La madre Naturaleza: 26

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La madre Naturaleza
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXVI

Capítulo XXVI


Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que hubiesen pasado por aquel como por otro. Caminaba sin fijarse en el paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los Pazos; y sus ojos, devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya. ¿No había dicho el señor de Ulloa que a Naya solían ir?

Cruzó prados humedecidos por el riego, y heredades acabadas de segar la víspera; se metió por entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos con frutales y costeó eras donde resonaba el cadencioso golpe del mallo; en suma, gastó con la actividad y el movimiento su impaciencia torturadora, que le encendía la sangre y le ponía los nervios como cuerdas de guitarra. El ejercicio le hizo provecho; andando y andando, empezó a sentirse con la cabeza más despejada y el corazón más tranquilo.

Contribuía a ello el acercarse ya el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer. De la sombra que iba envolviendo el suelo emergían las copas de los árboles, coronadas aún por una pirámide de claridad; al oeste, los arreboles se extendían en franjas inflamadas como el cráter de un volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma de llamas tenían las nubes, hacía verdear el azul celeste, y unas cuantas nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas rosas y bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol inverosímil, de esas que dejan quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza copiarlas. Sobre el grupo de árboles más abandonados ya de la luz diurna, se desplegaba, a manera de leve cortinilla plomiza, el humo que despedía la chimenea de una cabaña; y de las hondonadas, donde se conservaba archivado el enervante calor de todo el día, se alzaban compactas huestes de mosquitos.

De pronto levantó Gabriel la cabeza... Un tañido lento y lejano, una gota, por decirlo así, de música apacible, resignada, admirablemente poética en semejante lugar, sobre todo por lo bien que se armonizaba con los saudosos ay... le... le... que segadoras y majadores entonaban desde los campos y las eras, se dejó oír repetidas veces, a intervalos iguales... El comandante se paró, y una especie de escalofrío recorrió su cuerpo. Se le arrasaron en lágrimas los ojos, lágrimas de esas que no corren, que vuelven al punto de sumirse. ¡Cuántas veces había oído hablar de la poesía del Angelus! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada por tanta rima de coplero chirle, por tanto artículo sentimental... Fue esto mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, e hizo más inefable el misterioso tañido.

-El que discurrió este toque de campana a estas horas, era un artista de primer orden... ¡Cáspita! ¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin saberlo, cerca de Naya? No puede ser... He comprendido que Naya se encuentra a la subida del monte... y hace un cuarto de hora lo menos que bajo del valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué bajito! Es el de Ulloa, no me cabe duda.

Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la descendió con bastante ligereza, sólo que el caminillo daba mil vueltas y revueltas, y el comandante no se atrevía a atajar, temeroso de perderse. Caía la noche con sosegada majestad; las luces de Bengala del poniente se extinguían, y detrás del lucero salía una cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel la iglesia hasta estar tocándola casi, y no fue milagro, porque la parroquial de Ulloa cada día se iba sepultando más en la tragona tierra, que se la comía y envolvía por todos lados, dejando apenas sobresalir, como mástil de buque náufrago, la espadaña y el remate del crucero del atrio. La puerta del vallado que rodeaba a este, bien fácilmente se podía saltar, sin más que levantar algo las piernas; pero Gabriel Pardo no había entrado en el atrio por el gusto de entrar, sino por acercarse a algo que él sabía estar allí, y que le pesaba con remordimiento profundo no haber visitado antes, desde el momento mismo de su arribo a los Pazos...

Cosa de broma saltar la cerca del atrio; mas no así penetrar en el cementerio de Ulloa. Parecía como si se hubiese defendido su acceso con esmero especial, nada común en las aldeas, donde los camposantos suelen andar mal preservados de la contingencia, remotísima en verdad, de una profanación. El muro que lo rodeaba era alto, bien recebado, y en el caballete se incrustaban recios cascotes de botella; la verja de la cancilla, sobre la cual se gallardeaba la copa de un corpulento olivo, se componía de maderos fuertes, recién pintados, terminados en unos pinchos de hierro. Asegurábanla sólida cerradura y grueso cerrojo.

