La maestra normal/Primera Parte III

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La maestra normal (1921)
de Manuel Gálvez
Capítulo III

III

Los primeros días de Marzo, fueron para Solís de una tranquilidad perfecta. El clima, el aire, el paisaje de la ciudad, tenían una suavidad y una calma que hacían bien al cuerpo y al espíritu. Era casi imposible pensar, tener preocupaciones. Con el calor que se diría tangible y la sensualidad tropical que todo lo penetraba, la inteligencia se adormecía pesadamente. Solís pasaba las largas horas de calor, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, en un adormecimiento agradable y bienhechor, en un estado como de voluptuosa somnolencia. Era la vida vegetal, indispensable para su salud que había mejorado notablemente. Ya no tenía aquellos sudores abundantes que le molestaban por la noche; su fiebre comenzaba a desaparecer; comía con un apetito desconocido; sus sueños eran fáciles y apacibles. No sufría tampoco inquietudes de ninguna clase. Sus tristezas del primer día se borraron sin dejarle huella. Estaba contento, se sentía casi feliz. Solamente le desagradaba un poco su mediocre condición de maestro primario. En el ministerio le prometieron, al nombrarle, que cuanto antes le cambiarían su puesto por una o dos cátedras. Pero hasta ahora no llegaba la noticia que le afirmara en sus esperanzas. Mientras tanto, se veía obligado a estudiar, y algo más, quizá, de lo que soportaba su salud. Sin embargo se trataba de estudios sencillos, asignaturas que enseñó en otro tiempo y que, para ser recordadas, no le exigían un gran esfuerzo mental. Tenía a su cargo el cuarto grado y las clases se inauguraban el quince del mes. ¡Hacía tantos años que no ejercía la profesión! Estudiaba toda la mañana, hasta la hora de almorzar, sentado en su silla de hamaca, en el corredor. Era una hora de silencio y de paz. Los canarios alborozaban la casa, y el sol, brillante e intenso, exageraba la luminosidad del ambiente.

Doña Críspula, que pasaba de cuanldo en cuando cerca de él, no dejaba jamás de decirle algo.

—Así me gusta verlo, tan aplicadito. ¡Ja, ja, ja!

Antes de almorzar charlaba con sus convecinos, sobre todo con Pérez. Solía jugar una breve partida de truco. A veces tocaba la guitarra. Y entonces, por asociación de ideas, recordaba las horas perdidas en Buenos Aires en aquel cuartito cerca del Once, con aquella muchacha provocativa y ardiente que le tuvo tan dominado.

Durante el almuerzo eran siempre las mismas conversaciones. Pero no le aburrían. Por el contrario, sentía una satisfacción inexplicable en oirías. Le parecía que, por su trivialidad, aquietaban su espíritu.

Después de almorzar dormía la siesta; una siesta realmente deliciosa, en la frescura de su cuarto. Afuera, mientras tanto, el sol abrasaba; se oía el cantar perezoso de las chicharras y el ruidito adormecedor del agua corriendo lentamente por las acequias de la calle. No se oían otros rumores; cuando callaban las chicharras y el agua de la acequia se dormía, parecía sentirse el silencio. Diríase que la ciudad entera se aletargaba, muellemente, en el blando sopor de aquellas horas.

Todas las tardes Pérez iba a buscarle.

—¡Pero amigo, a estas horas en la cama! — le decía tartamudeando. — Vístase para que salgamos a pasear.

Y mientras Solís se vestía, los dos conversaban. Se habían hecho muy amigos. Solís encontraba a Pérez sumamente simpático, con su cara afeitada y larga, su nariz judaica y algo torcida, su pelo echado hacia atrás, su espalda cuadrada, sus modales distinguidos, su tartamudeo gracioso. Era un buen muchacho, Pérez. Animoso, alegre, "muy camarada". Su conversación resultaba especialmente interesante para Solís, cuando criticaba a las gentes y las cosas del pueblo. Poseía el don de hallarles el aspecto ridículo y de satirizarlo con gracia.

