La maestra normal/Primera Parte II

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​La maestra normal​ (1921) de Manuel Gálvez
Capítulo II

Solís se sentía cada vez mas solo y más triste. Tuvo añoranzas del pasado, cuando estudiaba para maestro en la escuela del Paraná y vivía en aquel cuarto miserable con vistas al ancho río. Se acostó, pero no pudo dormir. Su imaginación divagaba incesantemente. Pensaba en mil cosas: en su largo viaje; en los pobres opas que mendigaban en las estaciones ; en las montañas inquietantes; en su incipiente tuberculosis; en Buenos Aires, cuyo re- cuerdo, a tal hora, se tornó para él agudo y doloroso. Cuando la gente volvía de la plaza aún estaba despierto. Oyó que hablaban las muchachas y se alejaban con pasos cadenciosos. Las personas de la casa entraron; sus voces resonaban en el patio, bajo la noche clara. Alguien cerró la puerta de calle; todo quedó en profundo silencio. El deseaba levantarse, salir a la calle. Luego pensó que la vida era una cosa miserable y tuvo ganas de llorar.


II


Pocos días después, a principios de marzo, se divulgó por todo el pueblo una importante noticia: había llegado de Catamarca el Director de la escuela normal. Todas las vacaciones el Director iba a Catamarca, su pueblo, para descansar, visitar a sus parientes, pasar los meses terribles del verano. Solís hubiera deseado saludarle esa tarde en la propia escuela; pero, encontrándose un poco enfermo, dejó la visita para el día siguiente. No obstante, como desde el atardecer se sintiera otro, aceptó a la no- che la proposición de Pérez, el pianista, su convecino en la casa de huéspedes, de presentarle al Director en la tertulia del boticario, una reunión escogida a la que asistía "lo más intelectual" de la ciudad. El músico aseguraba a Solís que él disfrutaba en la tertulia de sólido prestigio y que tenía, por lo tanto, autoridad de sobra para llevarle.

Y allá fueron.

La Farmacia Moderna ocupaba una esquina frente a la plaza. Ea una pieza vasta y destartalada. El piso constituía una de las principales curiosidades de La Rioja, pues lo formaban pequeños cubos de madera, de aquellos que se emplean en Buenos Aires para pavimentar las calles. En los estantes de la pared dormían, abrigados por las telarañas, grandes frascos de vidrio, la mayor parte vacíos; estaban allí, casi exclusivamente, como pretexto ornamental. El cielo raso era una tela combada hacía el suelo habitualmente; su blancura originaria, bajo una mugre de años, apenas se adivinaba. Por las noches solían oírse ruidos misteriosos al compás de los cuales se columpiaba el cielo raso: eran los ratones. Había a o largo del cuarto un mostrador cubierto de cajones con tapas de vidrio. Allí se amontonaban los artículos de más salida: las cajas de polvos, los frascos de Agua Florida, las pastillas para la tos, y, sobre todo, ciertas galletitas purgantes, feliz invención de la casa que unía a su condición agradable una rara virtud operativa. Los vidrios estaban normalmente cubiertos de polvo; dibujando en ellos con el dedo, mientras el farmacéutico preparaba las recetas, los mandadores entretenían el tiempo. En un rincón oscuro del cuarto bostezaba el empleado de la farmacia, un individuo tuerto y cachaciento que dormitaba el día entero.

Todas las noches del año se reunían en la farmacia los amigos del boticario don Numeraldo Vargas. Personas de edad, en su mayoría; gentes graves, reposadas. Conversaban plácidamente, comentando las noticias de la semana, interpretando los sucesos políticos. A veces se hablaba de libros, de autores. La reunión no duraba más de dos horas. Comenzaba en seguida de comer y concluía a las nueve y media en invierno y a las diez y media en verano. En verano, la reunión se celebraba en la vereda.

La tertulia de don Numeraldo disfrutaba de un increíble prestigio. Algunas celosas consortes soñaban con que sus maridos la frecuentasen en lugar de acudir a la confitería, donde "¡gastaban tanto!". Además, las reuniones de la confitería, sobre todo las de la noche, se hallaban muy mal reputadas. En ellas se jugaba, se bebía, se hablaba

mal de todo el mundo. En la de don Numeraldo, por el contrario, se odiaba el juego, se murmuraba sólo discretamente y no se bebía sino agua, pues don Numeraldo jamás convidó con otra cosa.

Don Numeraldo Vargas era popular en La Rioja. No se le llamaba sino don Nume. Era feo y peludo; tenía la nariz aplastada, corta, ancha, y la frente de dos dedos. Sus ojos, capirotudos y lagañosos, se perdían entre los pelos. Su barba era negra y redonda; se peinaba hacia arriba. Hablaba muy poco y sus escasas palabras salían atropelladamente, con voz confusa, como rezongando. Tenía gestos de pensador. Los chiquilines del pueblo le temblaban, y las madres, para impedir sus travesuras, les decían: "que te agarra don Nume". Pasaba por hombre sesudo y muy prudente. Su afán era apartar las conversaciones indiscretas, quitar toda aspereza a las discusiones. No se metía en política. Hacía diez años había sido Intendente municipal. Su iniciativa de mayor trascendencia fué la de los adoquines de madera. El pueblo se oponía, pero él hizo traer dos vagones para empezar los trabajos. La iniciativa fracasó y entonces don Nume llevó los adoquines a su casa y pavimentó con ellos la botica. Después se hizo opositor, pero como la gente "de la situación", amenazando con cerrarle la botica, dijera que don Nume envenenaba al pueblo, se retiró a la vida privada. Don Nume no era propiamente un intelectual. No se le conocía afición a ninguna disciplina literaria o científica. Pero a pesar de no ser un letrado, sus tertulianos no dejaban de consultarle. El se excusaba y de este modo iba creciendo la fama de su cordura. Tampoco era farmacéutico. La botica había pertenecido a su suegro, un cordobés habilidoso y vividor que tenía una hija con la cual se casó don Nume. Al morir el boticario, su hija heredó la farmacia. Don Nume colocó un mostrador, compró los frascos grandes y, con entera convicción, le puso el nombre de Farmacia Moderna.