Gabriel comprendió que además de la cancilla debía existir una puerta que comunicase directamente con el atrio, y no se engañó; sólo que era de dos hojas, y no menos sólida y maciza en su género que la cancilla. No se podía intentar abrirla; por fuerza, sería un acto irrespetuoso; en cuanto a llamar al sacristán, ni pensarlo; de fijo que después de sonar las oraciones, se habría retirado a su casa, dejando solos a los muertos y a la pobrecilla iglesia.

Intentó al menos el comandante distinguir, al través de la verja, la traza del cementerio, acostumbrando la vista a las tinieblas de la estrellada noche. Después de mirar fijamente y largo rato, adquirieron algún relieve las formas confusas. El cementerio parecía muy bien cuidado: las cruces, no derrengadas como suelen andar en sitios tales, sino derechas y puestas con simetría y decoro; la vegetación y los arbustos ostentando el no sé qué de los jardines, la gentil lozanía de la planta regada y dirigida por mano cariñosa. Sobre el fondo sombrío del follaje se destacaban irregulares manchones claros, que debían ser flores. Flores eran, y ya los ojos de Gabriel, familiarizados con la oscuridad, podían hasta darles su nombre propio: las manchas redondas, hortensias; las largas, varas de azucenas blanquísimas. Lograba también, sin esfuerzo, contar los senderitos abiertos entre las cruces, y los montecillos que estas coronaban.

A su izquierda distinguió claramente una especie de nicho abultado, con pretensiones de mausoleo, y sobre cuya blancura se perfilaban, a modo de columnas de mármol negro, los troncos de dos cipreses muy tiernos aún, recién plantados sin duda. La mirada se le quedó fija en el mezquino monumento... Era allí... Se agarró con ambas manos a la verja, quedándose abismado en la contemplación que producen los objetos en los cuales, como en cifra, vemos representado nuestro destino. ¡Allí, allí estaba el cariño santo de su vida, la que al cabo de tantos años, desde el fondo de la tumba, le había atraído a aquel ignorado valle!

En el espíritu de Gabriel batallaban siempre dos tendencias opuestas: la de su imaginación propensa a caldearse y deducir de cada objeto o de cada suceso todo el elemento poético que pueda encerrar, y la de su entendimiento a analizar y calar a fondo todo ese mundo fantástico, destruyéndolo con implacable lucidez. Ante la cancilla de aquel cementerio de aldea, triunfaba momentáneamente la imaginación; de buen grado ofrecía treguas el entendimiento, y todo lo que en lugares semejantes evocan, sueñan y forjan los creyentes y los medrosos, los nerviosos y los alucinados, tuvo el comandate Pardo la dicha suprema de evocarlo, soñarlo y forjarlo por espacio de unos cuantos minutos. Apariciones, aspectos fantasmagóricos, formas que puede tomar el ser querido que ya no pertenece a este mundo para presentarse a los que todavía permanecen en él, y esa sensación indefinible de la presencia de un muerto, ese soplo sutil de lo invisible e impalpable, que cuaja la sangre e interrumpe los latidos del corazón. Cuando se produce este género de exaltación, nadie la saborea con más extraño placer que los espíritus fuertes, los incrédulos: es el gozo de la mujer estéril que se siente madre; ¡es un deleite parecido al que causa la lectura de una novela de visiones y espectros a las altas horas de la noche, en la solitaria alcoba, con la persuasión de que no hay palabra de verdad en todo ello, y a la vez con involuntario recelo de mirar hacia los rincones adonde no llega la luz de la lámpara, por si allí está acechando la cosa sin nombre, el elemento sobrenatural que teme y anhela nuestro espíritu, ansioso de romper la pesada envoltura material y el insufrible encadenamiento lógico de las realidades!


Las flores de hortensia eran manos pálidas que hacían señas a Gabriel; las azucenas, flotantes pedazos de sudario; los cipreses, figuras humanas vestidas de negro, que inmóviles defendían el acceso del lugar donde reposaba Nucha... Y allá del fondo del mausoleo... ¡qué ilusión esta tan viva, tan fuerte, tan invencible!, sale un murmullo humilde y quejoso, como de rezo, un suspiro lento y arrancado de las entrañas... ¿Es posible que el oído sea juguete de semejantes alucinaciones? No hay duda, otro suspiro tristísimo... tan claro, que un estremecimiento recorre las vértebras del comandante.

