Ir al contenido

La maestra normal/Primera Parte IV

De Wikisource, la biblioteca libre.
La maestra normal (1921)
de Manuel Gálvez
Capítulo IV

a andar con su trotecito desganado que concertaba exactamente con la idiosincrasia de su dueño. Solís y Pérez tomaron un carruaje.

—¿Adonde vamos? — preguntó Pérez.

—Por afuera, a los alrededores — gritó Solís al cochero. Y fueron a los arrabales. El carruaje se internaba en callejones estrechos y torcidos, orillados de ancochas, de talas y chañares. Algunos callejones eran anchos y te- nían en el centro, o en un costado, una acequia. En el angosto canal de las aguas corrientes se bañaban, desnudos, algunos muchachos. Muy pocas viviendas había en aquellos lugares. Eran ranchos de techo horizontal, de ramas y paja, con un vasto y bajo cobertizo formado por las parras y que llegaba hasta el sendero. Una intensa sensación de frescura se desprendía de aquellos sitios. Bajo los parrales las familias comían naranjas o toma- ban mate. Solís se sacaba el sombrero para gozar plenamente del aire puro. Pasaron luego por una calle de álamos blancos, cuyos troncos altos, elegantes, parecían las columnas de una Alhambra irreal.

Volvieron a la ciudad. En todas partes había ruinas. Eran paredones negros, de adobe, y daban a la ciudad un aspecto extraño. En pleno centro se veían también ranchos miserables con cercos de ramas. Junto a un mercado había un templete circular, pintado de colores chillones. Eran, según informó Pérez, las célebres letrinas construidas durante el gobierno municipal de don Nume. El carruaje seguía dando vueltas y vueltas. Pasó frente a las ruinas de una iglesia, y luego frente a otra iglesia de forma tosca, edificada con grandes piedras informes entre las cuales las junturas trazaban originales líneas. Era un templo de varios siglos, el único edificio que había resistido a la devastación de los temblores.

Luego, al pasar frente a un convento, dijo Pérez:

— San Francisco, donde vivió San Francisco Solano. Bajaron frente al convento. Pérez, que conocía a los Padres, pidió permiso para entrar. En el viejo patio había una galería con arcadas, y en el centro se mantenía aún, glorioso de vejez, el árbol patriarca que plantó en tiempos de la conquista San Francisco Solano. Era un naranjo muerto en su mitad, como herido por una hemiplegia. Luego visitaron la celda donde vivió aquel gran santo que convertía a los indios calchaquíes con la música de su violín. En el altar — el sitio que ocupara el lecho — una estatua del santo ostentaba su lamentable estética. Aparecía allí Francisco Solano con una mirada tierna y falsa, teniendo en una mano un violín nuevito, en la otra un crucifijo de plata labrado por los indios, y, pendientes de la cintura, el arco y el rosario.

Dejaron el carruaje frente a la casa de doña Críspula. Rosario se paseaba por la vereda con una amiga. Solís recordó haber visto en la plaza a la compañera de Rosario.

—¿Se han divertido mucho? — preguntó Rosario cuando ellos se acercaron.

—Ya lo creo — contestó Solís; — es muy interesante La Rioja.

Rosario presentó a su compañera.

—La amiga de que tanto hemos hablado, señor Solís.

Solís le dio la mano. Pero no se acordaba qué amiga podría ser. Estuvo por decirle a Rosario que ella había hablado con doña Críspula de media humanidad. Pero pensando, pensando, rememoró los nombres que oía con más frecuencia. Y cuando creyó haber acertado, dijo con modo amable e insinuante:

—Es la señorita de Gancedo, ¿verdad?

Fué una bomba. Rosario lloraba de risa. Pero a Raselda, a quien la confusión no le hizo gracia, entreabría apenas los labios con sonrisa forzada. Pérez exclamaba: "¡qué lindo!" Solís se había sonrojado levemente.

—¡Que no sepa mamá! —decía Rosario.

Y agregaba, ahogándose de risa:

—¡Mire que confundirla con las guanacas!

—A todo esto, — intervino Solís — todavía no sé quién es la señorita.

—Es Raselda — dijo Rosario.

