La maestra normal/Primera Parte I
Fué un domingo de febrero, el último de aquel mes, cuando Julio Solís llegó a La Rioja.
La mañana, serena, tibia, dulcemente plácida, anunciaba un día de calor. El sol comenzaba a salir, y una luz apenas azulada, que no era aun la decisiva claridad del día, llenaba el ambiente. Las montañas aparecían lejanas y vagas.
Acababa de llegar el tren. La locomotora, como cansada del largo viaje, daba sus últimos suspiros. Los pocos pasajeros bajaban. Un hombre de aire tosco, medio dormido aún, con el chaleco y los botines sin prender, se refregaba, con los gordos dedos, sus ojos soñolientos. Otro viajero, desperezándose, estiraba los brazos, sacudía las piernas, bostezaba con todo el cuerpo. Se veían por la abertura de una ventanilla — cuya oscuridad acentuaban las paredes del vagón, suciamente emblanquecidas de polvo — pantalones que se movían de un lado a otro, apresuradamente, entre valijas y cajas.
En el andén, fuera de los cocheros y changadores, no había casi nadie. Solís, mientras bajaba, comparaba esta estación triste y solitaria, — estación de capital provinciana, sin embargo, — con aquellas estaciones bulliciosas de las comarcas agrícolas, que vio al comenzar su viaje. Muchachos harapientos y sucios, ofreciéndose con insistencia humilde y pegajosa para llevarle las maletas, se amontonaban a su lado. Entregó a uno sus dos valijas y las hizo subir a un carruaje.
- — ¿Adonde lo llevo, niño? — preguntó el cochero.
- — A la casa de doña Críspula Paredes.
Era la señora que le recibiría como pensionista. ¡Gente
muy decente! había exclamado con beatitud, al recomendárselael riojano Borja, excondiscipulo suyo en la Escuela Normal del Paraná. No era la de doña Críspula una verdadera casa de huéspedes. Doña Críspula Bernal de Paredes sólo admitía dos, tres personas. Sus presuntos huéspedes debían presentarle muy buenas recomendaciones. En cambio, ella los trataba "divinamente". Comida "de primera", conversación amena y hasta su poco de buena sociedad. ¡Eran de verse, en los sábados invernales, las loterías de aquella casa!
El carruaje comenzó a andar por una angosta calle de álamos, orillada de acequias, que subía en cuesta casi imperceptible. Solís, desde el coche, la veía atravesar las pocas cuadras de la ciudad y perderse luego entre los callejones del arrabal. Al fondo, tan cercano que parecía un obstáculo puesto al avance de la calle, se levantaba un cerro aislado y redondo. Parecía el lomo arqueado de un inmenso animal. Vetas de sombra, como enormes arrugas, descendían desde lo alto del cerro.
Solís se sentía muy fatigado, y nunca se cansó tanto desde que se hallaba enfermo. El día anterior lo pasó con fiebre; por la noche tuvo pesadillas y abundantes sudores en las piernas. La afección pulmonar que le llevaba a La Rioja, — tal vez para siempre, pensaba, — era su ruina. ¡Venirle tan luego ahora, cuando comenzaba a vivir la vida, cuando su cómodo empleo le ahorraba inquietudes para el porvenir!
El carruaje saltaba sobre las piedras puntiagudas, y sus barquinazos molestaban al viajero poniéndole de malhumor. Además, la soledad del viaje, su espantosa mo- notonía, le habían aplastado. Por esto miraba sin interés, casi con indiferencia, las calles angostas de la ciudad, sus casas chatas y viejas, los paredones en ruina, las hileras de naranjos, las acequias que corrían a lo largo de las veredas. Las calles, solitarias. De cuando en cuando, a pie, siguiendo al burrito gris que llevaba su carga de frutas y verduras, pasaba algún vendedor matinal. Las puertas de las casas permanecían cerradas. Eran casi todas casas de adobe, en forma de rancho, con techo de tejas y paredes negruzcas y carcomidas. Algunas estaban pintadas de colores vivos: de rojo, de azul. A Solís más le interesaban las montañas. Era la primera vez que veía montañas de cerca. Les encontraba una agria melancolía, una huraña aspereza. Ningún encanto. Le parecía una cosa fea y monstruosa, cuya eterna presencia debía inquietar, afligir.
Pasó el carruaje por una plaza poblada de naranjos. De unos postes altos y torcidos, pintados de azul y de aspecto enclenque y tristón, colgaban los faroles del alumbrado. Frente a la plaza, en una esquina, una iglesia en construcción. Las campanas llamaban a misa, y algunas mujeres, envueltas en chales negros, entraban en la iglesia indolentemente.
Dos cuadras más lejos se detuvo el carruaje, frente a un caserón de ancha puerta, techo de tejas y paredes de adobe que habían perdido el revoque. El viajero, golpeando las manos, llamó a la puerta. Las palmadas repercutieron sonoramente en el inmenso zaguán. Pero no salió nadie. De un cuarto se asomó al corredor, en mangas de camisa, un hombre tomando mate. Solís volvió a llamar, al tiempo que una muchacha con trazas de sirvienta atravesaba el patio del fondo. Después de un buen rato, la muchacha, con toda cachaza, se allegó a la puerta. Cuando supo que se trataba del viajero esperado desde hacía días, le hizo entrar en la casa.
— Esta es su pieza, niño — dijo la muchacha con sonrisa humilde y confiada, mientras le indicaba el primer cuarto a mano derecha del zaguán.
Y salió para traerle las valijas.
El cuarto era espacioso, con dos ventanas a la calle. Tenía piso de ladrillos, muchos de los cuales estaban rotos, y, al fondo, un estrado de baldosas. Los muebles, viejos y pobres. La cama, de fierro, se inclinaba contra la pared, y la mesa de pino, que serviría de escritorio, rengueaba de una pata. El lavatorio era portátil, de latón. Había una enorme silla de hamaca. Las dos grandes puertas del cuarto daban a un corredor cuyo techo, algo saledizo, caía sobre el patio. Por las columnas, barrigudas y toscas, trepaban enredaderas. Un pequeño parral techaba el centro del patio, separado de la casa vecina por una tapia baja. Siguiendo el corredor, verdeaban naranjos de copas anchas y frondosas.
— ¿Y la patrona? — preguntó el huésped a la sirvienta que volvía con las valijas.
— Ya viene, niño — repuso la interpelada.
