La isla de los pingüinos: 008
La señora Clarence, viuda de un importante funcionario de la República, gustaba de cultivar el trato social. Reunía todos los jueves algunos amigos modestos que se complacían en la conversación. Todas las señoras que iban a su casa, de muy diversa edad y estado, carecían de dinero y habían padecido mucho. Una duquesa tenía el aspecto de cartomántica reveladora de presagios, y una cartomántica parecía duquesa. La señora Clarence, bastante atractiva para conservar sus viejas relaciones, no lo era ya lo suficiente para renovarlas. Tenía una hija muy hermosa y sin dote, que atemorizaba mucho a los invitados, porque los pingüinos huyen, como del fuego, de las muchachas pobres. Evelina Clarence advertía la reserva cautelosa de los hombres, y desde que averiguó el motivo sirvióles el té desdeñosamente. Se la veía poco en las tertulias y sólo hablaba con señoras o con jovenzuelos; su presencia nunca refrenó los atrevimientos en la conversación, porque la suponían bastante inocente para no comprenderlos o recordaban sus veinticinco año que le permitían oírlo todo.
Un jueves, en la tertulia de la señora Clarence se habló de amor. Las señoras trataron el asunto con altivez, delicadeza y misterio; los hombres, con indiscreción y fatuidad. Cada cual opinaba que sus afirmaciones eran las más atendibles. Se derrochó ingenio, se cruzaron brillantes apóstrofes y réplicas vivas, pero en cuanto expuso el profesor Haddock sus ideas aburrió a los concurrentes.
—Nuestras opiniones acerca del amor, como todas las demás —dijo—, se fundan en costumbres anteriores, de las cuales no conservamos ni el recuerdo En asuntos de moral, los mandatos que han perdido su razón de ser, las obligaciones más inútiles y las imposiciones más nocivas y crueles son, por su antigüedad remota y el misterio de su origen, las menos discutidas y las más discutibles, las menos analizadas, las más respetadas, las más veneradas y las que no podemos quebrantar sin incurrir en censuras muy severas. Toda la moral relativa a las relaciones de los sexos descansa en el supuesto de que la mujer, en cuanto ha cedido al hombre, pertenece al hombre como le pertenece su caballo y sus armas, lo cual era verdad antiguamente, pero dejó de serlo, y resulta un absurdo el contrato matrimonial, contrato de venta de una mujer a un hombre con cláusulas restrictivas del derecho de propiedad referentes a la impotencia del poseedor.
»La obligación impuesta a la doncella de ofrecerse virgen al esposo arranca de los tiempos en que se casaban las doncellas en cuanto eran núbiles, pero es ridículo que si no se casan hasta los veinticinco o los treinta años tengan la misma obligación. Diréis que será un presente grato para el marido, y os contestaré que si la virginidad fuese lo más apetecible no andarían los hombres desatentados en persecución de las mujeres casadas ni se mostrarían orgullosos de poseerlas.
»Aún se conserva el deber de las doncellas precisado en la moral religiosa por la antigua creencia de que Dios, el más poderoso guerrero, es polígamo, se reserva todas las virginidades y sólo con su asentimiento puede tomarlas alguien. Esta creencia, que dejó rastro en algunas metáforas del lenguaje místico, se borró ya en los pueblos civilizados, pero su influencia perdura en la educación de las niñas, no solamente entre los creyentes, sino hasta entre los librepensadores, que no suelen pensar libremente por la sencilla razón de que no piensan de ningún modo.
»Para que una niña sepa lo que le corresponde se le exige que no sepa nada, se cultiva su ignorancia, y a pesar de todo sabe algo de lo que pretendemos que ignore, puesto que no es posible ocultarle su propio organismo, ni sus estados, ni sus emociones y sensaciones, pero lo sabe mal y de mala manera. Es todo lo que obtienen los pedagogos…
—Caballero —dijo bruscamente y algo fosco José Boutourlé, tesorero general de Alca—, os aseguro que hay niñas inocentes, perfectamente inocentes, lo cual es una gran desdicha. He conocido tres, y las tres se casaron. Fue horroroso. Una de ellas, cuando su marido se le acercó, arrojóse del lecho espantada y se asomó al balcón para gritar: «¡Socorro, socorro, que mi marido está demente!». A la segunda la encontrara por la mañana sobre un armario de espejo y no hubo razones que la decidiesen a bajar. La tercera víctima del mismo sobresalto, se abandonó resignada, sin lamentaciones, y solamente al cabo de algunos días murmuró al oído de su madre: «Ocurren entre mi marido y yo cosas inauditas, cosas que ni se pueden imaginar, cosas que no me atrevo a comunicarte». Para no perder su alma se las comunicó al confesor y por él tuvo la decepción de saber que todo aquello no era extraordinario.
—He advertido —prosiguió el profesor Haddockque los europeos en general y los pingüinos en particular, antes de que los automóviles enloquecieran a las gentes, no se ocupaban de nada tanto como del amor. Era darle importancia excesiva a lo que la tiene muy escasa.
—De este modo, caballero —exclamó la señora Crémeur, exaltada—, cuando una mujer se ha entregado por completo a un hombre, ¿aquello no tiene la menor importancia?
—No, señora. Puede tener importancia —respondio el profesor Haddock—, pero antes de concedérsela es preciso ver si al entregarse ofreció un jardín florido o un matorral de cardos y ortigas. Además ¿no se abusa un poco de la palabra entregarse? Más que entregarse, la mujer se presta. Fijaos en la bella señora Pensée…
—¡Es mi madre! —dijo un bello mozo rubio.
—No le faltaré al respeto, caballero —replicó el profesor Haddock—, no temáis que pronuncien mis labios ninguna palabra ofensiva. Pero permitidme decir que, en general, la opinión que los hijos tienen de sus madres es insostenible, no reflexionan bastante que una madre lo ha sido porque amó y que puede amar nuevamente. Así ocurre y es lo que debe ser. He observado también que las niñas no se equivocan al juzgar la facultad amatoria de sus madres y de qué modo la emplean. Como sienten lo mismo, lo adivinan.
El insoportable profesor continuó su discurso. Añadía impertinencias a las torpezas, atrevimientos a las incorrecciones, acumulaba datos incongruentes, despreciaba lo respetable y respetaba lo despreciable, pero nadie le atendía ya.
Entretanto, en su alcoba, de una sencillez insulsa; en su alcoba, triste por falta de amor y que, como todas las alcobas de soltera, tenía la frialdad de una antesala, Evelina Clarence consultaba los anuarios de casinos y los prospectos de obras nuevas donde adquirir el conocimiento de la sociedad. Confinada en un mundo intelectual y pobre, su madre no pudo presentarla ni lucirla, y Evelina se dedicó a buscar por sí un medio favorable, obstinada y tranquila, sin ensueños y sin ilusiones. Veía en el matrimonio un punto de partida, un permiso de circulación, y no se le ocultaban las contingencias, las dificultades y los accidentes de su empeño.
Disponía de recursos para agradar y de una frialdad conveniente para ponerlos en práctica. Su flaqueza consistía en que todo lo aristocrático la deslumbraba.
Al encontrarse ya sola con su madre, dijo:
—Mamá, desde mañana iremos al «retiro» del padre Douillard.
El «retiro» del reverendo padre Douillard reunía todos los viernes, a las nueve de la noche, en la aristocrática iglesia de San Mael, lo más selecto de la sociedad de Alca. El príncipe y la princesa de los Boscenos, el vizconde y la vizcondesa de Oliva, la señora de Bigourd, el señor y la señora de la Trumelle no faltaban jamás. Allí estaba la flor de la nobleza, y las encantadoras baronesas judías brillaban allí, porque las baronesas judías de Alca eran católicas.
Aquel «retiro» tenía por objeto, como todos los retiros religiosos, procurar a los elegantes mundanos algunas horas de piadoso recogimiento para que se preocuparan de su salud eterna, y también estaba destinado a extender sobre tantas nobles e ilustres familias la bendición de Santa Orberosa, bienhechora de los pingüinos. Con un celo verdaderamente apostólico, el reverendo padre Douillard perseguía la realización de su obra: restablecer a Santa Orberosa en sus prerrogativas de patrona de la Pingüinia y consagrarle sobre una de las colinas que dominaban la ciudad una iglesia monumental. Un éxito prodigioso había coronado sus esfuerzos, y para la realización de aquella empresa nacional reunió más de cien mil adeptos y más de veinte millones de francos.
El nuevo relicario de Santa Orberosa, rodeado de cirios y de flores, mostraba en el coro de San Mael su oro resplandeciente y sus pedrerías deslumbrantes.
Ved lo que dice acerca del particular, en su Historia de los milagros de la patrona de Alca, el abate Plantain:
«La vieja urna fue destruida durante el Terror para fundir su metal y vender sus piedras, y los preciosos restos de la santa fueron arrojados a la hoguera encendida en el centro de la plaza de Gréve; pero una pobre mujer muy piadosa, llamada Rouquín, recogió durante la noche, y con peligro de su vida, los huesos calcinados y las cenizas de la bienaventurada, los conservó en un tarro de dulce, y, al ser restablecido el culto, los entregó al venerable párroco de San Mael. La señora Rouquín acabó piadosamente sus días dedicada a vender cera y alquilar sillas en la capilla de la santa».
Es indudable que, precisamente cuando la fe declinaba, el padre Douillard restauró el culto de Santa Orberosa (destruido por la crítica del canónigo Princeteau y por el silencio de los doctores de la Iglesia), y lo rodeó de más pompa y esplendores, de más fervor que nunca. Los nuevos teólogos aceptaban como verídica la leyenda recogida por el venerable Simplicio, y admitían que una vez el demonio, con hábitos de fraile, se llevó violentamente a la virgen para gozarla en una caverna; pero la virgen supo resistir las tentaciones y astucias del Maligno y quedó triunfante la Virtud. No se preocupaban de lugares ni de fechas, no hacían exégesis ni concedían a la ciencia lo que le había concedido mucho antes el canónigo Princeteau, porque de sobra sabían adónde conducen las concesiones.
Estaba la iglesia resplandeciente de luces y de flores. Un tenor de la Opera cantaba el célebre himno de Santa Orberosa:
La señorita Clarence se colocó junto a su madre; delante del vizconde de Clena, y estuvo largo rato arrodillada en un reclinatorio, porque la oración impone actitudes virginales que realzan el encanto de las formas.
