daño, cuanto en ello, es dudosa la ruina, y, en vos, cierta; y quien
os aconseja que os asoléis porque no os asuelen, antes es munición de vuestros
contrarios que consejero vuestro. Acordaos del labrador a quien Júpiter, según
Isopo, concedió una pájara, que para su alimento le ponía cada día un güevo de
oro. El cual, vencido de la codicia, se persuadió a que ave que cada día le
daba un huevo de oro, tenía ricas minas de aquel metal en el cuerpo, y que era
mejor tomárselo todo de una vez que recibirlo continuamente poco a poco y como
Dios lo había dispuesto. Mató la pájara, quedó sin ella y sin el huevo de oro.
Señor, no hagáis verdad esta que fue fábula en el filósofo; que os haréis
fábula de vuestro pueblo. Ser príncipe de pueblo pobre más es ser pobre y
pobreza que príncipe. El que enriquece los súbditos tiene tantos tesoros como
vasallos; el que los empobrece, otros tantos hospitales y tantos temores como
hombres y menos hombres que enemigos y miedos. La riqueza se puede dejar
cuando se quiere; la pobreza, no. Aquélla pocas veces se quiere dejar; ésta,
siempre. La otra es que debéis considerar que vuestra ultimada necesidad
presente nace de dos causas: la una, de lo mucho que os han robado y usurpado
los que os asisten; la otra, de las obligaciones que hoy se os añaden. No hay
duda que aquélla es la primera; si es también la mayor, a vos os toca el
averiguarlo. Repartid, pues, vuestro socorro como mejor os pareciere entre
restituciones de los usurpadores y tributos de los vasallos, y sólo podrá
quejarse quien os fuere traidor.

 
En estas palabras los cogió la hora, y el Duque, levantándose en pie, dijo:
-Denme lo que me falta de lo que tenía, los que me lo han quitado, y
páguenme lo demás que hubiere menester mis pueblos. Y porque no se dilate,
todos vosotros y los vuestros, que desde lejos, con la esponja de la
intercesión, me habéis chupado el patrimonio y tesoro, quedaréis solamente con
lo que trujistes a mi servicio, descontados los sueldos.
Fue tan grande y tan universal el gozo de los inferiores, viendo la justa y
piadosa resolución del Duque, que, aclamándole Augusto, y los más de rodillas,
dijeron:
-Queremos, en agradecimiento, después de servir con lo que nos repartieres,
pagar otro tanto más, y que esta parte quede por servicio perpetuo para todas
las veces que cobrares lo que te tomaren; de que resultará que los codiciosos
aun tendrán escrúpulo de recibir lo que les dieres.

 
XXVII. UN FULLERO
Un fullero, con más flores que mayo en la baraja y más gatos que enero en
las uñas, estaba jugando con un tramposo sobre tantos, persuadido de que se
pierde más largo que con el dinero delante. Concedíale la trocada y la
derecha, y la derecha, como la quería, porque, retirando las cartas, la
derecha se la volvía zurda y la trocada se la cobraba con premio. Las suertes
del fullero eran unos Apeles en pintar, y las del tramposo boqueaban de
tabardillo a puras pintas; las suertes del maullón siempre eran veinte y
cuatro, con licencia del cabildo de Sevilla; las del tramposo se andaban tras
el mediodía, sin pasar de la una. Pues cógelos la hora, y contando el fullero
los tamos, dijo:
-Vuesa merced me debe dos mil reales.
El tramposo respondió, después de haberlos vuelto a contar, como si pensara
pagarlos:
-Señor mío: a su ramillete de vuesa merced le falta mi flor, que es perder
y no pagar. Vuesa merced se la añada, y no tendrá que invidiar a Daraja. Haga
vuesa merced cuenta que ha jugado con un saúco, cuya flor es ahorcar bolsas;
lo que aquí se ha perdido es el tiempo, que tampoco lo cobrará vuesa merced
como yo.

 
XXVIII. LOS HOLANDESES
Los holandeses, que por merced del mar pisan la tierra en unos andrajos de
suelo que la hurtan por detrás de unos montones de arena que llaman diques,
rebeldes a Dios en la fe y a su rey en el vasallaje, amasando su discordia en
un comercio político, después de haberse con el robo constituido en libertad y
soberanía delincuente, y crecido en territorio por la traición bien armada y
atenta, y adquirido con prósperos sucesos opinión belicosa y caudal opulento,
presumiendo de hijos primogénitos del Océano, y persuadidos a que el mar, que
les dio la tierra que cubría para habitación, no les negaría la que le
rodeaba, se determinaron, escondiéndole en naves y poblándole de corsarios, a
pellizcar y roer por diferentes partes el occidente y el oriente. Van por oro
y plata a nuestras flotas, como nuestras flotas van por él a las Indias.
Tienen por ahorro y atajo tomarlo de quien lo trae y no sacarlo de quien lo
cría. Dales más barato los millones el descuido de un general o el descamino
de una borrasca que las minas. Para esto los ha sido aplauso, confederación y
socorro la invidia que todos los reyes de Europa tienen a la suprema grandeza
de la monarquía de España. Animados, pues, con tan numerosa asistencia, han
establecido tráfago en la India de Portugal, introduciendo en el Japón su
comercio, y, cayendo y levantando con porfía providente, se han apoderado de
la mejor parte del Brasil, donde, no sólo tienen el mando y el palo, como
dicen, sino el tabaco y el azúcar, cuyos ingenios, si no los hacen doctos, los
hacen ricos, dejándonos sin ellos rudos y amargos. En este paraje, que es
garganta de las dos Indias, asisten tarascas con hambre peligrosa de flotas y
naves, dando qué pensar a Lima y Potosí (por afirmar la geografía), que
pueden, paso entre paso, sin mojarse los pies, ir a rondar aquellos cerros,
cuando, enfadados de navegar, no quieran resbalarse por el río de la Plata o
irse, en forma de cáncer, mordiendo la costa pur Buenos Aires, y fortificarse
trampantojos del pasaje. Estábase muy despacio aquel senado de hambrones del
mundo sobre un globo terrestre y una carta de marear, con un compás, brincando
climas y puertos y escogiendo provincias ajenas, y el Príncipe de Orange, con
unas tijeras en la mano, para encaminar el corte en el mapa por el rumbo que
determinase su albedrío. En esta acción los cogió la hora, y tomándole un
viejo, ya quebrantado de sus años, las tijeras, dijo:

 
-Los glotones de provincias siempre han muerto de ahito: no hay peor
repleción que la de dominios. Los romanos, desde el pequeño círculo de un
surco, que no cabía medio celemín de siembra, se engulleron todas sus
vecindades, y, derramando su codicia, pusieron a todo el mundo debajo del yugo
de su primer arado. Y como sea cierto que quien se vierte se desperdicia tanto
como se extiende, luego que tuvieron mucho que perder empezaron a perder
mucho; porque la ambición llega para adquirir más allá de donde alcanza la
fuerza para conservar. En tanto que fueron pobres, conquistaron a los ricos;
los cuales, haciéndolos ricos y quedando pobres con las mismas costumbres de
la pobreza, pegándoles las del oro y las de los deleites, los destruyeron, y
con las riquezas que les dieron tomaron de ellos venganza. Calaveras son que
nos amontestan los asirios, los griegos y los romanos: más nos convienen los
cadáveres de sus monarquías por escarmiento que por imitación. Cuanto más
quisiéremos encaramar nuestro poco peso, y llegarle en la romana del poder a
la gran carga que se quiere contrastar, tanto menos valor tendremos, y cuanto
más le retiráremos en ella, nuestra pequeña porción sola contrastará los
inmensos quintales que equilibra, y si a nuestra última línea los retiráremos,
uno nuestro valdrá mil. Trajano Bocalino apuntó este secreto en el peso de su
Piedra del parangón, verificándose en la monarquía de España, de quien
pretendemos quitar peso, que, juntándole al nuestro, nos le desminuía con el
aumento. Hacernos libres de sujetos fue prodigios; conservar este prodigio es
ocupación para que nos habemos menester todos. Francia y Inglaterra, que nos
han ayudado a limar a España de su señorío la parte con que las era formidable
vecino, por la propia razón no consentirán que nos aumentemos en señorío que
puedan tener. La segur que se añade con todo lo que corta del árbol, nadie la
tendrá por instrumento, sino por estorbo. Consentirnos han en tanto que
tuviéremos necesidad dellos y, en presumiendo de que ellos la tienen de
nosotros, atenderán a nuestra mortificación y ruina. El que al pobre que dio
limosna le ve rico, o cobra dél o le pide. Nada adquirimos de nuevo que no
quieran para sí los príncipes que nos lo ven adquirir, y por vecino, al paso
que desprecian al que pierde, temen al que gana, y nosotros, desparramándonos,
somos estratagema del rey de España contra nosotros, pues cuando él, por
dividirnos y enflaquecernos, dejara perder adrede las tierras que le tomamos,
era treta y no pérdida, y nunca más fácilmente podrá quitarnos lo que tenemos
que cuando más nos hubiere dejado tomar de lo que tiene tan lejos de sí como
de nosotros. Con el Brasil, antes se desangra y despuebla Holanda que se
crece. Ladrones somos: basta no restituir lo hurtado sin hurtar siempre,
ejercicio con que antes se llega a la horca que al trono.

 
El Príncipe de Orange, enfadado, y cobrando las tijeras, dijo:
-Si roma se perdió, Venecia se conserva, y fue cicatera de lugares al
principio, como nosotros. La horca que dices, más se usa en los desdichados
que en los ladrones, y en el mundo, el ladrón grande condena al chico. Quien
corta bolsas, siempre es ladrón; quien hurta provincias y reinos, siempre fue
rey. El derecho de los monarcas se abrevia en viva quien vence. Engendrarse
los unos de la corrupción de los otros es natural, y no violento: causa es
quien se corrompe de quien se engendra. El cadáver no se queja de los gusanos
que le comen, porque él los cría; cada uno mire que no se corrompa, porque
será padre de sus gusanos. Todo se acaba, y más presto lo poco que lo mucho.
Cuando nos tenga miedo quien nos tuvo lástima, tendremos lástima a quien nos
tuvo miedo, que es buen trueque. Seamos, si podemos, lo que son los que fueron
lo que somos. Todo lo que has apuntado es bueno no lo sepan el rey de
Inglaterra y Francia, y acuérdalo delante, que al empezar es estorbo lo que en
el mayor aumento es consejo.
Y diciendo y haciendo, echó la tijera a diestro y a siniestro, trasquilando
costas y golfos, y de las cercenaduras del mundo se fabricó una corona y se
erigió en majestad de cartón.

 
XXIX. EL GRAN DUQUE DE FLORENCIA
El gran Duque de Florencia, que, por cuatro letras más o menos del título
de gran es malquisto de todos los otros potentados, estaba cerrado en un
camarín con un criado, de quien fiaba la comunicación más reservada. Conferían
la grandeza de sus ciudades y la hermosura de su Estado, el comercio de
Ligorna y las vitorias de sus galeras. Pasaron al grande esplendor con que su
sangre se había mezclado con todos los monarcas y reyes de Europa en los
repetidos casamientos con Francia, pues, por la línea materna, eran sus
descendientes los Reyes Católicos, el Cristianísimo y el de la Gran Bretaña.
En este cómputo los cogió la hora, y, arrebatado della el criado, dijo:
-Señor: vuesa alteza de ciudadano vino a príncipe: Memento horno. En tanto
que se trató como potentado, fue el más rico; hoy, que se trata como suegro de
reyes y yerno de emperador, pulvis es, y si le alcanza la dicha de suegro con
Francia y las maldiciones de casamentero, in pulverem reverteris. El Estado es
fertilísimo; las ciudades, opulentas; los puertos, ricos; las galeras,
fortunadas; los parentescos, grandes; el dominio, por todas razones real;
empero ahora he visto en él notables manchas, que le desaliñan y desautorizan,
y son éstas: la memoria que conservan los vasallos de que fueron compañeros;
la república de Luca, que cayó de medio a medio de todo; los presidios de
Toscana, que el rey de España tiene, y el gran sobre Duque, por la emulación
de los vecinos. El Duque, que en algunas cosas destas no había reparado, dijo:
-¿Qué modo tendrá para sacarme estas manchas?
Replicó el criado:
-Sacarlas según están reconcentradas, es imposible sin cortar el pedazo, y
es mal remedio, porque es mejor andar manchado que roto. Y si las manchas que
digo se sacan con el pedazo, no le quedará pedazo a vuesa alteza, y vuesa
alteza quedará hecho pedazos; éstas son manchas de tal calidad, que se limpian
con meterse más adentro y no con sacarse. Use vuesa alteza de la saliva en
ayunas para esto y vaya chupando para sí poco a poco. Y lo que gasta en dotes
de reinas, gástelo en tapar los oídos a los atentos, porque no le sientan
chupar.

 
XXX. EL ALQUIMISTA
Un alquimista hecho pizcas, que parecía se había distilado sus carnes y
calcinado sus vestidos, estaba engarrafado de un miserable a la puerta de uno
que vendía carbón. Decíale:
-Yo soy filósofo espagírica, alquimista: con la gracia de Dios he alcanzado
el secreto de la piedra filosofal, medicina de vida y trasmutación
trascendente, infinitamente multiplicable; con cuyos polvos haciendo
proyección, vuelvo en oro de más quilates y virtud que el natural el azogue,
el hierro, el plomo, el estaño y la plata. Hago oro de yerbas, de las cáscaras
de güevos, de cabellos, de sangre humana, de la orina y de la basura: esto en
pocos días y con menos costa. No oso descubrirme a nadie, porque si se
supiese, los príncipes me engullirían en una cárcel, para ahorrar los viajes
de las Indias y poder dar dos higas a las minas y al Oriente. Sé que vuesa
merced es persona cuerda, principal y virtuosa, y he determinado fiarle
secreto tan importante y admirable: con que en pocos días no sabrá qué hacer
de los millones.
Oíale el mezquino con una atención canina y lacerada, y tan encendido en
codicia con la turbamulta de millones, que le te cleaban los dedos en ademán
de contar. Habíale crecido tanto el ojo, que no le cabía en la cara. Tenía ya
entre sí condenadas a barras de oro las sartenes, asadores y calderos y
candiles. Preguntóle que cuánto sería menester para hacer la obra. El
alquimista dijo que casi nada: que con solos seiscientos reales había para
ofrecer y platifica todo el universo mundo y que lo más se había de gastar en
alambiques y crisoles; porque el elixir que era el alma vivificante del oro no
costaba nada y era cosa que se hallaba de balde en todas partes, y que no se
había de gastar un cuarto en carbón, porque con cal y estiércol lo sublimaba y
digería y separaba, y retificaba y circulaba; que aquello no era hablar, sino
que delante dé1 y en su casa lo haría, y que sólo le encargaba el secreto.
Estaba oyendo este embuste el carbonero, dado a los demonios de que había
dicho no había de gastar carbón. Pues cógelos la hora, y, embistiendo,
afeitado con cisco y oliendo a pastillas de diablo, con el aquimista, le dijo:

 
-Vagamundo, pícaro, sollastre, ¿para qué estás dando papilla de oro a ese
buen hombre?
El alquimista, revestido de furias, respondió que mentía, y entre el mentís
y un sopapo que le dio el carbonero, no cupiera un cabello. Armóse una pelaza
entre los dos, de suerte que, a cachetes, el alquimista estaba hecho alambique
de sangre de narices. No los podía despartir el miserable, que del miedo del
tufo y de la tizne no se osaba meter en medio. Andaban tan mezclados, que ya
no se sabía cuál era el carbonero ni quién había pegado la tizne al otro. La
gente que pasaba los despartió. Quedaron tales, que parecían bolas de lámpara
o que venían de visitarse con tijeras de despavilar. Decía el carbonero:
-Oro dice el pringón que hará de la basura y del hierro viejo, ¡y está
vestido de torcidas de candiles y fardado de daca la maza! Yo conozco a éstos,
porque a otro vecino mío engañó otro tragamallas, y en sólo carbón le hizo
gastar en dos meses, en mi casa, mil ducados, diciendo que haría oro, y sólo
hizo humo y ceniza, y, al cabo, le robó cuanto tenía.
-Pero -replicó el alquimista-, yo haré lo que digo, y pues tú haces oro y
plata del carbón y de los cantazos que vendes por tizos, y de la tierra y
basura con que lo polvoreas y de las maulas de la romana, ¿por qué yo con la
Arte magna, con Arnaldo, Géber y Avicena, Morieno, Roger, Hermes, Theofrasto,
Vlstadio, Evónymo, Crollio, Libavio y la Tabla smaragdina de Hermes, no he de
hacer oro?
El carbonero replicó, todo engrifado:
-Porque todos esos autores te hacen a ti loco, y tú, a quien te cree,
pobre. Y yo vendo el carbón, y tú le quemas; por lo cual, yo le hago plata y
oro y tú hollín. Y la piedra filosofal verdadera es comprar barato y vender
caro, y váyanse noramala todos esos Fulanos y Zutanos que nombras, que yo de
major gana gastara mi carbón en quemarte empapelado con sus obras que en ven
derle. Y vuesa merced haga cuenta que hoy ha nacido su dinero, y, si quiere
tener más, el trato es garañón de la moneda, que empreña al doblón y le hace
parir otro cada mes. Y si está enfadado con sus talegos, vácielos en una
necesaria, y, cuando se arrepienta, los sacará con más facilidad y más
limpieza que de los fuelles y hornillos deste maldito, que, siendo mina de
arrapiezos, se hace Indias de hoz y de coz y amaga de Potosí.