Solís la observó. Era una muchacha muy morena y regordeta, con senos abundantes y redondos y unos ojazos asombrados que miraban tiernamente. Hablaba de un modo cadencioso y suave, con mucha tonada. Solís la encontró bonita. Al ayudarla a colocar las valijas le apretó la mano. La muchacha no dijo nada.
— ¿Cómo se llama? — le preguntó Solís.
— ¿Yo? Candelaria.
Y agregó, abriendo sus ojos:
— ¿Y usted?
Solís, sonriendo, le dijo su nombre. Luego le pidió agua para lavarse y se arrojó sobre la cama. Una luz fuerte, cruda, entraba en el cuarto. En el otro patio cantaban los canarios, y una voz de mujer, a todo gritar, llamaba a Candelaria.
El huésped estaba cansadísimo. El viaje había sido largo, inacabable. Dos días mortales desde Buenos Aires. No conocía un alma en todo el tren, y, como era un poco tímido, no se atrevió a iniciar con nadie una conversación. En la mesa, donde ello parecía posible, tuvo en frente a un inglés, un hombre escuálido y seco que no se dignó mirarle tin solo instante. Más tarde se enteró, por el camarero del vagón-dormitorio, que el inglés era ingeniero en las minas de Chilecito.
El paisaje, además, tenía cierta monotonía. Hasta Córdoba, no cesaron de pasar ante sus ojos llanuras interminables, sembradas de trigo y de maíz. Sólo las parvas cortaban la pampa infinita. Se asemejaban a chozas de salvajes y aparecían agrupadas como formando breves caseríos; al caer la tarde, cobraron, un aire melancólico bajo el sol que las doraba. Desde Córdoba, el paisaje se tornó más interesante. Los alrededores de la ciudad, sobre todo, impresionaron al viajero. Era un espectáculo de pobreza y desolación. Los ranchos miserables; las criaturas, cuyas desnudeces quemaba un sol atroz; la indolencia y la suciedad de aquellas gentes de rostros tostados y ojos negros; la tierra cenicienta; las palmeras solitarias; las desigualdades del suelo, en cuya mayor hondura yacía la ciudad; todo, sugería al viajero visiones de Oriente. El no salió jamás del país, pero sus lecturas le hacían imaginar de esa manera los pueblitos en el valle del Nilo, los caseríos árabes de Argelia, las aldeas kabilas. Desde que el tren pasó un ancho río casi seco hasta la estación Deán Funes, Solís fué viendo pequeñas sierras áridas. Hacía un calor pesadísimo. En el coche- comedor, donde se hallaba, todavía quedaban, sobre algunas mesitas, restos del almuerzo. Las moscas cargoseaban como azonzadas. El único pasajero que permanecía en el comedor, silbaba un tango. Solís sentía cerrársele los párpados; la tonada del tango, como una obsesión, zumbaba en sus oídos. Muchachas parleras y bonitas, enrojecidas por el calor y el aire, bajaban con sus familias en los pueblitos veraniegos. Jóvenes risueños, de andar indolente y tonada, con látigo en la mano, polainas de cuero, chambergo sobre los ojos, las esperaban en el andén. Desde el vagón, Solís alcanzaba a ver las casas y las iglesias de tosco estilo colonial. En Deán Funes hubo otro cambio de tren. Desde allí hasta La Rioja, el paisaje, siempre igual, apenas tenía interés. Eran campos llanos y abiertos. En la lejanía se borraban las ondulaciones de unas serrezuelas pardas. La vegetación, escasa y ruin, daba aspecto de cruel desolación a aquellas travesías. A la vera de los rieles, entre jarillas y cardones, se esparcían algarrobos secos y retorcidos, de formas trágicas. No se divisaba en aquel desierto ni un alma, ni un triste rancho. El tren marchaba con lentitud desesperante, y, cada dos o tres horas, se detenía en alguna estación de nombre bárbaro y sonoro: Chamical, Huascha, Punta de los Llanos. En aquellos lugares permanecía el tren largo rato: diez, quince minutos. Algunos hombres, renegridos por el sol y la mugre, gentes astrosas, se recostaban contra las paredes de la estación, unos junto a otros, y miraban el tren con expresión estúpida. Idiotas repugnantes, babeando, se acercaban a las ventanillas para mendigar.
Al atardecer, el paisaje presentó cierta belleza misteriosa y salvaje. Solís, en su camarote, sacando fuera de la ventana su cabeza afiebrada, se desmelenaba al viento de aquellos llanos legendarios. Así, un tanto emocionado de tradición, miró pasar aquellos campos estériles y bravíos y las serrezuelas pardas esfumándose en la lejanía. Más de una vez recordó los tiempos feudales del caudillaje y la vida nómada y violenta de aquel héroe de gesta que fué Facundo. Se entretuvo en pensar lo que serían hace cuarenta años no más, cuando aún mandaba el Chacho sus terribles montoneras, los viajes en diligencia por aquellos llanos de La Rioja, a través del desierto, en la inminencia de las partidas gauchas, bajo el rugir del tigre próximo.
Llamaron a la puerta. Era Candelaria, con una jarra de agua. La muchacha anunció al huésped que la señora le esperaba. Solís lavóse apresuradamente. Cuando acabó de arreglarse, salió al patio.
La patrona ya venía a saludarle.
Era una vasta y apacible señora, más bien baja, de vientre abultado y cara de luna llena. Las mejillas le relucían lustrosas como bolas de billar. Tenía en la barbeta un lunar de pelos largos y enrulados. Hablaba con la continuidad y la lentitud de una canilla de agua mal cerrada y cabeceaba al compás de sus palabras. La papada le temblaba como gelatina. Debía ser cincuentona y reía a todo reír por cualquier motivo, sobre todo al final de párrafo.
—El viernes lo aguardábamos—dijo doña Críspula después de los cumplimientos usuales.
—Debí venir ese día, es verdad, pero...
—Asuntos, tal vez; inconvenientes que nunca faltan; los hombres, es claro... ¡Ja, ja, ja!...
Doña Críspula parloteaba y reía sin cesar. Si el caballero deseaba alguna cosa no tenía más que pedirla. El caballero aun no conocía la ciudad, pero le gustaría mucho, sí señor. La Rioja, a pesar de su pobreza, se enorgullecía de su buena sociedad. ¡La gente era tan bondadosa, tan sencilla! Nada de estiramientos como en Buenos Aires. Había mucha obsequiosidad con los forasteros y un gran atractivo para un caballero como el señor Solís: las muchachas. Eran todas muy donosas, simpáticas, instruídas. Pero ya vería el caballero, ya las iría conociendo poco a poco.