El reverendo padre Douillard subió al púlpito. Era un elocuente orador: sabía conmover, sorprender, emocionar. Las mujeres lamentaban solamente que fustigase los vicios con excesiva rudeza y usara conceptos muy arriesgados que las obligaban a ruborizarse. Pero esto no disminuía su estimación.
Trató en su discurso de la séptima prueba de Santa Orberosa, cuando fue tentada por el dragón, contra el cual salió a combatir, y de qué modo logró vencer al monstruo con su pureza.
El orador demostró sin dificultad que, ayudados por Santa Orberosa y fortalecidos por las virtudes que ella nos inspira, venceremos también a todos los dragones que amenazan devorarnos: el dragón de la duda, el dragón de la impiedad, el dragón del olvido de los deberes religiosos. Sacó la consecuencia de que la obra de devoción a Santa Orberosa era una obra de regeneracion social, y concluyó con un ardiente llamamiento «a los fieles afanosos de ser los instrumentos de la Misericordia Divina, el apoyo y sostén de la Obra de Santa Orberosa, y de proporcionarle todos los medios que necesita para tener importancia y producir saludables frutos».
Después de la ceremonia, el reverendo padre Douillard se quedaba en la sacristía en espera de los fieles que deseaban tener informes acerca de la Obra y contribuir a ella. La señorita Clarence tenía que decirle algo al reverendo padre Douillard. Al vizconde de Clena le sucedía lo mismo. La muchedumbre era numerosa y se formó cola. Por un dichoso azar, el vizconde y la señorita Clarence quedaron oprimidos el uno contra el otro. Evelina ya se había fijado en aquel joven elegante, casi tan conocido como su padre en el mundo de los deportes. También él se había fijado en ella, y al verla tan hermosa la saludó como si creyera que había sido presentado anteriormente y no recordaba dónde. La madre y la hija fingieron también creer lo mismo.
El jueves inmediato se presentó el vizconde en casa de la señora de Clarence, a la que suponía un poco tolerante, lo cual no le desagradaba, y al ver de nuevo a Evelina reconoció que no estaba ciego cuando se había interesado por su belleza.
El vizconde de Clena tenía el más hermoso automóvil de Europa. Durante tres meses paseó a las señoras de Clarence todos los días por las colinas, las llanuras, los bosques y los valles; con ellas recorrió lugares pintorescos y visitó castillos; dijo a Evelina todo lo que podía decirle, y se lo dijo bien; ella no le ocultó que le amaba, que le amaría siempre y que no amaría jamás a otro; sintióse a su lado estremecida y prudente. Al abandono de su amor fatal oponía, cuando era necesario, la defensa invisible de una virtud que no desconoce los peligros. Al cabo de tres meses de llevarla y traerla, subirla, bajarla y pasearla del brazo cuando algún contratiempo detenía el automóvil, llegó a tenerla tan manoseada como el volante de su máquina, pero sin pasar de ahí. Combinaba sorpresas, aventuras, detenciones inesperadas en los bosques o en los caminos cerca de una posada; pero nunca le valieron sus tretas. Rabioso, la metía otra vez en el «auto» y se lanzaba a ciento veinte por hora, decidido a despeñarla en un precipicio o estrellarla contra un árbol.
Cierto día fue a buscarla para una excursión y la encontró más deliciosa que nunca, más apetecible. Cayó sobre ella como el huracán sobre los juncos al borde de un estanque, y ella se doblegó con adorable debilidad.
Veinte veces vióse ella a punto de ceder, dominada, vencida por el impulso fiero, y veinte veces se rehizo ligera y vibrante. Después de muchos asaltos dijérase que apenas un soplo ligero había mecido el talle delicioso. Evelina sonreía como si se ofreciese a las manos poderosas de su desdichado agresor, quien, descompuesto, con rabia, casi enloquecido, al huir para no matarla, se equivocó de puerta y entró en el gabinete donde la señora Clarence se ponía el sombrero ante el espejo del armario, la cogió, la empujó hasta el lecho y la gozó, sin darle tiempo a reflexionar lo que sucedía.
A las pocas horas, tenaz en sus investigaciones, averiguó Evelina que el vizconde sólo tenía deudas, que gastaba el dinero de una vieja y acreditaba las marcas nuevas de un fabricante de automóviles.
De común acuerdo dejaron de verse, y Evelina volvió a servir de mala gana el té a los invitados de su madre.
En el salón de la señora de Clarence se hablaba de amor y se formulaban conceptos deliciosos.
—El amor es el sacrificio —suspiró la señora Crémeur.
—No lo dudo —replicó vivamente Boutourlé.
Pero el profesor Haddock desplegó muy pronto su fastidiosa insolencia.
—Me parece —dijo— que las pingüinas dificultan mucho las cosas desde que, por milagro de San Mael, se convirtieron en vivíparas. Sin embargo, no tienen de qué enorgullecerse: es una condición que comparten con las vacas y las cerdas, y hasta con los naranjos y los limoneros, puesto que las semillas de estas plantas germinan en el pericarpio.
—La importancia de la Pingüinia —replicó Boutourlé— no es tan remota: comienza el día en que recibieron vestiduras del santo apóstol, y aun esa importancia sólo brilló en un pequeño círculo social más adelante, con el lujo. Sin ir más lejos, a dos leguas de Alca, en el campo, durante la siega, podréis convenceros de que las mujeres no son remilgadas ni se dan importancia.
Aquel jueves, Hipólito Cerés se hizo presentar. Era diputado por Alca y uno de los miembros más jóvenes de la Cámara. Se le suponía hijo de un tabernero, hablaba bien, era abogado, robusto, voluminoso, tenía mucho empaque y fama de listo.
—El señor Cerés —dijo la dueña de la casa— representa en el Congreso el más hermoso distrito de Alca.
—Un distrito que se embellece de día en día, señora. Es un encanto.
—Desgraciadamente, no se puede transitar por allí —dijo Boutourlé.
—¿Cuál es la causa? —preguntó el diputado.
—¡Los automóviles!
—No reneguéis de los automóviles, nuestra magnífica industria nacional.
—No lo ignoro, caballero; los pingüinos de hoy me recuerdan los egipcios de la antigüedad. Los egipcios, como dice Taine, tomándolo de Clemente de Alejandría, cuyo texto altera, los egipcios adoraron a los cocodrilos, que los devoraban, y los pingüinos adoran a los automóviles, que los despachurran. Sin duda, lo por venir es para la bestia de metal. No retrocederemos al coche de punto, como no volvimos a usar las diligencias; el fatigoso martirio del caballo termina. El automóvil, que la codicia práctica de los industriales lanzó como un carro de Jagenat sobre los pueblos asombrados y fue para los ricos ociosos una imbécil y funesta elegancia, cumplirá pronto su misión cuando se ponga al servicio del pueblo y se porte como un monstruo dócil y servicial. Sin embargo, para que el automóvil resulte bienhechor es necesario que se le construyan caminos en relación con sus proporciones y su marcha, carreteras que resistan el impulso de sus neumáticos feroces, y que se le prohíba envenenar a los transeúntes con el polvo que levanta.
La señora de Clarence habló del embellecimiento del distrito representado por Hipólito Cerés, y éste dejó traslucir su entusiasmo por los derribos, desmontes, construcciones, reconstrucciones y todo género de operaciones fructíferas.
—Se construye hoy de un modo admirable —dijo—. Se trazan avenidas majestuosas. ¿Hay algo más hermoso que los pilares de nuestros puentes y las cúpulas de nuestros hoteles?
—Olvidáis ese grandioso palacio recubierto por una inmensa bóveda semejante a medio melón —refunfuñó el señor Daniset, antiguo aficionado al arte—. Es incalculable la fealdad con que puede revestirse una ciudad moderna. Alca se americaniza. Destruyen cuanto nos quedaba de libre, de imprevisto, de proporcionado, de moderado, de humano, de tradicional. En todas partes desaparece la encantadora visión de un muro sobre el cual asoman sus ramas los árboles; en todas partes se suprimen el aire, la luz, la naturaleza, los recuerdos, se borra la huella de nuestros padres y nuestra propia huella, y se levantan casas enormes, infames, rematadas a la vienesa con ridículas cúpulas, y acondicionadas al arte nuevo, sin molduras ni perfiles, con salientes inverosímiles y remates burlescos; monstruos desvergonzados que asoman sobre los edificios viejos. Vense proyectar sobre las fachadas, con blandura repugnante, protuberancias bulbosas, y a ello llaman “motivos de arte nuevo”. He visto el arte nuevo en otros países y no es tan ruin: tiene honradez y fantasía. Sólo entre nosotros, por un triste privilegio, se ven reunidas las novedades arquitectónicas más horribles. ¡Envidiable privilegio!
—¿No teméis? —advirtióle vivamente el diputado—, ¿no teméis que vuestras críticas amargas aparten de nuestra capital a los extranjeros que afluyen de todo el mundo y que nos dejan muchos miles de millones?
—Tranquilizaos —respondió el señor Daniset—. Los extranjeros no vienen a extasiarse ante los edificios: vienen por nuestras mujeres galantes, por nuestros modistas y por nuestros bulliciosos bailes públicos.
—Tenemos la mala costumbre de calumniarnos —suspiró Hipólito Cerés.
La señora de Clarence creyó conveniente hablar otra vez del amor para divertir a la concurrencia, y preguntó a Tumel qué opinaba del nuevo libro donde León Blum se lamentaba…
—… de que una costumbre injustificada —continuó el profesor Haddock— impide a las señoritas de la buena sociedad ejercitar sus encantos en los juegos amorosos, que tan deplorablemente realizan las mozas mercenarias. Pero ese autor no debe afligirse tanto, puesto que, si bien existe arraigado entre nuestra sociedad burguesa ese mal que deplora, no se propagó entre la gente del pueblo, ya que ni las artesanas ni las campesinas se abstienen de los goces amorosos.
—¡Qué inmoralidad, caballero! —dijo la señora Crémeur.
Y celebró la inocencia de las doncellas en frases rebosantes de pudor y gracia. Estuvo afortunadísima.
Los conceptos del profesor Haddock acerca del mismo asunto produjeron una molesta depresión en los ánimos.