Esa noche salió temprano a la vereda. Como había luna, apagó la luz de la botica. En la plaza, en las calles, los faroles no habían sido encendidos. Bajo los árboles se movían pesadamente algunas figuras. Hacía un fuer- te calor. Se adivinaba, en las veredas, plácidas reuniones familiares. Pasaban hombres con el chaleco desprendido, abanicándose con el sombrero de paja. La luna plateaba un trozo de la iglesia en construcción y daba a las calles una blancura de papel. Don Nume sacó varias sillas y se sentó en una. Luego tomó el palillo de dientes que llevaba detrás de la oreja y comenzó a escarbarse. Así esperaba siempre a sus tertulianos.

Antes que. todos, inexorablemente, llegaba el Director. En toda La Rioja no se empleaba otra palabra para designar al profesor Ambrosio Albarenque, "reputado pedagogo" que llevaba cuatro años en la dirección de la escuela normal de maestras. Era de mediana estatura, flaco, huesoso. Tenía el rostro chupado, lleno de puntas y de color amarillento. Caminaba con los pies abiertos en ángulo obtuso y tenía un andar ceremonioso, pisando primero con los talones. Padecía de una tenaz dispepsia flatulenta. Acosábanle los gases, y su cara, sin duda por esto, exhibía cierta expresión de recogimiento: pensaba en ellos. A causa de esta enfermedad y de los catarros intestinales, usaba sobretodo tanto en invierno como en verano. Tenía modales distinguidos. En todas las cosas de su vida era extremadamente ordenado, grave, solemne. Pasaba su existencia preocupado con los métodos de enseñanza; su afán de minucias y formalidades era una enfermedad. Sus enemigos aseguraban que vivía con arreglo a sistemas pedagógicos. Hombre pulquérrimo, jamás se le oyó un terno ni una palabra de sentido dudoso. Cuando algún audaz contaba en su presencia cuentos verdes, él, si no encontraba pretexto justificado para retirarse, fingía no oír. No decía lavativa sino enema, y juzgaba una grosería que se hablase de enfermedades del estómago, del intestino y de otras, refiriéndose pormenores.

Como todo perfecto pedagogo, el Director era anticlerical y positivista. Declaraba su indiferencia hacia todas las religiones, pero en el fondo tenia un odio secreto, subterráneo, a la Iglesia católica Su positivismo había pasado una época pintoresca. Se decía que al llegar a La Rioja usaba para su correspondencia privada el calendario comtiano: mes de Esquilo, mes de Shakespeare. Las bromas de algunos insolentes le obligaron a abandonarlo. El catecismo de Comte y la pedagogía de Torres eran para él lo único fundamental en los conocimientos humanos. Por esto, allá en su interior, despreciaba a los tertulianos de don Nume, y si a veces aceptaba discutir con ellos era sólo por cortesía.

— Son hombres atrasados, espíritus metafísicos — solía decirle a don Nume confidencialmente.

Don Nume reconoció desde lejos al Director y salió a su encuentro con los brazos abiertos.

—¡Mi amigo! — exclamó casi gruñendo.

El Director, sonriendo imperceptiblemente, se dejó abrazar, y, sin decir una palabra, fué a ocupar su silla. Era el asiento de preferencia: una vasta silla de hamaca que don Nume colocaba para el Director. Como a causa de su enfermedad el Director no podía permanecer en la vereda, sentábase dentro de la botica. Don Nume, para acompañarle, ponía su silla sobre el umbral.

— ¿Y la salud? — preguntó don Nume con interés casi paternal.

Instintivamente, antes de contestar, el Director se llevo la mano al estómago. Después se quejó del agua de Catamarca, de los calores que hizo en todo el verano, del viaje. Estaba lo mismo. O tal vez peor; sí, un poco peor. Ahora pensaba volver al método en las comidas, privarse de carne, suprimir todo excitante.

— Método — decía, — todo es cuestión de método Don Nume insinuó que tal vez el amigo Director hubiera extrañado la vida de la escuela, siempre tan variada, tan interesante, sobre todo para un pedagogo "de campanillas" como él era.

— La escuela, señor don Numeraldo, debía ser agradable, pero... ¡esa gentuza!

Se refería a los profesores, a quienes odiaba pedagógicamente. Eran unos ignorantes, unos desaforados. El Ministerio no debía oírlos jamás. Los peores eran esos abogados sin pleitos, esos médicos sin enfermos, que tomaban las cátedras como vulgares empleos. Carecían de preparación pedagógica, de espíritu profesional; no querían estudiar la metodología sin lo cual era imposible llegar a ser un buen maestro. ¡Ah, si él pudiera! Y explicó a don Nume su ideal Puna escuela independiente, con maestros elegidos a su gusto, formados por él mismo, una escuela donde su autoridad estuviera robustecida y sostenida por los superiores; una escuela científica, donde se aplicaran las últimas conquistas de la pedagogía, que fuese un crisol donde se ensayaran los nuevos métodos y una pepiniera de hombres libres...

— ¿El qué? — preguntó don Nume.

— Una pepiniera de hombres libres, una pepiniera...

— Ah, sí, sí — exclamó el boticario, como si hubiera entendido.

Quedaron en silencio.

Don Nume refirió luego, con cierto misterio, que había llegado el nuevo maestro, un joven Solís. Parecía un "mozo bien": decente, estudioso, intelectual.

— Será como todos, — susurró débilmente el Director incomodado por el flato.

El ya no esperaba nada de estas generaciones degradadas, insolentes, que estaban surgiendo. Y el Ministerio, en lugar de nombrar a las personas que él proponía, le enviaba esos mequetrefes que no servían para nada. ¡Así andaban las cosas! ¡Ah los hombres de Buenos Aires! Mistificación y mistificación.

Y decía estas palabras con sonrisa desdeñosa, torciendo la boca.

En este instante aparecieron Pérez y Solís.

Pérez saludó con afabilidad exagerada y presentó a su amigo haciendo de él grandes elogios. Solís se puso a las órdenes del Director. El no ejercía desde hacia algunos años, mas esperaba llegar, con buena voluntad, a ser un maestro discreto. Iba a seguir hablando, pero el Director le interrumpió.

—Dejemos estas cosas para tratarlas mañana en la escuela — dijo en tono seco y autoritario que dejó a Sólís un tanto cortado.