Solís declaró que un pueblo así sería encantador.
—¡Encantador!—exclamó doña Crípula riendo a borbollones.
—¿Y hay fiestas, entretenimientos?
—¡Una barbaridad, una barbaridad!—decía la patrona. Y abría los brazos como abarcando la cantidad de los entretenimientos.
—El carnaval—agregó—estuvo soberbio.
Era una pena, una verdadera pena, que el caballero no hubiera llegado unos días antes. Ahora, cierto, venía la Semana Santa; pero no era tan divertida como el carnaval. ¡Qué máscaras, qué bromas, qué bailes! Una esplendidez. Estaba segurísima de que en Buenos Aires no estuvo mejor. Solís reconoció que en Buenos Aires el carnaval había fracasado. Fué una fiesta populachera, vulgar, antipática.
—¿No ve? Lo que yo siempre digo. ¡Si aquí no tenemos tanto que envidiar!
Se lo contaría al señor Galiani. ¿No conocía el caballero al señor Galiani? Solís dijo que no, lo cual pareció abismar de asombro a doña Críspula. ¿Era posible que no lo conociera, siendo él también de Buenos Aires? ¿Ni siquiera de nombre? Solís tuvo que asentir en que de nombre, efectivamente, algo lo conocía.
—¡Ya decía yo!
Solís quiso saber por qué le contaría al señor Galiani su opinión sobre el carnaval de Buenos Aires. Doña Críspula explicó. Era porque el señor Galiani hablaba muy mal del pueblo.
—No nos quiere nada. Pero eso sí, es muy buena persona el señor Galiani. Rico, simpático, bien educado... Sonaron campanas de iglesia. Doña Críspula, apenas las oyó, se puso a gritar:
— ¡Rosario, el último toque!
— Ya estoy, — contestó desde el fondo una voz seca y entonada.
— Estas muchachas de hoy día, ¡qué lidia, caballero! Nunca están prontas. ¡Qué coqueterías, señor, qué de perendengues! En mis tiempos había más sencillez. Nosotras...
En este instante apareció Rosario. Era más bien bonita, a pesar de sus muchas pecas. Representaba veinticinco años. Tenía buen cuerpo, pero se vestía sin gusto. Solís creyó notar que se pintaba un poco los labios y las mejillas. Usaba anteojos. Saludó a Solís con indiferencia y le dio un chal a doña Críspula. Luego se asomó al zaguán y miró hacia la calle.
— Está de novia — dijo doña Críspula misteriosamente y mirando con satisfacción a su hija que volvía.
Solís felicitó a Rosario, pero ella, aunque "muerta de gusto", como observó su madre, negó. Eran cosas de su mamá. Doña Críspula, muy seria, se quejó de los jóvenes de hoy. Eran todos unos perdidos: jugaban, se emborrachaban, se llenaban de hijos por atrás de la iglesia. ¡Ja, ja, ja! Por eso ella estaba contenta. El novio de Rosario era un buen muchacho. Ya podía morirse tranquila sabiendo que dejaba a su hija bien casada.
— ¡Ah, cómo están los hombres! — exclamó a modo de resumen. — Pero usté no es de esos, caballero. ¡Aunque quién sabe! ¡Ja, ja, ja!...
Y reía explosivamente, poniéndose el chal.
Rosario le advirtió que perdían la misa. Pero doña Críspula quiso saber, ante todo, si a Solís le gustaba el cuarto.
— Magnífico, señora.
Entraron en la pieza. La patrona señalaba cada uno de los muebles y detalles del cuarto, como si Solís ignorase lo que eran.
— Aquí tiene su camita, ¡ja, ja, ja!, su mesa de noche, su lavatorio, una silla de hamaca para estudiar descansadamente , ventanas espléndidas por donde mirar a las muchachas que pasen... ¡ja, ja, ja!...
Solís aprobaba, sonriendo. Ella, satisfecha, le pidió disculpa por tener que retirarse. Había que ir a misa. Sentía con toda su alma abandonar tan agradable conversación, pero Dios estaba antes que nada y ella tenía terror al infierno. Se despidió. Y ya en el zaguán, mientras el huésped la acompañaba:
— El caballero — dijo — también irá a misa, lo supongo. Aquí hay que ser buen cristiano. Y nuestra catedral es una alhaja, un chiche. Ya verá el caballero qué sacerdotes tan ilustrados tenemos. Uno, el padre Domínguez...
Rosario interrumpió la retahila arrastrando a su madre de un brazo. Solís, en la puerta, manifestó que por este domingo no iría a misa. Necesitaba recostarse y sólo se levantaría para almorzar. Se encontraba aniquilado. Las molestias del viaje, el calor...
Las dos mujeres se alejaron y el huésped oyó que doña Críspula preguntaba a Rosario:
— ¿Qué mozo tan fino y simpático, no?
— Como para usted todos son simpáticos...
— Pues a mí me parece una monada. ¡Y qué cara de bueno! — masculló doña Críspula poniendo en blanco los ojos y meneando la cabeza de arriba a abajo.
Solís se recostó en su cama. Sentía calor. Tomó un libro y se puso a leer. Era Mis montañas, el libro famoso de Joaquín González que había comprado "para el tren". Pero durante el viaje leyó poco. Hubiera deseado ahora saborear de un golpe, hasta la última línea, aquellas páginas melancólicas que tan bellamente le iniciaban en su comprensión del alma riojana. Pero el viaje, las preocupaciones múltiples producidas por su enfermedad por la nueva y casi extraña vida que comenzaba, la nostalgia de Buenos Aires, el sentimiento de su porvenir destruido, le impedían leer tranquilamente. ¡Estaba demasiado lleno de sí mismo!
Era en realidad el comienzo de una nueva existencia para él esta venida a La Rioja. ¡Qué vida tan distinta a la que llevó hasta entonces! Sus años anteriores, algunos
detalles insignificantes de su existencia, escenas triviales que creía haber olvidado, desfilaron por su memoria unos tras otros. Recordó las viejas horas que retornaban como envueltas en poesía y vaguedad. Abandonó el libro. Y pasó toda la mañana, bajo la calma suscitadora de ensueño que tienen los domingos de verano en provincia, sumergido en la hondura de su recuerdo, reviviendo las horas de sus días lejanos.
Había nacido en la ciudad del Paraná, en el barrio de San Miguel. Su madre, hija de una mujer que fabricaba dulces y empanadas, se había enredado en furtivas relaciones con un joven de familia tradicional; y de los fugaces episodios de amor en la Bajada Grande, nació Solís. Su padre no le reconoció legalmente, pero pagaba su educación y sostenía a su madre.