—Las doncellas de la buena sociedad —dijo— viven guardadas y vigiladas. Además, los hombres no las provocan: unas veces por honradez, otras por temor a responsabilidades terribles y otras porque la seducción de una doncella no es aventura de que «pudieran» vanagloriarse. En realidad, no sabemos lo que pasa, porque lo que se oculta no se ve. Las doncellas de la buena sociedad serían más fáciles que las casadas, por dos razones: tienen más ilusión y su curiosidad no está satisfecha. Las mujeres acostumbran ser tan torpemente iniciadas por sus maridos, que de momento no desean repetir con otro. En mis tentativas de seducción tropecé muchas veces con semejante obstáculo.
Cuando el profesor Haddock ponía fin a sus conceptos desagradables, Evelina entraba en el salón para servir el té con la displicencia de costumbre, que prestaba un encanto oriental a su hermosura.
—Yo —dijo Hipólito Cerés, con los ojos fijos en ella— me proclamo campeón de las señoritas.
«¡Qué imbécil!» —pensó Evelina.
Hipólito Cerés, que jamás había sacado un pie de su mundo político y sólo trató con electores y camaradas, juzgaba muy distinguido el salón de la señora de Clarenxe, suponía muy elegante a la señora de la casa, y a su hija, extraordinariamente bella. Fue asiduo en su trato y galanteó a la una y a la otra.
Aquel hombre activo se propuso agradarlas, y lo consiguió algunas veces. Les proporcionaba invitaciones para el Congreso y palcos para la Opera, facilitó a la señora Clarence varias ocasiones de lucimiento, sobre todo en una fiesta campestre, que, a pesar de ser oficial y ofrecida por un ministro, resultó delicadamente mundana y valió a la República su primer triunfo entre las personas elegantes.
En aquella fiesta, Evelina fue muy agasajada, especialmente por un joven diplomático llamado Roger Lambilly, quien la creyó una mujer galante y le propuso una entrevista. Fascinada por la figura de aquel hombre, al cual suponía rico, Evelina le visitó. Un poco emocionada, casi turbada, estuvo a punto de ser víctima de su atrevimiento, y sólo evitó la derrota por una maniobra ofensiva y audaz. Esta fue la mayor locura de su vida de soltera.
En su trato con los ministros y con el presidente afectaba Evelina un carácter piadoso y aristocrático, que le conquistó simpatías entre los prohombres de la República anticlerical y democrática. Hipólito Ceres, al verla triunfar, sintióse más atraído y satisfecho. Por fin se enamoró locamente.
Desde entonces ella empezó a mirarle con interés. Aquel hombre se le aparecía falto de elegancia, de delicadeza y de cultura, pero muy emprendedor, desenvuelto, entretenido y ocurrente. Evelina se burlaba de él, y sin embargo, pensaba gustosa en él.
Un día quiso poner a prueba su cariño.
Era en pleno período electoral. Hipólito Cerés preparaba su reelección. Ante un adversario poco peligroso al principio, sin recursos oratorios, pero con mucho dinero, que le restaba diariamente algunos votos, Cerés, nada propenso a la necia confianza ni a las inquietudes alarmantes, no temía, pero tampoco se descuidaba.
Su principal influencia se ejercía en las reuniones públicas, donde, a fuerza de pulmones, anulaba a su rival. Su Comité anunciaba controversias libres ante un público inmenso, dispuestas para los sábados por la noche y los domingos a las tres en punto de la tarde.
Fue un domingo a visitar a las señoras de Clarence y encontró a Evelina sola en el salón. A los veinte o veinticinco minutos de hablar con ella sacó el reloj: ya eran las tres menos cuarto. Evelina se mostró amable, provocativa, graciosa, intranquilizadora. El diputado, conmovido, se puso en pie.
—¡Esperad un momento! —dijo ella con voz tan suplicante y acariciadora que Hipólito volvió a sentarse.
Decidida a interesarse más y más, tuvo para él abandonos, curiosidades, condescendencias. El diputado se arreboló, palideció y se levantó de nuevo.
Entonces ella, para retenerle, fijó en él sus ojos, cuyas pupilas húmedas brillaban con resplandores turbios, desmayados. El hermoso pecho latía con violencia, y los labios, temblorosos, guardaban silencio.
Vencido, anonadado, frenético, el hombre cayó a sus pies, y cuando pudo volver a mirar la hora dio un brinco y soltó un juramento espantoso:
—¡Rec…! ¡Las cuatro menos cinco! ¡Me largo!
Y bajó en cuatro zancadas la escalera.
Desde aquel día, Evelina sintió por Hipólito cierta estimación.
Ella no le quería mucho; pero deseaba que él la adorase. Mostróse reservada, y no por falta de cariño, sino porque hay entre las prácticas amorosas algunas que se realizan con indiferencia, por distracción, por instinto, por curiosidad, por costumbre, como ensayo de poder y para descubrir los resultados. La causa de su reserva fue otra. Lo conocía a fondo y le supuso capaz de aprovecharse de sus confianzas y de reprochárselo groseramente si no continuaba las concesiones.
Como él era, por conveniencia principalmente, anticlerical y librepensador, Evelina creyó muy oportuno afectar modales devotos. Llevaba en la mano, para que los viera él, enormes libros de misa con rojas tapas, y le metía por los ojos las listas de suscripciones para el culto nacional de Santa Orberosa. No hacía esto para mortificarle, por travesura, por frivolidad, ni por espíritu de contradicción, sino porque de aquel modo afirmaba un carácter, se crecía, y para exaltar el ánimo de Hipólito se rodeaba de religión como Brunilda, para atraer a Sigurd, se rodeaba de llamas. Al diputado le pareció más bella con aquel disfraz, porque a sus ojos el clericalismo era una elegancia.
Reelegido por una enorme mayoría, Cerés entró en una Cámara de ideas más radicales que la precedente y, al parecer, más ansiosa de reformas. Advertido pronto de que tanto celo encubría el temor al triunfo de los contrarios y un sincero propósito de no hacer nada, combinó una política oportuna para semejantes aspiraciones. En la primera sesión pronunció un discurso, hábilmente concebido y bien ordenado, en el cual probaba que toda reforma debe ser largo tiempo diferida. Se mostró ardoroso, casi febril, y sostuvo que un orador debe recomendar la moderación con extremada vehemencia. Fue aclamado por todos. En la tribuna presidencial estaban las señoras de Clarence. A su pesar, Evelina se emocionó al estruendo solemne de los aplausos. Junto a ella, la bellísima señora Pensée estremecíase con las vibraciones de aquella voz potente.
Así que abandonó la tribuna, Hipólito Cerés acercóse a las señoras de Clarence. Mientras al saludarlas recibía sus felicitaciones con fingida modestia y se secaba el cogote con el pañuelo, Evelina, que le veía embellecido con resplandores triunfales, reparó que la señora Pensée respiraba con voluptuosidad el sudor del héroe, anhelante, con los ojos entornados, con la cabeza desmayada y a punto de sucumbir. Evelina sonrió entonces cariñosamente al señor de Cerés.
El discurso del diputado de Alca produjo gran revuelo. En las «esferas» políticas lo juzgaron muy hábil. «Hemos oído al fin un lenguaje honrado», escribía un diario conservador. «¡Es todo un programa!», exclamaron sus compañeros de legislatura. Y se le reconoció un talento enorme.
Hipólito Cerés se imponía como jefe de los diputados radicales, socialistas y anticlericales, que le nombraron presidente de su grupo, el más importante de la Cámara. Ya le adjudicaban una cartera para la próxima combinación ministerial.
Después de muchas vacilaciones, Evelina Clarence decidió casarse con Hipólito Cerés. En su concepto era un hombre vulgar y no se podía suponer que llegase, con el tiempo, a esas alturas en las cuales enriquece la política; pero, al cumplir veintisiete años, Evelina conocía el mundo lo bastante para no ser demasiado exigente.
Hipólito Cerés era un hombre famoso, un hombre feliz. Estaba desconocido, aumentaba por momentos la elegancia de sus trajes y de sus maneras, abusaba un poco de los guantes blancos. Muy sociable ya, hizo pensar a Evelina en la conveniencia de que lo fuese menos. La señora de Clarence veía con gusto aquel desposorio, satisfecha del porvenir de su hija y de tener todos los jueves flores para su salón.
La ceremonia matrimonial presentaba dificultades. Evelina era devota y quería recibir la bendición de la Iglesia. Hipólito Cerés, tolerante, pero librepensador, sólo admitía el matrimonio civil. Hubo discusiones y hasta escenas desgarradoras. La última tuvo lugar en el aposento de la novia, cuando redactaban las invitaciones. Evelina declaró que, sin el consentimiento de la Iglesia, no se consideraría casada. Propuso un rompimiento, irse al extranjero con su madre o meterse a monja. Luego, enternecida, suplicante, débil, ¡gimió!, y todo gemía con ella en la estancia virginal: la pililla del agua bendita, el ramo de boj puesto a la cabecera del lecho, los libros devotos sobre el mármol de la chimenea, la imagen blanca y azul de Santa Orberosa con el dragón encadenado… Hipólito Cerés hallábase conmovido.
Bella en su dolor, con los ojos abrillantados por sus lágrimas, con las muñecas oprimidas en un rosario de lapislázuli, como encadenadas por la fe, Evelina se arrojó a los pies de Hipólito y se abrazó a sus rodillas, temblorosa, exánime.
Hipólito estaba casi resuelto a ceder, y balbuceó inseguro:
—Un matrimonio clerical, una ceremonia en la iglesia… Los electores acaso lo toleren; pero el Comité no querrá tragárselo… Trataré de convencerlos y les hablaré de la tolerancia, de las imposiciones sociales… También ellos dejan comulgar a sus hijas… En cuanto a mi cartera, ¡diablo!, se ahogará en agua bendita.
Ella se levantó, grave, generosa, resignada, vencida.
—No insisto ya.
—¿Renuncias al matrimonio religioso? ¡Es lo prudente!
—Sí; pero trataré de arreglarlo a satisfacción de todos.
Visitó al reverendo padre Douillard, quien se mostró más abierto y acomodaticio de lo que Evelina pudo imaginar, y le dijo:
—Es un hombre inteligente, un hombre razonable y ordenado; él mismo ha de venir hacia nosotros. Le santificaréis; no en vano le ofrece Dios una esposa cristiana. La Iglesia no exige siempre, para sus bendiciones nupciales, la pompa y las ceremonias. Ahora que se halla perseguida, la lobreguez de las criptas y el misterio de las catacumbas convienen a sus fiestas. Cuando hayáis cumplido las formalidades civiles, venid a mi capilla particular, en traje de calle, acompañada por el señor Cerés y os casaréis en el secreto más riguroso. El obispo me dará todas las licencias necesarias y todas las facilidades concernientes a las amonestaciones, la cédula de confesión, etcétera, etcétera.