Muchas veces hablaban de la casa en que vivían. Solís le hacía mil preguntas sobre doña Críspula y Rosario. Doña Críspula era extremadamente bondadosa. La pobre tenía, eso sí, algunas ridiculeces; un candor, una ingenuidad enternecedoras. Pero una santa, un pan. Y sobre todo ¡qué genio tan alegre! Por cualquier cosa que él decía, ella se reía una hora, a carcajadas, con una risa contagiosa que propagaba buen humor. A él lo quería como a un hijo. Cuando estuvo enfermo de difteria, no se apartó de su lado. Pasó en vela varias noches, junto a su cama.

—¿Y Rosario?

—No me es muy simpática — contestaba Pérez.

Era orgullosa, reservada. No se daba con nadie. A su madre solía decirle cosas un poco chocantes. Le molestaban las excesivas familiaridades de doña Críspula y, por ellas, le ponía mala cara; eso, cuando no la reprendía delante de todo el mundo. Era una maestrita, llena de puntos y comas. Pero no mala. A Galiani le odiaba, y con razón, sobre todo desde que festejaba a doña Críspula.

—¿A doña Críspula? Pero ¿habla en serio, amigo Pérez?

—Como lo oye — contestaba Pérez paseándose por el cuarto con las manos en los bolsillos.

En realidad no podía afirmarse que la festejara. El chisme había partido de las Gancedo. Estas almas de Dios desparramaron por todo el pueblo que Galiani quería casarse con doña Críspula, y la buena señora llegó a creerlo.

— Y dígame, Pérez: ese Galiani, ¿qué tal?

—Un far... far... sante.

—¡Qué aspecto desagradable!

—De ru... ru... rufián clá... clásico.

—¡La verdad ! ¿Y es hombre rico?

—¡ Psh va . . . vaya a saber! — contestó el músico desconsoladamente.

En cuanto Solís estaba vestido, iban a la plaza. Allí conversaban largamente. Las cosas intelectuales, el arte, la literatura, eran los temas preferidos. A veces se les unía algún conocido en trance de aburrimiento; pero ellos prescindían de su presencia y no cambiaban de conversación. Pérez tenía cierta cultura literaria y un respeto y un amor inagotables por todas las cosas del espíritu.

—¡Padecía un hambre atrasada de todo esto! —le decía a Solís.

Allí no había con quien hablar. Estaba harto de conversaciones sobre política. No faltaban hombres estudiosos, inteligentes. Pero se dedicaban a la historia argentina — ¡un opio! — o a la sociología o al derecho constitucional — ¡un horror! Imposible hablar con nadie sobre arte moderno, sobre literatura actual. Ignoraban, por ejemplo, hasta la existencia de un Strauss, de un Debussy, de un Verlaine; no conocían a los escritores de Buenos Aires.

Ya en este camino se despachaba contra los pueblos de provincia. Solís le reprochaba su injusticia. No había derecho a exigir una cultura de última hora en pueblos lejano 1 y pobres cuando en Buenos Aires, con su millón y medio de habitantes, eran escasísimos los espíritus sensibles y cultivados.

—¡Ah, claro! —contestaba Pérez.

Para encontrar un ambiente había que ir a París. ¡París! El soñaba con París. Su ideal era conseguir una beca para continuar allí sus estudios. En Buenos Aires no se oía música. La gente llamaba música a las intragables "drogas" condimentadas por un Puccini o un Mascagni. Eran pastas italianas, música que olía a tallarines.

Y Solís reía de buena gana.

—Pero, dígame: ¿cómo cayó usted a esta tierra?

—Una des... des... desgracia...

El tenía amores con una chica muy bonita, pero, por desdicha, provista de una tanda de hermanos, tíos y cuanto Dios había creado. Como era de esperarse, los pillaren. Y pretendían que se casara, los salvajes. ¡Hasta llegaron a sacarle el revólver!

—Unos bárbaros, gente primitiva — decía Pérez indignado.

—¿Y usted qué resolución tomó?

—La m. . . m. . . más digna. —¿Se batió? — No, hom. . . hom. . .bre; disparé.

Si se queda en Buenos Aires, aquellos energúmenos !e hacen casar. No, no era programa. Por medio de sus relaciones consiguió cátedras en las escuelas provinciales de La Rioja. Y se largó, resignado, "como quien iba a la horca. Pero ¡qué diablos! había que salvar el pellejo.

Muchas veces hablaban de mujeres.

El músico refería aventuras extraordinarias, amores con grandes damas, paseos románticos en Palermo. Solís le escuchaba, atentamente, como si le creyese.