Habían hablado muchísimo de ella. ¿No se acordaba? Solís declaró que no era fácil adivinar. ¡Habían hablado de todo el pueblo! Luego, amablemente, acusó a Rosario como culpable del papelón que él había hecho. ¿Por qué presentaba a su amiga de esa manera? Desde que él estaba en La Rioja había oído hablar de una infinidad de niñas. El no conocía ni de vista a las Gancedo; se imaginó que serían unas niñas como todas. Era explicable su equivocación.

Y ya se disponía a pedir disculpas a Raselda cuando apareció doña Críspula en la puerta. Había oído las risas. ¿Qué pasaba? Pérez, tartamudeando, le contó lo sucedido, mientras a Rosario le volvía el ataque de risa. Pero a doña Críspula no le hacía gracia la contestación de Solís.

— Pero, señor don Julio — vociferaba — ¡confundir a esta alhajita con las guanacas, que son las brujas del pueblo!

Y como siempre que se presentaba una ocasión propicia, comenzó a sacarles el cuero. Era su vicio, su placer más positivo. Dijo incendios de las Gancedo. Y al fin, juzgando que ya las había "puesto en su lugar", declaró que tenía que hacer y se retiró. Solís, que deseaba hablar aparte con Raselda, le pedía disculpas en voz baja.

— No tengo por qué perdonarle — contestó ella modestamente, mirándole con simpatía, mientras soltaba el brazo de Rosario y se disponía a hablar con él.

Solís se sentía atraído por los ojos de Raselda. Sus miradas iban hacia ellos casi involuntariamente. Temiendo incomodarla, miraba hacia otra parte, hacia la calle. Pero sus ojos se encontraban a cada momento con los de ella.

Quedaron silenciosos, sin saber de qué hablar, como dominados los dos por su timidez. Solís insistía en que le perdonara. Había cometido un crimen en confundir a esta "alhajita" con una de las más horrendas brujas del pueblo.

— No son tanto — decía Raselda, encantada de oír en boca de Solís el elogio que de ella hizo doña Críspula.

—Sí lo son — contestaba Solís, que jamás había visto a las Gancedo. — Todo e! mundo lo dice. En cambio, usted, Raselda...

No se atrevió a concluir la frase, pero ella le miró como interrogándole, como animándole.

—En cambio a Usted... sólo por verla... vale la pena venir a La Rioja — balbuceó Solís, mirándola en los ojos.

Raselda sintió un suave placer en oír aquellas palabras, aunque se trataba de una vulgar galantería.

—Es demasiado amable el señor — contestó sonriente, sonrosada, mirándole como con agradecimiento.

Quedaron silenciosos otra vez. Un carruaje que pasaba, con forasteros prolongó la breve pausa.

Solís observó a Raselda. Tenía un tipo muy provinciano. De estatura mediana, más bien baja, no carecía de cierta elegancia natural. Era bien formada y repleta de carnes sin llegar a ser gruesa. Cuando caminaba, sus senos, redondos y blandos, mal sujetados por los amplios corsés que se usan generalmente en los pueblos, se movían con movimientos apenas perceptibles. Su rostro era en óvalo y de ese color tostado, de un moreno suave y cálido, tan común entre las mujeres provincianas. Tenía manos y pies pequeños, cabellera abundante y oscura, ojos negros, profundos. Había en su rostro cierta expresión de bondad. El pausado movimiento de sus párpados tornaba lánguida su mirada. Los labios eran un poco gruesos; en el labio superior aparecía un vello suave. Hablaba con voz dulce y acariciante y tenía muy pronunciada la tonada local; se comía las eses. Su piel parecía tibia y húmeda. Solís no dudaba que fuese un temperamento pasivo, sentimental, quizás soñador.

—¡Qué lindo es su nombre! — exclamó Solís naturalmente, cortando el silencio.

—¿Le gusta? — preguntó Raselda levantando hacia él sus grandes ojos confiados, y halagada porque, evidentemente, Solís había estado pensando en ella.

— Mucho; parece nombre de novela.

Y agregó, mirando al cielo:

—Raselda, Raselda... Es un nombre romántico, suave, sedoso... Era indudablemente un nombre ideal para una heroína de novela romántica. Luego aseguró que en los nombres había un destino y le dijo que tal vez ella estaba señalada para tener en su vida una novela.

— Oh, no diga eso, señor — contestó Raselda inundada de felicidad y mirando a Solís de modo lento y agradecido.