Semejantes arreglos parecían a Hipólito algo peligrosos, pero los aceptó. Sentíase halagado.
—Iré de americana —dijo.
Fue de levita, con guantes blancos y botas de charol. Hizo sus genuflexiones.
Porque las personas bien educadas…
El matrimonio Cerés instalóse con decoro y modestia en un bonito piso de una casa nueva. Cerés adoraba a su esposa con llaneza y lealtad. Le ocupaba muchas horas la Comisión de Presupuestos y trabajaba más de tres noches por semana en su Informe acerca de la reforma telegráfica, decidido a que fuese un monumento. Evelina consideraba un poco tonta su manera de vivir, pero no le desagradaba. Lo peor era la escasez de dinero. Los servidores de la República no se enriquecen como se supone. Desde que no hay soberano que reparta favores, cada cual toma lo que puede, y sus malversaciones, limitadas por las malversaciones de todos, quedan reducidas a proporciones modestas; de ahí la austeridad de costumbres que se advierte en los jefes de la democracia. Sólo pueden enriquecerse en los períodos de grandes negocios, y son entonces objeto de la envidia de sus colegas menos favorecidos. Hipólito Cerés preveía, para un tiempo cercano, un período de grandes negocios; era de los que saben prepararlos, y, entretanto, soportaba dignamente una estrechez, compartida con bastante resignación por Evelina, que no dejaba de ver al padre DouiIlard, frecuentaba la capilla de Santa Orberosa y cultivaba relaciones con una sociedad seria y capaz de servirla, sabía escoger sus amistades, y sólo intimaba con aquellos que lo merecían. Había adquirido experiencia desde sus paseos en el automóvil del vizconde de Clena, y, sobre todo, no ignoraba lo que puede hacerse valer una mujer casada.
Al principio, el diputado se intranquilizó porque los periodiquillos demagogos satirizaban las costumbres piadosas de su mujer; pero luego le satisfizo advertir que todos los jefes de la democracia buscaban aproximaciones con los aristócratas y con la Iglesia.
Atravesaba uno de esos períodos (repetidos con frecuencia) en los cuales se advierte que todo se precipita. Hipólito Cerés no lo dudaba, por lo cual su política no era de persecución, sino de tolerancia. Había sentado las bases en su magnifico discurso acerca de la preparación de las reformas.
El Ministerio, que adquirió fama de sobradamente avanzado, sostenía proyectos reconocidos como peligrosos para el capital, tenía en contra suya las poderosas Compañías acaparadoras, y, por consecuencia, los periódicos de todas las opiniones. Como el peligro aumentaba, el Gabinete abandonó sus proyectos, su programa y su orientación; pero ya era tarde: un nuevo Gobierno estaba prevenido, y bastó, para producir la crisis, una pregunta insidiosa de Pablo Visire, inmediatamente transformada en interpelación, y un hermoso discurso de Hipólito Cerés.
El presidente de la República designó para que formase Gobierno al propio Pablo Visire, que, muy joven aún, había sido ya dos veces ministro y era un hombre encantador, amigo de bailarinas y de cómicos, muy artista, muy sociable, de mucho ingenio, de clara inteligencia y de actividad maravillosa. Formuló un Ministerio destinado a tranquilizar a la opinión alarmada. Hipólito Cerés obtuvo una cartera.
Los nuevos ministros pertenecían a todos los grupos de la mayoría, representaban las opiniones más diferentes y más opuestas; pero, en el fondo, eran todos moderados y resueltamente conservadores. Fue reelegido el ministro de Negocios Extranjeros del anterior gabinete, llamado Crombile, que trabajaba catorce horas al día en sus delirios de grandeza, silencioso, caviloso, receloso hasta con sus mismos agentes diplomáticos, terrible intranquilizador sin intranquilizar a nadie, porque la imprevisión de los pueblos es infinita y la de sus Gobiernos no le va en zaga. Encargóse de la cartera de Obras Públicas el socialista Fortunato Lapersonne. Era una de las costumbres más solemnes, más severas, más rigurosas, y casi me atrevo a decir más terribles y crueles de la política, tener en cada Ministerio un socialista, para combatir el socialismo; de este modo, los enemigos de la fortuna y de la propiedad sentían la vergüenza y la amargura de que los azotara uno de los suyos, y no podían reunirse sin que sus ojos buscasen entre ellos al que habría de castigarlos mañana. Sólo una ignorancia profunda del corazón humano permitía suponer dificultoso el hallazgo de un socialista para semejantes funciones. El ciudadano Fortunato Lapersonne entró en el Gabinete Visire por iniciativa propia, sin la más insignificante violencia, y hasta obtuvo la aprobación de algunos camaradas. ¡Tanto prestigio tienen los cargos públicos entre los pingüinos!
Al general Debonnaire se le confió la cartera de Guerra. Estaba reputado como uno de los más inteligentes generales del Ejército; pero se dejó conducir por una mujer licenciosa, la cual, muy encantadora todavía en su madurez intrigante, se había puesto al servicio de otra nación.
El nuevo ministro de Marina, el respetable almirante Vivierdes-Murenes, con fama de excelente marino, hacía gala de un espíritu religioso que desentonaría en un Ministerio anticlerical si la República laica no hubiese reconocido la religión como de utilidad marítima. Atento a las instrucciones del reverendo padre Douillard, su director espiritual, el respetable almirante Vivierdes-Murenes dedicó la escuadra a Santa Orberosa, y mandó componer por algunos bardos himnos devotos en honor de la Virgen de Alca para que reemplazasen al himno nacional en los programas musicales de la Marina de guerra.
El Ministerio Visire se declaró francamente anticlerical, pero respetuoso con las creencias y prudentemente reformador. Pablo Visire y sus colaboradores, ansiosos de reformas, por no comprometer las reformas no proponían ninguna, seguros, como verdaderos hombres políticos, de que las reformas se comprometen en cuanto se proponen. Aquel Gobierno fue muy bien acogido, tranquilizó a las personas honradas e hizo subir los valores.
Anunció la subasta de cuatro acorazados; anunció también persecuciones socialistas, y manifestó su intención inquebrantable de rechazar todo impuesto inquisitorial sobre la renta. La elección del ministro de Hacienda, Terrasson, fue muy elogiada por los periódicos más autorizados. Terrasson, viejo ministro, famoso por sus jugadas de Bolsa, autorizaba todas las esperanzas de los banqueros y hacía presagiar un período de fecundos negocios. Pronto se hincharon con la leche de la Riqueza las tres ubres de las naciones modernas: el Acaparamiento, el Agio y la Especulación fraudulenta. Ya se hablaba de empresas lejanas, de colonización, y los más atrevidos lanzaron en la Prensa un proyecto de protectorado militar y económico sobre la Nigricia.
Sin haber dado aún la medida de sus talentos, Hipólito Cerés era ya considerado como un hombre de mucha valía; los hombres de negocios lo estimaban. Recibía felicitaciones de todas partes por haber roto con los partidos extremos, con los políticos peligrosos, y por tener conciencia de las responsabilidades gubernativas.
La señora Cerés era la única estrella femenina del Ministerio. Crombile se acartonaba en el celibato. Pablo Visire se había casado con la señorita de Blampignon, hija de un opulento comerciante del Norte, mujer distinguida, estimada, sencilla, y enferma hasta el punto de que su falta de salud la retenía continuamente al lado de su madre en un lejano rincón provinciano. Las otras «ministras» no habían nacido para encantar los ojos, y la gente sonreía al leer que la señora Labillete lució en el baile de la Presidencia, sobre su tocado, un ave del Paraíso. La señora del almirante Vivier-des-Murenes, más ancha que alta, con el rostro amoratado y la voz enronquecida, iba diariamente a la compra. La generala Debonnaire, larguirucha, flaca y pecosa, insaciable de amores con oficialitos, sumergida en el libertinaje y el crimen, sólo consiguió alguna consideración a fuerza de fealdad e insolencia.
La señora Cerés era el encanto del mundo oficial. Joven, hermosa, irreprochable, para seducir igualmente a los más encopetados y a los más humildes, unía la elegancia de sus vestidos a la pureza de su inefable sonrisa.
Sus salones fueron asaltados por la opulenta Banca judía. Dio las fiestas más brillantes de la República. Los periódicos describían sus trajes y los modistas más famosos no le consentían que los pagara. Iba mucho a la iglesia; protegía, contra la animosidad popular, la capilla de Santa Orberosa, y hasta hizo entrever a los corazones aristócratas la esperanza de un nuevo concordato con el Vaticano.
Sus cabellos de oro, sus pupilas gris de lino, su flexibilidad, su esbeltez, sus hermosas curvas, le daban todos los atractivos de una mujer verdaderamente encantadora. Gozaba de buena reputación, que pudiera guardar intacta en flagrante delito; de tal modo era sagaz, tranquila y dueña de sí.
Terminó la legislatura con una victoria del Gabinete, que rechazó, entre los aplausos unánimes de la Cámara, una proposición de un impuesto inquisitorial y con el triunfo de la señora Cerés, que dio fiestas en honor de tres reyes.
El presidente del Consejo invitó durante las vacaciones al señor y a la señora de Cerés a pasar quince días en la montaña, en un castillo alquilado para el veraneo y donde vivía solo. La salud verdaderamente deplorable de la señora Visire no le permitió acompañar a su marido, y continuaba, como siempre, con sus padres, en el rincón de una provincia septentrional.
El castillo había pertenecido a la querida de uno de los últimos reyes de Alca. El salón conservaba sus muebles antiguos, y entre ellos, el diván de la favorita. El paisaje era encantador. Un hermoso río azul, el Aiselle, corría al pie de la colina donde se asentaba el castillo. Hipólito Cerés era un apasionado pescador de caña, en cuya monótona ocupación sorprendía sus mejores combinaciones parlamentarias y sus más felices rasgos oratorios. Como en el Aiselle abundan las truchas, las pescaba desde la mañana hasta la noche en una lancha que el presidente del Consejo puso desde el primer día a su disposición.