¡Triste y silenciosa su infancia! No se parecía a la vida turbulenta de los demás chicuelos. Así, él nunca hizo la rabona, ni guerreó a pedradas en las peleas de muchachos, ni cortó cuerdas de barriletes, ni se burló de los negros que vivían en el barrio. Cuando volvía de la escuela, si no se entregaba a sus lecciones, se lo pasaba al lado de su abuela mirándola hacer empanadas o revolviendo los dulces con el cucharón de palo. Tendría él once años cuando murió la abuela. Todavía la recordaba, como si la viese, en aquel ataque violento que la mató: gritaba, pataleaba, se revolvía y parecía una bruja con su cara amulatada, llena de arrugas, y sus ojos convulsos. Esta muerte agravó en el niño la seriedad de su temperamento. Se hizo estudioso y llegó a ser el mejor alumno de la clase. Seis años después — tenía él diecisiete y le faltaban dos para concluir su carrera, — su padre, hombre todavía joven, murió en una revolución. Fué una catástrofe en el hogar de Solís. Su madre, agobiada de dolor, se enfermó y murió en el mismo año. Entonces él, solo en el mundo, se fué a un cuartucho que alquilaban dos condiscípulos suyos en una casa sobre la Alameda, con vistas al río Paraná. Él no dudaba de que su padre, a morir en otras circunstancias, le dejara con qué vivir; pero aquella muerte inesperada le sorprendió sin . ¡Las miserias que pasó durante los dos años que le faltaban para recibir su titulo de maestro normal! Los amigos, casi tan pobres como él, le sostenían de lástima. Toda su ropa exterior fué, durante los últimos tiempos, un chaqué raído y lustroso. Era un chaqué como los que usaban muchos de sus compañeros de escuela, una de aquellas prendas que se hicieron famosas en todo el Paraná. ¡Lo que se habrán reído las muchachas de los célebres chaqués de "los normales"! Por fin se recibió. Era el mejor alumno de la clase y consiguió fácilmente la primera vacante de maestro primario. Cinco años después, cuando tenía veinticuatro, un diputado nacional, primo hermano de su padre, el único amigo que éste llevara a su hogar clandestino, le hizo dar un empleo en Buenos Aires, en el Ministerio de Instrucción Pública.
En Buenos Aires su vida cambió completamente. Su retraimiento y su afición al estudio desaparecieron ante el desborde de los sentidos que, después de tantos años de relativa inacción, reclamaban ahora su desquite. Durante los primeros meses de Buenos Aires se aburrió. Sus conocidos eran todos maestros y profesores normales, gente laboriosa y ordenada. El deseaba divertirse, tener aventuras. Seguía por las calles a todas las mujeres que le miraban; pero jamás se atrevió a hablarlas. Fué asiduo a los cafés cantantes de la calle 25 de Mayo, adonde le llevara su vecino de cuarto el estudiante de medicina Marcelo Aguiar. La sensualidad baja de aquellos lugares le atraía poderosamente. Imaginaba que los cantos y les gestos obscenos, las músicas canallescas, la explosión de cinismo, no tenían otro objeto que hacer olvidar la vida. Aquel espectáculo le volvía triste, y, al par que le repugnaba, le iba hundiendo en el vicio subalterno. Frecuentaba hasta el exceso los sitios en que se vendía el placer; llegó a emborracharse. Había olvidado por completo su afición al estudio y ya ni leía ni escribía.
Una noche se encontró en el Royal Keller con Miguel Saavedra, uno de sus compañeros del Ministerio. Solís se hallaba en un profundo abatimiento, en uno de aquellos períodos lamentables que sucedían a sus borracheras. Saavedra se sentó en la misma mesa y se pusieron a hablar. Como Saavedra estaba enamorado y era un temperamento expansivo, necesitaba hacer a alguien sus confidencias. Era un muchacho sencillo, bueno, de una absoluta franqueza. Conversó con Solis hasta las tres de la mañana; se narraron mutuamente sus tristezas, sus vidas, sus ilusiones. Solís, muy expansivo también, le contó todo.
— Pero hombre, ¿por qué lleva esa vida? — le preguntó Saavedra.
— ¡Qué quiere, amigo! Me gusta la inmundicia, siento placer revoleándome en el fango, — contestó Solis con emoción y como si sintiese asco de si mismo.
Saavedra, en su interior, le compadeció, y desde esa noche se le hizo amigo.
Solís había vivido así cerca de un año, pero salió de su situación cuando, por medio de Saavedra, intimó con los compañeros del Ministerio. Eran muchachos tranquilos y correctos. Algunos iban a recibirse de abogados, uno era periodista, y otro, Alberto Reina, escritor de cierto renombre.
Comenzó a salir con ellos por las noches. Iban a los teatros, se interesaban por los estrenos. Una vez le contó a Reina que él también escribía. Había publicado algunos versos, hacía tiempo, en los diarios del Paraná. Pero lo que él estimaba entre sus escritos, eran sus pequeñas páginas sobre asuntos morales y filosóficos. Solís estaba imbuido de la literatura y la filosofía del poeta Almafuerte. Leía con amor, constantemente y hasta tratando de imitarlas, las Evangélicas, aquellas páginas errabundas y fragmentarias en que el maestro expresaba su trágico pesimismo sobre los hombres. Reina quiso conocen los escritos de Solís y pasó con él una noche entera, leyéndolos, en un café de la calle Rivadavia al que los jóvenes bohemios de la literatura llamaban Puerto Lapice. Reina se declaró sorprendido. Las páginas de Solís le impresionaron por su precisión, por su hondura espiritual.
— Hay en usted la pasta de un moralista, de un escritor
a lo Montaigne, a lo Gracián — le dijo con entusiasmo.
Le recomendó algunos libros y le alentó protectoramente. Había que trabajar, que cuidar el estilo, sobre todo. Después habló de si mismo, de su reputación. El sabia que algunos no apreciaban su obra. Eran fracasados, envenenados. El había saltado de su casa a los grandes diarios, y esas cosas molestaban, evidentemente.