 
XXXI. LOS TRES FRANCESES Y EL ESPAÑOL
Venían tres franceses por las montañas de Vizcaya a España: el uno con un
carretoncillo de amolar tijeras y cuchillos por babador; el otro, con dos
corcovas de fuelles y ratoneras, y el tercero, con un cajón de peines y
alfileres. Topólos en lo más agrio de una cuesta descansando un español que
pasaba a Francia a pie, con su capa al hombro. Sentáronse a descansar a la
sombra de unos árboles. Trabaron conversación. Oíanse tejidos el hui monsiur
con el pesia tal y el per ma fue con el voto a Cristo. Preguntando por ellos
el español dónde iba, respondió que a Francia, huyendo, por no dar en manos de
la justicia, que le perseguía por algunas travesuras; que de allí pasaría a
Flandes a desenojar los jueces y desquitar su opinión, sirviendo a su rey;
porque los españoles no sabían servir a otra persona en saliendo de su tierra.
Preguntando cómo no llevaba oficio ni ejercicio para sustentarse en camino tan
largo, dijo que el oficio de los españoles era la guerra, y que los hombres de
bien, pobres, pedían prestado o limosna para caminar, y los ruines lo
hurtaban, como los que lo son en todas las naciones, y añadió que se admiraba
del trabajo con que ellos caminaban desde Francia por tierras extrañas y
partes tan ásperas y montuosas, con mercancía, a riesgo de dar en manos de
salteadores. Pidióles refiriesen qué ocasión los echaba de su tierra y qué
ganancia se podían prometer de aquellos trastos con que venían brumados,
espantando con la visión mulas y rocines y dando qué pensar a los caminantes
desde lejos. El amolador, que hablaba el castellano menos zabucado de gabacho,
dijo:

 
-Nosotros somos gentilhombres malcontentos del rey de Francia; hémonos
perdido en los rumores, y yo he perdido más por haber hecho tres viajes a
España, donde, con este carretoncillo y esta muela sola, he mascado a Castilla
mucho y grande número de pistolas, que vosotros llamáis doblones.
Acedósele al español todo el gesto, y dijo:
-Arrebócese su sanar de lamparones el rey de Francia si sufre por
malcontentos mercan fuelles y peines y alfileres y amoladores.
Replicó el del carretón:
-Vosotros debéis mirar a los amoladores de tijeras como a flota terrestre,
con que vamos amolando y aguzando más vuestras barras de oro que vuestros
cuchillos. Mirad bien a la cara a ese cantarillo quebrado, que se orina con
estangurria, que él nos ahorra, para traer la plata, de la tabaola del Océano
y de los peligros de una borrasca, y con una rueda de velas y pilotos. Y con
este edificio de cuatro trancas y esta piedra de amolar, y con los peines y
alfileres derramados por todos los reinos, aguzamos, peinamos y sangramos poco
a poco las venas de las Indias. Y habéis de persuadiros que no es el menor
miembro del Tesoro de Francia el que cazan las ratoneras y el que soplan los
fuelles.

 
-Voto a Dios -dijo el español-, que sin saber yo eso, echaba de ver que con
los fuelles nos Ilevábades el dinero en el aire, y que las ratoneras, antes
llenaban vuestros gatos que disminuían nuestros ratones. Y he advertido que,
después que vosotros vendéis fuelles, se gasta más carbón y se cuecen menos
las ollas, y que después que vendéis ratoneras, nos comemos de ratoneras y de
ratones, y que después que amoláis cuchillos, se nos toman y se nos gastan, y
se nos mellan y se nos embotan las herramientas, y que, amolando cuchillos,
los gastáis y echáis a perder, para que siempre tengamos necesidad de
compraros los que vendéis. Y ahora veo que los franceses sois los piojos que
comen a España por todas partes, y que venís a ella en figura de bocas
abiertas, con dientes de peines y muelas de aguzar, y creo que su comezón no
se remedia con rascarse, sino que antes crece, haciéndose pedazos con sus
propios dedos. Yo espero en Dios he de volver presto y he de advertir que no
tiene otro remedio su comezón sino espulgarse de vosotros y condenaros a
muerte de uñas. Pues, ¿qué diré de los peines, pues con ellos nos habéis
introducido las calvas, porque tuviésemos algo de Calvino sobre nuestras
cabezas? Yo haré que España sepa estimar sus ratones y su caspa y su moho,
para que vais a los infiernos a gastar fuelles y ratoneras.
En esto los cogió la hora, y desatinándole la cólera, dijo:
-Los demonios me están retentando de mataros a puñaladas y abernardarme y
hacer Roncesvalles estos montes.

 
Los bugres, viéndole demudado y colérico, se levantaron con un zurrido
monsiur, hablando galalones, pronunciando el mondiu en tropa y la palabra
coquin. En mal punto la dijeron, que el español, arrancando la daga y
arremetiendo al amolador, le obligó a soltar el carretoncillo, el cual, con el
golpe, empezó a rodar por aquellas peñas abajo, haciéndose andrajos. En tanto,
por un lado de las ratoneras, le tiró un fuelle; mas, embistiendo con él a
puñaladas, se los hizo flautas y astillas las ratoneras. El de los peines y
alfileres, dejando el cajón en el suelo, tomó pedrisco. Empezaron todos tres
contra el pobre español y él contra todos tres a descortezarse a pedradas:
munición que a todos sobra en aquel sitio, aun para tropezar. De miedo de la
daga, tiraban los gabachos desde lejos. El español, que se reparaba con la
capa, dio un puntapié al cajón de alfileres, el cual, a tres calabazadas que
rodando se dio en unas peñas, empezó a sembrar peines y alfileres, y viéndole
disparar púas de azófar, hecho erizo de madera, dijo:
-Ya empiezo a servir a mi rey.
Y viendo llegar pasajeros de a mula que los despartieron, les pidió le
diesen fe de aquella vitoria que a fuer de espulgo había tenido contra las
comezones de España. Riéronse los caminantes sabida la causa, y, llevándose al
español a las ancas de una mula, dejaron a los franceses ocupados en dar
tapabocas a los fuelles y bizmar las ratoneras, y remendar el carretón, y
buscar los alfileres, que se habían sembrado por aquellos cerros. El español,
desde lejos, yendo caminando, les dijo a gritos:
-Gabachos, si son malcontentos en su tierra, agradézcanme el no dejar de
ser quien son en la mía.

 
XXXII. LA SERENÍSIMA REPÚBLICA DE VENECIA
La serenísima república de Venecia, que, por su gran seso y prudencia, en
el cuerpo de Europa hace oficio de cerebro, miembro donde reside la corte del
juicio, se juntó en la grande sala a consejo pleno. Estaba aquel consistorio
encordado de diferentes voces, graves y leves, en viejos y en mozos; unos
doctos por las noticias, otros por las experiencias: instrumento tan bien
templado y de tan rara armonía, que, al son suyo, hacen mudanzas todos los
señores del mundo. El Dux, príncipe coronado de aquella poderosa libertad,
estaba en solio eminente con tres consejeros por banda; de la una parte, un
capo de cuarenta; de la otra, dos. Asistían próximos los secretarios que
cuentan las boletas, y en sus lugares, en pie, los ministros que las llevan.
El silencio desaparecía a los oídos de tan grande concurso, excediendo de tal
manera al de un lugar desierto, que se persuadían los ojos era auditorio de
escultura: tan sin voz estaban los achaques en los ancianos y el orgullo en
los mancebos. Rompiendo esta atención, dijo:

 
-La malicia introduce la discordia, y la disimulación hace bienquisto al
que siembra la cizaña del propio que la padece. A nosotros nos ha dado la paz
y las vitorias la guerra que habemos ocasionado a los amigos, no la que hemos
hecho a los contrarios. Seremos libres en tanto que ocupáremos a los demás en
cautivarse. Nuestra luz nace de la disensión; somos discípulos de la centella,
que nace de la contienda del pedernal y del eslabón. Cuanto más se aporrean y
más se descalabran los monarcas, más nos encendemos en resplandores. Italia,
después que falleció, es a la manera de una doncella rica y hermosa, que, por
haber muerto SUS padres, quedó en poder de tutores y testamentarios, con deseo
de casarse; empero los testamentarios, como cada uno se le ha quedado con un
pedazo, por no restituirla su dote y quedarse con lo que tienen en su poder,
unos se la niegan y afean al rey de España, que la pretende; otros, al rey de
Francia, que la pide, poniendo en los maridos las faltas que estudian en sí.
Estos tutores tramposos son los potentados, y entre ellos no se puede negar
que nosotros no la hemos arrebatado grande parte de su patrimonio. Hoy
aprietan la dificultad por casarse con ella estos dos pretensores. Del rey de
Francia nos hemos valido para trampear esta novia al Rey Católico, que, por la
vecindad de Milán y Nápoles, la hace señas y registra desde sus ventanas las
suyas. El Rey Cristianísimo, que, por estar lejos, no la podía rondar ni ver,
y se valía de papeles, hoy, con las tercerías de Saboya y Mantua y Parma, y
llegándose a Piñarol, la acecha y galantea, nos obliga a que se la trampeemos
a él. Esto es fácil, porque los franceses con menos trabajo se arrojan que se
traen; con su furia, echan a los otros, y con su condición, a sí mismos.

 
Empero conviene que se disponga esta zancadilla de suerte que, haciendo
efectos de divorcio, cobremos caricias de Casamenteros. Derramada tiene la
atención el Rey Cristianísimo y delincuente la codicia en Lorena, y peligrosas
en Alemania las armas, pobres sus vasallos. Tiene desacreditada la seguridad
en el mundo, por esto, temerosos en Italia los confidentes. Entradas son que
no apurarán nuestra sutileza para lograrlas, pues su propio ruido disimulará
nuestros pasos. No hemos menester gastar sospecha en los que se han fiado en
él, que sus arrepentimientos nos la ahorran. Lo que me parece es que, con
alentarle a que prosiga en los hervores de su ambicioso y crédulo
desvanecimiento, conquistaremos al rey de los franceses con Luis XIII. El
esfuerzo último se ha de poner en conservar y crecer en su gracia a su
privado. Éste, que le quita cuanto se añade, le disminuye al paso que crece.
Mientras el vasallo fuere señor de su rey, y el rey vasallo de su criado,
aquél será aborrecido por traidor, y éste despreciado por vil. Para decir
muera el rey en público, no sólo sin castigo, sino con premio, se consigue con
decir viva el privado. No sé si le fue más aciago a su padre Francisco
Revellac, que a él Richelieu; lo que sé es que entre los dos le han dejado
huérfano: aquél, sin padre; éste, sin madre. Dure Armando, que es como la
enfermedad, que durando acaba u se acaba. Por muy importante juzgo el pensar
sobre la sucesión del Rey Cristianísimo, la cual no se espera en
descendientes, antes que vuelva a su hermano, cuyo natural da buenas promesas
a nuestro acecho. Es fuego que podremos derramar a soplos, y de tal condición,
que se atiza a sí mismo; hombre quejoso del bien que recibe, por lo que tiene
desobligado al rey de España y atesorada discordia, que podremos encaminar
como nos convenga. Francia está sospechosa con la descendencia real que el
privado se achaca con genealogías compradas, y temerosa de ver agotados todos
los cargos en su familia y todas las fuerzas en poder de sus cómplices. Esles
recuerdo Momoranci degollado y tantos grandes señores y ministros o en
destierro o en desprecio. Sospechan que en la sucesión ha de haber rebatiña y
no herencia. Las cosas de Alemania no admiten cura con el Palatino desposeído,
y con el de Lorena, y los desinios del Duque de Sajonia, y los protestantes
por el imperio contra la Casa de Austria. Italia está, al parecer,
imposibilitada de paz por los presidios que los franceses tienen en ella. Al
rey de España sobran ocupaciones y gastos con los holandeses que en Flandes le
han tomado lo que tenía y le quieren tomar lo que tiene, que se han apoderado
en la mejor y mayor parte del Brasil del palo, tabaco y azúcar, con que se
aseguran flota; que se han fortificado en una isla de las de barlovento.

 
Júntase a esto el cuidado de mantener al emperador la oposición a los
franceses por el Estado de Milán. Nosotros, como las pesas en el reloj de
faltriquera, hemos de mover cada hora y cada punto estas manos, sin ser vistos
ni oídos, derramando el ruido a los otros, sin cesar ni volver atrás. Nuestra
razón de estado es vidriero, que, con el soplo, da las formas y hechuras a las
cosas, y de lo que sembramos en la tierra a fuerza de fuego, fabricamos hielo.
En esto, los cogió la hora, que, apoderándose del capricho de un republicón
de los Capidiechi, le hizo razonar en esta manera:
-Venecia es el mismo Pilatos. Pruébolo. Condenó al Justo y lavó sus manos:
ergo. Pilatos soltó a Barrabás, que era la sedición, y aprisionó a la paz, que
era Jesús: igitur. Pilatos, constante, digo pertinaz, dijo: “Lo que escribí,
escribí”: tenet consequentia. Pilatos entrego la salud y la paz del mundo a
los alborotadores para que la crucificasen, non potest negari.
Alborotóse todo el consistorio en voces. El Dux, con acuerdo de muchos y de
los semblantes de todos, mandó poner en prisiones al republicón y que se
averiguase bien su genealogía, que, sin duda, por alguna parte descendía de
alguno que descendía de otro, que tenía amistad con alguno que era conocido de
alguno que procedía de quien tuviese algo de español.

 
XXXIII. EL DUX Y SENADO DE GÉNOVA
Juntó el preclaro e ilustrísimo Dux de Génova todo aquel excelentísimo
Senado para oír al embajador del Rey Cristianísimo, el cual razonó desta
manera:
-Serenísima República: el rey, mi señor, que siempre ha tenido las
libertades de Italia en igual precio que la majestad de su corona, asistiendo
a su conservación con todo su poderío, celoso de vuestra paz, sin pretender
otro aumento que el de los príncipes que en ella, en división concorde, poseen
la mejor y más hermosa parte del mundo, hoy me manda que, en su nombre, os
haga recuerdo de que, como muy obediente hijo de la Iglesia romana y seguro
vecino de todos los potentados, desea justificar sus acciones en vuestros
oídos y desempeñar para con todos su afecto y benevolencia. Mejor sabéis
vosotros lo que padecéis que nosotros lo que oímos y vemos desde lejos. Muchos
años han pasado por vosotros en guerras continuadas, introducidas por las
desavenencias del Duque de Saboya, cuyos confines siempre os fueron
sospechosos y molestos, a los cuales se opuso el Rey Católico con nombre de
árbitro. Habéis visto los campos anegados en sangre y horribles con cuerpos
muertos; las ciudades, asoladas por sitios y por asaltos; el país, robado por
los alojamientos; en vuestras tierras los alemanes, gente feroz, número a
quien acompaña en las almas la herejía; en los cuerpos, la hambre y la peste.
No hallará vuestra advertencia culpado al rey, mi señor, en alguna de estas
calamidades, pues solamente ha asistido al socorro de la parte más flaca, no
con intento de que, venciendo, se aumentase, sino de que, defendiéndose, no
dejase aumentar al contrario, para que el derecho de cada uno quedase sin
ofensa y justificado, y el Monferrato, que ha sido vientre destas disensiones,
no fuese premio de alguna codicia. Con este fin ha sustentado grandes
ejércitos, y alguna vez acompañándolos en persona, venciendo las
fortificaciones del invierno en los Alpes, por abrir la puerta a vuestros
socorros, volviendo triunfante con sólo este útil, Hoy, que parece estar
furioso el mundo y que vuestra asistencia le ha solicitado odios poderosos en
todas partes, se promete que esta serenísima República le tendrá por tan buen
amigo en sus puertos como al rey de España, cuando, con mantener con los dos
neutralidad, mostrará que conoce el santo celo del rey, mi señor, y la
justificación de sus armas.