Entretanto, Evelina y Pablo Visire solían dar una vuelta por el jardín o hablaban en el salón. Evelina, que no ignoraba la seducción ejercida por aquel hombre sobre las mujeres, habíase limitado a desplegar en su presencia una coquetería intermitente y superficial, in intenciones decididas ni propósito determinado. El presidente no se había fijado mucho en ella. La Cámara y la Opera embargaron todos sus instantes; pero en el solitario castillo, las pupilas grises y las hermosas curvas se avaloraron a sus ojos. Una tarde, mientras Hipólito Cerés pescaba, como de costumbre, en el Aiselle, Visire la hizo sentar a su lado en el diván de la favorita. Entre los cortinajes que protegían del calor y de la excesiva claridad de un sol ardiente, algunos rayos dorados se clavaban en Evelina como las flechas de un amor oculto. Bajo su blusa blanca, todas sus formas, a la vez macizas y afinadas, descubrían su gracia y su juventud. Su piel era fresca y olía a heno recién cortado. Pablo Visire se condujo como la ocasión lo requería. Evelina no quiso evitarlo, segura de que aquello no había de tener importancia ni consecuencias; pero pronto pudo advertir su equivocación.
«Había —dice una célebre balada alemana— en la plaza del pueblo, donde da el sol, apoyada en un muro, por el cual se encarama la madreselva, una estafeta de cartas, azul como las azulinas, sonriente y satisfecha.
A diario se acercaban a ella los modestos comerciantes, los ricos labradores, el recaudador, los gendarmes, y le confiaban cartas de negocios, facturas, requerimientos, apremios, diligencias judiciales, llamamientos de reclutas… Y la estafeta seguía sonriente y tranquila.
Satisfechos y preocupados, encaminábanse hacia ella los jornaleros y mozos de labranza, criadas y nodrizas, dependientes y empleados, mujeres con sus niños de pecho: depositaban en su boca noticias de nacimientos, de matrimonios y de muertes, cartas de novios y de novias, cartas de maridos y de mujeres, cartas de madres a sus hijos y de hijos a sus madres… Y la estafeta seguía sonriente y tranquila.
Al oscurecer, los mozos y las mozas llegábanse furtivamente para entregarle sus cartas de amor, unas empañadas en lágrimas, que borraban la tinta; otras, con señales que indicaban el sitio donde se habían depositado algunos besos; todas, interminables… Y la estafeta seguía sonriente y tranquila.
Los ricos negociantes iban, por prudencia, temprano, a entregarle sus cartas con valores, sus cartas con cinco sellos rojos, abultados por los billetes de Banco, por las letras de cambio… Y la estafeta seguía sonriente y tranquila.
Pero una tarde, Gaspar, que no se había llegado a ella nunca, fue a echar una carta, en la cual solamente se supo que iba doblada en pliegues triangulares, y la estafeta perdió la sonrisa y la tranquilidad. La estafeta desfalleció. Desde entonces ya no se halla fija en el muro bajo la madreselva: corre las calles, los campos y los bosques, ceñida de hiedra y coronada de rosas. Anda siempre por montes y por valles y el guarda rural la sorprendió en los trigos mientras abrazaba a Gaspar, le besaba en la boca».
Pablo Visire había recobrado su habitual serenidad. Evelina continuó echada en el sofá de la favorita, con aturdimiento delicioso.
El reverendo padre Douillard, maestro en Teología moral y que en la decadencia de la Iglesia conservaba los preceptos inmutables, tenía razón al afirmar, conforme a la doctrina de los Santos Padres, que si una mujer comete un enorme pecado al entregarse por dinero, lo comete más enorme aún al entregarse por amor; porque en el primer caso trata de sostener su vida, lo cual no es excusable, pero sí perdonable y tal vez digno de la gracia del Cielo. Dios prohíbe la muerte voluntaria y ordena la conservación de sus criaturas, que son sus templos. Además, la que se entrega para vivir queda humillada y no comparte los placeres, con lo cual disminuye su pecado; pero el entregarse por ardor una mujer peca de voluptuosidad, se goza en su falta; el orgullo y las delicias que adornan su crimen aumenta su peso mortal.
El ejemplo de la señora Cerés realzaba la profundidad de estas verdades morales. Averiguó que tenía sentidos, lo cual no había sospechado hasta entonces. Bastóle un instante para este descubrimiento, que truncó su alma y trastornó su vida. Desde luego, le pareció un encanto haber aprendido a conocerse. Profundizar en el propio conocimiento no es un goce cuando se ahonda en lo moral; pero ya no sucede lo mismo al ahondar en la carne, cuyos manantiales de voluptuosidad pueden sernos reveladores. Mostró a su revelador un agradecimiento análogo al beneficio recibido, segura de que, al descubrirle los abismos celestes, era el único dueño de la llave. ¿Estaba en un error? ¿Le sería posible hallar otras llaves de oro? No es fácil asegurarlo, y el profesor Haddock (divulgado ya el suceso muy pronto, como vamos a ver en esta historia) trató el asunto desde un punto de vista experimental en una revista científica, y dedujo que las probabilidades logradas por la señora de C*** para encontrar la exacta equivalencia del señor V*** se hallaban en una proporción de 3.05 a 975.008, lo cual era como decir que su problema resultaba insoluble. Sin duda, ella lo comprendió por instinto y se aferró locamente a él.
He referido los hechos con todas las circunstancias que, a mi juicio, deben fijar la atención de las inteligencias reflexivas y filosóficas. El diván de la favorita es digno de la majestad histórica; en él se decidieron los destinos de un famoso pueblo; diré más: en él se realizó un acto que debía repercutir en las naciones fronterizas, amigas y enemigas, y en la Humanidad entera. Frecuentemente los sucesos de esta naturaleza, si bien son de una trascendencia infinita, escapan a los criterios superficiales, a las almas ligeras que asumen indebidamente el trabajo de escribir la Historia. Por esta razón quedan ignorados los secretos resortes que determinan los acontecimientos y resultan incomprensibles las caídas de los imperios y la transmisión de dominios, que aparecerían claras si se descubriera y se tocase el punto imperceptible que, puesto en funciones, lo ha conmovido y lo ha derribado todo. El autor de esta importante historia conoce como nadie sus defectos y sus insuficiencias; pero puede vanagloriarse de que siempre ha conservado la mesura, la seriedad, la austeridad que se requieren al referir los negocios de Estado, y nunca olvidó el decoro conveniente al relato de las acciones humanas.
Cuando Evelina confesó a Pablo Visire que jamás había sentido nada semejante, él no la creyó. Acostumbrado a las femeniles astucias, sabía que las mujeres hablan así a los hombres para apasionarlos y su experiencia, como a veces ocurre, le indujo a desconocer la verdad. Incrédulo, pero lisonjero, sintió por ella mucho amor y algo más que amor: avivóse de pronto su inteligencia. Visire pronunció en la capital de su distrito un discurso rebosante de gracia, de brillantez, de acierto, que fue juzgado como su obra maestra.
Se reanudó serenamente la vida oficial; asomaron en la Cámara odios aislados. Algunas ambiciones tímidas aún levantaban la cabeza, y bastó una sonrisa del valeroso presidente para disipar las sombras. Ella y Él se veían dos veces al día, y además, se comunicaban por escrito diariamente. Práctico en este género de relaciones, él disimulaba, cauteloso; pero ella descubría una imprudencia loca: se presentaba con él en salones y teatros, en la Cámara y en las Embajadas, revelaba su amor en la alegría de su rostro, en todo su ser, en los fulgores húmedos de su mirada, en la sonrisa voluptuosa de sus labios, en las palpitaciones de su pecho, en el contoneo de sus caderas, en el encanto de su hermosura radiante, ansiosa, enloquecida. Pronto el país entero estuvo informado: las cortes extranjeras conocían el asunto. Solamente lo ignoraban aún el marido y el presidente de la República. El presidente lo averiguó en el campo, gracias a un informe de la Policía traspapelado, no se sabe cómo, en su maleta.
Hipólito Cerés, aun cuando no era muy delicado ni muy perspicaz, advirtió alguna variación en su casa. Evelina, que poco antes se interesaba por sus asuntos y le demostraba, si no ternura, sincera confianza, ya sólo tenía para él indiferencia y desagrado. Siempre había salido bastante, absorbida por los asuntos de Santa Orberosa; pero al presente no se la veía casi nunca en su casa y llegaba a las nueve en coche para sentarse a la mesa, silenciosa, con expresión de sonámbula. Cerés juzgaba ridículo tanto desorden; pero cuando se preocupó de ello sus reflexiones no le revelaron la verdad. Padecía un total desconocimiento de las mujeres y una ciega confianza en sus propios méritos y en su fortuna, que le hubieran ocultado la verdad eternamente si los dos amantes no le obligaran a descubrirla.
Cuando Pablo Visire iba a casa de Evelina y la encontraba sola, decían al besarse: «¡Aquí, no; aquí, no!». De pronto simulaban el uno para el otro absoluta reserva. Pero un día el ministro de Comunicaciones hallábase muy atareado en el «seno de la Comisión». Pablo Visire vio a Evelina en su casa, y al encontrarse juntos y solos:
—Aquí, no —dijeron, sonrientes, los amantes.
Lo repitieron sus bocas labio a labio, entre besos, abrazos y genuflexiones. Lo repetían aún mientras Hipólito Cerés entraba en el salón.
Pablo Visire fingió bastante bien, y con serenidad le dijo a la señora que renunciaba, por imposible, a librarla del granito de polvo que se le metió en un ojo. No suponía engañar con esto al marido, pero facilitaba la salida.
Hipólito Cerés se quedó anonadado. La conducta de su esposa le parecía incomprensible y le preguntó los motivos que la impulsaron:
—¿Por qué? ¿Por qué? —repetía con angustia—. ¿Por qué?
Ella lo negó todo, no para convencerle, puesto que los había sorprendido, sino por comodidad y buen gusto, para evitar explicaciones vergonzosas.
Hipólito Cerés sufrió todas las torturas de los celos. Reflexionaba: «Soy fuerte y estoy acorazado; pero la herida me duele más adentro, en lo íntimo del corazón».
Y de pronto, al ver a Evelina hermoseada por la voluptuosidad, satisfecha de su crimen, le decía, dolorido:
—Con ése no debiste hacerlo.
Tenía razón. Evelina no debió comprometer con sus amores la marcha del Gobierno.
Hipólito sufría tanto, que agarró el revólver, mientras vociferaba: «¡Lo mataré!». Pero en seguida pensó que un ministro de Comunicaciones no puede matar al presidente del Consejo, y volvió a dejar el arma en el cajón de la mesilla de noche.