Los recién venidos ocuparon las sillas de la vereda. La luna llena comenzaba a rodearse de un halo amarillento y opaco. En la plaza, dentro de la sombra que bajo la arboleda se espesaba, movíanse algunos vestidos claros. Voces femeninas traían fragmentos de palabras. Los puntitos de luz de los cigarrillos interrumpían, por instantes, la ancha sombra. Los pocos carruajes que se estacionaban frente a la confitería, se alejaron. La montaña se destacaba, morada y maciza, sobre el fondo claro del cielo.

Hablaron de los calores que hacía, de los pequeños progresos de la ciudad, de algunas cosas que ocurrieron en ausencia del Director. Era una conversación apagada y fría. Inútilmente trataba Pérez de animarla. Pero ¿dónde hallar un tema interesante? Solís sentía el retorno de aquella lasitud que le invadía casi diariamente, desde su llegada a La Rioja. Se preguntaba si serían así todas las conversaciones, si no habría algo que satisficiera a su espíritu. Deseaba que llegaran otras personas, esos "intelectuales" a que aludió su amigo con ironía. Luego se habló del Paraná, en cuya escuela normal habían estudiado, aunque en épocas distantes, el Director y Solís. El recuerdo del Paraná transformó a Solís. Tomó él la palabra y habló largo rato de su ciudad natal, de los paisajes que la rodeaban, del río en cuya belleza enorme y salvaje había aprendido a sentir la poesía de la naturaleza. El Director parecía dar poca importancia a eso. Recordó la antigua escuela, tuvo frases de veneración para Torres, su viejo maestro, y suspiró. Luego dijo:

— De la escuela del Paraná salían en aquellos tiempos verdaderos educacionistas. No cómo éstos de ahora...

Don Nume escuchaba religiosamente.

Pérez, que se había levantado y se paseaba por la vereda con las manos en los bolsillos, entró en la botica y dirigiéndose en la oscuridad a uno de los frascos grandes, sacó una pastilla que se zampó en la boca. Don Nume , inquieto, le había seguido con la mirada. No le gustaban tales familiaridades, pero no dijo una palabra.

De pronto, la figura enorme de don Nilamón Arroyo tapó la puerta de la botica. El doctor Arroyo, mejor médico de La Rioja, era uno de los tertulianos habituales de don Nume; raras veces faltaba. Era corpulento y barrigón. Tenía la cabeza en punta, pies y manos monumentales, el cabello escaso y gris, los ojos pequeños y movedizos. El bigote se le caía, no usaba barba y parecía poco propenso a afeitarse. Su ropa estaba siempre llena de caspa y de manchas. Fumaba en pipa. Sus maneras eran desprovistas de afectación, muy "a la que te criaste". Vivía solo, en un caserón frente a la plaza. Había perdido a sus dos hijos y, recientemente, a su mujer. Esta desgracia le abatió mucho, pero él la soportó con resignación. En la escuela era el más querido de los profesores y uno de los más dedicados a sus cátedras. Enseñaba las ciencias naturales. Fué el único que lograra resistir las imposiciones del Director, quien, como le temía, sobre todo a causa de su espíritu burlón, no se atrevió a ejercer con él sus procedimientos habituales. Hombre virtuoso, hasta el punto de no haber dado jamás el menor motivo a la murmuración, era, sin embargo, muy tolerante para con los defectos ajenos. Católico, cumplía sin ostentaciones los deberes de la religión. Su único defecto era el ser mal hablado. Empedraba su conversación de palabras feas. Cada terno que echaba en las reuniones de la botica tenía un eco de malestar en la metódica pudibundez del Director. También era exagerado y algo mentiroso. A él todo le había ocurrido y se aplicaba a sí mismo los cuentos que narraba.

— ¡Hola amigazo! — exclamó el recién venido sacudiendo la mano del Director. — ;Y cuándo llegó? Yo no sabía nada.

Pérez presentó a su amigo sin cesar de tartamudear.

El médico sacó una silla a la vereda y, desprendiéndose el chaleco y bufando de calor, se repantigó. Se limpió el sudor de la calva con su enorme pañuelo, resopló varias veces y, abanicándose con el sombrero de paja, descolorido y deformado, exclamó:

—¡Gran bruta, qué día!

Le hablan asegurado que en el ihotel, bajo el corredor, a la sombra, naturalmente, hubo esa tarde cuarenta grados. Era "una cosa bárbara". Después los porteños pretendían que ellos fuesen activos, que trabajasen, y los llamaban "calandangudos" porque se pasaban las horas panza arriba. ¡Como si pudiera hacerse otra cosa con temperatura semejante!

—Y a todo esto — agregó, — yo ¡de parto!

—¿Usted? — preguntó Pérez socarronamente.

—Muy vieja la gracia, hijito — le contestó, pinchándole con el dedo en la barriga.

Y dirigiéndose especialmente a don Nume:

— Filomena Ramírez, que ha abortado hoy en Sanagasta a las dos de la tarde. ¡Mire que ocurrírsele parir en tal día y a tal hora!

Pérez dijo que no admitía las quejas de don Nilamón; ya sabían todos que a él le gustaba hacer esos servicios, sacrificarse por los demás.

Don Nilamón, en efecto, vivía sacrificándose por todo el mundo. Había asistido de balde a tres generaciones enteras. Aunque no poseía fortuna, ni siquiera un pasar, jamás quiso presentar la cuenta a sus clientes. El médico, según él, era un sacerdote y envilecía su profesión todo el que no prestaba sus auxilios gratuitamente. Ricos o pobres, arhigos o desconocidos, todos eran iguales para don Nilamón. Sacó al mundo, con el placer que anega- ba su alma en cada caso, varias generaciones humana?. Atendía a las parturientas como si fuesen de su familia, y si era preciso pasar la noche en la casa no aceptaba cama; dormía sobre un sofá cualquiera para hallarse pronto en las urgencias. Si moría el enfermo, don Nilamón continuaba al lado de sus deudos dándoles su consuelo. Pagaba a los pobres los remedios; para ello tenía una cuenta en la botica de don Nume. Si bien ya no estudiaba, conservaba un raro don de acertar; por ello tenía fama extraordinaria y, entre el pobrerío, cierta reputación de persona inisteriosa. Le incomodaba que le tuviesen por servicial y generoso. Y así, contestó a Pérez refunfuñando:

—¿Que me gusta hacer servicios? ¡Una polaina! ¡Qué sonsera!

En esto Pérez, mirando a un individuo que atravesaba la calle en dirección a la botica, exclamó:

—¡Miren quien viene!

— Salud, amigo Palmarín — dijo don Nilamón.