—Y aquí en La Rioja, ¿hizo ya alguna conquista el amigo Pérez?

—Psh, ¡la mar!

Lo difícil era llevarlas a buen término. En el conservatorio de música que dirigía, había una veintena de muchachas; pues más de una estaba enamorada de él. Si quisiera podría hacer un excelente casamiento. Pero a él "no lo agarraban". Se contentaba con arrimárseles mientras daban la lección de piano, con tocarles la mano para corregir alguna posición defectuosa. En primavera solía pasarse las horas corrigiendo posiciones defectuosas.

Todas las tardes iban también a la confitería. Pérez estaba harto de la confitería. Le aburrían aquellas reuniones en grupitos de tres o cuatro personas que, alrededor de una mesita llena de copas y de moscas, "mataban el tiempo" mirándose unos a oíros. Decía Pérez que en realidad no mataban el tiempo: apenas si lo adormecían con el narcótico de las pachorrientas conversaciones. Pero a Solís le interesaba la confitería. Era el único sitio donde encontraba gente ¡y él se hallaba tan bien entre aquella gente provinciana! Eran hombres sencillos, ingenuos, cordiales. Por complacer a Solís, Pérez accedía a que después de la plaza, y antes de retirarse para comer, fueren por un momento a la confitería.

La confitería era el alma de la ciudad. Allí nacían todas las iniciativas, se fraguaban las revoluciones, se comentaban los actos del gobierno. La confitería participaba del agora, del forum. Era cátedra de gobierno y cátedra de rebelión. Era el único lugar donde se leian los diarios locales, pues no se sabe que alguno de ellos tuviera suscritores. Por Ja tarde las reuniones se decoraban con algunas personas bien vistas, pero por la noche no quedaban sino "los perdidos", los que jugaban a las cartas y bebían whisky.

La confitería, llamada así por antonomasia, pues muy cerca existía otra, también en la plaza, ocupaba, sobre la calle, los bajos del hotel. Arquitectural y comercialmente, era la confitería digna de verse. Formaba parte del único hotel, el que estaba instalado en una de las dos casas de alto que había en todo el pueblo.

El edificio del hotel se componía de una serie de cuartos paralelos sobre un patio interminable y angosto, cubierto por un parral. Había naranjos en el patio, y al fondo una pajarera donde todo el día trinaban los canarios y los zorzales. La confitería propiamente dicha ocupaba sobre la calle una pieza que se continuaba en martillo siguiendo el patio. En esta sala había dos mostradores, algunas mesitas y un billar melancólico que se hastiaba en espantosa soledad. Sobre uno de los mostradores ostentaba su exotismo un gran vaso cilíndrico, dentro de cuya agua nadaban desganadamente algunos pescaditos de colores. En los altos quedaban las piezas de preferencia, eternamente desocupadas. Separada por un ancho zaguán, utilizado en las horas, de sol, estaba la sala condenada, con las terribles mesas de tapete verde. Colgaban de las paredes, aumentando el carácter pecaminoso del lugar, grandes retratos de bellas mujeres: artistas harto descotadas, a medio vestir, que exhibían, ante los concurrentes resignados, formas redondas y tentadoras. En el estío, la vereda rebosaba de mesitas.

En cuanto Pérez y Solís llegaban, se les reunían tres o cuatro individuos que iban "al olor" del forastero, de Solís, que, en su condición de recién venido, era aún considerado como extraño. En -los pueblos de provincia la presencia de un forastero constituye una rara novedad, a veces un acontecimiento. Por la mañana el forastero va a la confitería; allí hace relaciones. Por la tarde, infaliblemente, lo sacan en coche. "¿Quién será?" pregunta todo el mundo. Las gentes le miran como asombradas, se asoman a las puertas para verle pasar. Y al día siguiente ya nadie ignora quién es, el objeto de su viaje, sus ocupaciones, su estado civil. Estos datos, sobre todo el último, son solicitados con agresivo interés. En los pueblos, ¡son tan escasos los jóvenes casaderos! Pero el forastero interesa también por otra razón: viene de Buenos Aires. Todo forastero viene de Buenos Aires y por esto es casi un símbolo. Representa a aquella gran ciudad de dichas y de placeres con la que todos sueñan perennemente y a la que muy pocos ¡ay! es dada la felicidad de visitar. El forastero: ¡un hombre que vive en Buenos Aires! Para muchos, aunque no lo dicen, es una superioridad, un privilegio injusto que Dios concede, quién sabe por qué razones, un usufructo de los más codiciados goces. Los jóvenes, sobre todo los que nunca han ido a Buenos Aires, miran al forastero como a un ser sagrado. Le suponen viviendo alegremente, nadando en dinero, lleno de amigas fáciles y encantadoras.