Las semanas pasaron sin calmar su triste sufrimiento. Diariamente se ceñía sobre la herida oculta su coraza de hombre vigoroso, y buscaba en el trabajo y en los honores la paz que le abandonó. Todos los domingos presidía inauguraciones de bustos, estatuas, fuentes, pozos artesianos, hospitales, dispensarios, vías férreas, canales, mercados, cloacas, arcos de triunfo, mataderos, y pronunciaba discursos vibrantes. Su actividad ardorosa devoraba los expedientes. Varió quince veces en ocho días el color de los sellos de Correos, y le acongojaban dolores furiosos, enloquecedores. De cuando en cuando perdía el juicio. Si hubiera ejercido un empleo en alguna oficina particular, pronto lo echarían de ver; pero es mucho más difícil advertir la demencia o el delirio en la administración de los negocios públicos. Por entonces, los empleados del Gobierno formaban Asociaciones y Federaciones con una efervescencia que tenía intranquilos al Parlamento y a la opinión. Los carteros sobresalían entre todos por su entusiasmo sindicalista.
Hipólito Cerés publicó una circular en la que reconocía la acción de los carteros como estrictamente legal, y al día siguiente lanzó una segunda circular que prohibía como ilegal toda Asociación de empleados del Estado. Dejó cesantes a ciento ochenta carteros, a los cuales repuso en sus destinos, para castigarlos después con una multa y gratificarlos al fin. En el Consejo de ministros se hallaba constantemente a punto de estallar. Apenas le contenía en los límites de la corrección la presencia del presidente de la República, y como no se atrevía a lanzarse sobre su rival, se calmaba con improperios dirigidos al general Debonnaire, que no los oía por su mucha sordera y por hallarse divertido en hacer versos para la baronesa de Bildermann. Hipólito Cerés se oponía obstinado a cualquier proposición del presidente del Consejo. Su insensatez era ya notoria. Sólo una facultad escapó al desastre de su inteligencia: conservaba el sentido parlamentario, el tacto de las mayorías, el profundo conocimiento de los grupos y la seguridad de las componendas.
Acabó aquella legislatura en calma, sin descubrir el Ministerio en los bancos de la mayoría ninguna señal funesta. Pero se dedujo fácilmente de algunos artículos publicados en los periódicos moderados que las exigencias de los banqueros judíos y católicos aumentaban de día en día, que el patriotismo de los agiotistas pedía una expedición civilizadora a la Nigricia y que los fabricantes de acero, ansiosos de proteger las costas y defender las colonias, reclamaban con frenesí acorazados y más acorazados. Circulaban rumores de guerra, esos rumores que circulan periódicamente con la regularidad de los vientos alisios. Las personas serias no les prestaban atención y el Gobierno esperaba que se desvanecieran por sí solos, mientras no aumentasen hasta el punto de producir alarma… Los banqueros y los agiotistas deseaban la guerra colonial, y el pueblo no quería guerra de ninguna clase: complacíase con las arrogancias del Gobierno; pero a la menor sospecha de un conflicto europeo su violenta emoción hubiera invadido la Cámara. Pablo Visire no sentía ninguna inquietud: las relaciones internacionales eran, a su juicio, muy tranquilizadoras, y le preocupaba solamente el silencio maniático del ministro de Negocios Extranjeros. Aquel gnomo que se presentaba en los Consejos con una cartera de mayor tamaño que su persona y repleta de asuntos no decía nada, se negaba a responder a las preguntas aunque le fuesen dirigidas por el jefe superior del Estado, y rendido por sus tareas interminables, aprovechaba los momentos para dormir hundido en su poltrona sin dejar otro rastro de sí que su minúsculo mechón de cabellos negros sobre el filo del tapete verde.
Hipólito Cerés recobraba su aplomo y su frescura. En compañía de su colega Lapersonne se alegraba la vida con el trato de actrices veleidosas y alegres, y cada noche los veían llegar a los figones elegantes del brazo de mujeres encapuchadas, luciendo su robustez, su corpulencia y su sombrero resplandeciente. Y pronto fueron calificados entre las figuras más simpáticas del bulevar. Se divertían; pero un dolor oculto los embargaba. Fortunato Lapersonne tenía también una herida profunda bajo su coraza. Su esposa, ex modista y ex amante de un marqués, se había ido a vivir con un chofer. Como no dejó de quererla, se desesperaba al pensarlo, y algunas veces, encerrados los dos ministros en un gabinete particular, entre mozas que reían, mientras chupaban cangrejos, cruzaron una mirada encendida en su interno dolor, y humedecieron sus ojos con una lágrima.
Hipólito Cerés, herido en el corazón, no se dejó abatir, y juró vengarse.
La señora de Visire, que, a causa de su poca salud, seguía con sus padres en un rincón provinciano, recibió un anónimo, donde se le advertía que Pablo Visire, amante de una mujer casada, E*** C*** (adivinad), derrochaba con ella la fortuna de su esposa, compraba automóviles de treinta mil francos y collares de perlas de ochenta mil, se arruinaba. Se deshonraba y se agotaba. La señora de Visire tuvo un ataque de nervios y presentó el anónimo a su padre.
—¡Le arrancaré las orejas a tu marido! —rugió el señor Blampignon—. Es un trasto que te dejará en la miseria si no le atas corto. Por muy presidente del Consejo de ministros que sea, no me asusta.
Al apearse del tren, el señor Blampignon se hizo conducir directamente al ministerio del Interior, y entró hecho una furia en el despacho del presidente.
—¡Necesito hablaros, caballero!
Y agitaba el papelucho anónimo.
Pablo Visire lo recibió sonriente.
—Me alegro de veros, querido padre. Pensaba escribiros para felicitaros por vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor. Esta mañana se puso a la firma.
El señor Blampignon dio efusivamente las gracias a su yerno y arrojó el anónimo a la chimenea.
De regreso en su casona provinciana encontró a su hija desconsolada y caída.
—Vi a tu marido. Es un muchacho encantador, pero tú no sabes tratarlo.
Hipólito Cerés averiguó por un periodiquillo escandaloso (los ministros se enteran siempre de los asuntos de Estado por los periódicos) que el presidente del Consejo comía todas las noches en casa de la señorita Lisiana, de los Bufos, cuya belleza le cautivaba locamente. Desde aquel día, Cerés sintió el miserable goce de observar a su mujer. Evelina llegaba siempre tarde para comer o para vestirse, y reflejaba en su aptitud la serena fatiga de un goce realizado.
Seguro de que aún lo ignoraba, Cerés le dirigió avisos anónimos. Ella los leía en la mesa, lánguida y sonriente.
El marido creyó que su mujer no se daba cuenta de la realidad y quiso presentarle una prueba decisiva. Había en el ministerio agentes de confianza ocupados en investigaciones secretas interesantes para la defensa nacional y que, precisamente, vigilaban a unos espías que la nación vecina y enemiga pagaba, pertenecientes al servicio de Correos y Telégrafos de la República. Hipólito Cerés les ordenó que suspendieran sus investigaciones y se ocuparan de averiguar dónde, cuándo y cómo el presidente del Consejo se veía con Lisiana. Los agentes, después de cumplir fielmente su misión, comunicaron al ministro que habían sorprendido varias veces al presidente del Consejo con una señora, y que dicha señora no era Lisiana. Hipólito Cerés tuvo la cordura de no preguntarles más. Los amores de Pablo Visire con Lisiana sólo eran una invención del propio Visire, lanzada con el beneplácito de Evelina para despistar a los curiosos y gozarse tranquilos en la sombra y el misterio.
Pero, además de los agentes del ministro de Comunicaciones los acechaban los del prefecto de Policía y los del ministerio del Interior, que se disputaban el cuidado de protegerlos; también eran acechados por algunas agencias realistas, imperialistas y clericales, por dieciocho oficinas de estafadores que se hacen pagar el secreto de lo que descubren, por algunos policías de afición, por una muchedumbre de noticieros y una cáfila de fotógrafos que, donde cobijaran sus amores errantes (famosos hoteles, fondas humildes, casas de la ciudad, casas de campo, aposentos particulares, castillos, palacios, museos, zahurdas), iban a sorprenderlos, y los acechaban desde los árboles, desde los muros, desde las escaleras, desde los tejados, desde las habitaciones contiguas, desde las chimeneas. El presidente y su amiga veían con espanto, en torno de su alcoba provisional, barrenas que taladraban las puertas y las ventanas, berbiquíes que agujereaban las paredes. Pero lo más que pudieron obtener los fotógrafos fue una instantánea de la señora de Cerés en camisa, mientras se abrochaba las botas.
Pablo Visire, impacientado, irritado, perdía su alegre humor y su amabilidad; llegaba furioso a los Consejos y lanzaba invectivas, ¡también él!, contra el general Debonnaire, valiente y heroico en la guerra, pero incapaz, hasta el punto de no saber cómo impedir que arraigase la indisciplina en el ejército, y el general Debonnaire, a su vez, abrumaba con sarcasmos al venerable almirante Vivierdes-Murenes, cuyos navíos íbanse a pique sin causas manifiestas.
Fortunato Lapersonne lo oía, solapado; abría mucho los ojos y mascullaba:
—Se apropia todo lo de Hipólito Cerés; primero, su mujer; ahora, sus manías.
Esas discordias, reveladas por las indiscreciones de los ministros y por las quejas de los dos viejos militares, que se decían dispuestos a tirar sus carteras a las narices del presidente, en vez de perjudicarle, producían muy buen efecto en el Parlamento y en la opinión, que adivinaba en todo aquello señales de un decidido interés por el Ejército y la Marina. Y el presidente se veía favorecido por la universal aprobación.
A las felicitaciones de los grupos y de los personajes notables respondía con imperturbable sencillez:
—¡Son mis principios!
Hizo encarcelar a ocho socialistas.
Al cerrarse las Cámaras, Pablo Visire fue a un balneario para reponerse de sus fatigas. Hipólito Cerés no quiso abandonar su ministerio, donde se agitaba tumultuosamente el Sindicato de señoritas telefonistas, y las castigó con una violencia extremada, porque se había vuelto misógino. Los domingos iba de pesca con Lapersonne a los pueblecillos de las cercanías, con sombrero de copa, sin el cual nunca salía desde que le hicieron ministro, y juntos olvidaban los peces para lamentar la inconstancia de la mujer y unir sus amarguras. Hipólito, apasionado por Evelina, sufría mucho; pero ya la esperanza iluminaba su corazón. La tenía separada del amante, y deseoso de recobrarla puso en conseguirlo todo su esfuerzo, toda su habilidad. Se mostró sincero, previsor, afectuoso, rendido y hasta indiscreto. Su cariño le adiestraba en múltiples delicadezas. Decíale a la infiel frases encantadoras, conceptos conmovedores, y para enternecerla, confesábale todo lo que había sufrido.