 
El Dux, viendo que el monsiur había dado fin a su propuesta, respondió:
-Damos gracias a Dios que, en asistir con amor y reverencia al Rey
Cristianísimo, no tenemos qué ofrecer sino la continuación de lo que hasta el
día de hoy se ha hecho. Hemos oído en vuestras palabras lo que hemos visto:
fácil es persuadir a los testigos. Y si bien pudiera turbar nuestra confianza
el haber abrigado vuestro rey, con los socorros de la Digera, las discordias
con que la alteza de Saboya pretendió destruir o molestar esta República, que,
a no socorrerla el Rey Católico, se viera en confusión, y asimismo pudiera
escarmentarla el haber apoderádose las armas franceses de Susa y Piñarol y el
Casal, en Italia, a imitación del que, en achaque de meter paz en una
pendencia, se va con las capas de los que riñen; acrecentando con horror esta
sospecha el haber la Majestad Cristianísima hecho al Duque de Lorena la
vecindad del humo, que le echó de su casa llorando; empero nosotros, no
reparando en los semblantes destas acciones, somos y seremos siempre los más
afectos a su corona. Esto cuanto dieren lugar las grandes obligaciones que
esta señoría y todos sus particulares tienen y conocen al monarca de las
Españas, en cuyo poder estamos defendidos, con cuya grandeza ricos, en cuya
verdad y religión descansamos seguros. Y así, para resolver el punto de la
neutralidad que se nos pide, es justo se llamen a este consejo todos los
repúblicos, en cuyo caudal está la negociación.
Pareció bien al embajador y al Senado. Fue persona grave a llamarlos, con
orden les dijese a qué fin, y que viniesen luego. Fue el diputado, y llegando
a Banchi, donde los halló juntos, les dio su embajada y la razón della. En
estos los cogió a todos la hora, y demudándose los nobilísimos ginoveses,
dijeron al magnífico que respondiese al serenísimo Dux que:

 
“Habiendo entendido la propuesta del rey de Francia, y queriendo ir a
obedecer su mandato, se les habían pegado de suerte los asientos de España,
que no se podían levantar. Y que fueran con los asientos arrastrando; mas no
era posible arrancarlos, por estar clavados en Nápoles y Sicilia y remachados
con los juros de España. Que advertían a su serenidad que el rey de Francia
caminaba como galeote, con las espaldas vueltas hacia donde quiere ir derecho,
tirando para sí, y que abra los ojos, que aquella majestad ha sido inquisidor
contra herejes y hoy es hereje contra inquisidores.”
Volvió el magnífico y dio en alta voz esta respuesta. Quedó monsiur
amostazado y confuso, con bullicio mal atacado, arrebañando una capa de
estatura de mantellina, con cuello de garnacha. El Dux, por alargarle la saña,
le dijo:
-Decid al Rey Cristianísimo que ya que esta República no puede servirle en
lo que pide, le ofrece, si prosiguiere en venir a Italia, un aniversario
perpetuo en altar de alma por los franceses que, muriendo, acompañaren a los
que hicieron cimenterio el bosque de Pavía, empedrándole de calaveras, y de
hacer a su majestad la costa todo el tiempo que estuviere preso en el Estado
de Milán, y desde luego le ofrecemos para su rescate cien mil ducados, y vos
llevaos esa historia del emperador Carlos V para entreteneros en el camino, y
servirá de itinerario a vuestro gran rey.
El monsiur, ciego de cólera, dijo:
-Vosotros habéis hablado como buenos y leales vasallos del Rey Católico, a
quien los propios asientos que me niegan la neutralidad han hecho gallegos de
allende y ultramarinos.

 
XXXIV. LOS ALEMANES HEREJES
Los alemanes, herejes y protestantes, en quienes son tantas las herejías
como los hombres, que se gastan en alimentar la tiranía de los suecos, las
traiciones del Duque de Sajonia, Marqués de Brandenburg y Landtgrave de
Hessen; hallándose corrompidos de mal francés, trataron de curarse de una vez,
viendo que los sudores de tantos trabajos no habían aprovechado, ni las
unciones que con ungüento de azogue los dieron en la estufa de Nortlingen, ni
las copiosas sangrías, usque ad animi deliquium, de tantas rotas. Juntaron
todos los mejores médicos racionales y espagíricos que hallaron, y,
haciéndoles relación de sus achaques, les dieron remedio eficaz. Algunos
fueron de parecer que la medicina era purgarlos de todos los humores franceses
que tenían en los huesos. Otros, afirmando que el mal estaba en las cabezas,
ordenaron evacuaciones, descargándolas de opiniones crasas con el tetrágono de
Hipócrates, tan celebrado de Galeno, a que corresponde el tabaco en humo en la
forma. Otros, supersticiosos y dados a las artes secretas, afirmaron que lo
que padecían no era enfermedades naturales, sino demonios que los agitaban, y
que, como endemoniados, necesitaban de exorcismos y conjuros En esta discordia
estudiosa y burdeles de Francia, no tendrán la dieta de que necesitan. estaban
cuando los cogió la hora, y, alzando la voz, un médico de Praga dijo:
Los Alemanes no tienen en su enfermedad remedio, porque sus doliencia y
achaques solamente se curan con la dieta, y en tanto que estuvieron abiertas
las tabernas de Lutero y Calvino, y ellos tuvieron gaznates y sed y no se
obstuvieren de los bodegones y burdeles de Francia, no tendrán la dieta de lo
que necesitan.

 
XXXV. EL GRAN SEÑOR DE LOS TURCOS
El Gran Señor, que así se llama el emperador de los turcos, monarca, por
los embustes de Mahoma, en la mayor grandeza unida que se conoce, mandó juntar
todos los cadís, capitantes, beyes y visires de su Puerta, que llama excelsa,
y con ellos todos los morabitos y personas de cargos preeminentes, capitanes
generales y bajaes, todos, o la mayor parte, renegados; y asimismo los
esclavos cristianos que en perpetuo cautiverio padecen muerte viva en las
torres de Constantinopla, sin esperanza de rescate, por la presunción de
aquella soberbia majestad, que tiene por indecente el precio por esclavos y
por plebeya la celestial virtud de la misericordia. Fue por esto grande el
concurso y mayor la suspensión de todos viendo un acto en aquella forma, sin
ejemplar en la memoria de los más ancianos. El Gran Señor, que juzga a
desautoridad que sus vasallos oigan su voz y traten su persona aun con los
ojos, estando en trono sublime, cubierto con velos que sólo daban paso confuso
a la vista, hizo seña muda para que oyesen a un morisco de los expulsos de
España las novedades a que procuraba persuadirle. El morisco, postrado en el
suelo, a los pies del emperador tirano, en adoración sacrílega, y volviéndose
a levantar, dijo:

 
-Los verdaderos y constantes mahometanos, que en larga y trabajosa
captividad en España, por largas edades abrigamos oculta en nuestros corazones
la ley del profeta descendiente de Agar, reconocidos a la benignidad con que
el todopoderoso monarca del mundo, Gran Señor de los turcos, nos consintió
lastimosas reliquias de expulsión dolorosa, hemos determinado hacer a su
grandeza y majestad algún considerable servicio, valiéndonos de la noticia que
trujimos, por falta del caudal que, con el despojo, nos dejó número inútil. Y
para que se consiga, proponemos que, para gloria desta nación, y el premio de
los invencibles capitanes y beyes en las memorias de sus hazañas, conviene, a
imitación de Grecia, y Roma, y España, dotar universidades y estudios, señalar
premios a las letras, pues por ellas, habiendo fallecido los monarcas y las
monarquías, hoy viven triunfantes las lenguas griega y latina, y en ellas
florecen, a pesar de la muerte, sus hazañas y virtudes y nombres, rescatándose
del olvido de los sepulcros por el estudio que los enriqueció de noticias y
sacó de bárbaras a sus gentes. Lo segundo, que se admita y platique el derecho
y leyes de los romanos, en cuando no fueren contra la nuestra, para que la
policía crezca, las demasías se repriman, las virtudes se premien, se
castiguen los vicios y la justicia se administre por establecimientos que no
admiten pasión ni enojo, ni cohecho, con método seguro y estilo cierto y
universal. Lo tercero, que para el mejor uso del rompimiento en las batallas,
se dejen los alfanjes corvos por las espadas de los españoles, pues en la
ocasión son para la defensa y la ofensa más hábiles, ahorrando con las
estocadas grandes rodeos de los movimientos circulares; por lo cual, llegando
a las manos con los españoles, que siempre han usado mejor que todas las
naciones esta destreza, hemos padecido grandes estragos. Son las espadas mucho
más descansadas al pulso y a la cinta. Lo cuarto, para conservar la salud y
cobrarla si se pierde, conviene alargar en todo y en todas maneras el uso del
beber vino, por ser, con moderación, el mejor vehículo del alimento y la más
eficaz medicina, y para aumentar las rentas del Gran Señor y de sus vasallos
con el tráfigo (el tesoro más numeroso), por ser las viñas artífices de muchos
licores diferentes con sus frutos y en todo el mundo mercancía forzosa, y para
esforzar los espíritus al coraje de la guerra y encender la sangre en hervores
temerarios, más eficaces que el Anfión y más racionales, a que no se debe
obstar por la prohibición de la ley en que se ha empezado a dispensar. Y para
que se disponga, daráse interpretación conveniente y ajustada. Y ofrecemos
para la disposición de todo lo referido arbitrios y artífices que lo dispongan
sin costa ni inconveniente alguno, asegurando gloriosos aumentos y esplendor
inestimable a todos los reinos del grande emperador de Constantinopla.

 
Acabando de pronunciar esta palabra postrera, se levantó Sinanbey,
renegado, y encendido en coraje rabioso, dijo:
-Si todo el Infierno se hubiera conjurado contra la Monarquía de los
turcos, no hubiera pronunciado cuatro pestes más nefandas que las que acaba de
proponer este perro morisco, que entre cristianos fue mal moro y entre moros
quiere ser mal cristiano. En España quisieron levantarse éstos; aquí quieren
derribarnos. No fue aquélla mayor causa de expulsión que ésta; justo será
desquitarnos de quien nos los arrojó con volvérselos. No pretendió con tan
último fin don Juan de Austria acabar con nuestras fuerzas cuando en Lepanto,
derramando las venas de tantos genízaros, hizo nadar en sangre los peces y a
nuestra costa dio competidor al mar Bermejo; no con enemistad tan rabiosa el
Persiano, con turbante verde, solicita la desolación de nuestro imperio; no
don Pedro Girón, Duque de Osuna, virrey de Sicilia y Nápoles, siendo terror
del mundo, procuró con tan eficaces medios, horrendo en galeras y naves y
infantería armada, con su nombre formidable esconder en noche eterna nuestras
lunas, que borró tantas veces, cuando, de temor de sus bajeles, se aseguraban
las barcas desde Estambol a Pera, como tú, marrano infernal, con esas cuatro
proposiciones que has ladrado. Perro, las monarquías con las costumbres que se
fabrican se mantienen. Siempre las han adquirido capitanes, siempre las han
corrompido bachilleres. De su espada, no de su libro, dicen los reyes que
tienen sus dominios; los ejércitos, no las universidades, ganan y defienden;
victorias, y no disputas, los hacen grandes y formidables. Las batallas dan
reinos y coronas; las letras, grados y borlas. En empezando una república a
señalar premios a las letras, se ruega con las dignidades a los ociosos, se
honra la astucia, se autoriza la malignidad y se premia la negociación, y es
fuerza que dependa el vitorioso del graduado, y el valiente del dotor, y la
espada de la pluma.

 
En la ignorancia del pueblo está seguro el dominio de los
príncipes; el estudio que los advierte, los amotina. Vasallos doctos, más
conspiran que obedecen, más examinan al señor que le respetan; en
entendiéndole, osan despreciarle; en sabiendo qué es libertad, la desean;
saben juzgar si merece reinar el que reina, y aquí empiezan a reinar sobre su
príncipe. El estudio hace que se busque la paz, porque la ha menester, y la
paz procurada induce la guerra más peligrosa. NO hay peor guerra que la que
padece el que se muestra codicioso de la paz: con las palabras y embajadas
pide ésta y negocia con el temor de los ruegos la otra. En dándose una nación
a doctos y a escritores, el ganso pelado vale más que los mosquetes y lanzas,
y la tinta escrita, más que la sangre vertida, y al pliego de papel firmado no
le resiste el peto fuerte, que se burla de las cóleras del fuego, y una mano
cobarde, por un cañón tajado, se sorbe desde el tintero las honras, las
rentas, los títulos y las grandezas. Mucha gente baja se ha vestido de negro
en los tinteros, de muchos son los algodones solares, del burrajear. Roma,
muchos títulos y Estados descienden cuando desde un surco que no cabía dos
celemines de sembradura se creció en República inmensa, no gastaba dotores ni
libros, sino soldados y astas. Todo fue ímpetu,nada estudio. Arrebataba las
mujeres que había menester, sujetaba lo que tenía cerca, buscaba lo que tenía
lejos. Luego que Cicerón, y Bruto, y Hortensio, y César, introdujeron la
parola y las declamaciones, ellos propios la turbaron en sedición, y, con las
conjuras, se dieron muerte unos a otros y otros a sí mismos, y siempre la
República, y los emperadores y el Imperio, fueron deshechos, y, por la
ambición de los elegantes, aprisionados. Hasta en las aves sólo padecen
prisión y jaula las que hablan y chirrean, y, cuanto mejor y más claro, más
bien cerrada y cuidadosa.

 
Entonces pues, los estudios fueron armerías contra
las armas, las oraciones santificaban delitos y condenaban virtudes, y,
reinando la lengua, los triunfos yacían so el poder de las palabras. Los
griegos padecieron la propia carcoma de las letras: siguieron la ambición de
las Academias: éstas fueron invidia de los ejércitos y los filósofos
persecución de los capitanes. Juzgaba el ingenio a la valentía: halláronse
ricos de libros y pobres de triunfos. Dices que hoy, por sus grandes autores,
viven los varones grandes que tuvieron; que vive su lengua, ya que murió su
monarquía. Lo mismo sucede al puñal que hiere al hombre, que él dura y el
hombre acaba, y no es consuelo ni remedio al muerto. Más valiera que viviera
la monarquía, muda y sin lengua, que vivir la lengua sin la monarquía. Grecia
y Roma quedaron ecos: fórmanse en lo hueco y vacío de su majestad, no voz
entera, sino apenas cola de la ausencia de la palabra. Esos escritores que la
acabaron quedaron después de acabarla con vida, que les tasa el lector tan
breve, que se regula en unos con el entretenimiento; en otros, con la
curiosidad. España, cuya gente en los peligros siempre fue pródiga de la alma,
ansiosa de morir, impaciente de mucha edad, despreciadora de la vejez, cuando
con incomparable valentía se armó en su total ruina y vencimiento y poca
ceniza derramada, se convocó en rayo, y de cadáver se animó en portento; más
atendía a dar que a escribir; antes a merecer alabanzas que a componerlas; por
su coraje hablaban las cajas y las trompas, y toda su prosa gastaba en Sant
Yugo, muchas veces repetido. Ellos admiraron el mundo con Viriato y Sertorio;
dieron esclarecidas vitorias a Aníbal, y a César, que en todo el orbe de la
tierra había peleado por la honra, obligaron a pelear por la vida. Pasaron de
lo posible los encarecimientos del valor y de la fortaleza en Numancia. Destas
y de otras innumerables hazañas nada escribieron: todo lo escribieron los
romanos.

 
Servíase su valentía de ajenas plumas; tomaron para sí el obrar;
dejaron a los latinos el decir; en tanto que no supieron ser historiadores,
supieron merecerlos. Inventóse poco a poco la artillería contra las vidas
seguras y apartadas, falseando el calicanto a las murallas y dando más
vitorias al certero que al valeroso. Empero luego se inventó la emprenta
contra la artillería, plomo contra plomo, tinta contra pólvora, cañones contra
cañones. La pólvora no hace efecto mojada: ¿quién duda que la moja la tinta
por donde pasan las órdenes que la aprestan y previenen? ¿Quién duda que falta
el plomo para balas después que se gasta en moldes fundiendo letras, y el
metal en láminas? Pero, las batallas nos han dado el imperio y las vitorias
los soldados, y los soldados los premios. Éstos se han de dar siempre a los
que nos han dado los triunfos. Quien llamó hermanas las letras y las armas
poco sabía de sus avalorios, pues no hay más diferentes linajes que hacer y
decir. Nunca se juntó el cuchillo a la pluma que éste no la cortase; mas ella,
con las propias heridas que recibe del acero, se venga dél. Vilísimo morisco,
nosotros deseamos que entre nuestros contrarios haya muchos que sepan, y entre
nosotros, muchos. que venzan; porque de los enemigos queremos la vitoria, y no
la alabanza.