—¿Qué noticias nos trae de Buenos Aires, señor? --- preguntaban a Solís las personas con quienes hablaba por primera vez.

Y esperando la respuesta, los ojos apagados de aquellos hombres brillaban un momento mirando a Solís con desmayada curiosidad. Pero él contestaba, como casi siempre, y encogiéndose de hombros: "Ninguna, no ha sucedido nada de importancia". Los ojos volvían a bajarse con desconsuelo. Y empezaba un silencio de varios minutos.

—Parece que el ministro del Interior va a renunciar — susurraba una voz perezosa, cantante y adormilada.

— Así cuentan los diarios — respondía otra voz al cabo de un rato.

Y todos se volvían hacia el forastero, no pudiendo convencerse de que lo ignorase, no estuviese en el to, un hombre aue venía de Buenos Aires.

—¿Cómo no ha'i saber algo, séñor! — decían, mirándole socarronamente, como enterados de que tenia algo que reservar.

—Nada, lo que dicen los diarios — contestaba Solís con cruel parquedad.

Y seguía otro silencio de varios minutos.

La política, según Pérez informó a Solís, era el tema que primaba en la confitería. Cuando había noticias trascendentales, los periódicos de Buenos Aires eran leídos en alta voz, comentados minuciosamente, discutidos con serenidad. En época de elecciones, la confitería hormigueaba de gente. Claro era que "los ases" no iban a la confitería sino en raras ocasiones. Se reunían en la casa de algún "dirigente". Pero "las cartas menores" no faltaban. Cuando la política local se alborotaba, solían ocurrir feroces discusiones, altercados, hasta incidentes graves. Muchos hombres prudentes se abstenían de concurrir en esas épocas. Cuando la política local estaba en calma, lo que ocurría raras veces, quedaba como recurso la política nacional. Cobraba entonces proporciones enormes el más insignificante suceso que aconteciera en Buenos Aires. Y era que la imaginación, explorando entretenimientos, buscaba a todos los hechos un lado trascendental; y no dejaban de hallarlo, sobré todo si lo relacionaban con los enredos locales. Anunciaban los diarios, por ejemplo, la posibilidad de que renunciara el ministro de Instrucción Pública; e inmediatamente empezaban a conjeturar sobre los probables candidatos.

—El doctor Ramírez — decía uno de "los rumbeadores" — parece el candidato más seguro, y anda en buena amistad con don Ibáñez.

Don Ibáñez era el jefe del partido constitucional.

—Y si lo nombran a él, habrá cambios en la escuela y en el colegio — insinuaba un eterno aspirante a profesor.

—De cajón. ¡Y quién sabe si el mismo director no salta!

—¿Y a quién nombrarían director?

Al llegar a este punto las imaginaciones golosas se desenfrenaban. Veían cátedras por todos lados; los más reputados como intelectuales se sonreían de esperanza, y los profesores que ya dictaban cátedras se imaginaban trasladados a Buenos Aires. En cambio los que militaban en el partido oficial quedaban derrotados con la noticia. Escribían a Buenos Aires, celebraban reuniones secretas. Y el ministro a todo esto, ¡ni pensaba renunciar!

A veces las conversaciones ofrecían un carácter más ameno para Solís, que odiaba la política. Era cuando se contaban cuentos. Nunca faltaba, por cierto, algún especialista. Pero requerido a mostrar su habilidad para amenizar la reunión que languidecía, solía hacerse rogar. Cuando el cuentista era don Molina, se formaba una gran rueda a su alrededor.

—Un cuento de don Molina — advertían los de su mesa a los de las mesas vecinas, mientras don Sofanor esgarraba y escupía.