Al cruzar sobre su vientre la cinturilla del pantalón, exclamaba:
—¡Ya ves cómo enflaquecí!
Le prometía todo lo que, a su juicio, puede ser grata a una mujer: diversiones campestres, sombreros, joyas.
A veces pensaba tenerla ya propicia, porque no brillaban en su rostro reflejos de una insolente felicidad. Separada de Pablo, su tristeza parecía dulzura; pero en cuanto Hipólito intentaba acariciarla se esquivaba Evelina, rebelde y adusta, encastillada en su falta como en una fortaleza.
Él insistía, y se mostraba humilde, suplicante, afligido.
Una tarde le dijo a Lapersonne con lágrimas en los ojos.
—¡Convéncela tú!
Lapersonne no accedió, seguro de que su intervención era ineficaz; pero formuló un consejo:
—Dale a entender que la desdeñas, que amas a otra.
Para poner en práctica este recurso, Hipólito publicó en algunos diarios que pasaba la vida en casa de la encantadora Guinaud, bailarina. Se retiraba al amanecer y fingía, en presencia de su esposa, el espectáculo de un goce interior imposible de ocultar. Durante la comida sacaba del bolsillo una carta perfumada, y la leía con fingido deleite: sus labios parecían besar en un ensueño otros labios invisibles…
Nada hizo, en efecto, y Evelina no llegó a darse cuenta. Indiferente a todo lo que la rodeaba, sólo salía de su letargo para pedir algunos luises a su marido, y si no se los daba le miraba con desprecio, dispuesta a reprocharle su deshonor, el ridículo de que le cubría y a humillarle a los ojos del mundo. Desde que se enamoró de Pablo gastaba mucho más en sus elegancias, necesitaba dinero, y sólo su marido podía procurárselo. En esto era fiel. Hipólito perdió la paciencia, se enfureció, amenazó a su mujer con el revólver, y un día en presencia de Evelina, dijo a su madre:
—Os felicito, señora. Educasteis a vuestra hija de un modo estúpido.
—¡Llévame contigo, mamá!, exclamó Evelina. ¡Me divorciaré!
Hipólito la quería más que nunca.
En sus celos furiosos la acriminaba, no sin motivo, de sostener correspondencia con su amante, y para interceptarla restableció el gabinete negro, perturbó las correspondencias privadas, detuvo las órdenes de Bolsa, desconcertó las citas amorosas, provocó ruinas, agrió pasiones y produjo suicidios. La Prensa independiente recogía las quejas del público y las apoyaba con profunda indignación. Para justificar aquellas disposiciones arbitrarias los periódicos ministeriales hablaron encubiertamente de conspiraciones y peligros públicos, hicieron temer algaradas monárquicas. Los noticieros peor informados daban referencias más precisas, y anunciaban el secuestro de cincuenta mil fusiles y el desembarco del príncipe Crucho.
La emoción iba en aumento, los órganos republicanos pidieron que se convocasen inmediatamente las Cámaras.
Pablo Visire volvió a la capital, reunió a sus colegas, hubo un importante Consejo. Sus agencias publicaron que se conspiraba contra la República y que el presidente del Consejo, con pruebas indudables, había pasado el asunto a los Tribunales de justicia.
Inmediatamente ordenó el arresto de treinta socialistas, y mientras el país entero le aclamaba como a un redentor, burló la vigilancia de sus seiscientos agentes y se refugió con Evelina en un hotelillo, donde permanecieron hasta la hora del último tren.
Al entrar la doncella en el aposento que habían ocupado vio en la pared de la alcoba, cerca de la cabecera, siete cruces trazadas con una horquilla.
Es todo lo que pudo averiguar Hipólito Cerés, quien había realizado prodigios de previsión en aquellas circunstancias.
Son los celos una virtud de los demócratas, y los defienden contra los tiranos. Los diputados empezaban a envidiar la llave de oro del presidente del Congreso hacía un año que su dominio sobre la encantadora Evelina de Cerés era notorio en todo el mundo. Las provincias, donde las noticias y las modas llegan después de una completa revolución de la Tierra en torno del Sol se enteraron al fin de los amores ilegítimos del jefe del Gabinete.
En provincias se conservan aún costumbres austeras: las señoras provincianas son más virtuosas que las de la capital. Para justificarlo se alegan varias razones: la educación, el ejemplo, la sencillez de la vida. El profesor Haddock pretende que su virtud se funda sólo en que llevan botas de tacón bajo.
«Una mujer —escribe en un erudito estudio publicado por La Revista Antropológica—, una mujer sólo produce en el hombre civilizado, la sensación francamente erótica cuando la planta de su pie forma con la superficie del suelo un ángulo de veinticinco grados. Si llega el ángulo a tener treinta y cinco grados, la impresión erótica producida en el sujeto es aguda. En efecto: de la inclinación del pie sobre el suelo depende, mientras la figura se mantiene vertical, la situación respectiva de las diferentes partes del cuerpo, especialmente de la parte baja del vientre, y las relaciones recíprocas y movimientos de las caderas, de las masas musculares que guarnecen las partes posterior y superior del muslo. Como todo hombre civilizado padece perversión genésica y sólo reacciona la idea de voluptuosidad con las formas femeninas (por lo menos mientras la figura se mantiene vertical) dispuestas en las condiciones de volumen y equilibro producidas por la inclinación del pie que acabamos de fijar, resulta que las señoras provincianas, con los tacones bajos, no son muy apetecidas al ir por la calle, y conservan fácilmente su virtud».
Estas conclusiones no fueron generalmente aceptadas. Se dijo que también en la capital, influida por las modas inglesas y americanas, se generalizó el uso de los tacones bajos sin que produjesen los efectos indicados por el sabio profesor, y, por añadidura que la pretendida diferencia entre las costumbres de la metrópoli y de las provincias acaso es ilusoria, o si existe, se debe, al parecer, a que las grandes poblaciones ofrecen al amor ventajas y facilidades que las pequeñas no disfrutan.
Sea como sea, lo cierto es que las provincias comenzaron a murmurar escandalizadas contra el presidente del Consejo, lo cual no era un peligro, aun cuando podría llegar a serlo.
Por de pronto, el peligro no aparecía en parte alguna y estaba en todas partes. La mayoría se mantuvo firme, aun cuando los jefes de grupo se mostraban exigentes y morosos. Hipólito Cerés no hubiera sacrificado jamás a la venganza sus intereses; pero al considerar que sin comprometer su propia fortuna podía o lucir secretamente la de Pablo Visire, hizo un estudio para crear, con arte y prudencia, dificultades y peligros al jefe del Gobierno. Sin duda, se hallaba muy por debajo de su rival en talento, en cultura y autoridad, pero le superaba en las habilidosas maniobras de los pasillos. Los más sagaces parlamentarios atribuían a su abstención los recientes desfallecimientos de la mayoría. En las Comisiones fingía imprudencia y apadrinaba peticiones de crédito, a sabiendas de que el presidente no las aceptaría. Su torpeza intencionada produjo un violento conflicto entre el ministro del Interior y el subsecretario. Su odio ingenioso encontró una salida por sendas tortuosas. Pablo Visire era primo de una mujer pobre y galante que llevara su nombre. Acordóse Cerés oportunamente de Celina Visires la protegió, le procuró relacionarse con hombres y mujeres, y contratas en los cafés cantantes. Instigada por él presentó pantomimas unisexuales, tan escandalosas como ruidosamente rechazadas. Una noche de verano ejecutó en los Campos Elíseos, ante una muchedumbre tumultuosa, danzas obscenas al compás de una música incitante que resonaba en los jardines donde el presidente de la República festejaba la visita de unos reyes. El nombre de Visire, asociado a esos escándalos, cubría los muros de la ciudad, llenaba los periódicos, volaba por los cafés y por los bailes públicos en hojas con dibujos libertinos, deslumbraba con letras de fuego sobre los bulevares.
A nadie se le ocurría suponer al presidente del Consejo responsable de la indignidad de su prima; pero como al cabo llevaba su nombre disminuyó bastante su prestigio.
Unióse a esto una inconveniente alarma. Con motivo de un asunto sin importancia, discutido en la Cámara, el ministro de Instrucción Pública y de Cultos (Labillette, hombre bilioso a quien las pretensiones y las intrigas del clero exasperaban), amenazó con cerrar la capilla de Santa Orberosa y habló sin respeto de la Virgen nacional. La mayoría se levantó indignada. La izquierda apoyó, contra su gusto, al ministro temerario. Nadie se preocupaba de atacar un culto que producía treinta millones anuales al país. Bigoud, el más moderado entre los hombres de la derecha, transformó el asunto en interpelación y puso en peligro al Gabinete.
Afortunadamente, el ministro de Obras Públicas, Fortunato Lapersonne, atento siempre a lo que obliga el poder, supo remediar, en ausencia del presidente del Consejo, la inoportunidad y la inconveniencia de su colega de Cultos, y subió a la tribuna para sostener qué el Gobierno respetaba a la celeste Patrona del país, consoladora de tantos males que la ciencia no puede remediar.
Cuando Pablo Visire, libre al fin de los brazos de Evelina, compareció en la Cámara, ya se había conjurado el peligro; pero el presidente del Consejo se vio obligado a dar importantes compensaciones a las clases directoras. Propuso al Parlamento la subasta de seis acorazados, y reconquistó así la simpatía del acero; aseguró una vez más que no habría impuesto sobre la renta y mandó detener a dieciocho socialistas.
Pronto lo acosaron dificultades más terribles. El canciller del imperio vecino, en un discurso acerca de las relaciones exteriores de su soberano, deslizó, entre apreciaciones ingeniosas y advertencias profundas, una malévola alusión a las pasiones amorosas en que se inspiraba la política de una poderosa nación. Este alfilerazo, acogido con sonriente complacencia en un Parlamento imperial, debía producir molestias en una República suspicaz, y aguzó susceptibilidades, que se convirtieron en encono contra el ministro enamorado. Los diputados aprovecharon un pretexto frívolo para demostrar su descontento, y al tratarse de un incidente ridículo, provocado por la calaverada de un subprefecto que se divirtió como un estudiante en un baile público, la Cámara obligó al ministro a dar explicaciones, y faltó poco para que le derribaran. En opinión general, nunca estuvo Pablo Visire tan débil, tan blando, tan caído como en aquella deplorable sesión.