Estas treguas del entendimiento duran poco, y en el cerebro de Gabriel, que no poseía la frescura plástica de la ignorancia y de la juventud, la razón recobró al punto sus fueros. En un segundo, el apacible cementerio perdió su prestigio todo: lo vio lindo y alegre, como debía de ser a la luz solar. De su hermana, lo que estaba allí era el polvo... residuos orgánicos... ¡Materia! Y trató de figurarse cómo estaría aquella materia inerte, qué aspecto tendrían, entre las podridas tablas del ataúd y la húmeda frialdad del nicho, los huesecillos de aquellos brazos tan amantes, en que se había reclinado de niño. Se le oprimió el corazón: por instinto alzó la frente y miró al cielo.

-Si hay inmortalidad, ahí estará la pobre; en alguna de esas estrellas tan hermosas.

El firmamento parecía vestido de gala, como para rechazar toda idea de muerte y podredumbre, y confirmar las de inmortalidad y gloria. Compensando la falta de la luna que no asomaría hasta mucho más tarde, los astros resplandecían con tal magnificencia, que inducían a creer si toda la pedrería celestial acababa de salir del taller del joyero divino. Más que azul, semejaba negra la bóveda; las constelaciones la rasgaban con rúbricas de luz; algunos luceros titilaban vivos y próximos, otros se perdían en la insondable profundidad; la vía láctea derramaba un mar de cristalina leche, y Sirio, el gran brillante solitario, centelleaba más espléndido que nunca.

También el suelo estaba de fiesta. La incomparable serenidad de la noche le envolvía en un hálito de amor: las sombras eran densas y vagas a la vez: los horizontes lejanos se disfumaban en azuladas nieblas: a pesar de la mucha calma no había silencio, sino murmurios imperceptibles, estremecimientos cariñosos, ráfagas de placer y vida; la savia antes de parar su curso y retroceder al corazón de los árboles, aprovechaba aquel minuto de plenitud del verano para saturar por completo el organismo vegetal, y lo que era acres aromas en el monte, en el valle atmósfera verdaderamente embalsamada. La iluminación de la noche nupcial, los farolillos venecianos de las bodas, los suministraban las luciérnagas, insectos en quienes arde visiblemente el fuego amoroso...

No podía Gabriel confundir el verdoso y fosforescente reflejo de los gusanos con la pequeña llama azul que se alzó de las profundidades del cementerio, y que revoloteando suavemente le pasó a dos dedos del rostro. Bien conoció el fuego fatuo, arrancado por el calor a aquel sitio bajo y húmedo y relleno de cadáveres humanos... Con todo, sintió que otra vez se le exaltaba la fantasía, y pegó el rostro a la verja escudriñando con avidez el interior del camposanto, por si tras el fuego surgía alguna forma blanca, ni más ni menos que en Roberto el Diablo... Y en efecto... ¡Chifladura, ilusión de óptica! Calle... Pues no, que bien claro lo está viendo... Algo se alza detrás del nicho, junto a los cipreses... Algo que se inclina, vuelve a alzarse, se mueve... ¡Una forma humana...! ¡Un hombre!

Sólo tiene tiempo el artillero para adosarse al muro, al amparo de la sombra que proyecta el olivo. Rechina el cerrojo, gira la llave, se abre la verja, y sale la persona que momentos antes rezaba al pie del mausoleo de Nucha. El rezador nocturno cierra cuidadosamente la verja, hace por última vez la señal de la cruz volviéndose hacia el cementerio, y pasa rozando con Gabriel y sin verle, con la cabeza baja, cabeza blanquecina y cuerpo encorvado y humilde.

-¡El cura de Ulloa!

Se quedó Gabriel algún rato como si fuese hecho de piedra, sin darse cuenta del porqué semejante persona, en tal sitio y entregada a tal ocupación, le parecía la clave de algún misterio, uno de esos cabos sueltos de la madeja del pasado, que guían para descubrir historias viejas que nos importan o que despiertan novelesco interés.