Luego don Sofanor reía para sí mismo, socarronamente, y, después de una espera, comenzaba un cuento que no duraba menos de media hora. Subrayaba sus fiases maliciosas con gestos indicativos y guiñando los ojos con picardía. Los oyentes festejaban los detalles con grandes risotadas y decían a cada rato:

—¡Qué don Sofanor éste!

Pero tales sesiones narrativas no eran frecuentes, pues no había un solo cuento que no fuese harto conocido por todos los tertulianos de la confitería. Pérez también refería anécdotas, y a pesar de ser tartamudo se despachaba con más prontitud que sus colegas.

El referir y comentar la vida y obras de algún personaje pintoresco de la localidad solía ser tema de muy amenas conversaciones. Todos conocían las ridiculeces de cada cual, y en ellas ejercitaban su don satírico. Generalmente eran los forasteros quienes suministraban el asunto.

—¿Quién es aquel señor que se apoya en el mostrador?

Los interpelados se daban vuelta sin ningún disimulo.

—¡Ah! Don Emerenciano.

Y ya empezaba la descripción del personaje. Uno contaba chistes y frases de don Emerenciano; otro refería sus ardides para no pagar las cuentas; un tercero narraba "las picardías" del viejo verde. Porque don Emerenciano era un tipo realmente extraordinario. Solía decir, contaba uno de los presentes, que "ningún sastre podía alabarse de haberle hecho pagar una cuenta en toda su vida". Era soltero. Tenía un empleo provincial, pero no iba jamás a la oficina. Se lo pasaba en la confitería, jugando a cualquier cosa o bebiendo. A la noche se le veía en los ranchos, mezclado entre gente baja, emborrachándose con las chinas en el clásico "tomo y obligo". Eos muchachos le invitaban a todos los bailecitos. Les servía de diversión, porque cuando "agarraba la tranca" le entraba por bailar y besuquear a todas las chinas. Don Emerenciano era abogado y decían que en sus buenos tiempos "fué una ilustración". Pertenecía al partido conservador, y en las manifestaciones públicas solía arengar al pueblo con discursos que quedaban célebres. Eas gentes graves huían al encontrarse con don Emerenciano. "¡Qué lástima de mozo!", decían compasivamente.

Cuando no se hablaba de don Emerenciano, se hablaba de don Eulalio Sánchez Masculino, o de Palmarín Puente, o de don Molina, o del cura Cardones que tenía pleitos con todo el mundo y hacía el amor a las muchachas. En estas conversaciones el personaje predominante era Miguel Araujo, que había hecho una buena amistad con Pérez y que ya apreciaba mucho a Solís. Miguel Araujo pasaba por ser "lo más intelectual" de La Rioja. Orador de cierta elocuencia, "cortaba muy bien" la frase, como decían los entendidos del pueblo. Hablaba mal de todo el mundo y ponía a sus víctimas epítetos terribles. Solía escribir los editoriales de El Constitucional. Los del partido conservador lo estimaban a pesar de todos los sarcasmos e ironías con que se cebaba en ellos. Araujo era cabezón, y todas sus facciones, especialmente la nariz, parecían enormes. Hablaba lentamente, como picando sus palabras, como acentuando todas las sílabas. Tenía un genio atroz y era el único hombre en el pueblo que mandaba padrinos. Se había batido una vez, a sable, con don Sofanor Molina. El duelo fué célebre, pues allí jamás había habido otro. Para que no se efectuara intervino medio mundo, hasta el vicario; las beatas se comprometieron con abundantes promesas. Había estado de novio varias veces, pero siempre "dejó plantadas" a las infelices muchachas. Dos quedaron con la ropa pronta, y a otra la dejó "hasta bañada", como decía doña Críspula. Ahora no había ninguna que le hiciera caso. Además tenia siempre queridas ; se le conocían hijos naturales. Araujo era abogado y vivía de algunas rentitas que le dejó su padre. Su temperamento despótico, su prestigio entre las mujeres, sus simpatías en el bajo pueblo que le tenía por caudillo, sus modales distinguidos, su índole aventurera y desordenada, sus generosidades fantásticas, le daban un cierto aire de gran señor. Odiaba al Director, y una vez, a consecuencia de un altercado en el que precisamente el Director llevó la parte de las ofensas, le había mandado los padrinos. El retado a duelo declaró que sus principios no le permitían batirse. Más vale no dijera tal cosa. Durante dos meses El Constitucional estuvo analizando los principios del Director. El pedagogo parecía indiferente a tales ofensas, "que no le llegaban"; pero su dispepsia se agravó y los gases le tuvieron medio loco durante ese tiempo. Solís se complacía en preguntar a Araujo sobre sus conocidos.

