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La isla de los pingüinos: 009

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La isla de los pingüinos (1908)
de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras


LIBRO OCTAVO LOS TIEMPOS FUTUROS: LA HISTORIA SIN FIN



Y destruyó las ciudades, y toda aquella llanura,

con todos los moradores de aquellas ciudades,

y el fruto de la tierra.

(Génesis, XIX, 25)


No habías advertido que eran ángeles.

(Liber Terribilis)


Estamos en los principios de una química

nueva que tratará de las variaciones de un

cuerpo en el cual se halla concentrada

una energía tan enorme que nunca dispusimos

de otra semejante.

(Sir William Ramsay).




I



Nunca les parecía bastante la elevación de las casas; las hicieron de treinta y cuarenta pisos, donde se apilaban oficinas, almacenes, despachos de banqueros, domicilios de Sociedades, y excavaban el suelo para construir bodegas y túneles.

Quince millones de hombres trabajaban en la inmensa capital a la luz de los faroles encendidos noche y día. La claridad del cielo no atravesaba la humareda de las fábricas que rodeaban la ciudad; pero alguna veces se veía el disco rojo de un sol sin irradiaciones al cruzar el firmamento ennegrecido y surcado por puentes de hierro, de los cuales caía una lluvia eterna de carbonilla y engrases. Era la más industrial de todas las ciudades del mundo y la más metalizada. Su organización parecía perfecta: no le quedaba nada y de las antiguas formas aristocráticas o democrática de las sociedades: todo estaba subordinado a los intereses de los trusts. Se formó en aquel medio lo que lo antropólogos llaman el prototipo archimillonario. Eras hombres a la vez enérgicos y débiles, capaces de poderosas combinaciones mentales y de un penoso trabajo de oficina, pero cuya sensibilidad sufría desequilibrios hereditarios que aumentaban con los años.

Como todos los verdaderos aristócratas, como los patricios de la Roma republicana, como los lores de la vetusta Inglaterra, aquellos hombres poderosos afectaban mucha severidad en las costumbres. Aparecieron los ascetas de la riqueza. En las asambleas de los clubes veíanse rostros completamente afeitados, mejillas chupadas, ojos hundidos, frentes arrugadas. Con el cuerpo más enjuto, el color amarillento, los labios más áridos y la mirada más inflamada que los viejos frailes españoles, los archimillonarios se entregaban con inextinguible ardor a las austeridades de la Banca y de la industria. Muchos de ellos se abstenían de todo goce, de toda alegría, de todo descanso, y consumían su vida miserable en un aposento sin aire y sin luz, amueblado solamente con aparatos eléctricos. Cenaban huevos y leche, dormían sobre una lona tirante. Sin otra ocupación que la de oprimir con el deduco un botón de níquel, aquellos místicos amasaban riquezas que ni siquiera veían, y adquirían la vana posibilidad de satisfacer deseos que no ambicionaban.

El culto de la riqueza tuvo sus mártires. Entre aquellos millonarios, el famoso Samuel Box prefirió morir a ceder la más insignificante parcela de su fortuna. Uno de sus obreros, víctima de un accidente de trabajo, al ver que le negaba toda indemnización, recurrió a los Tribunales de Justicia; pero rendido por las insuperables dificultades del procedimiento cayó en una cruel indigencia, y desesperado al fin, a fuerza de audacia y disimulo, consiguió tener al patrón al alcance de su mano y le amenazó con meterle una bala de revólver en los sesos si no le socorría. Samuel Box prefirió dejarse matar a contradecir sus principios.