—¿Le gustan las novelas? —preguntó el maestro después de un corto silencio.

—¡Ah, muchísimo! —repuso Raselda apasionadamente, con los ojos entornados.

—¿Las novelas de amor?

Sí, las novelas de amor. Pero no sabía, no sabía. Había leído pocas novelas. Pensaba que todas serían de amor, que en todas por lo menos habría amores.

Hablaron entonces de novelas. Raselda recordó sus años en la soledad de Nonogasta. Allá no había libros. En los veranos, algunas amigas que pasaban en aquel lugar las vacaciones le prestaban novelas. Le entusiasmaban las tristes, las que hacían llorar.

—¿Y qué novela la hizo llorar más?

—¡Ah! María, de Jorge Isaacs.

La había leído cuatro veces. La primera vez cuando estaba en la escuela. Siempre se acordaba de aquella larga noche que pasó en vela hasta concluir el libro. ¡Cuánto había llorado! Y sonreía recordando para sí que, al acabar la última página, besó las tapas del volumen y que después se durmió con el libro contra su pecho. Tuvo un sueño poético, donde era la heroína de unos amores desgraciadísimos hasta que terminó su vida devorada por los tigres en una selva fantástica.

—¿Por qué sonríe? — preguntó Solís. —Por nada —dijo Raselda; — cosas de cuando una es chica.

Había oscurecido completamente. En las casas encendían las luces; algunos transeúntes retardados se dirigían, sin apresurarse, a sus viviendas. Ya no hacía tanto calor. El aire no era espeso ni ardiente; se había sutilizado un poco y adquirido cierta tenuidad. En el silencio de la calle, las voces se propagaban sonoras, melancólicas, transparentes.

Rosario y Pérez se incorporaron al grupo. Todos felicitaron a Rosario.

— Pero ¿por qué? No hay motivo — decía Rosario.

— Ha pasado más de cincuenta veces — le argüía Pérez.

Rosario irradiaba felicidad. Se reía sola; acariciaba la mano de Raselda.

En seguida llegó Galiani, que saludó a todos, uno por uno. Raselda se despidió. Solís la siguió con los ojos y vio que ella, al llegar a la esquina, volvía la cabeza disimuladamente.

Entraron en la casa. Galiani tomó del brazo a Solís y le dijo con melosidad:

— Lo felicito. Buen bocado, ¿eh?

— No comprendo, — dijo Solís haciéndose el desentendido.

— Pero Raselda, amigo...

Solís declaró que no se había fijado. Además, era una muchacha decente y no había derecho para mirarla bajo ese punto de vista.

— No digo que no — contestó Galiani, escépticamente. Y agregó, poniéndole un brazo sobre el hombro y hablándole al oído en tono confidencial:

— Yo, qué quiere, amigo, estoy por las francesas. ¡No hay vuelta que darle!

Y sonreía, como saboreando algún recuerdo picante.


IV

Raselda dormía con un sueño intermitente y ligero, cuando sintió que abrían la puerta interior de su cuarto y que una voz la llamaba con timidez:

— ¡Raselda! Son más de las ocho...

Raselda se levantaba todas las mañanas antes de las siete; y mientras la abuela estaba en misa, ella ayudaba en los quehaceres cuotidianos a la única sirvienta de la casa. Pero aquella mañana Raselda amaneció sin ánimo de levantarse a la hora de costumbre. ¡ Se había dormido tan tarde!

Dos días antes había conocido a Solís; pasó desvelada la noche pensando en él. No había vuelto a verle. Pero su imagen permanecía en su recuerdo, y a veces, como en esa noche, le había sido imposible alejarla. Sintió de nuevo que la puerta se abría y que la misma voz la llamaba, amonestándola cariñosamente:

—¡Pero, mi hijita! ¿No te vas a vestir?

Era la abuela. Raselda la vio entrar en el cuarto, abrir los postigos de par en par, salir silenciosamente.