—¿Qué piensa usted de don Numeraldo?

—Es un hombre discreto. Aquí a los zonzos les dicen discretos.

—Y Palmarín Puente, ¿qué tal?

—Es un gracioso de teatro de aficionados.

Una tarde muy calurosa, Pérez y Solís fueron temprano a la confitería. No había nadie, salvo don Eulalio Sánchez Masculino, que contemplaba los retratos de la sala de juego.

—¿Se prepara para ir a Buenos Aires, don Eulalio? — preguntó Pérez.

—¿Por qué, por qué lo dice? — repuso con su voz ininteligible el aludido.

—Como mira tanto los retratos; parece que tomara un aperitivo — dijo Pérez. —No, hombre, no sea bárbaro...

En seguida comenzaron a llegar los concurrentes. Pérez vio con cierto asombro que estaban casi todos los profesores de la escuela.

—¿Y esto, don Eulalio?

Era una reunión del personal docente. Con motivo de la próxima apertura de las clases, habían resuelto ponerse de acuerdo para resistir las imposiciones del Director. Probablemente constituirían una sociedad secreta. Solís invito a Pérez a dar una vuelta en carruaje. En la confitería hacía demasiado calor. Después, esa sociedad secreta, francamente, no le interesaba. El acababa de llegar; no podía quejarse del Director, con quien apenas habló cuatro palabras.

Mientras pagaban el gasto se acercó a la vereda un cochecito, una "arañita". Iba en él un hombre de barba cerrada, vestido de brin, con botas que pasaban de la rodilla y sombrero panamá. Tenía aspecto soñoliento y pesado.

Era el gobernador.

—Buenas tardes, cábaieros — dijo perezosamente. Los presentes le saludaron. Solís le conocía, pero sólo una vez había hablado con él. Una mañana, a los pocos días de llegar, había ido a visitarle, vestido elegantemente, de chaqué. Cuando llegó a la esquina quedó estupefacto. El gobernador le aguardaba en la vereda, sentado en una silla de hamaca, conversando con el tendero, frente al negocio. Estaba en zapatillas y llevaba el saco sobre la camiseta. Le recibió amablemente. El no era en realidad un gobernador, le dijo, sino el administrador de una estancia muy grande.

El gobernador continuaba inmóvil en su carruajecito, apoyando la cara sobre la mano derecha, melancólicamente.

—Que lo pasen bien — dijo al fin con su habitual cachaza, y, tomando el látigo, le pegó al caballo como distraídamente.

El caballo, escuálido y con aire de aburrimiento, echó a andar con su trotecito desganado que concertaba exactamente con la idiosincrasia de su dueño. Solís y Pérez tomaron un carruaje.

—¿Adonde vamos? — preguntó Pérez.

—Por afuera, a los alrededores — gritó Solís al cochero. Y fueron a los arrabales. El carruaje se internaba en callejones estrechos y torcidos, orillados de ancochas, de talas y chañares. Algunos callejones eran anchos y te- nían en el centro, o en un costado, una acequia. En el angosto canal de las aguas corrientes se bañaban, desnudos, algunos muchachos. Muy pocas viviendas había en aquellos lugares. Eran ranchos de techo horizontal, de ramas y paja, con un vasto y bajo cobertizo formado por las parras y que llegaba hasta el sendero. Una intensa sensación de frescura se desprendía de aquellos sitios. Bajo los parrales las familias comían naranjas o toma- ban mate. Solís se sacaba el sombrero para gozar plenamente del aire puro. Pasaron luego por una calle de álamos blancos, cuyos troncos altos, elegantes, parecían las columnas de una Alhambra irreal.

Volvieron a la ciudad. En todas partes había ruinas. Eran paredones negros, de adobe, y daban a la ciudad un aspecto extraño. En pleno centro se veían también ranchos miserables con cercos de ramas. Junto a un mercado había un templete circular, pintado de colores chillones. Eran, según informó Pérez, las célebres letrinas construidas durante el gobierno municipal de don Nume. El carruaje seguía dando vueltas y vueltas. Pasó frente a las ruinas de una iglesia, y luego frente a otra iglesia de forma tosca, edificada con grandes piedras informes entre las cuales las junturas trazaban originales líneas. Era un templo de varios siglos, el único edificio que había resistido a la devastación de los temblores.