 
Lo segundo que propone es introducir las leyes de los romanos. Si esto
consiguiera, acabado habías con todo. Dividiérase todo el imperio en confusión
de actores y reos, jueces y sobre jueces, y en la ocupación de abogados,
pasantes, escribientes, relatores, procuradores, solicitadores, secretarios,
escribanos, oficiales y alguaciles, se agotaran las gentes, y la guerra, que
hoy escoge personas, será forzada a servirse de los inútiles y desechados del
ocio contencioso. Habrá más pleitos, no porque habrá más razón, sino porque
habrá más leyes. Con nuestro estilo tenemos la paz que habemos menester, y los
demás la guerra que nosotros queremos que tengan; las leyes por sí buenas son
y justificadas; mas, habiendo legistas, todas son tontas y sin entendimiento.
Esto no se puede negar, pues los mismos jurisprudentes lo confiesan todas las
veces que dan a la ley el entendimiento que quieren, presuponiendo que ella
por sí no le tiene. No hay juez que no afirme que el entendimiento de la ley
es el suyo, y con decir que se le dan, suponen que no le tiene. Yo, renegado
soy, cristiano fui y depongo de vista que no hay ley civil ni criminal que no
tenga tantos entendimientos como letrados y jueces, como glosadores y
comentadores, y a fuerza de entendimientos que le achacan, le falta el que
tiene y queda mentecata. Por esto, al que condenan en el pleito, le condenan
en lo que le pide el contrario y en lo que no le pide, pues se lo gasta la
defensa, y nadie gana en el pleito sin perder en él todo lo que gasta en
ganarle, y todos pierden y en todo se pierde. Y cuando falta razón para quitar
a uno lo que posee, sobran leyes que, torcidas o interpretadas, inducen el
pleito y le padecen igualmente el que le busca y el que le huye. Véase qué dos
proposiciones nos encaminaba el agradecimiento del morisco. La tercera fue que
dejásemos los alfanjes por las espadas. En esto, como no había muy
considerable inconveniente, no hallo utilidad considerable para que se haga.

 
Nuestro carácter es la media luna: ése esgrimimos en los alfanjes. Usar de los
trajes y costumbres de los enemigos, ceremonia es de esclavos y traje de
vencidos, y por lo menos es premisa de lo uno u de lo otro. Si hemos de
permanecer, arrimémonos al aforismo que dice: Lo que siempre se hizo, siempre
se haga; lo que nunca se hizo, nunca se haga; pues, obedecido, preserva de
novedades. Pique el cristiano y corte el turco, y a este morisco que arrojó
aquél, éste le empale. En cuanto al postrero punto, que toca en el uso de las
viñas y del vino, allá se lo haya la sed con el Alcorán. No es poco lo que en
esto se permite días ha; empero advierto que si universalmente se da licencia
al beber vino y a las tabernas, servirá de que paguemos la agua cara y bebamos
a precio de lagares los pozos por azumbres. Mi parecer es, según lo propuesto,
que este malvado perro aborrece más a quien le acoge que a quien le expele.
Oyeron todos con gran silencio. El morisco estaba muy trabajoso de
semblante, toda la frente rociada de trasudores de miedo, cuando Halí, primero
visir, que estaba más arrimado a las cor tinas del Gran Señor, después de
haber consultado su semblante, dijo:
-Esclavos cristianos: ¿qué decís de lo que habéis oído?
Ellos, viendo la ceguedad de aquella engañada nación, y que amaban la
barbaridad y ponían su conservación en la tiranía y en la ignorancia,
aborreciendo la gloria de las letras y la justicia de las leyes, hicieron que
por todos respondiese un caballero español, de treinta años de prisión, con
tales palabras:
-Nosotros españoles no hemos de aconsejaros cosa que os esté bien, que
sería ser traidores a nuestro monarca y faltar a nuestra religión; ni os hemos
de engañar, porque no necesitamos de engaños para nuestra defensa los
cristianos: dispuestos estamos a aguardar la muerte en este silencio
inculpable.

 
El Gran Señor, cogido de la hora, y corriendo las cortinas de su solio,
cosa nunca vista, con voces enojadas, dijo:
-Esos cristianos sean libres; válgales por rescate su generosa bondad:
vestidlos y socorredlos para su navegación con grande abundancia de las
haciendas de todos los moriscos, y a ese perro quemaréis vivo, porque propuso
novedades, y se publicará por irremisible la propia pena en los que le
imitaren. Yo elijo ser llamado bárbaro vencedor y renuncio que me llamen docto
vencido: saber vencer ha de ser el saber nuestro, que pueblo idiota es
seguridad del tirano. Y mando a todos los que habéis estado presentes que os
olvidéis de lo que oístes al morisco. Obedezcan mis órdenes las potencias como
los sentidos y acobardad con mi enojo vuestras memorias.
Dio con esto la hora a todos los que merecían: a los bárbaros infieles,
obstinación en su ignorancia; a los cristianos, libertad y premio, y al
morisco, castigo.

 
XXXVI. LOS DE CHILE Y LOS HOLANDESES
Dio una tormenta en un puerto de Chile con un navío de holandeses, que, por
su sedición y robos, son propiamente dádiva de las borrascas y de los furores
del viento. Los indios de Chile que asistían a la guarda de aquel puerto, como
gente que en todo aquel mundo vencido guarda belicosamente su libertad para su
condenación en su idolatría, embistieron con armas a la gente de la nave,
entendiendo eran españoles, cuyo imperio les es sitio y a cuyo dominio
perseveran excepción. El capitán del bajel los sosegó, diciendo eran
holandeses y que venían de parte de aquella República con embajada importante
a sus caciques y principales, y acompañando estas razones con vino generoso,
adobado con las estaciones del norte, y ablandándolos con butiro y otros
regalos, fueron admitidos y agasajados. El indio que gobernaba a los demás fue
a dar cuenta a los magistrados de la nueva gente y de su pretensión.
Juntáronse todos los más principales y mucho pueblo, bien en orden, con las
armas en las manos. Es nación tan atenta a lo posible y tan sospechosa de lo
aparente, que reciben las embajadas con el propio aparato que a los ejércitos.
Entró en la presencia de todos el capitán del navío, acompañado de otros
cuatro soldados, y por un esclavo intérprete le preguntaron quién era, de
dónde venía y a qué y en nombre de quién. Respondió, no sin recelo de la
audiencia belicosa:

 
-Soy capitán holandés; vengo de Holanda, república en el último occidente,
a ofreceros amistad y comercio. Nosotros vivimos en una tierra que la miran
seca con indignación debajo de sus olas los golfos; fuimos, pocos años ha,
vasallos y patrimonio del grande monarca de las Españas y Nuevo Mundo, donde
sola vuestra valentía se ve fuera del cerco de su corona, que compite por
todas partes con el que da el sol a la tierra. Pusímonos en libertad con
grandes trabajos, porque el ánimo severo de Felipe II quiso más un castigo
sangriento de dos señores que tantas provincias y señorío. Armónos de valor la
venganza desta venganza, y con guerras de sesenta años y más, continuas, hemos
sacrificado a estas dos vidas más de dos millones de hombres, siendo sepulcro
universal de Europa las campañas y sitios de Flandes. Con las vitorias nos
hemos hecho soberanos señores de la mitad de sus Estados, y, no contentos con
esto, le hemos ganado en su país muchas plazas fuertes y muchas tierras, y en
el oriente hemos adquirido grande señorío y ganándole en el Brasil a
Pernambuco, la Parayba, y hecho nuestro el tesoro del palo, tabaco y azúcar, y
en todas partes, de vasallos suyos, nos hemos vuelto su inquietud y sus
competidores. Hemos considerado que, no sólo han ganado estas infinitas
provincias los españoles, sino que, en tan pocos años, las han vaciado de tan
innumerables poblaciones y poblándolas de gente forastera, sin que de los
naturales guarden aún los sepulcros memoria, y que sus grandes emperadores y
reyes, caciques y señores, fueron desaparecidos y borrados en tan alto olvido,
que casi los esconde con los que nunca fueron. Vemos que vosotros solos, o sea
bien advertidos o mejor escarmentados, os mantenéis en libertad hereditaria y
que en vuestro coraje se defiende a la esclavitud la generación americana. Y
como es natural amar cada uno a su semejante, y vosotros y mi república sois
tan parecidos en los sucesos, determinó enviarme por tan temerosos golfos y
tan peligrosas distancias a representaros su afecto, buena amistad y segura
correspondencia, ofreciéndoos, como por mí os ofrece, para vuestra defensa o
pretensiones, navíos y artillería, capitanes y soldados, a quienes alaba y
admira la parte del mundo que no los teme, y para la mercancía, comercio en
sus tierras y estados, con hermandad y alianza perpetua, pidiendo escala
franca en vuestro dominio y correspondencia igual en capitulaciones generales,
con cláusula de amigos de amigos y enemigos de enemigos, y, por más
demostración, en su poder grande os aseguran muchas repúblicas, reyes y
príncipes confederados.

 
Los de Chile respondieron con agradecimiento, diciendo que para oír
bastaba la atención; mas, para responder, aguardaban las prevenciones del
Consejo; que a otro día se les respondería a aquella hora.
Hízose así, y el holandés, conociendo la naturaleza de los indios,
inclinada a juguetes y curiosidades, por engañarles la voluntad, les presentó
barriles de butiro, quesos y frasqueras de vino, espadas, y sombreros, y
espejos y, últimamente, un cubo óptico, que llaman antojo de larga vista.
Encarecióles su uso, y con razón, diciendo que con él verían las naves que
viniesen a diez y doce leguas de distancia y conocerían por los trajes y
banderas si eran de paz o de guerra, y lo propio en la tierra, añadiendo que
con él verían en el cielo estrellas que jamás se han visto y que sin él no
podrían verse; que advertirían distintas y claras las manchas que en la cara
de la luna se mienten ojos y boca, y en el cerco del sol una mancha negra, y
que obraba estas maravillas porque con aquellos dos vidrios traía al ojo las
cosas que estaban lejos y apartadas en infinita distancia. Pidiósele el indio
que entre todos tenía mejor lugar. Alargóse el holandés en sus puntos,
doctrinóle la vista para el uso y diósele. El indio le aplicó al ojo derecho,
y, asestándole a unas montañas, dio un grande grito, que testificó su
admiración a los otros, diciendo había visto a distancia de cuatro leguas
ganados, aves y hombres, y las peñas y matas tan distintamente y tan cerca,
que aparecían en el vidrio postrero incomparablemente crecidas. Estando en
esto, los cogió la hora, y zurriándose en su lenguaje, al parecer
razonamientos coléricos, el que tomó el antojo, con él en la mano izquierda,
habló al holandés estas palabras:

 
-Instrumento que halla mancha en el sol y averigua mentiras en la luna y
descubre lo que el cielo esconde es instrumento revoltoso, es chisme de
vidrio, y no puede ser bienquisto del Cielo. Traer a sí lo que está lejos, es
sospechoso para los que estamos lejos: con él debistes de vernos en esta gran
distancia, y con él hemos visto nosotros la intención que vosotros retiráis
tanto de vuestros ofrecimientos. Con este artificio espulgáis los elementos y
os metéis de mogollón a reinar: vosotros vivís enjutos debajo del agua y sois
tramposos del mar. No será nuestra tierra tan boba que quiera por amigos los
que son malos para vasallos, ni que fíe su habitación de quien usurpó la suya
a los peces. Fuistes sujetos al rey de España, y, levantádoos con su
patrimonio, os preciáis de rebeldes, y queréis que nosotros, con necia
confianza, seamos alimento a vuestra traición. Ni es verdad que nosotros somos
vuestra semejanza, porque, conservándonos en la Patria que nos dio la
naturaleza, defendemos lo que es nuestro, conservamos la libertad, no la
robamos, Ofrecéisnos socorro contra el rey de España, cuando confesáis le
habéis quitado el Brasil, que era suyo. Si a quien nos quitó las Indias se las
quitáis, ¿cuánta mayor razón será guardarnos de vosotros que dél? Pues
advertid que América es una ramera rica y hermosa, y que, pues fue adúltera a
sus esposos, no será leal a sus rufianes. Los cristianos dicen que el Cielo
castigó a las Indias porque adoraban a los ídolos, y los indios decimos que el
Cielo ha de castigar a los cristianos porque adoran a las Indias. Pensáis que
lleváis oro y plata y lleváis invidia de buen color y miseria preciosa.
Quitáisnos para tener que os quiten: por lo que sois nuestros enemigos, sois
enemigos unos de otros. Salid con término de dos horas deste puerto, y si
habéis menester algo, decidlo, y si nos queréis granjear, pues sois
invencioneros, inventad instrumento que nos aparte muy lejos lo que tenemos
cerca y delante de los ojos, que os damos palabra que con éste, que trae a los
ojos lo que está lejos, no miraremos jamás a vuestra tierra ni a España. Y
llevaos esta espía de vidrio, soplón del firmamento, que, pues con los ojos en
vosotros vemos más de lo que quisiéramos, no le habemos menester. Y
agradézcale el sol que con él le hallaste la mancha negra, que si no, por el
color intentárades acuñarle y de planeta hacerle doblón.

 
XXXVII. LOS NEGROS
Los negros se juntaron para tratar de su libertad, cosa que tantas veces
han solicitado con veras. Convocáronse en numeroso concurso. Uno de los más
principales, que entre los demás interlocutores bayetas era negro limiste, y
había propuesto esta pretensión en la corte romana, dijo:
-Para nuestra esclavitud no hay otra causa sino la color, y la color es
accidente, y no delito. Cierto es que no dan los que nos cautivan otra color a
su tiranía sino nuestro color, siendo efecto de la asistencia de la mayor
hermosura, que es el sol. Menos son causa de esclavitud cabezas de borlilla y
pelo en burujones, narices despachurradas y hocicos góticos. Muchos blancos
pudieran ser esclavos por estas tres cosas, y fuera más justo que lo fueran en
todas partes los naricísimos, que traen las caras con proas y se suenan un
peje espada, que nosotros, que traemos los catarros a gatas y somos
contrasayones. ¿Por qué no consideran los blancos que si uno de nosotros es
borrón entre ellos, uno delios será mancha entre nosotros? Si hicieran
esclavos a los mulatos, aún tuvieran disculpa, que es canalla sin rey, hombres
crepúsculos entre anochece y no anochece, la estraza de los blancos y los
borradores de los trigueños y el casi casi de los negros y el tris de la
tizne. De nuestra tinta han florecido en todas las edades varones admirables
en armas y letras, virtud y santidad. No necesita su noticia de que yo refiera
su catálogo. Ni se puede negar la ventaja que hacemos a los blancos en no
contradecir a la naturaleza la librea que dio a los pellejos de las personas.

 
Entre ellos, las mujeres, siendo negras o morenas, se blanquean con guisados
de albayalde, y las que son blancas, sin hartarse de blancura, se nievan de
solimán. Nuestras mujeres solas, contentas con su tez anochecida, saben ser
hermosas a escuras, y en sus tinieblas, con la blancura de los dientes,
esforzada en lo tenebroso, imitan, centelleando con la risa, las galas de la
noche. Nosotros no desmentimos las verdades del tiempo, ni con embustes
asquerosos somos reprehensión de la pintura de los nueve meses. ¿Por qué,
pues, padecemos desprecio y miserable castigo? Esto deseo que consideréis,
mirando cuál medio seguirá nuestra razón para nuestra libertad y sosiego.
Cogiólos la hora, y levantándose un negro, en quien la tropelía de la vejez
mostraba con las canas, contra el común axioma, que sobre negro no hay
tintura, dijo:
-Despáchense luego embajadores a todos los reinos de Europa, los cuales
propongan dos cosas: la primera, que si la color es causa de esclavitud, que
se acuerden de los bermejos, a intercesión de Judas, y se olviden de los
negros, a intercesión de uno de los tres reyes que vinieron a Belén, y que,
pues el refrán manda que de aquel color no haya gato ni perro, más razón será
que no haya hombre ni mujer, y ofrezcan de nuestra parte arbitrios para que en
muy poco tiempo los bermejos, con todos sus arrabales, se consuman. La
segunda, que tomen casta de nosotros, y, aguando sus bodas en nuestro tinto,
hagan casta aloque y empiecen a gastar gente prieta, escarmentados de
blanquecidos y cenicientos, pues el ampo de los flamencos y alemanes tiene
revuelto y perdido el mundo, coloradas con sangre las campañas y hirviendo en
traiciones y herejías tantas naciones, y, en particular, acordarán lo
boquirrubio de los franceses, y vayan advertidos los nuestros si los
estornudaren, de consolarse con el tabaco y responder: “Dios nos ayude”,
gastando en sí propios la plegaria.