Los altos ejemplos encuentran prosélitos. Los que poseían pequeños capitales (y eran, naturalmente, los más, se apropiaron las ideas y las costumbres de los archimillonarios para que los confundieran con ellos. Todas las pasiones que impiden el crecimiento y la conservación de los bienes eran juzgadas como deshonrosas. No merecían perdón la inquietud, ni la pereza, ni el gusto por las investigaciones desinteresadas, ni el amor a las artes, ni, sobre todo, la prodigalidad. La compasión era condenada como una debilidad peligrosa. Mientras la inclinación a la voluptuosidad era públicamente reprobada, hallaba excusa la violencia de un apetito brutalmente satisfecho. En efecto: la violencia parecía menos dañosa para las costumbres, por ser manifestación de una de las formas de la energía social. Descansaba el Estado sobre dos prejuicios públicos muy arraigados: el respeto a la riqueza y el desprecio al pobre. Las almas débiles, turbadas aún por el sufrimiento humano, se veían obligadas a refugiarse en una hipocresía, que no era censurable por contribuir al sostenimiento del orden y la solidez de las instituciones.

Los ricos se mostraban consagrados a la sociedad o lo aparentaban. Muchos daban ejemplo, pero no todos lo seguían. Algunos padecían cruelmente los rigores de su estado y lo sostenían por orgullo o por deber, y otros intentaban evitarlo siquiera una hora en secreto, con subterfugios. Uno de ellos, Eduardo Martín, presidente del trust de los hierros, disfrazado de pobre, mendigaba su pan y se dejaba maltratar por los transeúntes. Una vez que pedía limosna en un puente se querelló con un verdadero pobre, y, arrebatado por un furor envidioso, lo estranguló.

Como empleaban toda su inteligencia en los negocios, no sentían afán por las diversiones intelectuales. El teatro, floreciente en otro tiempo, se reducía a pantominas y bailes cómicos. Hasta las obritas hechas con la intención de lucir mujeres habían sido abandonadas: ya no se cultivaba el gusto de las formas espléndidas ni de las elegancias brillantes, y eran preferidas las volteretas de los payasos y las músicas de los negros. Sólo entusiasmaba en los escenarios el desfile de collares de diamantes lucidos por las figurantas, y enormes barras de oro llevadas en triunfo. Las mujeres de familias opulentas se hallaban sometidas, como los hombres, a costumbres respetables. Conforme a una tendencia común a todas las civilizaciones, el sentimiento público las erigía en símbolos, y ellas debían representar con su fausto austero la grandeza de su fortuna y su intangibilidad. Habíanse reformado las antiguas costumbres de galantería. A los amantes mundanos de otros tiempos reemplazaban secretamente robustos masajistas o algún ayuda de cámara. Los escándalos eran poco frecuentes: con un viaje al extranjero se acallaban, y las princesitas del trust, al regreso de su correría, disfrutaban como antes de la estimación general.

Estaban los ricos en escasa minoría; pero sus colaboradores, todos los ciudadanos, les eran absolutamente adictos. Formaban dos clases: la de los empleados del comercio y de la banca, y la de los obreros de las fábricas y de los talleres. Los primeros trabajaban mucho y recibían sueldos cuantiosos; algunos llegaban a fundar establecimientos. El aumento constante de la riqueza pública y la movilidad de las fortunas privadas autorizaban todas las esperanzas entre los más inteligentes y los más audaces. Sin duda, hubiera sido fácil descubrir entre la inmensa muchedumbre de empleados administrativos y de ingenieros un cierto número de irritados y descontentadizos; pero aquella sociedad poderosa había impreso hasta en el alma de sus adversarios la implacable disciplina. Los mismos anarquistas se mostraban laboriosos y ordenados.