Luego, al pasar frente a un convento, dijo Pérez:

— San Francisco, donde vivió San Francisco Solano. Bajaron frente al convento. Pérez, que conocía a los Padres, pidió permiso para entrar. En el viejo patio había una galería con arcadas, y en el centro se mantenía aún, glorioso de vejez, el árbol patriarca que plantó en tiempos de la conquista San Francisco Solano. Era un naranjo muerto en su mitad, como herido por una hemiplegia. Luego visitaron la celda donde vivió aquel gran santo que convertía a los indios calchaquíes con la música de su violín. En el altar — el sitio que ocupara el lecho — una estatua del santo ostentaba su lamentable estética. Aparecía allí Francisco Solano con una mirada tierna y falsa, teniendo en una mano un violín nuevito, en la otra un crucifijo de plata labrado por los indios, y, pendientes de la cintura, el arco y el rosario.

Dejaron el carruaje frente a la casa de doña Críspula. Rosario se paseaba por la vereda con una amiga. Solís recordó haber visto en la plaza a la compañera de Rosario.

—¿Se han divertido mucho? — preguntó Rosario cuando ellos se acercaron.

—Ya lo creo — contestó Solís; — es muy interesante La Rioja.

Rosario presentó a su compañera.

—La amiga de que tanto hemos hablado, señor Solís.

Solís le dio la mano. Pero no se acordaba qué amiga podría ser. Estuvo por decirle a Rosario que ella había hablado con doña Críspula de media humanidad. Pero pensando, pensando, rememoró los nombres que oía con más frecuencia. Y cuando creyó haber acertado, dijo con modo amable e insinuante:

—Es la señorita de Gancedo, ¿verdad?

Fué una bomba. Rosario lloraba de risa. Pero a Raselda, a quien la confusión no le hizo gracia, entreabría apenas los labios con sonrisa forzada. Pérez exclamaba: "¡qué lindo!" Solís se había sonrojado levemente.

—¡Que no sepa mamá! —decía Rosario.

Y agregaba, ahogándose de risa:

—¡Mire que confundirla con las guanacas!

—A todo esto, — intervino Solís — todavía no sé quién es la señorita.

—Es Raselda — dijo Rosario.

Habían hablado muchísimo de ella. ¿No se acordaba? Solís declaró que no era fácil adivinar. ¡Habían hablado de todo el pueblo! Luego, amablemente, acusó a Rosario como culpable del papelón que él había hecho. ¿Por qué presentaba a su amiga de esa manera? Desde que él estaba en La Rioja había oído hablar de una infinidad de niñas. El no conocía ni de vista a las Gancedo; se imaginó que serían unas niñas como todas. Era explicable su equivocación.

Y ya se disponía a pedir disculpas a Raselda cuando apareció doña Críspula en la puerta. Había oído las risas. ¿Qué pasaba? Pérez, tartamudeando, le contó lo sucedido, mientras a Rosario le volvía el ataque de risa. Pero a doña Críspula no le hacía gracia la contestación de Solís.

— Pero, señor don Julio — vociferaba — ¡confundir a esta alhajita con las guanacas, que son las brujas del pueblo!

Y como siempre que se presentaba una ocasión propicia, comenzó a sacarles el cuero. Era su vicio, su placer más positivo. Dijo incendios de las Gancedo. Y al fin, juzgando que ya las había "puesto en su lugar", declaró que tenía que hacer y se retiró. Solís, que deseaba hablar aparte con Raselda, le pedía disculpas en voz baja.

— No tengo por qué perdonarle — contestó ella modestamente, mirándole con simpatía, mientras soltaba el brazo de Rosario y se disponía a hablar con él.

Solís se sentía atraído por los ojos de Raselda. Sus miradas iban hacia ellos casi involuntariamente. Temiendo incomodarla, miraba hacia otra parte, hacia la calle. Pero sus ojos se encontraban a cada momento con los de ella.