Palmarín fué presentado a Solís. Era un muchacho como de veintisiete años, flaco, largo, lleno de granos, con la boca de oreja a oreja. Vestía un traje de brin blanco que debía ser eterno por lo encogido. Los pantalones le quedaban "por media pierna" y el saco no le cubría bien lo que todo saco decente debe cubrir. Iba acollarado por un cuello monumental; llevaba una larga y policroma corbatita y el sombrero en la nuca. Caminaba cómo si fuera pisando huevos, levantando los pies apenas tocaban el suelo. Tenía aspecto de caricatura y pasaba por el bromista del pueblo. Al llegar el día de los Inocentes todo el mundo temblaba. ¿Qué inventará Palmarín? Su broma preferida consistía en pedir, con cualquier pretexto justificable, cinco pesos. prestados, y cuando se lo daban, decía: "la inocencia, te valga", reía con su bocaza de tal modo que por poco se le veía hasta el estómago, y se quedaba muy fresco y con los cinco pesos. Pero sus bromas no se limitaban al día de Inocentes. Una vez, cuando en la botica inventaron o introdujeron — nunca se pudo esto saber — las galletitas purgantes, Palmarín, el único que estaba encerado, compró cierta cantidad y se fué con ella a la confitería. Dijo que las había traído de Buenos Aires su cuñado, quien había llegado esa mañana; él las llevaba a la confitería para recomendármelas al patrón. Eran muy ricas, estaban de moda en Buenos Aires. Todos se atracaron de galletitas. Y se dice que esa tarde, con gran asombro de sus directores!. hubo de agotarse la edición de El Constitucional. Palmarín era profesor de francés en el colegio. Cuando le nombraron, sabía tanto de francés, según las malas lenguas , como de sánscrito. Los muchachos le hacían preguntas comprometedoras; pero él jamás perdió el ánimo. Para todo tenía respuesta; resolvía las dudas ortográficas preguntando a toda la clase y poniéndose de parte de la mayoría. No gastaba en cigarrillos; los pedía, insensible a las sonrisas de los circunstantes, diciendo que los olvidó en su casa, en el otro saco.

— ¿Ha visto, señor Director — preguntó con sorna Palmarín — lo que dice El Constitucional de esta tarde?

—No leo papeluchos ni pasquines — contestó el Director con sequedad y firmeza y apretándose el hígado con una mano, pues esa noche le incomodaban los gases.

Palmarín era uno de los más temibles enemigos del Director. Le combatía con saña, con refinamiento. Palmarín no tenía motivo personal para odiarle, pero sucedía que entre el colegio y la escuela existía una vieja rivalidad, que el Director había contribuido a aumentar. Palmarín le detestaba en nombre del colegio, en nombre de la ciencia libre, "de la alta cultura", pues la escuela, según él, era la encarnación de la ciencia dogmatizada y pedagogizada. El Director, a su vez, sentía repugnancia por un establecimiento donde los métodos no se tenían en cuenta. Además, el colegio era, según el Director, "un antro de inmoralidad, una podre". Los muchachos del colegio conocían todas las corrupciones. Iban a la confitería, jugaban al billar, andaban siempre detrás de las muchachitas y algunos hasta solían ir a ciertos ranchos. Se estacionaban insolentemente, sin respeto a la autoridad del Director, en la esquina de la escuela para ver pasar a las niñas. "Ligaban" con ellas y trataban de seducir a las más humildes. Pues las autoridades del colegio, indiferentes, ni intervenían para cortar tales escándalos ni le dejaban a él intervenir. Palmarín se complacía en soltar pullas contra la escuela. Era el único hombre en la ciudad que carecía de todo respeto hacia el Director. En su presencia contaba cuentos verdes, que don Nilamón aplaudía; relataba las diabluras de los alumnos del colegio, lo que exasperaba al Director; y hasta se permitía de vez en cuando hacerle víctima de sus bromitas. Una de sus burlas habituales consistía en publicar en El Constitucional sueltos anónimos en los que criticábanse abusos o escándalos de la escuela. Después, a la noche, se presentaba en la botica y, en las narices del Director, los leía solemnemente, declamatoriamente.

Las palabras del Director le hicieron declararse ofendido. El Director, que era de otro pueblo, insultaba a La Rioja. El Constitucional era el periódico más serio, mejor informado que desde hacía muchos años hubo en la ciudad. Estaba bien escrito, publicaba telegramas auténticos de Buenos Aires, y aparecía tres veces por semana. La importancia de Él Constitucional no podía ser negada sino por mala fe. Era con relación a La Rioja lo que La Nación o La Prensa con relación a Buenos Aires.

—Es nuestro gran órgano, señores — clamaba Palmarín en la vereda, de pie, con el sombrero en la mano, y agitando el periódico que había sacado del bolsillo. Y como nadie le seguía en su indignación, agregó, con tono persuasivo:

— El Director nos ofende en el alma afirmando que nuestro mejor diario, el diario de que nos orgullecemos, es un miserable pasquín y que este noble pueblo...

Se interrumpió para mirar a todos como pidiendo aprobación.

— ...que este pueblo tan noble, señores, no merece otra cosa...

El Director, con voz flaca, pidió la palabra.

Sin duda ese joven — así designaba a Palmarín por no nombrarle y por no hablar con él directamente — no le había oído bien. El no dijo nada de eso. Recordó sus palabras textuales y aseguró que en ellas no había ofensa ninguna para el pueblo riojano. Volvía a repetir que El Constitucional era un papelucho.

Palmarín preguntó a los tertulianos si creían efectivamente, y según afirmaba con malevolencia el Director, que El Constitucional fuese un papelucho. Pérez confesó que a él le divertía enormemente. La vida social era una delicia, sobre todo cuando había acrósticos, siluetas crónicas de casamientos. La parte política no le satisfacía del todo. Ponían demasiada pasión.

— Quie. . . quie. . . quie. . . ren hacer tab. . . bla rasa de las instituciones — exclamó Pérez indignado y pegándole con el codo a Solís.

Don Nilamón, que se complacía en contradecir al Director, manifestó que a él le gustaba El Constitucional. Era un periódico sin pretensiones, meritorio, sensato. Escribía en él Araujo, Miguel Araujo, un muchacho inteligente, sesudo.

—Y usted don Numeraldo, ¿qué opina? — preguntó Pérez.

