Ir al contenido

La madre Naturaleza: 31

De Wikisource, la biblioteca libre.
La madre Naturaleza
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXXI

Capítulo XXXI


El sol había salido, y también el cura de Ulloa a celebrar el santo sacrificio de la misa. Goros, medio en cuclillas ante la piedra del hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el cuerpo inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo embudo, soplaba el fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y a decir verdad, no se necesitaba tanto aparato para que ardiesen cuatro ramas bien secas.

Ladró el mastín en el patio, pero con ese tono falsamente irritado que indica que el vigilante conoce muy bien a la persona que llega, y ladra por llenar una fórmula. En efecto, cansado estaba el Fiel de contar en el número de sus conocidos al madrugador visitante. Como que, siendo aquel todavía cachorro, este se había encargado de la cruenta operación de cercenarle la punta del rabo y la extremidad de las orejas.

Venía el atador de Boán con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de dejar la camada de paja fresca con que aquella noche le había obsequiado el pedáneo; y si esta narración ha de ser del todo verídica y puntual, conviene advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la cocina del cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al tanto de las costumbres severas y espartanas del incomparable Goros, incapaz de tener, como otros muchos de su clase, el frasquete del aguardiente de caña oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por cortesía ofreció un tente-en-pie, un taco de pan y algo de comida de la víspera, y se contentó con responder secamente: -Felices nos los dé Dios- al saludo del algebrista. La razón de esta sequedad era una razón profunda, seria y digna del temple del alma de Goros. Allá en su conciencia de creyente a macha martillo y de persona bien informada en lo que respecta al dogma, Goros tenía al señor Antón por un endemoniado hereje, acusándole de que, merced al trato con las bestias, no diferenciaba a un cristiano de un animal, ni siquiera de una hortaliza, y para él era lo mismo una ristra de ajos, con perdón, que el alma de una persona humana. En las discusiones del ateneo de los Pazos, Goros tenía siempre pedida la palabra en contra, así que el algebrista se descolgaba con una de sus atrocidades, allí estaba el criado del cura hecho martillo de herejes, confutando las proposiciones panteísticas que el alcohol y el atavismo ponían en los sumidos labios del componedor de Boán.

-¿Vienes a ver a los animales? -preguntole aquella mañana desapaciblemente-. Están bien lucidos. San Antón por delante. No tienen falta de médico.

-Vengo a me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y a las veces cánsase también.

-Bueno, ahí está el banco.

-¡Quién como tú! -suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa alta y poniéndolo entre las rodillas-. ¡Hecho un canónigo, carraspo! Así te engordan los cachetes, que pareces fuera el alma el marrano del pedáneo cuando lo van a matar.

-Sí, sí, vente con endrómenas... Si hablases de otros criados de otros curas diferentes, de todos los más que hay por el mundo adelante, que revientan de gordos y de ricos... a cuenta de los malpocados de los feligreses... Pero este mi señor, que antes de la hora de la muerte ya ha entrado de patas en la gloria, nunca tiene sino necesidades y pobrezas, y si el criado fuese como los vagos a la chupandina del jarro y del pisquis de caña... ¡ya le quiero yo un recadito!

-¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.

-Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la gente...

Echose a reír el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase por tan poco. De oírse llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas menudencias no lastimaban su dignidad. Al contrario, dábanle pretexto para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.

-Bueno, carraspo, bueno; el hombre tampoco es de palo y ha de tener sus aficiones... quiérese decir, sus perfirencias. Y si no, ¿para qué venimos a este mundo recondenado? A la presente estamos aquí platicando los dos; pues cata que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el caruncho sea contigo, y acabose; ya puede el señor cura plantarse aquellos riquilorios negros con la cinta dorada. Que pasa un can con la lengua de fuera, un suponer, y te da una dentada... pues como no te acudan con el hierro ardiendo, o no te pongan la cabeza de un conejo en vez de la tuya, que dice que es ahora la última moda de Francia para la rabia...

-Vaya a contar mentiras al infierno -exclamó Goros furioso, destrozando en menudos fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en la chocolatera-. No sé cómo Dios no manda un rayo que te parta, cuando dices esos pecados de confundirnos con las bestias, ¡Jesús mil veces!

-¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.

-Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los papeles, más malvados aún que las amas de los clérigos.

-Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco. Lo que se quiere decir, es que para cuatro días que tenemos de vida, no debe un hombre privarse de lo que le gusta, en no haciendo daño a sus desemejantes.

-Como los cerdos, con perdón, ¿eh? -vociferó Goros en el colmo de la indignación, mientras buscaba por la espetera el molinillo-. ¿Como los marranos? Comer, dormir, castizar, ¿y luego a podrirse en tierra? Calle, calle, que hasta parece que se me revuelve el estómago.

Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del molinillo en la chocolatera. El cura de Ulloa padecía debilidad, y necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le metiesen en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros acostumbraba tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo detestable.

-Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres, carraspo -blasfemó el algebrista-. Tras de lo mismo andan; el comer, el beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...

-¡No sé cómo Dios aguanta a este empío en el mundo!

-¿Y yo qué mal le hago a Dios, por si es caso? ¡De quien se ríe Dios es de los bobos que están ayunando y con flatos y pasando mala vida! ¿Para quién hizo Dios -vamos a ver, responde, cristiano- para quién hizo Dios las cosas buenas, el vino, y más la comida, y más las muchachas de salero? ¿Las hizo Dios, sí o no? Pues si las hizo, no será para que nadie las escupa. Y si alguien las escupe, se ríe Dios de él, ¡carraspo y carraspiche!

-Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.

-¿No va en los Pazos el señor abad? -preguntó el algebrista, mudando de tono, y como quien pregunta algo serio.

-¿En los Pazos? No, va en misa.

-Pues dice que lo van a llamar de los Pazos.

-¡Milagro! ¿Para qué será?

-Para echarle los desconjuros y los asperges a la señorita Manola, que tiene el ramo cativo, y para darle la esterminación a don Pedro, que está en los últimos.

-¿Quién le dijo todo eso?

-El estanquero de Naya. Allá estive de noche.

-Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fui a los Pazos a ver qué sucedía. También me lo encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola está endemoniada, ni el marqués tan malo.

-El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay o no?

-Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es tanto.

-¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el hijo de la Sabel? Por Naya anda el cuento más corrido, ¡que no sé!

-Largó de casa, y no se sabe a derechas el motivo. Ese es el caso.

La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se contrajo y arrugó con el más malicioso gesto posible.

-El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros de la otra, y tú vete a saber la verdá...

-La verdá sólo Dios -sentenció Goros...

-O el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la señorita tuvo un disgusto grandísimo con el padre, a que había de echar de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no paró. Otros que ese señor que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!

-Ya sé. El hermano de la difunta señora.

-Que fue quien porfió por echar a Perucho, porque quiere casarse con la señorita... y así supo que don Pedro le dejaba cuartos por testamento, amenazó a Perucho de matarlo y por poco lo mata... hasta que se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se hizo más malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la Manola y el otro y todos... ¡El diablo y más su madre! El cuento es que juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando... y que tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de las eleuciones...

Goros sacó en esto la chocolatera del fuego, porque ya había dado los dos hervores de rúbrica; y meneando la cabeza con aire filosófico, pronunció:

-Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por poca edá... ni por sabiduría... Cuando llega la de pagar la gabela de las enfermedades y de las desgracias y de la muerte negra...

El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra vez, y picaba con la uña, de una gruesa tagarnina, cantidad bastante para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se encasquetó la monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo insinuante:

-¿Conque no das ni una pinga?

-No gasto -respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.

-Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre, sarnoso.

Goros le alargó el tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto de la boca, salió rezongando un

-¡Conservarse!

Creyose el perro en el compromiso de soltar un ladrido de alarma al ver salir al señor Antón; mas de allí a dos minutos, rompió a ladrar con verdadero frenesí, con ese bronco ladrido, casi trágico, que es aviso y reto a la vez. Goros se lanzó fuera y se halló, a la puerta del patio, con el señor de los cuatro ojos.