Los obreros que trabajaban en las fábricas de los alrededores de la ciudad padecían un aplastante decaimiento físico y moral que realzaba en ellos el tipo del pobre fijado por la Antropología. Aun cuando el desarrollo de ciertos músculos, debido a la especial naturaleza de su actividad, aparentase fuerza en ellos, todos ofrecían señales inequívocas de un agotamiento morboso. De corta estatura, con el cráneo pequeño y escaso desarrollo de la cavidad torácica, se distinguían también de las clases acomodadas por una multitud de anomalías fisiológicas, y, sobre todo, por la asimetría frecuente de la cabeza o del cuerpo. Estaban destinados a una degeneración gradual y continua, porque a los más robustos el Estado los elegía para el ejército y no hay salud que resista mucho tiempo a las mozas y a los taberneros que invaden los alrededores de los cuarteles. Los proletarios eran cada vez más pobres de espíritu; la extenuación de sus facultades intelectuales, en cierto modo consecuencia de su miserable vida, resultaba también de una selección metódica operada por los patronos, quienes, temerosos de los obreros de alguna lucidez intelectual, siempre más aptos para formular reivindicaciones legítimas. Procuraban eliminarlos por todos los medios posibles y contrataban con preferencia a los trabajadores ignorantes y torpes, incapaces de comprender sus derechos, pero bastante inteligentes aún para desempeñar los oficios que las máquinas perfeccionadas habían simplificado mucho.

Así, los proletarios se hallaban faltos de medios para mejorar de fortuna. Difícilmente lograban, con las huelgas, mantener el precio de su salario, y hasta este recurso perdía eficacia. La intermitencia de la producción, inherente al régimen capitalista causaba tales paros, que si se declaraba la huelga en ciertos ramos de la industria, inmediatamente los sobrantes, hambrientos, reemplazaban a los huelguistas. En fin: aquellos productores miserables permanecían sumergidos en una triste indiferencia difícil de exasperar. Eran instrumentos indispensables y bien adaptados a la producción.

En resumen: aquel organismo social parecía el mejor cimentado entre todos los que prepararon los hombres, pero sin poder compararse a los que forman las abejas y las hormigas, muy superiores por su estabilidad. Nada hacía temer la ruina de un régimen fundado en las condiciones más arraigadas de nuestra naturaleza: el orgullo y la codicia. Sin embargo, los observadores prudentes descubrieron varios motivos de inquietud. Los más temibles, aunque menos alarmantes, eran de orden económico y consistían en la excesiva producción, siempre creciente, que determinaba largos y crueles paros, provechosos hasta cierto punto para los industriales, porque debilitaban la cohesión de los obreros al oponer la masa de los que no tenían trabajo a la de los trabajadores. Otro peligro más notorio resultaba del estado fisiológico de casi toda la población.

"La salud de los pobres no puede ser mejor en las circunstancias en que viven —decían los higienistas—; pero la de los ricos deja bastante que desear." No era difícil investigar las causas. En el ambiente de la ciudad faltaba el oxígeno indispensable para la vida, se respiraba un aire artificial; los trusts de sustancias alimenticias realizaban síntesis químicas de las más atrevidas; se producían artificialmente vino, carne, leche, frutas y legumbres. Este régimen causó perturbaciones en los estómagos y en los cerebros. Los archimillonarios perdían el pelo en su primera juventud. Espíritus debilitados, enfermizos, inquietos, daban sumas enormes a hechiceros ignorantes, y se vio florecer de pronto en la ciudad la fortuna médica o teológica de algún innoble bañero convertido en terapéutico y en profeta. El número de los alienados aumentaba sin cesar. Los suicidios, que se multiplicaban entre los opulentos, a veces ofrecían caracteres chocantes, reveladores de una perversión inaudita en la inteligencia y en la sensibilidad.

Otro síntoma funesto abrumaba implacablemente a la mayoría de los ciudadanos: la catástrofe ocupaba en las estadísticas un lugar cada vez mayor. Estallaban calderas, incendiábanse fábricas, descarrilaban trenes aéreos, que aplastaban a centenares de transeúntes, y al hundir el suelo con la violencia de la caída, destruían talleres subterráneos donde trabajaban cuadrillas numerosas.