—¿Eh? Este...

Don Nume reconcentró todas sus potencias y se abismó en la hondura de su pensamiento. Palmarín quiso decir algo, pero don Nume lo evitó, levantando la mano como quien ataja un carro.

Pensó un minuto más y luego, acentuando sílaba por sílaba, preguntó:

—¿Qué dice esa hoja?

—Muy bien dicho — agregó Pérez. — Vamos a lo interesante.

Palmarín comenzó por pedir un cigarrillo. Había dejado los suyos en la confitería, sobre una mesa; Solís se lo dio. Luego Palmarín desdobló el periódico solemnemente. El Director se repantigó en su silla con supremo desdén y se puso a mirar el techo como quien resuelve hacerse el sordo. Palmarín no veía las letras a causa de la oscuridad, pues la luz de la luna era insuficiente para tal objeto. Pérez encendió un fósforo y le iluminó el papel, operación que repitió varias veces, lleno de aspavientos al quemarse los dedos, hasta el fin de la lectura. Palmarín, haciendo valer todas las palabras, con voz lenta y en tono misterioso, leyó el suelto siguiente: "Educacional. Circulan alarmantes díceres sobre gravísimas inmoralidades ocurridas en la escuela normal. Se afirma que el protagonista en uno de los escándalos más sonados es un profesor de la casa. ¿Por qué no interviene el gobierno provincial denunciando al de la Nación tales enormidades que son mengua y desdoro de la cultura de este pueblo? Las autoridades del establecimiento nada hacen para detener el mal y viven absortas en sus métodos y pedagogías. En cuanto a la oligarquía que nos gobierna, ya sabe el pobre pueblo que nada puede esperar de ella. Es preciso que el Ministerio nacional ordene una prolija investigación. Parodiando al poeta, diremos que algo huele a podrido en Catamarca".

—¡Qué bagual! — exclamó don Nilamón riendo a carcajadas y dando patadas en el suelo. — ¿En Catamarca, dice, che?

— Así dice— contestó Palmarín como si tal cosa, después de cerciorarse en el periódico.

— Pero, ¿y por qué en Catamarca? — preguntó Solís.

— Yo creo que es una alusión al Director que es catamarqueño.

— ¡Claro, hombre, qué más iba a ser! — decía don Nilamón, riendo con todas sus ganas.

— Muy bueno, muy bueno — tartamudeaba Pérez mientras el Director le fulminaba con los ojos.

La lectura había producido e] efecto que Palmarín deseara. Don Ntime, consternado, no pensaba sino en utilizar su prudencia y su seso a fin de impedir todo acaloramiento intempestivo. El Director, por primera vez en ese verano, sudaba a mares. De buena gana hubiera abofeteado a Palmarín, pero pensaba que, felizmente, había pasado la edad de la barbarie, los tiempos metafisicos de violencias y supersticiones. Se hamacaba en su silla con señoril calma, mientras los gases se le multiplicaban por el disgusto. Miraba a sus contertulios con desprecio, incluso a Solís cuyas sonrisas había ya notado.

—Y... ¿de qué se trata, señor Director? —preguntó Palmarín con la mayor naturalidad.

El Director lo miró indignado. Tenía deseos de levantarse, de hacerse el desentendido, de insultar a Palmarín. Prefirió contestar, pensando que, aunque fuese a costa de su salud, no vendría mal poner los puntos sobre las íes. Y con la voz aflautada por la ira, levantando el dedo, profirió solemnemente: —Debo advertir a ese joven que el Director de la Escuela normal de maestras, profesor Ambrosio Albarenque, no necesita las indicaciones de los periódicos para cumplir con su deber.

Palmarín explicó. El no dudaba de la diligencia del Director en los. asuntos de disciplina y moralidad.. Había oído decir cosas atroces, que él no creía, ¡qué esperanza! Y si deseaba saber la verdad, la entera verdad, era para refutar a los maliciosos. Se consideraba amigo del Director, vivía como él consagrado a los afanes de la enseñanza y no quería que circulasen falsas noticias sobre un establecimiento de educación. Era cuestión de patriotismo.

—Ustedes saben que los diarios cambian a veces las cosas...

—¿Y qué has oído? — preguntó don Nilamón.

— Les contaré... — dijo tomando una silla y sentándose.

Decían que una celadora había patrocinado las relaciones ilícitas de un profesor y una alumna de cuarto año; que varias alumnas se hallaban en cinta y asistían a la escuela "exhibiendo el fruto pecaminoso"; que más de una niña acudía por las noches a verdaderas orgías que se celebraban en los ranchos....

El Director pidió la palabra.

— Todo cuanto se acaba de decir es un tejido, una red de mistificaciones y de inexactitudes. Me explicaré. Pero procedamos con método.

Hablaba con parsimonia y firmeza. Pero estaba nervioso. Las acusaciones se referían a hechos ciertos, aunque modificados por los calumniadores. Tenía la razón de su parte y previendo su triunfo dejaba asomar a veces una sonrisa. Su frase salía correcta, pulcra, lenta, Accionaba discretamente con el brazo derecho y formaba un cero con el índice y el pulgar.

— Sí, señores; vuelvo a repetir que nada de ello es exacto.

La celadora a que sin duda se refería el suelto era una mujer excelente, una persona casi ejemplar. Mujer ya entrada en años, con largo tiempo en la escuela, muy celosa en el cumplimiento de su deber. Lo que había sucedido era lo siguiente: Hacía seis meses, no tanto, sólo cinco y medio, una alumna de familia humilde, parienta de la celadora, había comenzado a aceptar los "vergonzosos" galanteos de un profesor. La celadora se irritó por tal audacia e impudor, e impulsada por el deseo directorial amonestó a la "incauta niña". Pero ésta no cambiaba de conducta, y la dirección se vio obligada a expulsarla. En cuanto al profesor, había sido apercibido mediante una severa nota. En las vacaciones, y no siendo ya alumna de la escuela dicha niña, el profesor continuó cortejándola. Se había dicho por ahí que entró una noche en la casa y en el cuarto de la muchacha. No constaba que fuese exacto pero ya se habían iniciado las averiguaciones necesarias. De todas maneras, por nota de la fecha, se solicitaba al ministerio la destitución del profesor.

—Esto es lo que hay respecto al primer punto. En cuanto a las orgías...

—¡Qué orgías ni qué badajo! — interrumpió don Nilamón, que no podía más.