 
XXXVIII. EL SERENÍSIMO REY DE INGLATERRA
El serenísimo rey de Inglaterra, cuya isla es el mejor lunar que el Océano
tiene en la cara, juntando el Parlamento en su palacio de Londres, dijo:
-Yo me hallo rey de unos Estados que abraza sonoro el mar, que aprisionan y
fortifican las borrascas; señor de unos reinos, públicamente, de la religión
reformada; secretamente, católicos. Ingerí en rey lo sumo pontífice; soy
corona, bonete y dos cabezas: seglar y eclesiástica. Sospecho, aunque no la
veo, la división espiritual de mis vasallos; temo que gastan mucha Roma sus
corazones, y que aquella ciudad, con las llaves de San Pedro, se pasea por los
retiramientos de Londres. Esto, para mí, es tanto más peligroso cuanto más
oculto. Veo con ojos enconados crecer en muy poderosa república la rebelión de
los holandeses. Conozco que mi invidia y la de mis ascendientes contra la
grandeza de España, de menudo marisco los abultó en estatura, como dice
Juvenal, mayor que la ballena británica. Véolos introducidos en cáncer de las
dos Indias, y padezco los piojos que me comen porque los crié. Sé que de sus
dominios hurtados tienen flotas los más años, y algunos las flotas enteras o
buena parte de las que trae el Rey Católico, y que les es copioso tesoro esta
rebatiña. En la tierra son, por el ejercicio de tantos años, soldados con
crédito de innumerables vitorias, a quienes hace la experiencia en el obedecer
doctos y suficientes para mandar. Por el mar los cuento inumerables en
bajeles, inimitables en fortuna, incontrastables en consejo, superiores en
reputación militar. Por otra parte, veo al rey de Francia, mi vecino, a quien
por las pretensiones antiguas aborrezco, aspirar al imperio de Alemania y al
de Roma; introducido en Italia, y en ella, con puestos y ejércitos y séquito
de algunos de los potentados, y acariciado, al parecer, de los buenos
semblantes del Pontífice. Es mancebo nacido a las armas y crecido en ellas,
que, en edad que pudieron serle juguetes, le fueron triunfos. Considérole con
unido vasallaje por haber demolido todas las fortificaciones, hasta las
inexpugnables, de los hugonotes, luteranos y calvinistas, y dejado el dominio
y potestad en solos católicos.

 
No por esto le juzgo buen católico: antes le
presumo astuto político, y en su interior me persuado es conmodista, y que
tiene sus conveniencias por evangelios, y que cree en lo que desea y no en lo
que adora: religión que tienen muchos debajo del nombre de otra religión. Esto
disimula, porque como su intento es tomar a Milán y a Nápoles, mañosamente ha
asistido en su reino a los católicos, por ser sin comparación la mayor parte;
débenlo al número, no a la dotrina. Acompáñase del celo católico, por ser este
título disposición para distilar en Italia poco a poco su codicia de dominios,
y deben su crecimiento tanto a su hipocresía como a su valor. En Alemania,
llamando a los suecos y amotinando al de Sajonia y al de Brandenburg y al
Lanzgrave, ha jurado in verba Luteri. Para ocupar sus Estados al Duque de
Lorena, se aplicó a la conciencia de Calvino. Con esto es el Jano de la
religión, que con una cara mira al turco, y con otra al Papa, sirviéndole de
calzador de púrpura para calzarse aquella corte el Cardenal de Richelieu.
Viendo esto, me crece arrugada en gran volumen la nariz, considerando que para
sus intentos no ha hecho caso de mi poder y afinidad y se ha abrigado con la
buena dicha de los holandeses, despreciando a Inglaterra, como si tuviera en
su mano otra doncella milagrosa Juana de Arc, a quien la mala traducción llamó
poncella. Todas estas acciones son a mi paladar de tan mal sabor y de tan
desabrida dentera, que me amarga el aire que respiro, y con el suceso de la
isla de Res tengo la memoria con ascos. No halla la confederación con quién
juntar mis filos para ser tijera que cercene al uno y al otro, si no es con el
rey de España. Inmenso monarca es y sumamente poderoso y rico, señor de las
más belicosas naciones del mundo, príncipe en edad floreciente. Advierto,
empero, que la restitución del Palatinado me tiene empeñada la sangre y la
reputación, y ésta no la debo esperar de los católicos, y por eso la puedo
dudar de los españoles y de los imperiales, por la diferencia de religiones y
el grande hastío que muestran los protestantes de más casa de Austria. Y por
mí sospecho que el rey de España no habrá olvidado mi idea a su corte, pues no
olvido yo mi vuelta a la mía, de que es recuerdo la entrada de mis bajeles en
Cádiz.

 
Yo querría volver a cerrar en sus orillas al Rey Cristianísimo, que con
grande avenida ha salido de madre y esplayándose por toda Europa, y,
juntamente, reducir a su principio a los holandeses. Quiero me aconsejéis el
mejor y más eficaz medio, advirtiendo estoy determinado, no solo a salir en
persona, sino codicioso de salir, porque creo que el príncipe que teniendo
guerra forzosa no acompaña su gente condena a soldados a sus vasallos, en vez
de hacerlos soldados, y, conducidos por este castigo, más padecen que hacen, y
los obliga a que igualmente esperen su libertad y su venganza de ser vencidos
que del ser vencedores. De llevar ejércitos a enviarlos va la diferencia que
de veras a burlas: juicio es de los sucesos. Respondedme a la necesidad común,
sin hablar con mi descanso. Ni oiga yo en nuestro sentir fines particulares:
informadme los oídos, no me los embaracéis.
Todos quedaron suspensos en silencio reverente y cuidadoso, confiriendo en
secreto la resolución, cuando el gran presidente, con estas palabras, dio
principio a la respuesta:
-Vuestra majestad, serenísimo señor, ha sabido preguntar de manera que nos
ha enseñado a saberle responder: arte de tanto precio a los reyes, que es
artífice de todo buen conocimiento y desengaño. Señor: la verdad es una sola y
clara; pocas palabras la pronuncian, muchas la confunden; ella rompe poco
silencio y la mentira deja poco por romper. Todo lo que habéís considerado en
el rey de Francia y en los holandeses es desvelo de la real providencia. El
peligro inminente pide resolución varonil y veloz. El rey de España es hoy,
para vuestros desinios, vuestra sola confederación, y sumamente eficaz si vos
en persona asistís con él a la mortificación destos dos malos vecinos. Y
advertir que mandar y hacer son tan diferentes como obras y palabras. Confieso
que vuestra sucesión es muy infante para dejada; empero es menor inconveniente
dejarla tierna que, siendo padre, acompañarla niño.

 
No hubo bien pronunciado estas últimas palabras, cuando, levantándose sobre
su báculo un senador marañado todo el seno con las canas de su barba, la
cabeza en el pecho y la corona en la que le habían los años doblado la espalda
en lugar de la cabeza, dijo:
- Mal puede disculparse de temerario el consejo de que su majestad salga en
persona, cuando sus reinos están minados de católicos encubiertos, cuyo número
es grande, a lo que se sabe; infinito, a lo que se sospecha, y verdaderamente
formidable por el desprecio en que tienen la vida y el precio que se aseguran
en la muerte. Los tormentos se han cansado en sus cuerpos, no sus cuerpos en
los tormentos; entre ellos, por su religión, los despedazados persuaden, no
escarmientan. Esto saben las horcas, los cuchillos y las llamas, que buscaron
ansiosos y padecieron constantes. Pues si en tierra por todas partes
prisionera del mar, y en presencia de sus reyes, tantas veces han conspirado
para restituirse, ¿qué harán si sale y los desembaraza su persona? Vasallo
tiene vuesa majestad de quien poder fiar cualquiera empresa; enviad con pie de
ejército de nuestra religión los más importantes de los que se entienden son
católios, que con esto irá su intención sujeta y vuestros reinos con menos
enemigos dentro. No aventuréis vuestra persona, en que se aventura todo y en
que todo se restaura, que yo del parecer del presidente colijo que maquina
como católico, no que responde como ministro.
Alborotáronse, y en esta disensión los cogió la fuerza de la hora, y
demudándose de color el rey, dijo:

 
-Vosotros dos, en lugar de aconsejarme, me habéis desesperado. El uno dice
que si no salgo me quitarán el reino los enemigos; el otro, que si salgo, me
le quitarán los vasallos; de suerte que tu quieres que tema más a mis súbditos
que a los contrarios. Sumamente es miserable el estado en que me hallo: lo que
resta es que cada uno de vosotros, con término de un día natural, me diga
quién y qué cosas me tiene reducido a esta desventura, nombrando las personas
y las causas, sin perdonaros unos a otros, o yo sospecharé sobre todos; porque
la culpa no sale de los que me aconsejáis, que yo estoy resuelto de atender a
la dirección de mis conveniencias dentro y fuera de mis reinos. Sale el rey de
Francia sin sucesión y sin esperanzas de ella que puedan entristecer a su
hermano, y deja un reino por tantas causas dividido, y en parcialidades toda
la nobleza, manchada con la sangre de Memoranci; los herejes, sujetos, mas no
desenojados; los pueblos, despojados de tributos, y todo el reino en opresión
de las demasías de un privado, y yo, que tengo sucesión y menores y menos
sensibles inconvenientes , ¿estaré arrullando mis hijos y atendiendo a sus
dijes y juguetes? Porque me he dejado en el ocio y porque no he salido, me son
Francia y Holanda formidables: si no salgo, me serán ruina; si me quedo por
temor a mis vasallos, yo los aliento a mi desprecio. Si mis enemigos se
aseguran de que no puedo salir, no podré asegurarme de mis enemigos y, por lo
menos, si salgo y me pierdo, lograré la honra de la defensa y excusaré la
infamia de la vileza. El rey que no asiste a su defensa disculpa a los que no
le asisten; contra razón castiga a quien le limita, y contra lo que fue
maestro no puede ser juez, ni castigar lo que de su persona aprenden los que
para desamparar su defensa le obedecen maestro. Idos luego todos y consultad
con vuestras obligaciones mi real servicio, anteponiéndole a vuestras vidas y
a mi descanso; que os aseguro hacer a vuestra verdad, cuanto más rigurosa,
mejor recibimiento.

 
Y no me embaracéis con el achaque de llevar toda la
nobleza conmigo, pues los acontecimientos afirman que nadie la junto en la
guerra que no la perdiese y se perdiese: los anillos que se midieron por
hanegas, en Cannas, lo testifican con lágrimas en Roma; el bosque de Pavía,
hecho sepulcro de toda la nobleza de Francia y de la libertad de su rey: la
Armada española con que el Duque de Medina Sidonia, viniendo a invadir estos
reinos, dejando en estos mares tan miserables despojos; el rey don Sebastián,
que en Africa se perdió y sus reinos con su nobleza toda. Los nobles juntos
inducen confusión y ocasionan ruina; porque, no sabiendo mandar, no quieren
obedecer y estragan en presunciones desvanecidas la disciplina militar.
Llevaré pocos, experimentados; los demás quedarán para freno de los hervores
populares y triaca de los noveleros. Gente que piensa que me engaña en darme
su vida por un real cada día es el aparato que me importa, no aquélla, que,
agotándome, para que vaya, mi tesoro, pone demanda a mi patrimonio porque fue.
Bueno fuera que toda la nobleza estuviera ejercitada, mas no seguro. Los
particulares no han de dar las armas a los locos, ni los reyes a los nobles.
Llevad esto entendido, y ahorra distraimientos vuestro discurso, y mi
determinación, tiempo.

 
XXXIX. LA ISLA DE LOS MONOPANTOS
En Salónique, ciudad de Levante, que, escondida en el último seno del golfo
a que da nombre, yace en el dominio del emperador de Constantinopla, hoy
llamada Estambol, convocados en aquella sinagoga los judíos de toda Europa por
Rabbi Saadías, y Rabbi Isaac Abarbaniel, y Rabbi Salomón, y Rabbi Nissin, se
juntaron: por la sinagoga de Venecia, Rabbi Samuel y Rabbi Maimón; por la de
Raguza, Rabbi Aben Ezra; por la de Constantinopla, Rabbi Jacob; por la de
Roma, Rabbi Chamaniel; por la de Ligorna, Rabbi Gersomi; por la de Ruán, Rabbi
Gabirol, por la de Orán, Rabbi Asepha; por la de Praga, Rabbi Mosche; por la
de Viena; Rabbi Berchai; por la de Amsterdán, Rabbi Meir Armahah; por los
hebreos disimulados, y que negocian de rebozo con traje y lengua de
cristianos, Rabbi David Bar Nachman, y, con ellos, los Monopantos, gente en
república, habitadora de unas islas que entre el mar Negro y la Moscovia,
confines de la Tartaria, se defienden sagaces de tan feroces vecindades, más
con el ingenio que con las armas y fortificaciones. Son hombres de
cuadruplicada malicia, de perfecta hipocresía, de extremada disimulación, de
tan equívoca apariencia, que todas las leyes y naciones los tienen por suyos.
La negociación les multipica caras y los manda los semblantes, y el interés
los remuda las almas. Gobiérnalos un príncipe a quien llaman Pragas
Chincollos. Vinieron por su mandado a este sanedrín seis, los más doctos en
carcomas y polillas del mundo; el uno se llama Philárgyros, el otro,
Chrysóstheos; el tercero, Danipe; el cuarto, Arpiotrotono; el quinto, Pacas
Mazo; el sexto, Alkemiastos. Sentáronse por sus dignidades, respectivamente, a
la preeminencia de las sinagogas, dando el primer banco por huéspedes a los
Monopuntos. Poseyólos atento silencio, cuando Rabbi Saadías, después de haber
orado el psalmo In Enitu Israel, dijo tales palabras:

 
-“Nosotros, primero linaje del mundo, que hoy somos desperdicio de las edades y multitud derramada que yace en esclavitud y vituperio congojoso, viendo arder en discordias el mundo, nos hemos juntado a prevenir advertencia desvelada en los presentes tumultos, para mejorar en la ruina de todos nuestro partido. Confieso que el captiverio, y las plagas, y la obstinación de nosotros son hereditarias; la duda y la sospecha, patrimonio de nuestros entendimientos, que siempre fuimos malcontentos de Dios, estimando más al que hacíamos que al que nos hizo. Desde el primer principio nos cansó su gobierno, y seguimos contra su ley la interpretación del demonio. Cuando su omnipotencia nos gobernaba, fuimos rebeldes; cuando nos dio gobernadores, inobedientes. Fuenos molesto Samuel, que, en su nombre, nos regía, y juntos en comunidad ingrata, siendo nuestro rey Dios, pedimos a Dios otro rey. Dionos a Saúl con derecho de tirano, declarando haría esclavos nuestros hijos, nos quitaría las haciendas para dar a sus validos, y agravó este castigo con decir no nos le quitaría aunque se lo pidiésemos. Él dijo a Samuel que a él le despreciábamos, no a Samuel ni a sus hijos. En cumplimiento desto, nos dura aquel Saúl siempre, y en todas partes, y con diferentes nombres. Desde entonces, en todos los reinos y repúblicas nos oprime en vil y miserable captividad, y para nosotros, que dejamos a Dios por Saúl, permite Dios que sea un Saúl cada rey. Quedó nuestra nación para con todos los hombres introducida en culpa, que nos la echan a otros, todos la tienen y todos se afrentan de tenella. No estamos en parte alguna sin que primero nos echasen de otra; en ninguna residimos que no deseen arrojarnos, y todas temen que seamos impelidos a ellas.