Por medio de Reina conoció los círculos literarios e hizo amistad con algunos muchachos distinguidos que cultivaban las letras. Estas amistades le hacían mucho bien. Comprobaba . con satisfacción que se iba refinando; adquiría mejores modales, aprendía a vestirse. Era un hombre cambiado en todo sentido. Ahora estudiaba el día entero, escribía por las noches unas dos horas. Y hasta sus ideas se iban transformando. Ya no quedaba en su espíritu ni rastros de aquel materialismo que, con tanto denuedo, profesara en el Paraná. Cada día se hacía más espiritualista. En el fondo era un cristiano y un romántico. Lloraba como una criatura leyendo ciertas grandes novelas. Creía en una vida superhumana, en la realidad del misterio, en la existencia de una voluntad superior. Estas ideas espirituales le inclinaron hacia los estudios teosóficos. El ignoraba lo que era la teosofía, cuando una noche cierto literato bohemio amigo suyo, en un sucio cuarto de la calle Viamonte, le explicó, sumariamente, cuanto abarcaba y enseñaba la Ciencia de la Sabiduría y le leyó algunos párrafos de la Blávastky y de Annie Besant.
Esta inclinación teosófica le hizo desear una vida pura; y así, se esforzó en conseguirla. Ahora disgustábale esa su inclinación al vicio, que él tenía razones para considerar como atávica. Pero, débil de voluntad, fué incapaz de defenderse apenas el destino salió a su encuentro. Una noche, dos amigos le llevaron a una casa de citas de la calle Sarandí. Una muchacha flaca, pecosa y desenfadada, se encaprichó con él. ¡Era tan parecido a Ricardo! Solís se vio obligado, pocos días después, "a sacarla" y a ponerle un cuarto. La empezó a visitar todas las tardes, a la salida del Ministerio. La flaca le hacia estarse quieto, durante horas enteras, dejándose mirar. ¡Si era el mismito Ricardo! Solís odiaba, sin conocerle, al tal Ricardo, y hubiera dado algo por no oírle nombrar jamás. Llegó, por esto, hasta querer deshacerse de la muchacha. Pero ella estaba perdidamente enamorada. Le obligó a dejar la casa de huéspedes y a irse con ella. El no quería vivir con tal mujer; le disgustaba la idea. Pero al fin, odiándose a si mismo, cedió. Se mudaron a un cuarto, frío y triste, cerca del Once. Pasaban las horas en la más absoluta inacción, bebiendo cerveza, tomando mate. A veces él tocaba la guitarra, que aprendió, durante unas vacaciones, en el Paraná. La flaca se enardecía con la música de los tangos, y, en medio del aire viciado por los vahos de cerveza y el humo del tabaco, estrujaba a Solís con sus cariños sádicos. Pero él se aburría, y, al fin, experimentó repugnancia por la muchacha. Era de modales ordinarios y violentos y vivía en perpetua exaltación amorosa. El frenesí de aquella loca, pensaba Solís, iba destruyendo su organismo de hombre ya débil; pero no tenía coraje para despedirla. Había vuelto a beber, y sentía, junto con un gran cansancio físico, que los nervios se le desajustaban y que empezaba a agobiarse de una tristeza desconocida. Una tarde, al volver del Mínisterio, la flaca no estaba. Le había dejado una carta donde, entre frases cariñosas y obscenas, y con pésima ortografía, le anunciaba que había encontrado a su verdadero Ricardo. Solís se creyó salvado. De nuevo se dedicó al estudio y al trabajo con ahínco tenaz; quería rcuperar el tiempo perdido. Pasaba las. noches, hasta que amanecía, leyendo y escribiendo.
Por fin, se sintió con fiebre. El médico le preguntó si deseaba vivir muchos años.
——Siquiera unos veinte más,—-le había contestado.
Le recomendó reposo, no beber, no trasnochar. Mejor, pensaba Solís; así llevaría una vida sana, normal, y podría escribir. Pero pasaban los días y cada vez estaba más enfermo. Su amigo el teósofo le habló mal de los médicos. Eran todos unos farsantes, unos comerciantes. Le llevó a un instituto de fisiatría y le hizo seguir el sistema de Kneipp Kuhne.
Una tarde encontró en la calle Florida a Marcelo Aguiar y le habló de su enfermedad. Marcelo Aguiar se indignó. Los médicos serían farsantes pero el teósofo era un asesino. Su enfermedad era tal vez peligrosa y podía morirse muy pronto. Le hizo ir al hospital para que le examinara un célebre clínico. Era un hombre antipático, muy alto, orejudo, lleno de gestos desdeñosos; hablaba bruscamente y no tenía una sola palabra amable para los enfermos. Le examinó un instante y le dijo que estaba tísico.
— ¿Y qué puedo hacer, doctor? — preguntó Solís casi con angustia.
El médico alzó los hombros con indiferencia brutal, y, mirando a Marcelo Aguiar, contestó:
— ¿Qué puede hacer? ¡Ps! Que salga de Buenos Aires, que se vaya a las sierras de Córdoba...
Desde ese día Solís se aplicó a solucionar el problema de su salud. No podía pensar en ir a Córdoba. Aguiar le indicó algunas de las ciudades del Norte. Podía cambiar su empleo, conseguir cátedras. Fué lo que hizo. Y el Destino le llevó a La Rioja. En esta ciudad de clima sano había un grado vacante. Tuvo que aceptar el humilde y detestado puesto que le ofrecían. Más tarde— así se lo prometieron — le darían dos cátedras Golpearon en la puerta.
— ¿Qué hay? — preguntó.
— Son las doce, niño; lo esperan a almorzar — contestó Candelaria.
Empezó a arreglarse. Al mirarse en el espejo del lavatorio portátil, no se encontró mal. Su poco de demacración le hacía interesante el rostro; largas ojeras subrayaban sus fatigados ojos, acentuándolos de tristeza. Estaba más blanco, algo pálido, ¡Era una suerte haber salido a su padre, tener algo de su tipo distinguido, no llevar siquiera un solo rastro de su familia materna!
Cuando hubo terminado salió al patio.
Hacía un calor pesado, sofocante. Se sentía la diferencia
con su cuarto, donde la temperatura era agradable. El cielo reverberaba y no se podía levantar la vista. El aire era sumamente seco; parecía que las paredes iban a agrietarse. Por el corredor, con aspecto solemne y como con curiosidad paseaba una gallina.
Doña Críspula, en cuanto vio a Solís, le llamó a gritos desde el comedor. Ya estaban sentados todos a la mesa. El comedor era un cuarto fresco y desmantelado, con piso de ladrillos. En las paredes, blanqueadas con cal, había cuatro oleografías que representaban cestas con uvas, granadas, pescados de todo tamaño, y gallinas y pavos desplumados. Sobre una silla, dormía una guitarra con las cuerdas rotas.