Y levantándose furioso, golpeando el suelo con el bastón, increpó al Director.

—¿Con qué derecho se entromete en la vida privada de sus profesores? Si la muchacha no es ya alumna de la escuela, ¿qué le importa a usté lo que el profesor haga con ella? ¿O quiere usté que sus profesores sean castos como las camisas de sus colegialas?

Y volviéndose a la vereda se sentó refunfuñando. Luego esgarró y envió la escupida como un balazo, hasta el medio de la calle.

—Los profesores —repuso el Director dogmáticamente— deben ser ciudadanos modelos.

—¡Bah, bah, bah, músicas! — decía don Nilamón, abanicándose violentamente con el sombrero.

—Si ellos —continuó el Director— se conducen incorrectamente, los jóvenes, sobre todo, en estos pueblos donde todo se sabe, ampararán sus vicios en los ejemplos que vienen de arriba.

Y agregó, triunfante, mirando de reojo a Palmarín:

— Por eso si el colegio nacional parece... una cueva de corrompidos, ¿a qué se debe sino a la inmoralidad de aquellos que debieran ser inmaculados?

Palmarín protestó. Él no era un San Luis Gonzaga, pero tampoco un corrompido. Quería defender al colegio de "las calumniosas y antipatrióticas imputaciones" del Director, demostrar que allí se respetaba el decoro y la moral, convencer al Director que...

—¡Silencio, mocoso! — interrumpió don Nilamón. — ¡Basta de barbariar!

Palmarín, habituado a las expresiones de don Nilamón, que le había visto nacer, lejos de darse por ofendido, dejó la palabra al médico.

Don Nilamón se desató. Parecía que cuanto iba diciendo lo tenía guardado desde hacía mucho tiempo y que aprovechaba la oportunidad para desahogarse. Hablaba a borbotones, atropellándose, dando manotadas. Se levantaba, se sentaba, se abanicaba furiosamente. De cuando en cuando se volvía, para escupir hasta el medio de la calle. Amenizaba su oratoria con gran gasto de ternos que incomodaban al Director casi tanto como sus gases.

—La escuela no debe invadir el hogar, señor Director; es el hogar, en todo caso, lo que podría invadir la escuela. Antes, los directores de colegios jamás pretendieron reglar la conducta privada de los maestros. Todas estas novedades las ha traído el normalismo, ¡badajo!

Y empezó a despacharse contra el normalismo.

El Director pasaba momentos de angustia; los gases le ahogaban. Sentía frío, aunque la noche era sofocante, y tuvo que ponerse el sobretodo. A cada rato miraba el reloj. En cuanto a don Nume, ni veía ni oía. Su sola preocupación era que llegase el momento oportuno para ejercer su prudencia, desviando la conversación hacia un tema menos enojoso. —¡El normalismo es la peor plaga que puede invadir a un pueblo joven! — clamaba don Nilamón.

En el orden de la cultura el normalismo significaba el predominio de la enseñanza primaria sobre la universitaria, la muerte de los altos estudios, la desaparición de aquella aristocracia cultural que se llamó el humanismo. Con la invasión de los pedagogos y los primarios, verdaderos primarios, ya no se quería que el país tuviese sabios, escritores, artistas, filósofos, humanistas: sólo querían tener escueleros. ¡Escuelas y más escuelas! pedían los bárbaros en coro y combatían la creación de nuevas universidades. Lo que interesaba a los políticos, a los mediocres, al periodismo, era que todas las gentes del país supiesen leer: hasta el pobre arriero de la montaña, hasta el indio de ojota. ¡Enseñar a leer a gentes que no han de leer en su vida! ¿Para qué les servirá eso? En cambio les servirá oue haya en su provincia algunos hombres de gran saber y talento. Estos harán construir caminos, puentes, contribuirán a mejorar las condiciones de la vida. La gloria de los pueblos no dependía de que el rebaño supiese leer, sino del valimiento de algunos de sus hijos.

—Estamos en una era científica — sentenció el Director.

— Mediocre querrá decir — contestó el médico.

Y continuó con el normalismo, que propendía, según él, a la más pretensiosa [sic] forma de cultura. Un poquito de todo, pero, eso sí, todo muy bien ordenado y encajado en la cabeza. En el orden de las instituciones, el normalismo llevaba a la anarquía. Enemigo de la familia, por idiosincracia y rivalidad de predominio, prescindía por completo de la autoridad paterna. Todo era el maestro, "la señorita". Había libros de lectura para las niñitos, escritos por pedagogos, donde en las trescientas páginas no se nombraba una sola vez ni al hogar ni a los padres. En su pedantería cientificista, los pedagogos eran enemigos de la libertad de enseñanza. Si por ellos fuese, se llegaría al monopolio por el Estado. Ellos quisieran que el Estado se apoderara de los niños en cuanto salen del vientre de las madres para educarlos en común. ¡Iniquidad más grande! ¡Privar a un padre del derecho de educar a su hijito, de plasmar su inteligencia, de formar su espíritu, de inculcarle las ideas y creencias que él cree mejores y que considera lo único fundamental de la vida!

—¡Inexacto! — exclamó d Director amagando un gesto oratorio. — Los profesores no pretendemos semejantes cosas. Ha dicho Comte...

— Permítame, señor — terció Solís. — Soy maestro y puedo afirmar que tales opiniones son comunes entre nuestros colegas.

—Claro que lo son, ¡qué badajo! — apoyó don Nilamón.

En lo moral ocurría algo peor. Como el normalismo era laico, anticlericall y dogmático, no admitía la moral basada en principios religiosos. ¿Con qué la reemplazaba? Más o menos con las mismas reglas morales, pues no las había mejores, pero basadas en nada, en el criterio de los hombres. Edificio sin cimientos, claro era que se derrumbaba fácilmente. Las muchachas, a quienes en diez años no se les había inculcado los principios religiosos, se encontraban indefensas. La pedantería normalista hablaba de educar la voluntad frente al catolicismo que, según ellos, sólo cultivaba el sentimiento. ¡Y qué voluntad ni qué ocho cuartos, badajo! Era ignorar a nuestras mujeres, no ver que en aquellos pueblos donde hacía tanto calor no podía haber voluntad que valiera. Las pobrecitas muchachas, tan tiernas, tan buenas, tan débiles, creían que podían confiar en sí mismas, según la doctrina de la escuela. Y si alguna vez se hallaban en un momento difícil, no contaban con un Dios a quien temer, ni siquiera con un infierno que les evitara la caída.