 
“Hemos reconocido que no tienen comercio nuestras obras y nuestras palabras
y que nuestra boca y nuestro corazón nunca se aunaron en adorar un propio
Dios. Aquélla siempre aclamó al Cielo, éste siempre fue idólatra del oro y de
la usura:Acaudillados de Moisén cuando subió por la Ley al monte, hicimos
demostración de que la religión de nuestras almas era el oro y cualquier
animal que dé1 se fabricase: allí adoramos nuestras joyas en el becerro y juró
nuestra codicia, por su deidad, la semejanza de la niñez de las vacadas. No
admitimos a Dios en otra moneda, y en ésta admitimos cualquiera sabandija por
Dios. Bien conocía la enfermedad de nuestra sed quien nos hizo beber el ídolo
en polvos. Grande y ensangrentado castigo se siguió a este delito: empero,
degollando a muchos millares, escarmentó a pocos, pues, haciendo después Dios
con nosotros cuanto le pedimos, nada hizo de que luego no nos enfadásemos.
Extendió las nubes en toldo, para que en el desierto nos escondiese a los
incendios del día. Esforzó con la coluna de fuego los descaecimientos de las
estrellas y la luna, para que, socorridas de su movimiento relumbrante,
venciesen las tinieblas a la noche, contrahaciendo el sol en su ausencia.
Mandó al viento que granizase nuestras cosechas, y dispuso en moliendas
maravillosas las regiones del aire, derramando guisados en el maná nuestros
mantenimientos, con todas las sazones que el apetito desea. Hizo que las
codornices, descendiendo en lluvia, fuesen cazadores y caza todo junto, para
nuestro regalo. Desató en fuga líquida la inmobilidad de las peñas, y que las
fuentes naciesen aborto de los cerros, para lisonjear nuestra sed. Enjugó en
senda tratable a nuestros pies los profundos del mar, y colgó perpendiculares
los golfos, arrollando sus llanuras en murallas líquidas, detiniendo en
edificio seguro las olas y las borrascas, que a nuestros padres fueron vereda
y a Faraón sepulcro y tumba de su carro y ejército. Hizo su palabra levas de
sabandijas, alistando por nosotros, en su milicia, ranas, mosquitos y
langostas. No hay cosa tan débil de que Dios no componga huestes invencibles
contra los tiranos. Debeló con tan pequeños soldados los escuadrones enemigos,
formidables y relucientes en las defensas del hierro, soberbios en los
blasones de sus escudos, pomposos en las ruedas de sus penachos. A tan
milagrosos beneficios, que nuestro rey y profeta David cantó en el psalmo,
según la división nuestra, 105, que empieza Hodu la-Adonäi, respondió nuestra
dureza e ingratitud con hastío y fastidio en el sustento, con olvido en el
paseo abierto sobre las ondas del mar. Pocas veces quien recibe lo que no
merece, agradece lo que recibe. Muchas veces castiga Dios con lo que da y
premia con lo que niega. Tales antepasados son genealogía delincuente de
nuestra contumacia.

 
“Comúnmente nos tienen por los porfiados de la esperanza sin fin, siendo en
la censura de la verdad la gente más desesperada de la vida. Nada aborrecemos,
y hemos aborrecido tanto los judíos como la esperanza. Nosotros somos el
extremo de la incredulidad, y esperanza y incredulidad no son compatibles: ni
esperamos ni hay qué esperar de nosotros. Porque Moisén se detuvo un poco en
el monte no quisimos esperarle, y pedimos dios a Aarón. La razón que dan de
que somos tercos en esperanza perdurable es que aguardamos tantos siglos ha al
Mesías; empero nosotros ni le recibimos en Cristo ni le aguardamos en otro. El
decir siempre que ha de venir no es porque le deseamos ni le creemos: es por
disimular con estas largas que somos aquel ignorante que empieza el psalmo 13,
diciendo en su corazón: “No hay Dios.” Lo mismo dice quien niega al que ya
vino y aguarda al que no ha de venir. Este lenguaje gasta nuestro corazón, y,
bien considerado, es el Qtcare, del psalmo 2, fremuerunt gentes, et populi
meditati sunt innania . . , adversus Dominum, et adversus Christium ejus? De
manera que nosotros decimos que esperamos siempre por disimular que siempre
desesperamos.
“De la ley de Moisén sólo guardamos el nombre, sobrescribiendo con él y con
ella las excepciones que los talmudistas han soñado para desmentir las
Escrituras, deslumbrar las profecías y falsificar los preceptos, y habilitar
las conciencias a la fábrica de la materia de estado, dotrinando para la vida
civil nuestro ateísmo en una política sediciosa, prohijándonos de hijos de
Israel a hijos del siglo. Cuando tuvimos ley no la guardábamos; hoy, que la
guardamos, no es ley sino en la breve pronunciación de las tres letras.

 
“Ha sido necesario decir lo que fuimos para disculpar lo que somos y
encaminar lo que pretendemos ser, creciéndonos en estos delirios rabiosos, en
que parece está frenético todo el orbe de la tierra, cuando no solamente los
herejes toman contra los católicos las armas enemigas, sino los católicos,
unos mueven contra otros los escuadrones parientes. Los protestantes de
Alemania ha muchos años que pretenden que el emperador sea hereje. A esto los
fomenta el Rey Cristianísimo, haciendo como que no lo es y desentendiéndose de
Calvino y Lutero. Opónese a todos el Rey Católico, para mantener en la Casa de
Austria la suprema dignidad de las águilas de Roma. Los holandeses, animados
con haber sido traidores dichosos, aspiran a que su traición sea monarquía, y
de vasallos rebeldes del gran rey de España, osan serle competidores.
Robáronle lo que tenía en ellos y prosiguen en usurparle lo que tan lejos
dellos tiene, como son el Brasil y las Indias, destinando sus conquistas sobre
sus coronas. No hemos sido para todos estos robos la postrera disposición
nosotros, por medio de los cristianos postizos, que, con lenguaje portugés, le
habemos aplicado para minas, con títulos de vasallos. Los potentados de Italia
(si no todos, los más) han hospedado en sus dominios franceses, dando a
entender han descifrado en este sentir los semblantes del Sumo Pontífice, y la
tolerancia muda han leído por motu propio. El rey de Francia ha usado contra
el monarca de los españoles estratagema nunca oída, disparándole por batería
todo su linaje, con achaque de malcontentos y huidos, para que, en sueldos y
socorros y gastos consumiese las consignaciones de sus ejércitos. ¿Cuándo se
vio un rey contra otro hacer munición de dientes y muelas de su madre y de su
hermano, próximo heredero, para que se le comiesen a bocados ? Ardid es
mendicante, mas pernicioso. Militar con el mogollón, más tiene de lo ridículo
que de lo serio. Nosotros tenemos sinagogas en los Estados de todos estos
príncipes, donde somos el principal elemento de la composición desta cizaña.

 
En Ruán somos la bolsa de Francia contra España, y juntamente de España contra
Francia, y en España, con traje que sirve de máscara a la circuncisión,
socorremos a aquel monarca con el caudal que tenemos en Amsterdán en poder de
sus propios enemigos, a quienes importa más el mandar que le difiramos las
letras que a los españoles cobrarlas. ¡Extravagante tropelía servir y arruinar
con un propio dinero a amigos y a enemigos y hacer que cobre los frutos de su
intención el que los paga del que los cobra! Lo mismo hacemos con Alemania,
Italia y Constantinopla, y todo este enredo ciego y belicoso causamos con
haber tejido el socorro de cada uno en el arbitrio de su mayor contrario;
porque nosotros socorremos como el que da con interés dineros al que juega y
pierde, para que pierda más. No niego que los Monopuntos son gariteros de la
tabaola de Europa, que dan cartas y tantos, y entre lo que sacan de las
barajas que meten y de luces, se quedan con todo el oro y la plata, no dejando
a los jugadores sino voces y ruido, y perdición, y ansia de desquitarse a que
los inducen, porque su garito, que es fin de todos, no tenga fin. En esto son
perfecto remedo de nuestros anzuelos. Es verdad que para la introducción nos
llevan grande ventaja en ser los judíos del Testamento Nuevo, como nosotros
del Viejo, pues así como nosotros no creímos que Jesús era el Mesías que había
venido, ellos, creyendo que Jesús era el Mesías que vino, le dejan pasar por
sus conciencias: de manera que parece que jamás llegó para ellos ni por ellas.
Los Monopantos le creen (como de nosotros dice que le esperamos un grave
autor: Auream et gemmatam Hierusalem espectabant) en Hierusalén de oro y
joyas. Ellos y nosotros, de diferentes principios y con diversos medios, vamos
a un mesmo fin, que es a destruir, los unos, la cristiandad que no quisimos;
los otros, la que ya no quieren, y por esto nos hemos juntado a confederar
malicia y engaños.

 
“Ha considerado esta sinagoga que el oro y la plata son los verdaderos
hijos de la tierra que hacen guerra al Cielo, no con cien manos solas, sino
con tantas como los cavan, los funden, los acuñan, los juntas, los cuentan,
los reciben y los hurtan. Son dos demonios subterráneos, empero bienquistos de
todos los vivientes; dos metales, que cuanto tienen más de cuerpo, tienen más
de espíritu. No hay condición que les sea desdeñosa, y si alguna ley los
condena, los legistas e intérpretes della los absuelven. Quien se desprecia de
cavarlos se precia de aquirirlos; quien de grave no los pide al que los tiene,
de cortesano los recibe de quien los da, y el que tiene por trabajo el
ganarlos, tiene el robarlos por habilidad, y hay en la retórica de juntarlos
un no los quiero, que obra dénmelos, y nada recibo de nadie, que es verdad,
porque no es mentira todo lo tomo. Y como mentiría el mar si dijese que no
mata su sed con tragarse los arroyuelos y fuentes, pues bebiéndose todos los
ríos que se los beben, en ellos se sorbe fuentes y arroyos, de la misma manera
mienten los poderosos que dicen que no reciben de los mendigos y pobres,
cuando se engullen a los ricos que devoran a los pobres y mendigos. Esto
supuesto, conviene encaminar la batería de nuestros intereses a los reyes y
repúblicas y ministros, en cuyos vientres son todos los demás repleción que,
conmovida por nosotros, o será letargo o apoplejía en las cabezas. En el
método de disponerlo sea el primer voto el de los señores Monopantones.”
Los cuales, habiéndose conficionado los unos con los chismes de los otros,
determinaron que Pacas Mazo, como más abun dante de lengua y más caudaloso de
palabras, hablase por todos, lo que hizo con tales razones:

 
-Los bienes del mundo son de los solícitos; su fortuna, de los disimulados
y violentos. Los señoríos y los reinos, antes se arrebatan y usurpan que se
heredan y merecen. Quien en las medras temporales es el peor de los malos, es
el benemérito sin competidor, y crece hasta que se deja exceder en la maldad,
porque en las ambiciones, lo justo y los honesto hacen delincuentes a los
tiranos. Éstos, en empezando a moderarse, se deponen; si quieren durar en ser
tiranos, no han de consentir que salgan fuera las señas de que lo son. El
fuego que quema la casa, con el humo que arroja fuera, llama a que le maten
con agua. Deste discurso cada uno tome lo que le pareciere a propósito. La
moneda es la Circe, que todo lo que se le llega u de ella se enamora, lo muda
en varias formas: nosotros somos el verbi gratia. El dinero es un dios de
rebozo, que en ninguna parte tiene altar público y en todas tiene adoración
secreta; no tiene templo particular, porque se introduce en los templos. Es la
riqueza una seta universal en que convienen los más espíritus del mundo, y la
codicia, un heresiarca bienquisto de los discursos políticos y el conciliador
de todas las diferencias de opiniones y humores. Viendo, pues, nosotros que es
el mágico y el nigromante que más prodigios obra, hémosle jurado por norte de
nuestros caminos y por calamita de nuestro norte, para no desvariar en los
rumbos. Esto ejecutamos con tal arte, que le dejamos para tenerle y le
despreciamos para juntarle: lo que aprendimos de la hipocresía de la bomba,
que con lo vacío se llena, y con lo que no tiene atrae lo que tienen otros, y
sin trabajo sorbe y agota lo lleno con su vacío. Somos remedos de la pólvora,
que, menuda, negra, junta y apretada, toma fuerza inmensa y velocidad de la
estrechura.

 
Primero hacemos el daño que se oiga el ruido, y como para apuntar
cerramos un ojo y abrimos otro, lo conquistamos todo en un abrir y cerrar de
ojos, Nuestras casas son cañones de arcabuz, que se disparan por las llaves y
se cargan por las bocas. Siendo, pues, tales, tenemos costumbres y semblantes
que convienen con todos, y por esto no parecemos forasteros en alguna seta o
nación. Nuestro pelo le admite el turco por turbante, el cristiano por
sombrero, y el moro por bonete y vosotros por tocado. No tenemos ni admitimos
nombre de reino ni de república, ni otro que el de Monopantos: dejamos los
apellidos a las repúblicas y a los reyes, y tomárnosles el poder limpio de la
vanidad de aquellas palabras magníficas; encaminamos nuestra pretensión a que
ellos sean señores del mundo y nosotros de ellos. Para fin tan lleno de
majestad no hemos hallado con quién hacer confederación igual, a pérdida y
ganancia, sino con vosotros, que hoy sois los tramposos de toda Europa. Y
solamente os falta nuestra calificación para acabar de corromperlo todo, la
cual os ofrecemos plenaria, en contagio y peste, por medio de una máquina
infernal que contra los cristianos hemos fabricado los que estamos presentes.
Ésta es que, considerando que la triaca se fabrica sobre el veloz veneno de
la víbora (por ser el humor que más aprisa y derecho va al corazón, a cuya
causa, cargándola de muchos simples de eficacísima virtud, los lleva al
corazón para que le defiendan de la ponzoña, que es lo que se pretende por la
medicina), así nosotros hemos inventado una contratriaca para encaminar al
corazón los venenos, cargando sobre las virtudes y sacrificios, que se van
derechos al corazón y al alma, los vicios y abominaciones y errores, que, como
vehículos, introducen en ella. Si os determináis a esta alianza, os daremos la
receta con peso y número de ingredientes, y boticarios doctos en esta
confación, en que Danipe y Alkemiastos y yo hemos sudado, y no debe nuestro
sudor nada a los trociscos de la víbora. Dejaos gobernar por nuestro Pragas,
que no dejaréis de ser judíos y sabréis juntamente ser Monopantos.

 
A raíz destas palabras los cogió la hora, y levantándose Rabbi Maimón, uno
de los dos que vinieron por la sinagoga de Venecia, se llegó al oído de Rabbi
Saadías, y rempujando con la mano estado y medio de pico de nariz, para
podérsele llegar a la oreja le dijo:
-Rabbi, la palabrita dejaos gobernar, a roña sabe; conviene abrir el ojo
con éstos, que me semejan Faraones caseros y mogigatos.
Saadías le respondió:
-Ahora acabo de reconocerlos por maná de dotrinas, que saben a todo lo que
cada uno quiere: no hay sino callar, y, como a ratones de las repúblicas,
darles qué coman en la trampa.
Chrysóstheos, que vio el coloquio entre dientes, dijo a Philárgyros y a
Danipe:
-Yo atisbo la sospecha destos perversos judíos: todo Monopunto se dé un
baño de becerro enjoyado, que ellos caerán de rodillas.
Reconociéronse en lazos y embelecos unos contra otros, y para deslumbrar a
los Monopantos, Rabbi Saadías dijo:
-Nosotros os juzgamos exploradores de la tierra de promisión y la seguridad
de nuestros intentos; para que nos amásemos en un compuesto rabioso, será bien
se confiera el modo y las capitulaciones y se concluyan y firmen en la primera
junta, que señalamos de hoy en tres días.
Pacas Mazo. compuniendo su rapiña en palomita, dijo que el término era
bastante y la resolución providente, empero que convenía que el secreto fuese
ciego y mudo. Y sacando un libro encuadernado en pellejo de oveja, cogida con
torzales de oro en varios labores la lana, se le dio a Saadías, diciendo:

 
-Esta prenda os damos por rehenes.
Tomóle, y preguntó:
-¿Cúyas son estas obras?
Respondió Pacas Mazo:
-De nuestras palabras. El autor es Nicolás Machiavelo, que escribió el
canto llano de nuestro contrapunto.
Mirándole con grande atención los judíos, y particularmente la
encuadernación en pellejo de oveja, Rabbi Asepha, que asistía por Orán, dijo:
-Esta lana es de la que dicen los españoles que vuelve trasquilado quien
viene por ella.
Con eso se apartaron, tratando unos y otros entre sí de juntarse, como
pedernal y eslabón, a combatirse y aporrearse y hacerse pedazos hasta echar
chispas contra todo el mundo, para fundar la nueva seta del dinerismo, mudando
el nombre de ateístas en dineranos.