En la cabecera de la mesa, un hombre, de pie, con la servilleta metida en el ojal del saco, esperaba, inclinado y sonriente, a que le presentaran.
— El caballero Solís, el señor Galiani — dijo gravemente doña Críspula.
Y mientras ellos se daban la mano, la dueña de casa le espetó a Galiani:
— El caballero lo conoce a usté mucho.
Y agregó muy oronda:
— De nombre y de vista.
Solís, asombrado y sonriendo, declaró que así era, efectivamente.
— Tal vez me conocerá de la Bolsa, — dijo Galiani con importancia.
— Es probable, — contestó Solís, que jamás había estado en la Bolsa.
— O no, ya sé: usté me conoce de las fiestas en el Circolo Mandolinístico.
—¡Ah, es claro! — exclamó Solís en un tono que no daba lugar a dudas.
Doña Críspula, sirviendo la sopa, se dirigió a los dos:
— De modo que eran ustedes amigos.
Y reía estrepitosamente.
Los dos huéspedes se inclinaron sonriendo y como confirmando las palabras de la patrona.
El señor Galiani era hombre de alguna fortuna, soltero, y tendría cerca de cincuenta años. Dijo que estaba en La Rioja por negocios, especulaciones. Tenía bigotes muy gruesos y algo caídos, el pelo en onda hacia la frente y unos ojuelos incisivos y maliciosamente risueños que solían mirar de lado. Para hablar torcía el cuerpo con afectación. Trataba de ser insinuante y amable. Llevaba anillos y, en un bolsillo alto del chaleco, un enorme cronómetro de oro cuya cadena, de impresionante grosor, concluía en un surtido de medallas y de amuletos contra la jettatura.
Solís observó que el señor Galiani era mirado como una especie de personaje y que disfrutaba en la casa de ilimitada consideración. Pero no era el único pensionista. Había otro, un joven Pérez, pianista, director del Conservatorio y también porteño. Doña Críspula le elogiaba. Buen muchacho, carácter alegre, lleno de cuentos y gracias. ¡Pero qué tartamudez la que tenía, señor! Cierto que a veces "eso" le daba gracia; pero otras "inspiraba lástima", era cosa "de morirse". Pérez no almorzaba en la casa esa mañana porque, según informó doña Críspula, había ido a Cochangasta, al paseo que le daban "a ese mozo" Vergara, de los Vergara de Córdoba, que vino por unos días a escriturar el campito que había comprado en Chamical.
Doña Críspula se lo hablaba todo. Contó la vida de medio pueblo con asombrosa riqueza de detalles. Solís imaginaba tener ante sus ojos un viviente diccionario biográfico, una obra maestra en materia de información. Doña Críspula sabía la fecha en que se casaron las personas más o menos conocidas del pueblo, el número de hijos que tenían, los sueldos que los hombres ganaban. Podía informar sobre el grado de acuerdo o de desacuerdo que existía en cada matrimonio, qué hombres jugaban o no, quiénes se confesaban. En cuestiones políticas doña Críspula era un portento. Recordaba, lo que parecía increíble a Galiani, todas las revoluciones, motines, intervenciones, conflictos y alborotos que ocurrieron en los últimos treinta años, y, lo que era aún más increíble, sabía matemáticamente las evoluciones políticas de todos los hombres insignes con que contaba el pueblo.
A Solís le divertía la conversación, si bien se trataba de personas que jamás oyó nombrar. Galiani, guiñando un ojo a Solís, ponía en duda, a cada rato, las afirmaciones de doña Críspula. La patrona se exaltaba, defendiéndose con un irrefutable exceso de erudición. Ella y Rosario se trenzaron varias veces en tremendas discusiones sobre edades, quizás el tema que, según Galiani, profundizaba más doña Críspula.
De postre sirvieron unas naranjas redondas, limpias, hermosas y "mashaco": un dulce duro y de aspecto desagradable. Galiani y Solís encontraban incomible al mashaco; doña Críspula declaró que para su gusto era exquisito.
Galiani preguntó a Solís si venía a La Rioja para dictar alguna cátedra.
—No, señor; a dirigir un grado—contestó Solís ruborizándose levemente.
Rosario dijo que hacía pocos días había llegado de Nonogasta una amiga suya que también venía para dirigir un grado, el primer grado.
—¡Ah, si usté la conociera!—interrumpió doña Críspula, mirando a Solís.
Hablaron de ella. Se llamaba Raselda, Raselda Gómez, y era un encanto, una niña excelente. Doña Críspula no acababa de alabarla. ¡Qué alhajita, qué monada! Era lo mejor de la Rioja. ¿No le parecía lo mismo al señor Galiani? Pero Galiani afirmaba no conocerla.
—¡Cómo no la ha de conocer, Galiani!— vociferaba doña Críspula. —Acuérdese, hombre: Raselda, Raselda Gómez...
—Raselda, Raselda—repetía Galiani mirando al techo y frunciendo sus ojuelos como si le molestase el sol en la cara.
—Es aquella que cantó anteanoche, señor Galiani—dijo Rosario.
—¡Ah!
Galiani la encontraba vulgar, un poco gruesa. Era un tipo demasiado provinciano. A él le gustaban las mujeres delgadas, de silueta elegante, las francesas sobre todo. Y decía esto mirando a Solís maliciosamente.
—Es muy buena, muy buena—argumentaba Rosario.
—¡Pero Galiani, si es una ricura!—exclamaba doña Críspula.
—A mí me parece una muchacha medio infeliz,—retrucó Galiani.
—¡Qué barbaridad, Gaiiani! ¿Dónde tiene usted los ojos?
Pero Galiani no se convencía. Y lo que sobre todo le disgustaba era ese nombre ridículo: Raselda, Raselda...
—¿Conoce algún nombre más raro, señor Solís?
A Solís el nombre le era hasta entonces desconocido. Lo hallaba muy bonito, muy suave, muy musical. Parecía nombre de novela. Doña Críspula y Rosario no le encontraban nada de feo ni de extraño. Rosario había tenido en la escuela varias condiscípulas que se llamaban Raselda.
—Ah, sí—interrumpió Gaiiani;—¡aquí hay cada nombrecito!
—¡Qué le dije hoy, caballero!—exclamó doña Críspula dirigiéndose a Solís, con el acento de quien ve realizada una profecía.—¡Si no nos quiere nada, no nos puede tragar!
—Pero no, mi buena señora; lo que digo es la pura verdad.