-¡Ahí están los suspiros y los rezos que yo oía! -pensó, encogiéndose de hombros-. Si no acierta a salir ahora este buen señor, yo tendría una cosa rara que contar... y creería honradamente en una pamplina... inexplicable... ¡Ea, me he lucido con mi excursión! De Manuela, ni rastro... Verdad es que he visitado a la pobre mamita... ¡Adiós, adiós! (Volviéndose hacia la verja.) Y en realidad la caminata me ha calmado. Se me figura que esta tarde pensé mil delirios y ofendí mortalmente con la imaginación a mi sobrina. ¿Cómo ha de estar profanada, depravada, una niña que tiene aquel aire franco y sencillo y honesto a la vez, el aire y los ojos de su madre? Sé sincero, Gabriel, contigo mismo. (Deteniéndose y mirando a las estrellas.) Lo que te sucedió, que te encelaste, porque estás interesado por la muchacha... Pues amigo, eso no vale. ¿A qué viniste aquí? ¿A salvarla, verdad? Entonces, piensa en ella sobre todo. A un lado egoísmos; si no te quiere, que no te quiera; mírala como la debió haber mirado su padre. A pedirle mañana una entrevista; a hablarle como nadie le ha hablado nunca a la criatura infeliz. Lo que tú has estado pensado allí al pie del castaño, es una monstruosidad; pero con todo, bueno es prevenir hasta el que a otros se les ocurra la misma sospecha atroz. A ti, al hermano de su madre, corresponde de derecho el intervenir. Y caiga quien caiga, y así sea preciso prender fuego a los Pazos y llevarte a la muchacha en el arzón de la silla... Digo, no; esto de raptos es niñería romántica... Pero es decir, que tengas ánimo y que no se te ponga por delante ni el Sursumcorda, ¡qué diablos! Y cuidadito cómo le hablas a la montañesa... No hay que abrirle los ojos, ni lastimarla, que después de todo... reparo deberías tener en tocarla siquiera con el aliento... y morirte deberías de vergüenza por las cosas que se te han ocurrido. ¡Pobre chiquilla! (Pausa.) ¡Qué noche tan hermosa! ¿Iré camino de los Pazos... o lo estaré desandando? Por allí suena la presa del molino... De noche se oye muy bien... Parece el sollozo de una persona inconsolable... Sí, hacia esa parte están los Pazos; en llegando al molino, ya los veo.

El sollozo del agua le guió a una corredoira, no tan honda ni tan cubierta de vegetación como la de los Castros, pero perfumada y misteriosa cual ninguna deja de serlo en el verano, y alumbrada a la sazón por la luz suave y espectral de las luciolas, que a centenares se escondían en las zarzas o se perseguían arrastrándose por la hierba. Tan lindo aspecto daban a las plantas las linternas de aquellos bichejos, que el artillero, al salir del túnel, se detuvo y miró hacia atrás, para gozar del fantástico espectáculo. Una línea fría le cruzó el rostro: era un tenuísimo hilo de la Virgen, y Gabriel alzó la vista hacia el matorral, queriendo adivinar de dónde salía la sutil hebra. Cuando bajó los ojos, se le figuró que al otro extremo del túnel se movía un bulto confuso y grande. El pálido resplandor de los gusanos, semejante al destello de una sarta de aguamarinas y perlas, no le consintió al pronto discernir si eran bueyes o personas, y cuántas, lo que se iba aproximando en silencio. Gabriel, sin reflexionar, se emboscó tras las plantas con el corazón en prensa; si alguien le hubiese preguntado entonces ¿por qué te escondes y por qué te azoras así?, no le sería posible dar contestación satisfactoria. El bulto se acercó... Era doble: se componía de dos cuerpos tan pegados el uno al otro como la goma al árbol; no hablaban; ¿para qué? Él la sostenía por la cintura, y ella se recostaba en su hombro y le pasaba el brazo izquierdo alrededor del cuello. Marchaban con el paso elástico y perezoso a la vez, propio de la juventud y de la dicha avara, que regatea los minutos.

Hacía ya algunos que había desaparecido la enamorada pareja, y todavía estaba el artillero quieto, con los puños y los labios apretados, los ojos abiertos de par en par, el cuerpo tembloroso, los pies clavados en tierra como si se los remachasen, fulminado en suma por la última visión de aquella noche de verano. Al fin su pecho se dilató, como para respirar; estiró los brazos; descargó una patada en el suelo; y mandando enhoramala sus filosofías, su pulcritud de lenguaje y de educación, su cultura y su firmeza, arrojó, como arroja el caño de sangre la arteria cortada, una interjección obscena y vulgarísima, y añadió sordamente:

-¡Qué vergüenza... qué barbaridad!