II



En la parte sudoeste de la ciudad, sobre una altura que aún conservaba su antiguo nombre, llamada Castillo de San Miguel, extendíase un jardín, cuyos añosos árboles sombreaban el césped con sus viejas ramas. En la vertiente Norte, los ingenieros paisajistas habían construido una cascada, grutas, un torrente y un lago con islotes. Desde allí se dominaba toda la ciudad, con sus calles, ramblas, plazas, multitud infinita de azoteas y cúpulas, ferrocarriles aéreos y una muchedumbre de hombres aislados y silenciosos. Por ser ese jardín el sitio más saludable de la ciudad, enviaban allí a los niños para que respirasen aire puro y vieran el cielo azul, no empañado por la humareda sucia de las fábricas. En verano, algunos dependientes de las oficinas y de los laboratorios próximos, después de almorzar, descansaban un rato en aquella tranquilidad aparente.

Cierta mañana de junio, hacia el mediodía, una telelegrafista llamada Carolina Merlier fue a sentarse en uno de los bancos de la terraza del Norte, y para descansar sus ojos en el verdor, se puso de espaldas a la ciudad. Morena, con las pupilas vivaces, robusta y plácida, parecía tener de veinticinco a veintiocho años. Momentos después, un empleado del trust de la Electricidad, Jorge Clair, sentóse junto a ella. Rubio, delgado, flexible, mostraba en sus facciones delicadezas femeninas. Tenía aproximadamente la edad de Carolina, pero su aspecto era más juvenil. Como se veían con frecuencia en aquellos lugares, simpatizaron. No hablaban de ternuras, de efectos, de intimidades. Aun cuando alguna vez en su vida tuvo que arrepentirse de sus confianzas, Carolina se inclinaba fácilmente a la franqueza, mientras Jorge Clair se mostraba siempre reservado en sus frases y en sus maneras, daba a sus conversaciones un carácter puramente intelectual y las sostenía con ideas generales rudamente expresadas.

Acerca de las condiciones del trabajo y de la organización social, Jorge Clair dijo:

—La riqueza es uno de los varios medios que tiene el hombre para vivir dichoso, y la convirtieron en el fin único de la existencia.

A los dos les parecía una monstruosidad que así ocurriese.

Insistían con frecuencia en ciertos asuntos científicos que les eran familiares.

Hablaban de la evolución de la Química:

—En cuanto se comprobó —dijo Clair— que el radium se transformaba en helium, quedó absolutamente destruida la inmutabilidad de los cuerpos simples, y fueron arrinconadas las viejas leyes de afinidad y de conservación de la materia.

—Pero hay leyes químicas —dijo Carolina, que mujer al fin, no podía librarse de creer en algo.

Jorge prosiguió tranquilamente:

—Ahora que ya no es difícil procurarse una cantidad suficiente de radium, alcanza la ciencia incomparables medios de análisis. Los llamados cuerpos simples ofrécense como compuestos de una riqueza extremada, y en la materia se descubren energías cuya intensidad es mayor cuanta más tenue sea su estructura.

Mientras hablaban echaban migas de pan a los pájaros. Los niños jugaban en torno.

Su conversación tomó un nuevo rumbo:

—Esta altura, en la época cuaternaria —dijo Clairhallábase poblada de caballos bravíos. El año pasado, en las excavaciones que se hicieron para la conducción de aguas, encontraron una capa espesa de osamentas de hemiones.

Interesó a Carolina saber si en aquel tiempo remoto existía ya el hombre sobre la Tierra.

Jorge dijo que los hombres cazaron a los hemiones antes de domesticarlos para servirse de ellos.

—El hombre primitivo —añadió— era cazador. Luego fue pastor, agricultor, industrial… Y se sucedieron diversas civilizaciones a través de un tiempo tan dilatado, que la inteligencia no concibe.

Sacó el reloj.

Carolina preguntó si era ya la hora del trabajo, y él dijo que faltaban aún cinco minutos para las doce y media.

Una niña formaba montones de arena junto a ellos. Un niño de siete a ocho años pasó cerca. Mientras su madre cosía en un banco próximo, jugaba él solito al caballo desbocado, y con la poderosa imaginación infantil creía ser a un tiempo el caballo, sus perseguidores y los que huían espantados, temerosos de que los atropellara. Se refrenaba y gritaba: «¡Detenedle! ¡Uh! ¡Oh! ¡Es un caballo terrible! ¡Se ha desbocado!».