— ¡La... da... verdad! — exclamó Pérez. — Habló co... co... mo un libro.

El Director reconoció que los hechos eran exactos. Pero ¿en dónde estaba la culpa? En la enseñanza anticuada, en los prejuicios. Si se practicara la coeducación áe los sexos, si se enseñara minuciosamente la reproducción las niñas no tendrían curiosidades malsanas que...

—¡Bah, bah, bah! ¡Pamplinas!

¿Qué era la coeducación de los sexos y la enseñanza de la reproducción? Imaginaciones de vulgares ninfómanos, nada más. Había mujeres tan viciosas que sentían placer sexual escribiendo en favor de esas teorías.

—Y dígame — continuó don Nilamón: — nosotros los hombres conocemos desde muchachos todos los misterios habidos y por haber. ¿Y qué? ¿Acaso dejamos de sentir curiosidades, como dice usté? Al contrario, hombre, nos gusta más, ¡qué badajo!

—Muy bueno, muy bueno — repetía Palmarín abriendo la boca de oreja a oreja.

— El doctor Arroyo nos tiene poca simpatía a los normalistas — dijo Solís sonriendo.

— Individualmente no; tengo infinidad de amigos normalistas.

Lo que "le daba en los nervios" era el sistema. Ah, y faltaba lo más divertido: la literatura de los normalistas. Desde el punto de vista estético el normalismo significaba la orgía del mal gusto, la apoteosis de la pedantería, el lugar común convertido en sistema. Los maestros literatos carecían de cultura clásica y escribían en un estilo desorbitado, pretensioso, hueco y cursi. En ciencia, el normalismo conducía a las pseudociencias, a las ciencias "de macaneo": como la sociología, la psicología experimental.

— ¿Me permite, doctor Arroyo? — preguntó Solís.

— Cómo no, mi amiguito, diga lo que quiera.

Solís declaró que él, aunque maestro normal, estaba de acuerdo con don Nilamón en cuanto al espíritu del normalismo. ¿Pero no creía el doctor Arroyo que se encontrarían análogos o peores defectos analizando el espíritu de la medicina o de la abogacía, por ejemplo?

— Es probable — contestó don Nilamón naturalmente.

Para Solís no había duda alguna. La práctica de una profesión acaba por modelar a quienes la ejercen en un sentido casi siempre opuesto al verdadero espíritu de la profesión. Nada más noble que la ciencia del Derecho, pues tiene como fin defender la justicia. Sin embargo, nada más innoble y utilitario que el ejercicio de la abogacía. Los abogados eran en su mayoría hombres sin ideales, sin moral, sin sentimientos. Un abogado valía más cuanto más experto era en las triquiñuelas del oficio. ¿Y los médicos? ¿Y los sacerdotes?

— Por ahí, por ahí — dijo el Director señalando con el dedo.

— Los profesores normales — continuó Solís — más que los maestros, son algo pedantes.

Creían ser sacerdotes de la ciencia, pensaban que sólo ellos eran capaces de enseñar, como si el enseñar no fue- se, más bien que un don, una aptitud personal. Pero don Nilamón atribuía demasiada importancia a la escuela en la formación de nuestro espíritu.

Y exclamó, con acento casi declamatorio:

— Es la vida, la vida múltiple y compleja, lo que en realidad forma el carácter y el espíritu.

— Inexacto, inexacto — clamaba don Nilamón.

El Director estaba escandalizado por las palabras de Solís. En su vida había oído una herejía mayor. Se llevaba las manos a la cabeza, gesto que reservaba para las grandes ocasiones. Quería refutar a Solís, aniquilar a ese mequetefre, demostrarle que era un ignorante y un botarate, pero todos hablaban a un tiempo y era imposible hacerse oír.

— Escúchenme, óiganme dos palabras — imploraba.

Pero nadie le tomaba en cuenta. Don Nilamón se había trenzado con Solís, que estaba apoyado por Palmarín y Pérez. En cuanto a don Nume, se hallaba aturrullado. Jamás hubo en su tertulia discusión tan acalorada. Hasta se levantó de su asiento tratando de calmar a los contendientes.

— Nilamón, Pérez, vamos a ver — rogaba. — ¡Esto es un burdel!

Por fin el Director consiguió que don Nume le oyera.

¿De dónde sacaban estos jóvenes doctrinas tan erróneas? La escuela era todo, absolutamente todo. Así pensaban los más insignes pedagogos. Y con razón. Lo esencial eran los cimientos, el punto de partida, el primer impulso. La dirección de una pelota dependía del movimiento del jugador: no se desviaba del camino que aquel le había trazado. Y el jugador era aquí la escuela.

— El hogar, la familia — le gritaba Pérez, que, como se había puesto nervioso con la discusión, tartamudeaba lastimosamente.

Y se metió a contar su vida, su educación. Sus maestros de primera enseñanza fueron unos pobres diablos. No aprendió nada con ellos. En el colegio nacional, donde cursó tres años, jamás se le ocurrió a nadie que él pudiera tener aptitudes artísticas. Sin embargo, un tío suyo vio claro. Se empeñó en que estudiara música, le costeó los estudios. En cuanto al carácter él salía a su madre, absolutamente a su madre. No debía "ni medio" a la escuela. Era su madre quien le había formado.

—¡Ah, la vida, la vida es la gran educadora! — repetía Solís.

Y si no, ahí estaba su caso para probarlo. Diez años de escuela normal no influyeron para nada en la formación de su espíritu. En cambio, los sufrimientos, la miseria, los años de Buenos Aires, donde conoció "toda clase de vida", le habían hecho tal cual era.

—¡Toda clase de vida! — exclamaba melancólicamente acariciándose el rostro.

— La escuela es todo, señor — sentenció el Director medio ronco y levantando su dedo amenazante.

Iame de la vi! — le contestó Palmarín, queriendo decir jamais de la vie, pues desde que era profesor de francés gustaba largar frasecitas en dicho idioma. — ¡Iame de la perra vi! — repitió.

Y se trenzaron. El Director, en actitud casi hierática, afirmó que los jóvenes no tenían derecho para tratar estas cuestiones. Ellos apenas comenzaban a conocer el mundo, no habían estudiado, no había vivido. Palmarín y Pérez se pusieron furiosos.