En las provincias "se estilaban" ciertos nombres que él no sabía de qué almanaques los sacaban. Conocía un pobre ciudadano que se llamaba Senator, una señora a la que sus padres le habían endilgado criminalmente el nombre de Venérea, un cochero llamarlo Obispo y una desgraciada muchacha, bastante bonita por cierto, que llevaba un nombre escandaloso: Circuncisión.
—¡Qué nombres! Son gentes de muy mal gusto estas de por acá—resumió Galiani mientras se escarbaba las muelas con el palillo y miraba a doña Críspula con su modo risueño.
Doña Críspula se indignó. ¿Qué se había pensado el señor Galiani? ¿Creía que La Rioja era un pueblucho? Pues no, señor. Todos los forasteros quedaban encantados con la ciudad. Ella sabía de más de uno que entre Buenos Aires y La Rioja prefería La Rioja. Ahí estaba, si no, ese mozo Quiroga, Gabriel de Quiroga, que hacía poco vino a pasear y que prometió volver. Era un joven ilustradísimo que había viajado mucho. Pues se encontraba en La Rioja mejor que en Buenos Aires. Así lo proclamó en todas partes.
—Decía a quien quería oírlo,—vociferaba triunfante doña Críspula—que esto era más argentino; como lo oyen, más argentino.
—Llámele hache,—contestó Galiani levantando los hombros.
Solís, tratando de calmar a doña Críspula, declaró que él se sentía muy provinciano. No conocía las comarcas del Norte, pues acababa de llegar a La Rioja; pero las adivinaba. Las provincias, seguramente, conservaban el espíritu nacional que en Buenos Aires se había perdido. Las ciudades provincianas tenían, sin duda ninguna, más carácter, más personalidad propia que Buenos Aires. En ellas, según le informaron los amigos y las lecturas, había cierta tristeza poética que faltaba en la capital, una mayor espiritualidad, un paisaje con alma. La vida era en tales ciudades más intensa y profunda. Había en ellas una calma, una paz, una beatitud llena de sugestiones. Además las gentes eran buenas, sencillas, cordiales, inteligentes y casi siempre de una simpática ingenuidad.
—¡Ah—interrumpió con entusiasmo doña Críspula, que estaba inquieta por no poder hablar,—en ninguna parte la gente es como la de acá!
—Yo creía que doña Críspula no conocía otro pueblo que La Rioja—dijo Galiani con afectada sencillez.
—¡Vean si es malo! Es un perverso—contestó la señora con tono mitad en serio, mitad en broma.
Ella nunca había salido de La Rioja, pero conocía personas de toda la república. Había oído hablar de muchísima gente y ella se acordaba siempre de esas cosas Sabía la vida y milagros de infinidad de personas que jamás había visto.
—Lo creo, eso sí que lo creo — dijo Galiani.
Doña Críspula afirmaba que en ninguna parte había tan buena sociedad como en su pueblo.
—¡Hay que ver — exclamaba radiante — los bailes de la alta sociedad! ¡Qué elegancia, qué esplendidez! El año pasado, cuando vino el Ministro de Obras Públicas, hubo un baile en la casa de Gobierno que fué, ni más ni menos, como los mejores de Buenos Aires.
—¿Cómo lo sabe? — inquirió Galiani sin levantar la cabeza que casi hundía en el plato.
—Así lo dijo el langostero, que es un mozo bien, de la "gente decente" de allá.
Solís preguntó quién era el langostero. Doña Críspula repuso que allí daban ese nombre a los empleados de la Defensa Agrícola quienes, como era sabido, tenían a su cargo "la destrucción del acridio".
—Doña Críspula — dijo Galiani dirigiéndose a Solís — alaba la bondad de la gente, después de haber cuereado a medio mundo.
—No es cierto, Galiani — refunfuñó Rosario.
—No me nieguen. ¡Mire que anoche han dicho unas cosas de las Gancedo!
—¡Pero las Gancedo, también! — exclamó la señora.
—¿Quiénes son? — preguntó Solís.
— Unas pobres niñas que no hacen mal a nadie — contestó Galiani sonriendo.
Doña Críspula y Rosario chillaron de asombro y se llevaron las manos a la cabeza, horrorizadas, como si hubieran oído decir que no existía Dios.
—No las conoce, Galiani — vociferaba doña Críspula; — no las conoce, no las conoce, y no las conoce...
Las Gancedo eran "unas solteronas antipáticas". Ella las odiaba. Les sacó la edad a cada una de las tres hermanas y las llamó varias veces "las guanacas", que era el sobrenombre, ya histórico, con que el pueblo denominó a tres generaciones de dicha familia.
—Habladoras, lenguas largas — rugía doña Críspula. Enumeró todos los defectos de "las guanacas" con una precisión implacable. Eran unas entrometidas, unas víboras. Sabían todo lo que pasaba en el pueblo y vivían levantando calumnias, intrigando, "sacando el cuero" a la gente. A la segunda se le iba un ojo, y la menor, el chiche de la casa, no pensaba más que en los hombres. Rosario las acusó de chismosas y malas. Y doña Críspula concluyó afirmando que lo más intolerable en ellas, lo que más rabia le daba, era el ojo, el ojo torcido de la Clemencia.
Terminada la sobremesa fueron al patio. Se sentaron en sillas de hamaca, bajo el corredor, y tomaron te de naranjo. El calor sofocante y el aire denso contribuían a hacer pesada la calma. El piso de ladrillos parecía hervir bajo el sol. No se movía una sola hoja de los árboles. La resolana hería los ojos. Se dijera que en ese momento la ciudad fuese un monstruo que dormitaba aplastado bajo el sol: un sol que se desplomaba sobre las casas, resbalaba a lo largo de los techos de tejas, entibiaba el agua de las acequias y salpicaba de oro las copas de los árboles. Las chicharras cantaban monótonamente.
Repantigada ya en su silla, doña Críspula, durmiéndose, entornaba los ojos y cabeceaba. De rato en rato la despertaban las moscas; ella espantábalas con sacudones de cabeza. Palpitaba su vientre con desigual ritmo y su largo lunar peludo trazaba jeroglíficos en el aire. Galiani miraba a Solís y, sonriendo, le indicaba a doña Críspula. Rosario, que había ido directamente a la sala, tocaba en el piano con displicencia. Al corredor llegaban apagadamente los lentos compases de una música lánguida, que invitaba a soñar. De cuando en cuan- do se oían algunos versos que tarareaba Rosario en voz baja, con expresión de abandono:
Rioja querida, nativo suelo,
Novia llorosa de ausente amor...