Carolina preguntó:

—¿Creéis que los hombres eran más felices en otro tiempo?

Jorge respondió:

—Sufrían menos. Como este niño, jugaban, jugaban a las artes, a las virtudes, a los vicios, al heroísmo, a las creencias, a las voluptuosidades: acariciaban ilusiones divertidas. Más ruido, más goce Pero ahora…

Detuvo su pensamiento y sacó el reloj.

El niño desbocado tropezó con la cubeta de la niña, y cayó. Estuvo un instante inmóvil, tendido sobre la arena. Se incorporó en silencio. Luego arrugó la frente, abrió la boca, lloró y berreó. Su madre, al oírle, fue presurosa hacia él. Carolina le limpiaba y le consolaba. Jorge lo cogió en brazos.

—Vaya, criatura, no llores y te contaré un cuento… "Un pescador tendía su red en el mar. Enredado en la red sacó un vaso de hierro, muy bien tapado; lo abrió con la punta de la navaja y salió un humo que se elevaba hasta las nubes, se condensaba y formaba el cuerpo de un gigante inmenso, y aquel gigante inmenso estornudó tan fuerte… que el mundo entero quedó hecho trizas…"

Clair se contuvo, soltó una carcajada seca y entregó el niño a su madre. Luego volvió a sacar el reloj, y de rodillas en el asiento del banco puso los codos sobre el respaldo y miró a la ciudad.

A lo lejos, la multitud de los edificios dibujaba su enormidad minúscula.

Carolina fijó su mirada en la misma dirección.

—¡Qué tiempo tan hermoso! —dijo—. El sol brilla y dora los vapores del horizonte. Lo más penoso en la civilización es verse privado de la luz del día.

Jorge no respondió; miraba fijamente hacia un punto de la ciudad.

Después de algunos segundos de silencio advirtieron que, a una distancia de tres kilómetros, del otro lado del río, en el barrio más opulento, se alzaba una especie de remolino trágico. El eco de una explosión vibró en el aire mientras invadía el cielo un inmenso árbol de humo. Poco a poco hízose oír un imperceptible murmullo, formado por los clamores de millares de personas. Muy cerca del jardín sonaron gritos.

—¿Qué ocurre?

El estupor fue grande, pues aun cuando las catástrofes eran frecuentes nunca hubo una explosión tan violenta, y a todos horrorizaba la terrible novedad.

Querían precisar el sitio del siniestro: se citaban barrios, calles, edificios, teatros casinos, almacenes. Las investigaciones topográficas adquirían, poco a poco, exactitud.

—Ha volado el trust del acero.

Clair se guardó el reloj en el bolsillo.

Carolina lo miró con fijeza, y sus ojos se cubrieron de asombro.

Le murmuró al oído: —¿Lo sabíais? ¿Lo esperabais?… ¿Fuisteis quien…?

Él respondió tranquilamente:

—La ciudad debe ser destruida.

Ella murmuró con dulzura:

—Yo también lo creo así.

Despidiéronse para volver cada cual a su trabajo.



III



Desde aquel día, los atentados anarquistas se sucedieron casi sin interrupción durante una semana. Sus numerosas víctimas pertenecían casi en su totalidad a las clases pobres. Tan horrendos crímenes despertaban la reprobación pública. Los que se indignaban más fueron los criados, los fondistas, los dependientes y el comercio humilde que no había sido aún devorado por los trusts. En los barrios populosos, las mujeres alborotaban y pedían suplicios inusitados para los «dinamiteros». (Al nombrarlos así les aplicaban un viejo calificativo, ya improcedente, porque aquellos químicos ignorados consideraban la dinamita como una materia inofensiva, útil sólo para destruir hormigueros, y calificaban de pueril entretenimiento el uso de la nitroglicerina y del fulminato de mercurio).