Misia Rosa Pomarán, la abuela de Raselda, pertenecía a una familia de abolengo colonial. Era de los Pomarán de Catamarca,"hija de un don Cástulo que fué gobernador interino de la provincia en la época de la tiranía y murió muchos años después, asesinado por unos collas, en cierta ranchería del Valle de Andalgalá. Los Pomarán eran antiquísimos en Catamarca y descendían en línea recta del capitán don Leandro Pomarán, del cual se contaba que fué muy pendenciero y enamoradizo. Misia Rosa, Mama Rosa como todos la llamaban, se casó a los veintiocho años con Rudecindo Gómez, un salteño atrabiliario, sombrío y misterioso. Gómez, empleado en el correo de Salta, se hizo trasladar a La Rioja, donde vivió toda su vida completamente retraído. No hablaba con nadie, sólo salía de su casa para ir á la oficina y se pasaba la noche sacando solitarios. Con los años se volvió más lúgubre y fatídico. Le entraron manías. Todas las noches, después de comer, atestaba de firmas muchas hojas de telegramas, realizando su ocupación escrupulosamente, con la gravedad de un ministro, durante dos horas exactas. ¡Era para no olvidarse de firmar! En !a casa nadie le tenía en cuenta; muchas veces, cuando le daba por encerrarse y comer en su cuarto, pasaban sin verle hasta semanas enteras. Tenía cincuenta y ocho años cuando una tarde, en carnaval, mientras su mujer y su nieta bromeaban con unas máscaras en el patio, se pegó un balazo en la sien derecha. Rosa Pomarán había tenido dos hijos: Zenaida y Juan Antonio. Zenaida nació en el primer año de matrimonio y Juan Antonio en el siguiente. Juan Antonio era un perdido. Vivía amancebado, en un rancho de los arrabales, con una muchacha tuerta y sucia que fué sirvienta en su casa. Tenía un empleo en la policía. Se emborrachaba a menudo, y entonces, infaliblemente, apaleaba a su querida. Por la noche, hacía reunión de amigos en su casa. Juan Antonio, que había estado un tiempo en Santa Fe, cantaba en la guitarra, con voz sentimental y borrosa, tristes y milongas del litoral. Después contaban cuentos indecentes, riéndose a carcajadas, mientras la tuerta les cebaba mates. En cuanto a Zenaida, también "había salido mal". Cuando Zenaida fué grandecita, su madre pensó que esa muchacha "le daría trabajo". Zenaida tenía un carácter independiente y turbulento, y, desde pequeña, demostró su inclinación a los hombres "ligando" con los muchachos y hablando con ellos, a la noche, por las rejas de la ventana. No había cumplido diez y seis años cuando huyó de la casa con el sacristán de la Matriz, un individuo escuálido, de aire sacerdotal y enfermizo, que daba serenatas y escribía acrósticos a las chicuelas. Para Rosa la desaparición de su hija fué un terrible golpe. Envejeció repentinamente y, aunque solo tenía treinta y cinco años, su cabeza se pobló de cabellos grises. Gómez, en cambio, no se dió por aludido y continuó sacando solitarios como si nada hubiese pasado. Durante dos años no se tuvo noticias de Zenaida. Una mañana Rosa recibió carta de su hija. Era un pliego lleno de borrones y faltas de ortografía, donde Zenaida, con frases incoherentes y desgarradoras, imploraba perdón y se lamentaba de sus miserias. Decía encontrarse muy enferma, a la muerte, en un hospital de Córdoba. Su amante la había abandonado hacía unos meses; ella había dado a luz una mujercita y se moría de fiebre puerperal. Terminaba rogando que fuesen a buscar la criatura, "que era una preciosidad, idéntica a la abuelita". Ella se quedaría en Córdoba, "viviendo como pudiese", y no iría jamás a La Rioja para no avergonzar a su familia. Rosa lloró a mares, y al día siguiente Juan Antonio, que aún no había comenzado su vida de perdición, partió para Córdoba. Cuando llegó, Zenaida había muerto. Llevó a la pequeña a La Rioja, donde la bautizaron poniéndole por nombre Raselda. Catorce años más tarde fué cuando Gómez se suicidó. A su muerte, Mama Rosa, sin recursos de ninguna clase, tuvo que irse a la casa de un hermano suyo que vivía en Nonogasta y estaba en buena posición, Raselda, a quien la faltaban dos cursos para concluir sus estudios en la escuela normal, se quedó en casa de Rosario, su íntima amiga y compañera de clase. Cuando Raselda acabó sus estudios, su tío, el hermano de Mama Rosa, vino a bus- carla y la llevó a Nonogasta. Ahora, después de vivir en este pueblo ocho años. Mama Rosa, por influencia de su hermano, acababa de conseguir que se nombrase a Raselda maestra de grado en la escuela normal de La Rioja. Por esto las dos se vinieron definitivamente a la ciudad. Mama Rosa había envejecido mucho. Sus setenta años, que iba a cumplir dentro de pocos meses, encorvaban y enflaquecían su cuerpo. Arrastraba un poco los pies al caminar; su cara, donde los huesos empezaban a transparentarse, se alargaba cada día más; los ojos, fríos y tristes, sin expresión, se hundían visiblemente.