Quedaron silenciosos, sin saber de qué hablar, como dominados los dos por su timidez. Solís insistía en que le perdonara. Había cometido un crimen en confundir a esta "alhajita" con una de las más horrendas brujas del pueblo.

— No son tanto — decía Raselda, encantada de oír en boca de Solís el elogio que de ella hizo doña Críspula.

—Sí lo son — contestaba Solís, que jamás había visto a las Gancedo. — Todo e! mundo lo dice. En cambio, usted, Raselda...

No se atrevió a concluir la frase, pero ella le miró como interrogándole, como animándole.

—En cambio a Usted... sólo por verla... vale la pena venir a La Rioja — balbuceó Solís, mirándola en los ojos.

Raselda sintió un suave placer en oír aquellas palabras, aunque se trataba de una vulgar galantería.

—Es demasiado amable el señor — contestó sonriente, sonrosada, mirándole como con agradecimiento.

Quedaron silenciosos otra vez. Un carruaje que pasaba, con forasteros prolongó la breve pausa.

Solís observó a Raselda. Tenía un tipo muy provinciano. De estatura mediana, más bien baja, no carecía de cierta elegancia natural. Era bien formada y repleta de carnes sin llegar a ser gruesa. Cuando caminaba, sus senos, redondos y blandos, mal sujetados por los amplios corsés que se usan generalmente en los pueblos, se movían con movimientos apenas perceptibles. Su rostro era en óvalo y de ese color tostado, de un moreno suave y cálido, tan común entre las mujeres provincianas. Tenía manos y pies pequeños, cabellera abundante y oscura, ojos negros, profundos. Había en su rostro cierta expresión de bondad. El pausado movimiento de sus párpados tornaba lánguida su mirada. Los labios eran un poco gruesos; en el labio superior aparecía un vello suave. Hablaba con voz dulce y acariciante y tenía muy pronunciada la tonada local; se comía las eses. Su piel parecía tibia y húmeda. Solís no dudaba que fuese un temperamento pasivo, sentimental, quizás soñador.

—¡Qué lindo es su nombre! — exclamó Solís naturalmente, cortando el silencio.

—¿Le gusta? — preguntó Raselda levantando hacia él sus grandes ojos confiados, y halagada porque, evidentemente, Solís había estado pensando en ella.

— Mucho; parece nombre de novela.

Y agregó, mirando al cielo:

—Raselda, Raselda... Es un nombre romántico, suave, sedoso... Era indudablemente un nombre ideal para una heroína de novela romántica. Luego aseguró que en los nombres había un destino y le dijo que tal vez ella estaba señalada para tener en su vida una novela.

— Oh, no diga eso, señor — contestó Raselda inundada de felicidad y mirando a Solís de modo lento y agradecido.

—¿Le gustan las novelas? —preguntó el maestro después de un corto silencio.

—¡Ah, muchísimo! —repuso Raselda apasionadamente, con los ojos entornados.

—¿Las novelas de amor?

Sí, las novelas de amor. Pero no sabía, no sabía. Había leído pocas novelas. Pensaba que todas serían de amor, que en todas por lo menos habría amores.

Hablaron entonces de novelas. Raselda recordó sus años en la soledad de Nonogasta. Allá no había libros. En los veranos, algunas amigas que pasaban en aquel lugar las vacaciones le prestaban novelas. Le entusiasmaban las tristes, las que hacían llorar.

—¿Y qué novela la hizo llorar más?

—¡Ah! María, de Jorge Isaacs.

La había leído cuatro veces. La primera vez cuando estaba en la escuela. Siempre se acordaba de aquella larga noche que pasó en vela hasta concluir el libro. ¡Cuánto había llorado! Y sonreía recordando para sí que, al acabar la última página, besó las tapas del volumen y que después se durmió con el libro contra su pecho. Tuvo un sueño poético, donde era la heroína de unos amores desgraciadísimos hasta que terminó su vida devorada por los tigres en una selva fantástica.

—¿Por qué sonríe? — preguntó Solís. —Por nada —dijo Raselda; — cosas de cuando una es chica.

Había oscurecido completamente. En las casas encendían las luces; algunos transeúntes retardados se dirigían, sin apresurarse, a sus viviendas. Ya no hacía tanto calor. El aire no era espeso ni ardiente; se había sutilizado un poco y adquirido cierta tenuidad. En el silencio