Convencido de que sólo podría salvarse con arrestos de político audaz, propuso la expedición a Nigricia reclamada por los banqueros y los industriales opulentos, que aseguraría concesiones de inmensos bosques a las Sociedades capitalistas, un empréstito de ocho mil millones a los establecimientos de crédito, ascensos, recompensas y cruces a los oficiales de tierra y mar.
Independientemente se presentó el inevitable pretexto: una injuria que vengar, un crédito que defender. Seis acorazados, catorce cruceros y dieciocho transportes penetraron en la embocadura del río de los Hipopótamos, donde seiscientas piraguas se opusieron en vano al desembarco de las tropas. Los cañones del almirante Vivierdes-Murenes produjeron un efecto devastador entre los negros, que respondían con bandadas de flechas, y que, a pesar de su heroísmo fanático, fueron absolutamente vencidos. Avivado por los periódicos que recibían subvenciones de los banqueros, estalló el entusiasmo popular. Solamente algunos socialistas protestaron contra la aventura bárbara, equívoca, peligrosa, y fueron inmediatamente detenidos. Mientras el Ministerio, apoyado por los poderosos y defendido por los demás, parecía inquebrantable, Hipólito Cerés, inspirado por sus odios, adivinó el peligro.
Se entregaba al país a una borrachera de gloria y de negocios; pero el imperio vecino protestó contra la ocupación de la Nigricia por una potencia europea. Sucediéronse las reclamaciones, cada vez más frecuentes y cada vez más apremiantes. Los periódicos de la República disipaban todos los motivos de inquietud. Viendo agigantarse la amenaza, Hipólito Ceíés resolvió arriesgarlo todo, hasta la existencia del Ministerio, y trabajaba cautamente para perder a su enemigo. Inspiró a escritores adictos a su persona artículos que aparecieron en periódicos oficiosos, en los cuales se atribuían al jefe del Gobierno intenciones belicosas.
A la vez que despertaban un eco terrible en el extranjero, esos artículos alarmaron la opinión en un país entusiasta del ejército y enemigo de la guerra. Interpelado acerca de la política exterior del Gobierno, Pablo Visire hizo declaraciones tranquilizadoras y prometió mantener una paz compatible con la dignidad nacional. El ministro de Negocios Extranjeros, Crombile, leyó una «nota» en absoluto ininteligible, puesto que estaba escrita en lenguaje diplomático. Sostuvo al Ministerio una gran mayoría.
Pero los rumores de guerra no cesaban, y para evitar alguna peligrosa interpelación, el presidente del Consejo distribuyó entre los diputados ochenta mil hectáreas de bosques en Nigricia, y mandó detener a catorce socialistas. Hipólito Cerés iba por los pasillos muy triste, y comunicaba a los diputados de su grupo sus esfuerzos para conseguir que prevaleciera en el Consejo una política de paz.
De día en día los rumores siniestros aumentaban, preocupaban al público, sembraban el malestar y la inquietud. Hasta Pablo Visire se acobardó, turbado por el silencio y la ausencia del ministro de Negocios Extranjeros. Crombile no iba a los Consejos; se levantaba a las cinco de la mañana, trabajaba dieciocho horas en su despacho, y caía rendido en el cesto de los papeles, donde los porteros lo recogían al rebuscar documentos que vender a los agregados militares del imperio vecino.
El general Debonnaire se preparaba, seguro de una próxima campaña. Lejos de temer la guerra, la pedía constantemente a voces. Confiaba sus generosas esperanzas a la baronesa Bildermann, y ésta lo comunicaba inmediatamente a la nación vecina, la cual, por su aviso, movilizó un ejército. El ministro de Hacienda; sin desearlo, precipitó los acontecimientos. Tenía pendiente una jugada a la baja, y para producir pánico lanzó a la Bolsa la noticia de una guerra inevitable. El emperador vecino, engañado por aquella maniobra y temeroso de que invadieran su territorio, dispuso a toda prisa la defensa. Espantóse la Cámara y derribó al Ministerio Visire por una enorme mayoría (ochocientos catorce votos contra siete y veintiocho abstenciones). Ya era tarde: la nación vecina y enemiga había retirado su embajador, y con ocho millones de hombres invadía la patria de la señora de Cerés.
Generalizóse la guerra, y el mundo entero se ahogó en un mundo de sangre.
Había pasado medio siglo desde los sucesos que acabamos de referir, cuando la señora de Cerés murió, respetada, venerada y viuda, a los setenta y nueve años. A sus modestos funerales asistieron los huérfanos de la parroquia y las hermanas de la Sagrada Mansedumbre.
La difunta legó todos sus bienes a la Obra de Santa Orberosa.
—¡Ay! —suspiró el reverendo Monnoyer, canónigo de San Mael al recibir tan piadosa herencia—, ya era tiempo de que una generosa fundadora socorriese nuestras necesidades. Los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes nos miran indiferentes o se apartan de nosotros, y cuando nos esforzamos para encaminar por la buena senda las almas extraviadas, ni promesas, ni amenazas, ni dulzura, ni violencia, nada nos vale, nada conseguimos. El clero de la Pingüinia gime desolado, nuestros curas rurales han de vivir de su trabajo, y emplean con frecuencia sus manos sagradas en oficios viles. En nuestras iglesias ruinosos la lluvia del cielo se filtra sobre los fieles, y durante los santos oficios caen piedras de las bóvedas. El campanario de la catedral se derrumba. Los pingüinos olvidaron a Santa Orberosa; su culto fue abolido, su santuario está desierto. Sobre la urna de sus reliquias, despojada ya del oro y de las piedras preciosas, las arañas tejen silenciosamente su tela.
Al oír aquellas lamentaciones, Pedro Mille, que a la edad de noventa y ocho años aún conservaba su energía intelectual y moral, preguntó al canónigo si confiaba en que, andando el tiempo, saliera Santa Orberosa de aquel injurioso olvido.
—No me atrevo a esperarlo —suspiró Monnoyer.
—¡Es lástima! —replicó Pedro Mille—. Orberosa es una bonita figura, y su leyenda es interesante. Descubrí casualmente poco ha uno de sus más bellos milagros, el milagro de Juan Violle. ¿Queréis oírlo?
—De buena gana, señor Mille.
—Os lo diré tal como lo refiere un manuscrito del siglo XIV.
«Cecilia, esposa de Nicolás Gaubert, platero establecido en Ponau-Change, después de haber sido casta y honesta durante muchos años de su vida, ya en la madurez se enamoró de Juan Violle, pajecillo de la señora condesa de Maubec, la cual habitaba en el hotel del Gallo, en la plaza de la Gréve. Juan tenía entonces dieciocho años y era muy lindo. Como Cecilia no lograba extinguir su amor, se decidió a satisfacerlo. Atrajo al pajecillo, lo llevó a su casa, lo acarició, le dio muchas golosinas y, finalmente, realizó su gusto.
Un día que se hallaban los dos en la cama del platero, éste volvió más temprano que de costumbre. Encontró atrancada la puerta y oyó la voz de su esposa, que decía: “¡Corazón mío! ¡Angel mío! ¡Gloria mía!” Sospechando entonces que se hallaba con un galán, golpeó ruidosamente la puerta y dio terribles aldabonazos, mientras vociferaba: “¡Perdida! ¡Indecente! ¡Bribona! ¡Abre, para que te corte las orejas y la nariz!” En tan grave peligro, la esposa del platero ofreció a Santa Orberosa una vela, y le rogó que intercediera para librarla de aquel terrible aprieto.
La Santa convirtió inmediatamente al mozo en moza. Como Juan estaba desnudo, no le fue difícil a Cecilia reparar en el cambio de sexo, y, tranquilizada, comenzó a dar voces a su marido: “¡Repugnante animal! ¡Estúpido celoso! Cuando hables con más dulzura te abriré la puerta”. Se acercó al armario, cogió un viejo capirote, un corpiño, una falda, y a toda prisa vistió al paje metamorfoseado. Apenas lo hubo hecho, dijo: “Catalina, corazón mío, ángel mío, gloria mía, abrid la puerta a vuestro tío y no temáis que os lastime, porque es más imbécil que malo.” El mozo, convertido en moza, obedeció, y al entrar en su alcoba con la desconocida doncella el platero encontró a su mujer en la cama. “¡Tonto! —le dijo Cecilia—, no te extrañe lo que ves. Acababa yo de acostarme con dolor de vientre, cuando ha comparecido Catalina, la hija de mi hermana Juana, de Palaiseau, con quien estamos reñidos hace quince años. Dale un beso a tu sobrina, que bien lo merece”. El platero besó a Juan Violle con alegría, no sin reparar en la finura de su piel, y desde entonces se propuso acariciar a Catalina con más reposo, para lo cual la condujo a otra estancia so pretexto de ofrecerle vino y nueces, y en cuanto estuvieron solos insinuó aproximaciones amorosas. Sin duda el buen hombre no se quedara corto, pero Santa Orberosa inspiró a Cecilia para que le sorprendiera, y al verle con la muchacha en las rodillas le trató de lujurioso, le dio varios pescozones y obligóle a pedirle perdón. Al día siguiente, Juan Violle recobró su sexo».
Después de oír esa historia, el canónigo Monnoyer agradeció a Pedro Mille que se la hubiese referido. Cogió la pluma y empezó a redactar los pronósticos de los caballos vencedores en las próximas carreras, porque se ganaba la vida con tan impropia ocupación.
La Pingüinia se glorificaba de su florecimiento. Los que producían las cosas necesarias para la vida carecían de ellas, y los que no la producían, las tenían en abundancia. «Son éstas —como dijo un académico— ineludibles fatalidades económicas». El pueblo pingüino carecía ya de tradiciones, de cultura intelectual y de arte. Los progresos de la civilización se manifiestan por la industria devastadora, por la especulación infame y el asqueroso lujo. La capital ofrecía, como las más famosas capitales de aquel tiempo, un carácter de opulencia y cosmopolitismo. Reinaba una insulsez inmensa y monótona. El país disfrutaba una tranquilidad absoluta. Era el apogeo.