—¡No vale la pena, hombre! — gritaba don Nilamón desde la vereda. Estaban gastando saliva "al santo cuete". No se iban a convencer.

Y agregó, dirigiéndose a dos personas que se habían detenido en la puerta:

—¡A buena hora! No saben lo que han perdido.

Todos callaron al ver a los recién llegados. El Director se sentó, tocándose el estómago. Pérez aprovechó para apoderarse de otra pastilla de goma y engullírsela. Sólo Palmarín quería seguir discutiendo. Acabó por calmarse pidiendo un cigarrillo a Solís. Las suyos los olvidó en su casa.

— Se les saluda, cabaleros — dijo uno de los recién llegados, entrando en la botica y dando la mano al Director y a Solís.

Era don Eulalio Sánchez Masculino. Don Eulalio estaba considera como uno de los tertulianos de mayor volumen, pero sólo acudía a la botica hacia fines del mes. Las demás noches las pasaba en la confitería. Era muy alto, tenía d pelo casi colorado y un rostro de foca singularísimo. Su nariz enorme estaba enrojecida por los granos y, según algunos, por el alcohol. Fué en otro tiempo el mejor abogado de la provincia. Ahora vivía de algunas rentitas y de una cátedra de moral e instrucción cívica en la escuela normal. Cuando hablaba parecía mascar las palabras, y apenas se le entendía. Hombre más distraído no se conoció en toda La Rioja. Tomaba un tren por otro, dejaba el bastón en cualquier parte, se iba de la confitería sin pagar y más de una vez salió a la calle con la bragueta desprendida. En el colegio su nombre proporcionaba todos los años un chiste clásico. "A ver, decía el profesor de castellano a un alumno: nómbreme una cosa del género masculino". "Don Eulalio Sánchez", contestaba el muchacho muerto de risa. Don Eulalio vivía dominado por su mujer, una señora muy devota y de mal genio que le obligaba a entregarle sus sueldos y rentas; en cambio le daba cinco pesos cada semana para sus gastos personales.

— ¿Y cuándo te vas a Buenos Aires, Eulalio? — preguntó don Nilamón. —Voy a esperar la Semana Santa.

Los viajes de don Eulalio eran célebres en La Rioja. Don Eulalio tenia a su disposición un surtido de enfermedades que justificaban esos viajes. Su mujer entonces le daba dinero en buena cantidad y don Eulalio, al rendirle cuentas, cuando no podía explicar ciertos gastos, decía que le habían robado. Y como era tan distraído, "tan sonso" decía su mujer, ésta lo creía.

— Han perdido una discusión de rechupete — dijo don Nilamón, besándose con estrépito las puntas de los dedos en ramillete.

— Sí, ia los veo moy divertidos — contestó el otro personaje.

Y agregó, como quien está en el secreto:

— Por lo visto; no saben lo que pasa.

— ¿Qué pasa? — preguntaron todos.

Don Sofanor Molina, a quien no se le llamaba sino don Molina, era el más politiquero entre los politiqueros Veía enredos y conflictos por todas partes, y preveía las revoluciones con varios meses de anticipación. No es que fuese alarmista, sino que su desenfrenado amor a la política le llevaba a husmearlo todo y a exagerar la importancia de las noticias. Leía los editoriales de los diarios porteños a conciencia, dos y tres veces; a él no le bastaba el sentido aparente de las palabras. Allí tenía que haber otras intenciones y se ingeniaba para encontrar en cada frase algún propósito oculto. Como era hombre popularísimo y ameno, gran contador de cuentos verdes, nadie podía superarle como vehículo de noticias políticas. Ocupaba desde hacía im año el cargo de Intendente. Su acción, según el órgano de los constitucíonales, enemigo de cuanto oliese "a la situación", no se hacía sentir. Pero era una calumnia. Don Molina vivía para la Intendencia. ¡Que las veredas estaban intransitables y las calles sin barrer? No era culpa suya. Los treinta mil pesos anuales del presupuesto no daban para eso. Don Molina era de poca estatura, viejón, calvo. Usaba una perita muy graciosa. Andaba siempre con el saco cubierto de caspa y salía a la calle sin corbata ni cuello, pero no por distracción ción, como don Eulalio, sino por abandono. Hablaba con una pachorra que le había hecho célebre. A su lado los riojanos más cachazudos en el hablar parecían hacerlo como un relámpago.

A la pregunta de los tertulianos contestó misteriosamente, mirando primero hacia la plaza y la vereda y metiendo el cuerpo dentro de la botica:

— Parece que la cosa se pone fea.

Don Molina no daba sus noticias así no más. Se complacía en largarlas "de a poquito". Era para hacerlas desear y para que las saboreasen. Suponía que todos se interesaban tanto como él en las novedades políticas.

— ¡Este Sofanor siempre el mismo! — decía don Nilamón. Era preciso que revelara claramente lo que sucedía, sin rodeos. Pero don Molina no quiso decir una palabra más. Ya había hablado demasiado. Mañana sabrían los detalles.

A los tertulianos de don Nume poco les interesaba la política, salvo a Palmarín, quien, si los constitucionales "pescaban" el gobierno, conseguiría otra cátedra.

— De lo que caiga — decía. — Soy capaz de aceptar la de inglés o la de trabajo manual.

Al Director le interesaba indirectamente la política. Los constitucionales le hacían una guerra a muerte desde el periódico. Era probable que el triunfo de éstos le creara una situación difícil. Rumiaba sus pensamientos, cuando don Eulalio, a quien su mujer le retaba si llegaba tarde, recordó que eran "ya" las diez y media.

Todos se levantaron y despidieron. El Director saludó con la cabeza ceremoniosamente y se alejó.

El boticario, bostezando y desperezándose, salió a la vereda. La luna estaba blanca y enorme. Todas las puertas se hallaban cerradas y no se veía una sola luz. Corría un vientecito fresco. Don Nume bostezó de nuevo a la luna. Miró con satisfacción la botica, su casa, donde dormían su mujer y sus tres hijas, y se sintió feliz. Bah, no valía la pena de tener quebraderos de cabeza, discutir tanto sobre si esto o lo otro. Llamó a Nazareno, el empleado de la farmacia, para que cerrara todo. Y se fué a su cama, donde su consorte le pondría el beso de las buenas noches en el matorral de su peludo rostro.