Se paralizaron bruscamente los negocios, y los que sólo disponían de fortunas modestas fueron las primeras víctimas. Hablaban de tomarse la justicia por su mano. Los obreros de las fábricas se mantenían hostiles o indiferentes a la violencia. La paralización de los negocios era una constante amenaza, y la Federación obrera propuso la huelga general, pero todos los oficios, excepto los doradores, se negaron a abandonar sus talleres.

La Policía detuvo a mucha gente. Las tropas concentradas en la capital custodiaban los domicilios de los trusts, los hoteles de los archimillonarios, las oficinas públicas, los Bancos y los grandes almacenes. Quince días pasaron sin que hubiera ni una sola explosión, y se dedujo que los «dinamiteros» ya estaban todos encarcelados, ocultos, heridos o muertos, víctimas de sus propios crímenes. Renació primero la confianza entre los más necesitados. Cien batallones, distribuidos en los barrios populosos, reanimaron el comercio. Hubo muchos vivas a la tropa.

Los ricos habían sido tardos en alarmarse y tampoco se tranquilizaban fácilmente, pero en la Bolsa el grupo de alcistas propaló impresiones satisfactorias y con un poderoso esfuerzo contuvo la baja. Se reanudaron los negocios. Los periódicos de gran circulación secundaban el movimiento: con patriótica elocuencia demostraron que el intangible capital permanecía indiferente a los asaltos de algunos cobardes criminales, y que la riqueza pública proseguía su serena ascensión a despecho de impotentes amenazas. Eran sinceros y les salía cuenta. Se olvidaron los atentados y no faltó quien los negara. El domingo, en las carreras, las tribunas se poblaron de mujeres elegantes, cubiertas de ricas joyas. Fue motivo de alegría saber que los opulentos no habían sufrido. Las gentes aclamaban a los archimillonarios.

Al día siguiente, la estación del Sur, el trust del petróleo y la prodigiosa iglesia costeada por Tomás Morcellet, volaron; treinta casas ardieron; hubo un conato de incendio en los docks. Los bomberos se mostraban admirables de abnegación e intrepidez, maniobraban con sus largas escaleras de hierro y subían a los pisos más elevados de las casas para salvar a los infelices a punto de perecer abrasados. Los soldados cumplieron con entusiasmo el servicio que se les encomendaba y recibieron doble ración de café. Pero los últimos siniestros desencadenaron el pánico. Millones de personas decididas a huir con su dinero, se y apiñaban en las importantes oficinas de crédito, que después de funcionar durante setenta y dos horas cerraron sus ventanillas entre turbulencias de motín. Una multitud acobardada, provista de voluminosos equipajes, invadía las estaciones y tomaba por asalto los trenes. Muchos que decidieron refugiarse en las bodegas con provisiones abundantes, se apretujaban en las tiendas de comestibles, custodiadas por los soldados con bayoneta calada. Los poderes públicos mostraron energía. Se hicieron nuevas prisiones. Millares de mandamientos judiciales fueron lanzados contra los sospechosos.

En las tres semanas siguientes no se produjo ningún siniestro. Corrió la voz de que se habían encontrado bombas en el teatro de la Opera, en los sótanos del Ayuntamiento y junto a una columna de la Bolsa, pero pronto se supo que se trataba de latas de conserva colocadas misteriosamente por locos o burlones. Uno de los inculpados, interrogado por el juez de instrucción, se declaró el principal autor de las explosiones, que, según dijo, habían costado la vida a todos sus cómplices. Estas declaraciones, propaladas en los periódicos, contribuyeron a tranquilizar la opinión pública. Se habían instruido ya numerosas diligencias cuando los magistrados advirtieron que se trataba de un simulador absolutamente ajeno a los atentados.