Todos fueron a sus respectivos cuartos para recostarse Solís, adormecido por el calor, sentía un sueño invencible que le cerraba los párpados. Entró en la pieza y se arrojó sobre la cama. Quedó al instante profundamente dormido.
Se despertó al cabo de un largo rato. No se oía ningún ruido en la casa, ni en la calle. ¿Qué hora sería? Hubiera querido levantarse, ¡pero la siesta era tan pesada, se sentía tan amodorrado! Paseaba sus ojos, que se abrían a medias, sobre los objetos del cuarto, y le parecía que ellos también dormitaban. Volvió a su sueño.
Eran casi las cinco cuando le despertaron los gritos de doña Críspula llamando a "las chinas". Debía haber visitas, pues eran varias las voces de mujeres que se oían. Solís se arregló con calma, descansadamente; luego se sentó en la silla de hamaca, mirando a la calle, frente a la ventana de rejas. Las voces no tardaron en desaparecer; tres muchachas pasaron bajo su- ventana mirándole curiosamente. Al cabo de un rato, como se aburría sobremanera, salió a caminar por las calles. Era cerca de las siete. Pidió las señas de la plaza a Candelaria, que estaba en la puerta con otras sirvientas, y echó a andar en la dirección que le indicaron.
La ciudad parecía de una dulce tristeza, a pesar del color que ponían los naranjos y las tejas sobre el fondo gris de la montaña. Por las calles no andaba sino una que otra persona. En algunas puertas, las sirvientas, endomingadas, miraban como atónitas a los transeúntes. De cuando en cuando pasaba algún carruaje, lentamente, como con desgano, saltando sobre el ruin empedrado. Sus ecos se perdían en la soledad de las calles. Los pasajeros eran hombres casi exclusivamente; por excepción se veía algún carruaje con muchachas, todas en cabeza. Y hombres o mujeres iban serios, graves, silenciosos. En uno que otro balcón se apoyaba indiferente alguna muchacha morena, de ojos profundos. Al pasar Solís, le miraban asombradas y seguían con los ojos sus pasos hasta que se alejaba. Las casas alternaban con ruinosos paredones de adobe, restos de la antigua ciudad destruida por los temblores de tierra. Las, acequias, como salmodiando un rezo monótono, le producían un tedio indefinible. Las calles estaban orilladas de naranjos y, al fondo, se parapetaba la montaña: una montaña pelada y pardusca que le recordaba, no sabia por qué, aquellas cordilleras de cartón con que las viejas de su pueblo lejano adornaban los pesebres de Navidad.
Llegó a la plaza. Era una plaza pobre, sin jardín y sin pavimento. Los naranjos la llenaban, dándole un aspecto umbroso y cordial. Las casas circundantes eran viejas, miserables. No faltaban, en aquella plaza, paredones en ruina y terrenos baldíos. En una de las veredas, frente a una casa de altos, desparramábanse mesitas y sillas. Algunos hombres bebían y conversaban. Era "la confitería". Llegaban hasta Solís, de cuando en cuando, apagados ruidos de carambolas.
Solís se sentó en un banco de la plaza, un escaño despintado y rengo. Por la misma acera paseaban de a dos o tres, y en cabeza, algunas muchachas. Caminaban del brazo, pausadamente, con aire de abandono, y tenían, casi todas, ojos aterciopelados y melancólicos. Solís las miraba ir y venir, oyendo sus voces cálidas, su tonada provinciana. Sentía que la tristeza le abrumaba : una tristeza sutil, penetrante, enfermiza; una tristeza que le impregnaba de languidez y de recuerdos sentimentales. Se encontraba solo, terriblemente solo, ahogado por aquellas montañas enigmáticas y grises. Imaginó la desolación que le esperaba. Porque ¿cómo se habituaría él a esa existencia de provincia que veía tan estúpida, tan monótona, tan triste? Su puesto en la Escuela Normal no podría bastarle para llenar el vacío de su vida. El no amaba la profesión; sobre todo, por suponer que la condición de maestro le disminuía. ¿Qué hacer entonces? Ah, ¡ya maldecía al Destino que le trajera a este rincón del mundo! ¿Se pasaría las horas muertas, él también, jugando a las carambolas, al truco, arrastrando su hastío por las aceras de la plaza? ¡Ah Buenos Aires, Buenos Aires! ¿Cuándo podría volver, sano ya, a aquella gran ciudad encantadora donde tenía todo: alegría, amistades, ilusiones? Los faroles comenzaban a alumbrar y no quedaba una alma en la plaza.
En la casa de huéspedes le esperaban para comer. La patrona aseguraba que el caballero Solís se había extraviado, y se enfurecía con Galiani porque, según éste, era preciso ser un tilingo para perderse en un pueblo de "cuatro casas locas". Pérez, el pianista, que regresara del paseo con hambre canina, una hambre "riojana" decía, se paseaba nervioso y tartamudeaba lastimosamente.
Solís fué recibido con júbilo. Todos se precipitaron al comedor; y mientras Pérez describía lo que era capaz de engullir, doña Críspula devoraba silenciosamente rebanadas de pan. Solís pidió disculpa por la tardanza.
Durante la comida, Pérez monologó tartajosamente refiriendo su paseo a Cochangasta, un lugar pintoresco, casi en la puerta de la quebrada. Habían ido a la casa de don Molina, una casa a la criolla, con largos corredores umbrátiles y frescos y con cuartos inmensos y abandonados. Un espléndido paseo. Bailaron, contaron cuentos, jugaron a la taba. El almuerzo, opíparo: unas empanadas riojanas de chuparse los dedos, cordero al asador, tamales, vino de Andalgalá.
Terminaban de comer cuando empezóse a oír la música de la plaza. Todos se desbandaron menos Solís, que prefería quedarse. Se acostaría en seguida, pues aún le quedaba algo que descansar. Desde su cuarto oyó al poco rato conversación de mujeres. Todas se interesaban por conocerle y hacían preguntas a Rosario. El nombre de Raselda surgió varias veces. Rosario las chistaba para que se callasen. Al fin salieron, y al pasar frente a su ventana miraron hacia dentro del cuarto.
En la casa, fuera dé él, no quedaban sino las sirvientas, que se amontonaban en el umbral de la puerta. Solís, lo mismo que a la tarde, se sentó en la silla de hamaca, junto a la ventana. Pasaban grupos de muchachas que iban a la plaza. La banda tocaba el Miserere de El Trovador; cuando callaba la música, se percibía el ruidito del agua rodando tumultuosamente por la acequia vecina.