 
XL. LOS PUEBLOS Y SÚBDITOS A PRÍNCIPES Y SUS REPÚBLICAS
Los pueblos y súbditos a señores, príncipes, repúblicas y reyes y monarcas
se juntaron en Lieja, país neutral, a tratar de sus conveniencias y a remediar
y a descansar sus quejas y malicias y desahogar su sentir, opreso en el temor
de la soberanía. Había gente de todas naciones, estados y calidades. Era tan
grande el número, que parecía ejército y no junta, por lo cual eligieron por
sitio la campaña abierta. Por una parte, admiraba la maravillosa diferencia de
trajes y de aspectos; por otra, confundía los oídos y burlaba la atención la
diferencia de lenguas. Parecía romperse el campo con las voces: resonaba a la
manera que cuando el sol cuece las mieses, se oye importuno rechinar con la
infatigable voz de las chicharras; el más sonoro alarido era el que
encaramaban, desgañitándose, las mujeres con acciones frenéticas. Todo estaba
mezclado en tumulto ciego y discordia furiosa: los republicanos querían
príncipes, los vasallos de los príncipes querían ser republicanos.
Esta controversia empelazgaron un noble saboyano y un ginoves plebeyo.
Decía el saboyano que su Duque era el movimiento perpetuo y que los consumía
con guerras continuas por equilibrar su dominio, que se ve anegado entre las
dos coronas de Francia y España, y que su conservación la tenía en revolver, a
costa de sus vasallos, los dos reyes, para que, ocupado el uno con el otro, no
pueda el uno ni el otro tragárselo, viendo que sucesivamente entrambos
príncipes, ya éste, ya aquél, le conquistan y le defienden, lo cual pagan los
súbditos sin poder respirar en quietud. Cuando Francia le embiste, España le
ayuda, y cuando España le acomete, Francia le defiende. Y como ninguno de los
dos le ampara por conservarle, sino porque el otro no crezca con su Estado y
le sea más formidable y próximo vecino, de la defensa resulta a sus pueblos
tanto daño como de la ofensa, y las más veces, más. El Duque recata en su
corazón disimulada la pretensión de libertador de Italia, blasonando, para
tener propicia la Santa Sede, toda la historia de Amadeo, a quien llamaron
Pacífico, por haber sospechado algunos impíamente maliciosos que pensaba en
reducir al Sumo pontífice a sólo el caudal de las gracias y indulgencias.

 
Padece el Duque achaques del rey de Chipre, y es molestado de recuerdos de
señor de Ginebra, y adolece de soberanía desigual entre los más potentados.
Todas estas cosas son espuelas que se añaden a los alientos, que en él
necesitan de freno; que por estas razones viene a tratar que la Saboya y el
Piamonte se confederen en República, donde la justicia y el consejo mandan y
la libertad reina.
-¡Que la libertad reina! –dijo, dado a los diablos, el ginovés-. Tú debes
de estar loco, y como no has sido repúblico, no sabes sus miserias y
esclavitudes. No bastará toda la razón de Estado a concertarnos. Yo, que soy
ginovés, hijo de aquella República, que por la vecindad y emulación os conoce
a vosotros , vengo a persuadir a vuestro Duque, con la asistencia de nosotros
los plebeyos, se haga rey de Génova, y si él no lo aceta, he de ir a persuadir
esta oferta al rey de España, y si no, al francés, y de unos reyes en otros,
hasta topar con alguno que se apiade de nosotros. Dime, malcontento del bien
que Dios te hizo en que nacieses sujeto a príncipe, ¿has considerado cuánto
mayor descanso es obedecer a uno solo que a muchos, juntos en una pieza y
apartados, y diferentes en costumbres, naturales, opiniones y desinios?
Perdido ¿no adviertes que en las repúblicas, como es anuo y sucesivo por las
familias el gobierno, es respectivo, y que la justicia carece de ejecución,
con temor de que los que otro año u otro trienio mandarán se venguen de lo que
hizo el que gobernó? Si el senado repúblico se compone de muchos, es
confusión; si de pocos, no sirve sino de corromper la firmeza y excelencia de
la unidad: ésta no se salva en el Dux, que, o no tiene absoluto poder, o es
por tiempo limitado. Si mandan por igual nobles y plebeyos, es una junta de
perros y gatos, que los unos proponen mordiscones con los dientes, ladrando, y
los otros responden con araños y uñas. Si es de pobres y ricos y a los ricos
individian los pobres.

 
Mira qué compuesto resultará de invidia y desprecio. Si
el gobierno esta en los plebeyos, ni los querrán sufrir los nobles ni ellos
podrán sufrir el no serlo. Pues si los nobles solos mandan, no hallo otra
comparación a los súbditos sino la de los condenados, y esto somos los
pleveyos ginoveses, y si se pudiera sin error encarecerlo más, me pareciera
haber dicho poco. Génova tiene tantas repúblicas como nobles y tantos
miserables esclavos como plebeyos. Y todas estas repúblicas personales se
juntan en un solo palacio a sólo contar nuestro caudal y mercancías, para
roérnosle o bajando y subiendo la moneda, y como malsines de nuestro caudal,
atienden siempre a reducir a pobreza nuestra inteligencia. Usan de nosotros
como de esponjas, enviándonos por el mundo a que, empapándonos en la
negociación, chupemos hacienda, y, en viéndonos abultados de caudal, nos
exprimen para sí. Pues dime, maldito y descomulgado saboyano: ¿qué pretendes
con tu traición y tu infernal intento? ¿No conoces que nobles y plebeyos
transfieren su poder en los reyes y príncipes, donde, apartado de la soberbia
y poder de los unos y de la humildad de los otros, compone una cabeza asistida
de pacífica y desinteresada majestad, en quien ni la nobleza presume ni la
plebe padece?
Embistiéranse los dos, si no los apartara el mormullo de una manada de
catedráticos, que venía retirándose de un escuadrón de mujeres, que, con las
bocas abiertas, los hundían a chillidos y los amagaban de mordiscones. Una
dellas, cuya hermosura era tan opulenta que se aumentaba con la disformidad de
la ira, siendo efecto que en la suma fiereza de un león halla fealdad que
añadir, dijo:

 
-Tiranos , ¿por cuál razón (siendo las mujeres de las dos partes del género
humano la una, que constituye mitad) habéis hecho vosotros solos las leyes
contra ellas, sin su consentimiento, a vuestro albedrío? Vosotros nos priváis
de los estudios, por invidia de que os excederemos; de las armas, por temor de
que seréis vencimiento de nuestro enojo los que lo sois de nuestra risa.
Habéisos constituido por árbitros de la paz y de la guerra, y nosotras
padecemos vuestros delirios. El adulterio en nosotras es delito de muerte, y
en vosotros, entretenimiento de la vida. Queréisnos buenas para ser malos,
honestas para ser distraídos. No hay sentido nuestro que por vosotros no esté
encarcelado; tenéis con grillos nuestros pasos, con llave nuestros ojos; si
miramos, decís que somos desenvueltas; si somos miradas, peligrosas, y, al
fin, con achaque de honestidad, nos condenáis a privación de potencias y
sentidos. Barbonazos, vuestra desconfianza, no nuestra flaqueza, las más veces
nos persuade contra vosotros lo propio que cauteláis en nosotras. Más son las
que hacéis malas que las que lo son. Menguados, si todos sois contra nosotras
privaciones, fuerza es que nos hagáis todas apetitos contra vosotros.
Infinitas entran en vuestro poder buenas, a quien forzáis a ser malas, y
ninguna entra tan mala a quien los más de vosotros no hagan peor. Toda vuestra
severidad se funda en lo frondoso y opaco de vuestras caras, y el que peina
por barba más lomo de jabalí, presume más suficiencia, como si el solar del
seso fuera la pelambre prolongada de quien antes se prueba de cola que de
juicio. Hoy es día en que se ha de enmendar esto, o con darnos parte en los
estudios y puestos de gobierno, o con oírnos y desagraviarnos de las leyes
establecidas, instituyendo algunas en nuestro favor y derogando otras que nos
son perjudiciales.

 
Un dotor, a quien la barba le chorreaba hasta los tobillos, que las vio
juntas y determinadas, fiado en su elocuencia, intentó satisfacerlas con estas
razones:
Con grande temor me opongo a vosotras, viendo que la razón frecuentemente
es vencida de la hermosura, que la retórica y dialéctica son rudas contra
vuestra belleza. Decidme, empero: ¿qué ley se os podrá fiar, si la primera
mujer estrenó su ser quebrantando la de Dios? ¿Qué armas se pondrán con
disculpa en vuestras manos, si con una manzana descalabrastes toda la
generación de Adán, sin que se escapasen los que estaban escondidos en las
distancias de lo futuro? Decís que todas las leyes son contra vosotras; fuera
verdad si dijérades que vosotras érades contra todas las leyes. ¿Qué poder se
iguala al vuestro, pues si no juzgáis con las leyes estudiándolas, juzgáis a
las leyes con los jueces, corrompiéndolos? Si nosotros hicimos las leyes,
vosotras las deshacéis. Si los jueces gobiernan el mundo, y las mujeres a los
jueces, las mujeres gobiernan el mundo y desgobiernan a los que le gobiernan,
porque puede más con muchos la mujer que aman que el texto que estudian. Más
pudo con Adán lo que el diablo dijo a la mujer que lo que Dios le dijo. Con el
corazón humano muy eficaz es el demonio si le pronuncia una de vosotras. Es la
mujer regalo que se debe temer y amar, y es muy difícil temer y amar una
propia cosa. Quien solamente la ama, se aborrece a sí; quien solamente la
aborrece, aborrece a la naturaleza. ¿Qué Bártulo no borran vuestras lágrimas ?
¿De qué Baldo no se ríe vuestra risa? Si tenemos los cargos y los puestos,
vosotras los gastáis en galas y trajes. Un texto sólo tenéis, que es vuestra
lindeza: ¿cuándo le alegastes que no os valiese? ¿Quién le vio que no quedase
vencido? Si nos cohechamos, es para cohecharos; si torcemos las leyes y la
justicia, las más veces es porque seguimos la dotrina de vuestra belleza, y de
las maldades que nos mandáis hacer cobráis los intereses y nos dejáis la
infamia de jueces detestables.

 
Invidiáisnos la asistencia y los cargos en la
guerra, siendo ella a quien debéis el descanso de viudas y nosotros el olvido
de muertos. Quejáisos de que el adulterio es en vosotras delito capital y no
en nosotros. Demonios de buen sabor, si una liviandad vuestra quita las honras
a padres y hijos y afrenta toda una generación, ¿por qué se os antoja riguroso
castigo la pena de muerte, siendo de tanto mayor estimación la honra de muchos
inocentes que la vida de un culpado? Estemos al aprecio que desto hacen
vuestras propias obras. Vosotras, por infinitos, no podéis contar vuestros
adulterios, y nosotros, por raros, no tenemos qué contar de los degüellos; el
escarmiento sigue a la pena: ¿dónde está éste? Quejaros de que os guardamos es
quejaros de que os estimemos: nadie guardó lo que desprecia. Según lo que he
discurrido, de todo sois señoras, todo está sujeto a vosotras; gozáis la paz y
ocasionáis la guerra. Si habéis de pedir lo que os falta a muchas, pedid
moderación y seso.
¿Seso dijiste ? No lo hubo pronunciado cuando todas juntas se dispararon
contra el triste dotor en remolino de pellizcos y repelones, y con tal furia
le mesaron, que le dejaron lampiño de la pelambre graduada, que pudiera, por
lo lampiño, pasar por vieja en otra parte. Ahogáranle si no acudiera mucha
gente a la pelazga y mormullo que habían armado un francés monsiur y un
italiano monseñor.
Habíanse ya pronunciado el enojo con algunos sopapos y dádose sanctus en
las jetas, con séquito de coces y bocados. El francés se carcomía de rabia y
el monseñor se destrizaba de cólera. Concurrieron por una y otra parte
italianos y bugres. Pusiéronse en medio de los alemanes, y, sosegándolos con
harta dificultad, los preguntaron la causa. El francés, arrebañándose con
entrambas manos las bragas, que con la fuga se le habían bajado a las corvas,
respondió:

 
-Hoy hemos concurrido aquí todos los súbditos para tratar del alivio de
nuestras quejas. Yo estaba comunicando con otros de mi nación el miserable
estado en que se halla Francia, mi patria, y la opresión de los franceses so
el poder de Armando, cardenal de Richeleu. Ponderaba con la maña que llamaba
servir al rey lo que es degradarle; cuanta raposa vestía de púrpura, cómo con
el ruido que inducía en la cristiandad disimulaba el de su lima, que agotaba
en su astucia la confianza del Príncipe, que había puesto en manos de sus
parientes y cómplices el mar y la tierra, fortalezas y gobiernos, ejércitos y
armadas, infamando los nobles y engrandeciendo los viles. Acordaba a los de mi
nación de las tajadas y pizcas en que resolvieron al mariscal de Ancre;
acordábalos de Luínes y cómo nuestro rey no se limpiaba de privados, y que
esto sólo hacía bien a esotros dos a quien acreditaba. Advertía que en
Francia, de pocos años a esta parte, los traidores han dado en la agudeza más
perniciosa del infierno, pues, viendo que levantarse con los reinos se llama
traición y se castiga como traidor al que lo intenta, para asegurar su maldad
se levantan con los reyes y se llaman privados, y en lugar de castigo de
traidores, adquieren adoración de reyes de reyes. Proponía, y lo propongo, y
lo propondré en la junta, que para la perpetuidad de la sucesión y de los
reinos y extirpar esta seta de traidores, se promulgue ley inviolable e
irremisible que ordenase que el rey que en Francia se sujetare a pri-vado,
ipso jure, él y su sucesión perdiesen el derecho del reino, y que desde luego
fuesen los súbditos absueltos del juramento de fidelidad, pues no previene tan
manifiesto peligro la ley Sálica, que excluye las hembras, como ésta, que
excluye validos. Decía que juntamente se mandase que el vasallo que con tal
nombre se atreviese a levantarse con su rey, muriese infamemente y perdiese
todas las honras y bienes que tuviese, quedando su apellido siempre maldito y
condenado. Pues sin más consideración, ese desatinado bergamasco, ni acordarme
de los nepotes de Roma, me llamó hereje pezente y mascalzón, diciendo que en
detestar los privados, detestaba los nepotes, y que privado y nepote eran dos
nombres y una cosa. Y no habiendo yo tomado en la boca disparate semejante, me
embistió en la forma que nos hallastes.

 
Los alemanes quedaron, con los demás oyentes, suspensos y pensativos.
Encamináronlos a cada uno a su puesto, no sin dificultad, y dispusieron en
auditorio pacífico aquellas multitudes para la propuesta que en nombre de
todos hacía un letrado bermejo, que a todos los había revuelto y persuadido a
pertensiones tan diferentes y desaforadas. Mandaron el silencio dos clarines,
cuando él, sobre lugar eminente que en el centro del concurso los miraba en
iguales distancias, dijo:
-“La pretensión que todos tenemos es la libertad de todos, procurando que
nuestra sujeción sea a lo justo, y no a lo violento; que nos mande la razón,
no el albedrío; que seamos de quien nos hereda, no de quien nos arrebata; que
seamos cuidados de los Príncipes, no mercancía, y en las Repúblicas
compañeros, no esclavos; miembros y no trastos; cuerpo y no sombra. Que el
rico no estorbe al pobre que pueda ser rico, ni el pobre enriquezca con el
robo del poderoso. Que el noble no desprecie al plebeyo, ni el plebeyo
aborrezca al noble, y que todo el gobierno se ocupe en animar a que todos los
pobres sean ricos y honrados los virtuosos, y en estorbar que suceda lo
contrario, Hase de obviar que ninguno pueda ni valga más que todos, porque
quien excede a todos destruye la igualdad, y quien le permite que exceda le
manda que conspire. La igualdad es armonía, en que está sonora la paz de la
república, pues en turbándola particular exceso, disuena y se oye rumor lo que
fue música. Las repúblicas han de tener con los reyes la unión que tiene la
tierra, en quien ellas se representan, con el mar, que los representa a ellos.

 
Siempre están abrazados, mas siempre ésta se defiende de las insolencias de
aquél con la orilla, y siempre aquél la amenaza, la va lamiendo y procurando
anegarla y sorbérsela, y ésta, cobrar de sí, por una parte, tanto como él la
esconde por otra. La tierra, siempre firme y sin movimiento, se opone al
bullicio y perpetua discordia en su inconstancia; aquél, con cualquier viento
se enfurece; ésta, con todos se fecunda. Aquél se enriquece de lo que ésta le
fía; ésta, con anzuelos, y redes, y lazos, le pesca y le despuebla. Y de la
manera que toda la seguridad del mar y el abrigo está en la tierra, que da los
puertos, así en las repúblicas está el reparo de las borrascas y golfos de los
reinos. Éstas siempre han de militar con el seso, pocas veces con las armas;
han de tener ejércitos y armadas prontas en la suficiencia del caudal, que es
el luego que logra las ocasiones. Deben hacer la guerra a los unos reyes con
los otros, porque los monarcas, aunque sean padres e hijos, hermanos y
cuñados, son como el hierro a la lima, que siendo, no sólo parientes, sino una
misma cosa y un propio metal, siempre la lima está cortando y adelgazando al
hierro. Han de asistir las repúblicas a los príncipes temerarios lo que baste
para que se despeñen, y a los reportados, para que sean temerarios. Harán
nobilísima la mercancía, porque enriquece y lleva los hombres por el mundo
ocupados en estudio práctico, que los hace doctos de experiencias,
reconociendo puertos, costumbres, gobiernos y fortalezas y espiando desinios.
Serán meritorios al útil de la Patria los estudios políticos y matemáticos, y
a ninguna cosa se dará peor nombre que al ocio más ilustre y a la riqueza más
vagamunda. Los juegos públicos se ordenarán del ejercicio de las armas,
conforme a la disposición de las batallas, porque sean juntamente de utilidad
y entretenimiento, juntamente fiestas y estudios, y en tonces será decente
frecuentar los teatros cuando fueren academias. Hase de condenar por infame
ostentación en trajes, y sólo ha de ser diferencia entre el pobre y el rico
que éste dé el socorro y aquél le reciba, y entre noble y plebeyo, la virtud y
el valor, pues fueron principio de todas las noblezas que son. Aquí se me
caerán unas palabrillas de Platón: quien las hubiere menester, las recoja, que
yo no sé a qué propósito las digo, mas no faltará quien sepa a qué propósitos
las dijo en el diálogo 3 de República, vel de Justo.