Los peritos nombrados por los Tribunales no descubrieron ningún fragmento que les permitiese reconstruir la máquina empleada en aquella obra destructora. Conforme a sus conjeturas, el explosivo nuevo emanaba de un gas desprendido por el radium, y suponían que las ondas eléctricas engendradas por un oscilador de un tipo especial se propagaban a través del espacio y producían la detonación, pero los más hábiles químicos no pudieron decir nada que no fuese aventurado. Por fin, un día dos agentes encontraron, junto al hotel Meyer, un huevo de metal blanco provisto de una cápsula en uno de sus extremos: lo cogieron con precauciones y lo llevaron al laboratorio municipal. Acababan de reunirse los peritos para examinarlo cuando el huevo estalló y destruyó el anfiteatro y la cúpula. Murieron todos los peritos y con ellos el general de artillería Collin y el ilustre profesor Tigre.

La sociedad capitalista no se dejó abatir por el nuevo desastre. Los grandes establecimientos de crédito abrieron sus ventanillas y ofrecieron realizar operaciones mitad en oro y mitad en valores del Estado. La Bolsa de Comercio y las alhóndigas decidieron permanecer abiertas.

Entretanto se daba por terminada la instrucción concerniente a los primeros detenidos como sospechosos. Acaso los cargos que se acumulaban contra ellos en otras circunstancias hubieran parecido insuficientes, pero el celo de los magistrados y la indignación pública se bastaron para suplir la falta de pruebas. La víspera del día señalado para los debates voló el Palacio de Justicia; murieron ochocientas personas, entre las cuales había jueces y abogados en abundancia. La muchedumbre, furiosa, invadió las cárceles y linchó a los presos. Las tropas enviadas para restablecer el orden fueron recibidas a pedradas y a tiros. Muchos oficiales caían del caballo y eran pisoteados. Hubo innumerables víctimas. La fuerza pública logró al fin restablecer la tranquilidad. Y al día siguiente voló el Banco.

Desde entonces se vieron cosas inauditas. Los obreros de las fábricas, que se habían negado a declararse en huelga, iban por las calles en compacta muchedumbre. Incendiaban las casas. Regimientos enteros conducidos por sus oficiales se unieron a la masa obrera, recorrieron la ciudad cantando himnos revolucionarios, y en los docks se apoderaron de muchas cubas de petróleo para rociar el incendio. No cesaban las explosiones. Una mañana, de pronto, un árbol monstruoso de humo y llamas, una palmera gigantesca, se elevó a tres kilómetros de altura sobre el Palacio de Telégrafos, en un instante derruido.

Mientras media ciudad ardía, la otra media entregábase a su vida ordinaria. Se oía por la mañana el tintineo de los cántaros de hojalata en los carros de los lecheros. En una avenida solitaria, un peón caminero, sentado junto a un muro, con su botella entre las piernas, masticaba lentamente bocados de pan y un poco de carne guisada. Casi todos los presidentes de los trusts conservaban sus puestos. Algunos cumplían su deber con una sencillez heroica. Rafael Box, hijo del archimillonario mártir, fue sacrificado en la asamblea general del trust de los azúcares. Se le tributaron funerales magníficos. El cortejo tuvo que pasar seis veces sobre montones de escombros.

Los auxiliares ordinarios de los ricos: dependientes, empleados, corregidores y agentes, lees guardaban una inquebrantable fidelidad. Los cobradores supervivientes del Banco derruido recorrían las calles cubiertas de escombros, y a su vencimiento presentaban al cobro las letras en casas humeantes. Muchos perecían entre las llamas por hacer efectivos sus ingresos.

Pero ya no era posible concebir ilusiones: el enemigo invisible se apoderaba de la ciudad. El estruendo incesante de las detonaciones causaba un insuperable horror. Como los generadores de luz quedaron destruidos, la ciudad yacía en tinieblas toda la noche y se cometían violencias de una monstruosidad inaudita. Sólo en los barrios populosos, menos castigados, se defendían aún, se formaban patrullas de «voluntarios del orden», que fusilaban a los ladrones. En cada esquina solían verse cuerpos con las manos atadas, con los ojos vendados, tendidos sobre charcos de sangre y con un letrero infamante sobre el vientre.