Raselda iba a salir de la cama cuando oyó a una mujer del pueblo que, entrando en el cuarto precipitadamente, la nombraba con cariño y a gritos. La mujer, sin dejarla respirar, la besuqueaba, la abrazaba y no concluía de palparle el cuerpo asombrándose de la largura niña".

Después, contemplándola devotamente, exclamó: —¡Pero qué niña ésta! Y se ha puesto muy moza, ¿sabe? Muy alhajita, muy donosita...

—¿Me extrañabas, Chacha? — preguntó Raselda por decir algo.

—¡Vaya que no, niña! ¡Quiere que me olvide!

¡Cómo no se iba a acordar de su niña Raselda, a la que había criado y quería lo mismo que si fuese una hija! Para eso la había alzado, le dio de comer en la boca, le llevó mensajes y hasta cartitas para los novios. . . Y esto Página:La maestra normal.djvu/79 Página:La maestra normal.djvu/80 Página:La maestra normal.djvu/81 Página:La maestra normal.djvu/82 Página:La maestra normal.djvu/83 Página:La maestra normal.djvu/84 Página:La maestra normal.djvu/85 Página:La maestra normal.djvu/86 Página:La maestra normal.djvu/87 con la cara llena de granos. Tenía amistad íntima con uno de los hermanos de Amelia, y de ambos se valían Raselda y su novio para entenderse. Raselda le escribía a su amiga, y por medio del hermano las cartitas llegaban hasta Palmarín. Por este sistema se cruzaron primero sus tarjetas y luego se enviaron flores y papelitos amorosos, donde se decían "único bien", "tesorito adorado" y "corazón mío", todo con muchas faltas de ortografía. A veces utilizaban a Plácida. Al padre de Palmarín desagradábanle estas relaciones de su hijo por- que temía que se eternizaran. Amenazó al muchacho con enviarle a estudiar a Catamarca, donde tenía parientes, si persistía "en andar con la hija del sacristán". Palmarín tuvo que ceder y no fué más a la esquina. Entonces Raselda, indignada por la frialdad de su novio, decidió "quebrar". Y así lo hizo, después de consultar a las amigas.

A causa de Palmarín fué su disgusto con Amelia. Algunas compañeras de clase las intrigaron contándole a Raselda que Amelia se había reído de Palmarín. Raselda le reprochó esto a su amiga. Amelia sabía que todo era cuestión de intrigas, pero, orgullosa y huraña, esperaba para reconciliarse que Raselda fuese hacia ella. Raselda, que temía un desaire y que cada vez estaba más tímida desde el descubrimiento de "su historia", no tuvo valor para buscar de nuevo la amistad de Amelia. Una tarde que Amelia salía de la escuela con dos amigas, Raselda, que iba sola detrás, oyó a una de ellas decir:

— Has hecho bien en romper con esa. Su madre fué una loca.

Raselda sintió que la sangre se le subía a la cabeza y temió que le diese algo. Trató de dominarse, apresuró el paso, dejando atrás a Amelia; y cuando llegó a su casa se arrojó de bruces sobre la cama, llorando. Después llamó a Plácida y le pidió, por amor de Dios, por lo que más quisiera en este mundo, que le contara toda la historia de su madre, la de ella... Necesitaba saberla, no podía vivir ya más tiempo en su incertidumbre. Plácida resistía, pero luego tuvo que acceder. Rogó antes a Raselda. que jamás, con nadie, hablase una palabra del asunto. Raselda así lo prometió y entonces Plácida refirióle lo esencial, ocultando detalles y cambiando algunas cosas que pudieran impresionar mal a su niña. ¡Al fin y al cabo se trataba de la madre! Raselda quedó anonadada, pero, preparada para todo, se resignó, y a las pocas semanas ya no le preocupó el asunto. Solamente le incomodaba que las niñas supiesen esa historia y que la comentasen. Entonces explicóse muchas cosas. Por eso las compañeras de la escuela no querían ser sus amigas. La historia de la madre caía sobre ella como una gran vergüenza. Pero ella le perdonó el mal que le había hecho.