 
Son éstas: Igitur
rempublicam administrantibus praecipue, si quibus aliis, mentiri licet, vel
hostium, vel civium causa, ad communem civitafis utilitatem: reliquis autem a
mendatio abstinendum est. “Si a algunos es lícito mentir, principalmente es
lícito a los que gobiernan las repúblicas, o por causas de los enemigos, o
ciudadanos, para la común utilidad de la ciudad: todos los demás se han de
guardar de mentir.” Pondero que, condenando la Iglesia católica esta doctrina
de la república de Platón, hay quien se precia y blasona de ser su república.
“Pasemos a la propuesta de los súbditos de los reyes. Éstos se quejan de
que ya todos son electivos, porque los que son y nacen hereditarios son
electores de privados, que son reyes por su elección. Esto los desespera,
porque dicen los franceses que los príncipes que para mejor gobernar sus
reinos se entregan totalmente a validos, son como los galeotes, que caminan
forzados, volviendo las espaldas al puerto que buscan, y que los tales
privados son como jugadores de manos, que, cuanto más engañan, más
entretienen, y cuanto mejor esconden el embuste a los ojos y más burlas hacen
a las potencias y sentidos, son más eminentes y alabados del que los paga los
embelecos con que le divierten. La gracia está en hacerle creer que está lleno
lo que está vacío, que hay algo donde no hay nada, que son heridas en otros lo
que es mellas en sus armas, que arrojan con la mano lo que esconden en ella.
Dicen que le dan dinero, y cuando lo descubre, se halla con una inmundicia o
la muela de un asno. Las comparaciones son viles: válense dellas la falta de
otras; por esto afirman que igualmente son reprehensibles el rey que no quiere
ser lo que el grande Dios quiso que fuese y el que quiere ser lo que no quiso
que fuera. Osan decir que el privado total introduce en el rey, como la muerte
en el hombre, nova forma cadaveris: nueva forma de cadáver, a que se sigue
corrupción y gusanos, y que, conforme a la opinión de Aristóteles, en el
Príncipe fit resolutio usque ad materiam primam; quiere decir: no queda alguna
cosa de lo que fue, sino la representación. Esto baste.

 
“Pasemos a las quejas contra los tiranos y a la razón dellas. YO no sé de
quién hablo ni de quién no hablo: quien me entendiere, me declare. Aristóteles
dice que es tirano quien mira más a su provecho particular que al común. Quien
supiere de algunos que no se comprehenden en esta definición, lo venga
diciendo, y le darán su hallazgo. Quéjanse de los tiranos más los que reciben
beneficios que los que padecen castigos, porque el beneficio del tirano
constituye delincuentes y cómplices, y el castigo, virtuosos y beneméritos;
tales son, que la inocencia, para ser dichosa, ha de ser desdichada en sus
dominios. El tirano, por miseria y avaricia, es fiera; por soberbia, es
demonio; por deleite y lujuria, todas las fieras y todos los demonios. Nadie
se conjura contra el tirano primero que él mismo; por esto es más fácil matar
al tirano que sufrirle. El beneficio del tirano siempre es funesto: a quien
más favorece, el bien que le hace es tardarse en hacerle mal. Ejemplo de los
tiranos fue Polifemo, en Homero: favoreció a Ulises con hablar con él solo, y
con preguntarle supo sus méritos, oyó sus ruegos, vio su necesidad, y el
premio que le ofreció fue que, después de haberse comido a sus compañeros, le
comería el postrero. Del tirano que se come los que tiene debajo de su mano,
no espere nadie otro favor sino ser comido el último. Y adviértase que, si
bien el tirano lo concede por merced, el que ha de ser comido no lo juzga en
la dilación sino por aumento de crueldad. Quien te ha de comer después de
todos, te empieza a comer en todos los que come antes; más tiempo te lamentas
vianda del tirano cuanto más tarda en comerte. Ulises duraba en su poder
manjar y no huésped. Detenerle en la cueva para pasarle al estómago, más era
sepoltura que hospedaje. Ulises con el vino le adormeció: su veneno es el
sueño. Pueblos, dadles sueño, tostad las hastas, sacadles los ojos, que
después ninguno hizo lo que todos desearon que se hiciese. Ninguno decía el
tirano Polifemo que le había cegado, porque Ulises, con admirable astucia, le
dijo que se llamaba Ninguno. Nombrábale para su venganza y defendíale con la
equivocación del nombre: ellos disculpan a quien los da muerte, a quien los
ciega. Libróse Ulises disimulado entre las ovejas que guardaba. Lo que más
guarda el tirano, guarda contra él a quien le derriba.

 
“Esto supuesto, digo, que hoy nos juntamos los sugetos a tratar de la
defensa nuestra, contra el arbitrio de los que nos gobiernan mediata o
inmediatamente. En las repúblicas y en los reinos, los puntos sustanciales que
a mí se me ofrecen, son: que los consejeros sean perpetuos en sus consejos,
sin poder tener ni pretender ascenso a otros, porque pretender uno y gobernar
otro, no da lugar al estudio ni a la justicia, y la ambición de pasar a
tribunal diferente y superior le tiene caminante, y no juez, y con lo que
gobierna granjea lo que quiere gobernar, y, distraído, no atiende a nada: a lo
que tiene, porque lo quiere dejar, y a lo que desea, porque aún no lo tiene.
Cada uno es de provecho donde los años le han dado experiencia y estorbo donde
empieza la primera noticia, porque pasan de las materias que ya sabían a las
que aún no saben. Las honras que se les hicieren, no han de salir del estado
de su profesión, porque no se mezclen con las militares, y la toga y la espada
anden en ultraje: aquélla embarazada y extraña y ésta quejosa y confundida.
“Que los premios sean indispensables; que, no sólo no se den a los
ociosos, sino que no se permita que los pidan, porque si el premio de las
virtudes se gasta en los vicios, el príncipe o república quedará pobre de su
mayor tesoro, y el metal del precio, vil y falsificado. No le han de aguardar
el benemérito ni el indigno: aquél, porque se le han de dar luego; éste,
porque nunca se le han de dar. Menos mal gastado sería el oro y los diamantes
en grillos para aprisionar delincuentes que una insignia militar y de honor en
un vagamundo y vicioso. Roma entendió esto bien, que pagaba con un ramo de
laurel y de roble más heridas que daba hojas, vitorias de ciudades, provincias
y reinos. Fara consejeros de Guerra y Estado sólo sean suficientes y admitidos
los valientes y experimentados; sea prerrogativa la sangre, o vertida o
aventurada; no la presuntuosa en genealogías y antepasados. Para los cargos de
la guerra se han de preferir los valientes y dichosos. Gran recomendación es
la de los bienafortunados sobre valientes: Lucano lo aconseja:

 
. . Fatis accede, Deisque,
cole felices, miseros fuge.
Siempre he leído esto de buena gana, y a este admirable poeta, niégueselo
quien quisiere, con atención en lo político y militar, preferida a todos
después de Homero.
“Para las judicaturas se han de escoger los doctos y los desinteresados.
Quien no es codicioso, a ningún vicio sirve, porque los vicios inducen el
interés a que se venden. Sepan las leyes, empero no más que ellas; hagan que
sean obedecidas, no obedientes. Este es el punto en que se salvan los
tribunales. Yo he dicho. Vosotros diréis lo que se os ofrece y propondréis los
remedios más convenientes y platicables.”
Calló. Y como era multitud diferente en naciones y lenguas, se armó un
zurrido de gerigonzas tan confuso, que parecía haberse apeado allí la tabaola
de la torre del Nembrot : ni los entendían ni se entendían. Ardíase en
sedición y discordia el sitio, y en los visajes y acciones parecía junta de
locos u endemoniados. Cuando el gremio de los pastores, que con ondas ceñían
los pellejos de las ovejas, que les eran más acusación que abrigo, dijeron que
"los oyesen luego y los primeros, porque se les había rebelado las ovejas,
diciendo que ellos las guardaban de los lobos, que se las comían una a una,
para tranquilarlas, desollarlas, matarlas y venderlas todas juntas de una vez,
y que pues los lobos, cuando mucho, se engullían una, u dos, u diez, u veinte,
pretendían que los lobos las guardasen de los pastores, y no los pastores de
los lobos, y que juzgaban más piadosa la hambre de sus enemigos que la codicia
de sus mayorales, y que tenían hecha información contra nosotros con los
mastines de ganado”.

 
No quedó persona que no dijese:
-Ya entendemos: no son bobas las ovejas si lo consiguen.
En esto, los cogió la hora, y, enfurecidos, unos decían: “Lobos queremos”;
otros: “Todos son lobos”; otros: “Todo es uno”; otros: “Todo es malo”. Otros
muchos contradecían a éstos. Y viendo los fetrados que se mezclaban en
pendencia, por sosegarlos, dijeron que el caso pedía consideración grande, que
lo difiriesen a otro día y, entre tanto, se acudiese por el acierto a los
templos sagrados. Los franceses, en oyéndolo, dijeron:
-En siendo necesario acudir a los templos, somos perdidos, y tememos nos
suceda lo que a la lechuza cuando estaba enferma, que, consultando a la zorra,
a quien juzgó por animal más graduado, su mal, juntamente con la picaza, a
quien, por verla sobre mulas matadas, juzgó por médico, la respondieron que no
tenía remedio sino acudir a los templos, la cual lechuza, en oyéndolo, dijo:
-Pues yo soy muerta si mi remedio es acudir a los santuarios, pues mi sed
los tiene a escuras, por haberme bebido el aceite de las lámparas, y no hay
retablo que no tenga sucio. El monseñor, levantando la voz, dijo:
-Monsiures lechuzas: se os otorga esta comparación y se os acuerda a
vosotros y a cuantos coméis de lo sagrado lo que Homero refiere de los ratones
cuando pelearon con las ranas, que, acudiendo a los dioses que los
favoreciesen, se excusaron todos, diciendo unos que les habían roído una mano,
otros un pie, otros las insignias, otros las coronas, otros los picos de las
narices, y ninguno hubo que en su imagen o bulto no tuviese algo menos y
señales de sus dientes. Aplicad ahora, ratones calvinistas, luteranos,
hugonotes y reformados, y veréis en el cielo quién os ha de ayudar. -¡Oh,
inmenso Dios! Cuál zacapella y turbamulta armaron los bugres con el monseñor.
La discordia del campo de Agramante, en su comparación, era un convento de
vírgines vestales; para sosegarlos se vieron todos en peligro de perderse. En
fin, detenidos y no acallados, se fueron todos quejosos de lo que cada uno
pasaba y rabiando cada uno por trocar su estado con el otro.

 
Cuando esto pasaba en la tierra, viéndolo con atención los dioses, el Sol
dijo:
-La hora está boqueando, y yo tengo la sombra del gnomon un tris de tocar
con el número de las cinco. Gran padre de todos, determina si ha de continuar
la Fortuna antes que la hora se acabe u volver a voltear y rodar por donde
solía.
Júpiter respondió:
-He advertido que en esta hora, que ha dado a cada uno lo que merece, los
que, por verse despreciados y pobres, eran humildes, se han desvanecido y
demoniado, y los que eran reverenciados y ricos, que, por serlo, eran
viciosos, tiranos, arrogantes y delincuentes, viéndose pobres y abatidos,
están con arrepentimiento y retiro y piedad; de lo que se ha seguido que los
que eran hombres de bien se hayan hecho pícaros, y los que eran pícaros,
hombres de bien. Para la satisfacción de las quejas de los mortales, que pocas
veces saben los que nos piden, basta este poco de tiempo, pues su flaqueza es
tal, que el que hace mal cuando puede, le deja de hacer cuando no puede, y
esto no es arrepentimiento, sino dejar de ser malos a más no poder. El
abatimiento y la miseria los encoge, no los enmienda; la honra y la
prosperidad los hace hacer lo que si las hubieran alcanzado siempre hubieran
hecho. La Fortuna encamine su rueda y su boda por las rodadas antiguas y
ocasione méritos en los cuerdos y castigo en los desatinados, a que asistirá
nuestra providencia infalible y nuestra presciencia soberana. Todos reciban lo
que les repartiere, que sus favores u desdenes, por sí no son malos, pues,
sufriendo éstos y despreciando aquéllos, son tan útiles los unos como los
otros. Y aquel que recibe y hace culpa para sí lo que para sí toma, se queje
de sí propio, y no de la Fortuna, que lo da con indiferencia y sin malicia. Y
a ella la permitimos que se queje de los hombres que, usando mal de sus
prosperidades u trabajos, la disfaman y la maldicen.

 
En esto dio la hora de las cinco y se acabó la de todos, y la Fortuna,
regocijada con las palabras de Júpiter, trocando las manos, volvió a
engarbullar los cuidados del mundo y a desandar lo devanado, y afirmando la
bola en las llanuras del aire, como quien se resbala por hielo, se deslizó
hasta dar consigo en la tierra.
Vulcano, dios de bigornia y músico de martilladas, dijo:
-Hambre hace, y con la prisa de obedecer dejé en la fragua tostando dos
ristras de ajos para desayunarme con los cíclopes.
Júpiter prepotente mandó luego traer de comer, y instantáneamente
aparecieron allí Iris y Hebe con néctar, y Ganimedes con un velicomen de
ambrosía. Juno, que le vio al lado de su marido, y que con los ojos bebía más
del copero que del licor, endragonida y enviperada, dijo:
-O yo o este bardaje hemos de quedar en el Olimpo, u he de pedir divorcio
ante Himeneo.
Y si el águila, en que el picarillo estaba a la jineta, no se afufa con él,
a pellizcos lo desmigaja, Júpiter empezó a soplar el rayo, y eila le dijo:
Yo te le quitaré para quemar al pajecito nefando.
Minerva, hija del cogote de Júpiter (diosa que si Júpiter fuera corito
estuviera por nacer) reportó con halagos a Junon; mas Venus, hecha una sierpe,
favoreciendo aquellos celos, daba gritos como una verdolera y puso a Júpiter
como un trapo. Cuando Mercurio, soltando la tarabilla, dijo que todo se
remediaría y que no turbasen el banquete celestial. Marte, viendo los
bucaritos de ambrosía, como deidad de la carda y dios de la vida airada, dijo:
-¿ Bucaritos a mí? Bébaselos la luna y estas diosecitas.

 
Y mezclando a Neptuno con Baco, se sorbió los dos dioses a tragos y
chupones, y agarrando de Pan, empezó a sacar dél rebanadas y a trinchar con la
daga sus ganados, engulléndose los rebaños, hechos jigote, a hurgonazos.
Saturno se merendó media docena de hijos. Mercurio, teniendo sombrerillo, se
metió de gorra con Venus, que estaba sepultando debajo de la nariz, a puñados,
rosquillas y confites. Plutón, de sus bizazas sacó unas carbonadas que
Proserpina le dio para el camino. Y viéndolo Vulcano, que estaba a diente, se
llegó andando con mareta y con un mogollón muy cortés, a poder de reverencia,
empezó a morder de todo y a mascullar. El Sol, a quien toca el pasatiempo,
sacando su lira, cantó un himno en alabanza de Júpiter con muchos pasos de
garganta. Enfadados Venus y Marte de la gravedad del tono y de las veras de la
letra, él, con dos tejuelas, arrojó fuera de la nuez una jácara aburdelada de
quejidos, y Venus, aullando de dedos con castañetones de chasquido, se
desgobernó en un rastreado, salpicando de cosquillas con sus bullicios los
corazones de los dioses. Tal cizaña derramó en todos el baile, que parecían
azogados. Júpiter, que, atendiendo a la travesura de la diosa, se le caía la
baba, dijo:
-¡Esto es despedir a Ganimedes, y no reprehensiones!
Diolos licencia, y, hartos y contentos, se afufaron, escurriendo
la bola a puto el postre: lugar que repartió el coperillo del avechucho.