Era imposible recoger los escombros y enterrar a los muertos. La peste se hizo intolerable. Hubo epidemias que produjeron muchas defunciones y dejaron a los supervivientes débiles o embrutecidos. El hambre asoladora consumió las últimas vidas. Cinco meses después del primer atentado, mientras llegaban seis cuerpos de ejército con artillería de campaña y artillería de sitio, por la noche, en el barrio más pobre de la ciudad, único resto de tanta grandeza, estrechamente ceñido por las llamas y el humo, Carolina y Jorge Clair, sobre el tejado en una casa muy alta, tomados de la mano, miraban en torno. Salían cantos alegres de la plaza próxima, donde bailaba una muchedumbre furiosamente enloquecida.

—Mañana todo acabará —dijo el hombre.

La mujer, con el cabello desprendido, reflejaba en sus ojos los fulgores del incendio que los envolvía, y repitió:

—Mañana todo acabará.

Luego, abandonada entre los brazos del hombre, le dio un beso apasionado.



IV



Otras ciudades de la Federación sufrieron también perturbaciones y violencias. Por fin se restableció el orden. Se reformaron las instituciones y hubo cambios radicales en las costumbres, pero el país no se rehizo nunca de la pérdida lamentable de su capital, ni volvió a ser próspero como antes. El comercio y la industria desaparecieron. La civilización abandonó aquellos lugares que durante mucho tiempo había preferido a todos los demás: ya eran estériles y malsanos. El territorio que dio vida y sostuvo a tantos millones de hombres, fue un desierto. Sobre la colina del castillo de San Miguel volvieron a pacer los caballos bravíos, los hemiones prehistóricos.

Se deslizaron los días como el agua de un manantial y transcurrieron siglos y siglos en un pasado incalculable. Los cazadores perseguían a los osos en las montañas que recubrían la ciudad olvidada, los pastores apacentaban sus ganados, los labradores acarreaban sus productos, los hortelanos cultivaban sus lechugas. Carecían de riquezas, de artes. Una parra o un rosal revestían los muros de sus cabañas, y una piel de oveja cubría sus miembros curtidos. Las mujeres hilaban. Los cabreros amasaban con arcilla toscas figuritas de hombres y de animales, o componían canciones referentes a la doncella que sigue a su amante hasta el bosque, o a las cabras que pastan, mientras los pinos gimen y el arroyo murmura. El hortelano se irritaba contra los pájaros que se le comían los higos, construía cepos y lazos para defender a sus gallinas acechadas por el zorro, y ofrecía el jugo de sus viñas a sus vecinos:

—¡Bebed! Las cigarras no me han estropeado la vendimia, porque llegaron cuando ya estaban secos los pámpanos.

Luego, en el transcurso de las edades, las poblaciones enriquecidas, los campos fecundos, fueron saqueados, asolados por los invasores bárbaros. El país cambió repetidas veces de dueño.

Los conquistadores alzaron castillos sobre las montañas. El cultivo se multiplicó. Estableciéronse molinos, fraguas, tonelerías, telares, se abrieron camino a través de los bosques y de los pantanos, los ríos se cubrieron de barcas. Los pueblos ensancharon sus limites, aumentaron el número de sus casas, se unieron unos a otros y formaron al fin una ciudad protegida por los fosos profundos y por fuertes murallas. Más adelante, capital de un Estado poderoso, aquella ciudad sintióse oprimida por sus murallas, ya inútiles por las transformaciones de la existencia, y las derribó para rodearse de paseos floridos.

La ciudad aumentaba desmesuradamente su población y su riqueza; nunca parecían sus casas de bastante altura. Las construyeron de treinta y de cuarenta pisos, donde se apilaban oficinas, almacenes, despachos de banqueros, domicilios de Sociedades, y excavaron el suelo para construir bodegas y túneles.

Quince millones de hombres trabajaban en la capital inmensa.