Poco tiempo después tuvo lugar el terremoto que destruyó la ciudad. La casa de Raselda fué una de las pocas que no se derrumbaron. Raselda se acordaba que fué ese día cuando por única vez oyó la voz del abuelo. Estaban Mama Rosa, ella y Plácida conversando en el corredor, cuando en esto se les acercó Gómez, que un rato antes paseaba por la huerta observando cómo las gallinas se amontonaban y cacareaban. Las mujeres se asustaron. Era la primera vez que tal cosa sucedía. Gómez parecía un loco, tenía los ojos vagos, el pelo revuelto, y con voz cavernosa, lúgubremente, dejó caer una a una estas palabras: "Va a temblar".

Fué el año siguiente cuando Gómez se suicidó. Mama Rosa quedaba sin recursos, pero su hermano Antonio, desde Nonogasta, donde vivía, le rogó que se viniera a vivir con él. Raselda no interrumpió los estudios y permaneció en la casa de Rosario los dos años que le faltaban para terminar. Doña Críspula no quiso recibir dinero por la pensión de Raselda, que fué en esos dos años para ella como una segunda hija. Raselda durante todo este tiempo sufrió una crisis sentimental. Leía novelas vorazmente y se pasaba las horas soñando. No estudiaba y terminó los cursos con suma dificultad. Apenas recibió su título, la llevaron a Nonogasta.

Allí vivió ocho años. Antonio Pomarán tenía una hija soltera. Se llamaba Eduvigis y era cuarentona, beata y escrupulosa. Raselda no hizo amistad con día. Estaba, pues, enteramente sola y se aburría. Desde Abril hasta Diciembre, todos los años, ¡qué existencia desesperada! No sabia qué hacer. Pasábase largas horas tocando la guitarra y cantando. A veces sumíase en absurdas imaginaciones. Era reina y se prendaba locamente de un paje jovencito que tenía los cabellos rubios y los ojos celestes. Casábase con un general, joven y buen mozo, que moría en el campo de la guerra llamándola agonizante: ¡mí es- posa, mi universo! Entraba de monja y se veía con su toca blanquísima andar por los claustros silenciosamente, cantar en el coro al son de un órgano solemne y morir en su lecho como una santa, Santa Raselda de La Rioja. La mayor parte de las veces eran casamientos espléndidos: con un marqués español, o un millonario de Buenos Aires que la llevaba a pasear por todo el mundo. ¡Soñaba con los viajes! Deseaba conocer los países de las novelas, abandonarse sobre los cojines de una góndola veneciana, romantizar junto a los lagos de Escocia, ir a Sevilla, ver al Papa. ¡Ah, si ella pudiera! Y mientras tanto se contentaba con pasar unos meses en Buenos Aires, con vivir en La Rioja. La capital de la provincia representaba para ella el único ensueño realizable. Allí pensaba encontrar al hombre señalado por Dios para ser su esposo, su poético esposo, al que amaría locamente, al que amaba ya. Se creía designada por Dios para una irreductible vocación de amar. Sólo que su aislamiento en Nonogasta retardó ese florecer de su destino. Allí, en efecto, no había ningún joven, nadie que pudiera amarla, con quien le fuera dado realizar el designio providencial: su matrimonio de ensueño, de pasiones novelescas, de perenne felicidad. Y por natural asociación de ideas, en sus visiones de La Rioja sólo había una calle, ella en un balcón y una interminable procesión de jóvenes que pasaban por verla.

En los veranos todo cambiaba. Venían al pueblo bastantes familias, muchachas, jóvenes alegres. Se daban tertulias, paseos, cabalgatas. Ella cayó en gracia, y como, además, tocaba la guitarra y cantaba, su presencia se hacía indispensable en las reuniones. ¡Iban olvidando su historia! Pero al llegar Abril no quedada ya nadie en Nonogasta, y Página:La maestra normal.djvu/91 Página:La maestra normal.djvu/92