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La media naranja: 01

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II
Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España: Tomo XI


LA MEDIA NARANJA.

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I.

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— Confiesa que te quejas de vicio, querida Clara. Con tus veintiocho años de edad, tu hermosura, tu independencia de viuda, tus ochenta mil duros de renta y tus ochenta mil adoradores, con este precioso palacito, tus carruajes, tu elegancia y tu fama, no hay derecho á quejarse de la vida y venir con esos argumentos traidos por los cabellos, y con esas románticas declamaciones, á quererme probar que eres desgraciada. ¡Já, já! ¡Desgraciada tú! ¡Que lo dijera yo!... ¡Pero tú!...

— Qué quieres: pues lo soy, y mucho. Hay momentos en que me cambiaria por ti, y eso que me estás siempre queriendo convencer de que eres la más infeliz de las mujeres.

— Es que yo lo soy de veras. Yo soy pobre y tú no sabes lo que esta palabra significa cuando se tienen mis veinticinco años, algunas pretensiones y ambición de brillar en el mundo. Tú no sabes lo que es creerse guapa y encontrarse pobre; ver que el bolsillo no responde á las exigencias del espejo.

— Yo he sido pobre, Emilia, y sin embargo, te lo juro, hay veces que cambiaria esta riqueza por la modesta posición que tenía ántes de casarme.

— Que te quejases de casada, lo comprendo. Cuando te casaron eras casi una niña y no habias tenido ocasión de conocer el mundo, sus encantos y sus exigencias. Saliste de un colegio, y á los catorce años recien cumplidos te casaron con un viejo de sesenta. Tú, sin voluntad ni experiencia, te dejaste seducir y convencer, y fuiste al altar como una oveja al matadero. Cuando pudiste abrir los ojos habias caido ya en las redes; cuando pudiste medir la trascendencia del paso que habias dado y el término á que conducia aquel camino de oro por donde tu marido en su opulencia te llevaba, ya era tarde: eras víctima, eras esclava, y no te quedaba más que resignarte; pero después...

— ¿Y sabes tú los tormentos de aquella resignacion? ¿Sabes tú lo que yo lloré al ver mi libertad perdida, al verme en la flor de la juventud encerrada en una jaula de oro, en una soledad opulenta, forzada á soportar un amor de sesenta años, unas caricias de hielo, unos celos importunos, una vigilancia humillante? ¡Ah! Lo que yo tengo llorado en secreto en los diez años de casada, teniendo que ocultar mis lágrimas al hombre que habia comprado el derecho, la propiedad de mis caricias, ó, como si dijésemos, la finca de mis atractivos. Magdalena la pecadora no lloró sus pecados más arrepentida que yo el de mi ambición y el de mi debilidad ante lo que mis padres llamaban mi interés, mi porvenir, mi fortuna. ¡Qué caras cuestan algunas palabras retumbantes!

— Bien, yo comprendo tus tormentos en los diez años de casada, viviendo aislada en una casa de campo, sin trato, sin amigas, en medio de una inútil riqueza y en compañía de un viejo celoso. Pero confiesa que tus suplicios de casada están de sobra recompensados con tus triunfos de viuda. Cuatro años llevas de vivir en Madrid: no hay hombre que no se crea obligado á rendirte el corazón; mujer que no crea un mérito imitar tus trajes; crónica madrileña que no honre las columnas de un periódico hablando de tus recepciones. ¿Qué más puedes apetecer?

— ¡Pues ahí verás! Es verdad que el mundo me rinde un culto capaz de halagar la vanidad más exigente. Si yo fuera una mujer frívola y sin corazón, te confieso que me deslumbrarían, que me infatuarían las alabanzas de que soy objeto; pero el incienso que queman en los altares de mi riqueza no puede trastornarme la razón. Tengo demasiado juicio y claridad de entendimiento para comprender que esas alabanzas, esas declaraciones, no van á mí, sino á mi fortuna: todo eso es una adulación comprada: el mundo es un cortesano que dobla el espinazo ante el mejor postor; ante el cetro que brille con más relumbrones.

— Comprado ó conquistado, el triunfo es triunfo. Un cetro será cetro mientras doble las cabezas y dicte leyes. — Cuando considero que si mañana un golpe de la suerte me arruinara, las crónicas no volverían á hablar de mí; esas que hoy imitan hasta las extravagancias de mis caprichos, se burlarían de mis cuatro trapos, y esos adoradores tan rendidos, no volverían ni á dejar una tarjeta de atención á la puerta de mi sotabanco; cuando considero esto, créelo, siento una pena profunda.

— Romanticismo puro. Cómo se conoce que te has empapado en aquellas novelas de Jorge Sand que á escondidas te enviaba yo á la quinta de Valdeluz. Así te se ha llenado la cabeza de sueños y quimeras imposibles. Soñarás con un amante poético, sublime, que te proponga huir á un desierto, vivir en un chalet junto á un torrente, despreciando á la humanidad; un amante que lleve un veneno ó un puñal en el bolsillo.

— Nada de eso; nada me carga tanto como ese ridículo amor sacado de quicio. Yo quiero el amor de la novela de la vida. No quiero ese amor de torrentes y puñales; pero tampoco ese amor trivial, insulso; ese amor de frac y corbata blanca. No deseo un amante que quiera vivir en un desierto; pero tampoco un amante que antes de declararse haya sumado cuánto hacen al dia mis ochenta mil duros de renta. No soy romántica, soy apasionada. Quiero que me quieran como yo soy capaz de querer: con alma, vida y corazón.

Me basta un hombre honrado, cariñoso, que en sus palabras me diga sólo lo que siente su corazón, y que al casarse conmigo...

— Eso es imposible, Clara. Los hombres son una cáfila de trapalones, y es imposible saber lo que piensan. No hay más que, ó taparse los oidos para no escucharlos, ó si no, creerlos bajo palabra y hacerse la ilusión de que es verdad todo lo que nos dicen. ¡Vaya usted á saber la intención de un hombre!

— Eso digo yo; ese es mi tormento, Emilia. Esa intención es la que yo no puedo saber jamas. Tú puedes saberlo, Emilia. Tú sabes que Antonio te quiere, porque él sabe que tú no tienes nada, y sin embargo espera que le asciendan á veinte mil reales el sueldo para casarse contigo. Casarse con tan corto sueldo con una mujer que no lleva nada, ¿qué mayor prueba de cariño puede darse?

— Es verdad: yo creo que Antonio me quiere; pero tú misma también puedes conocerlo. ¿Dudas tú de que Alfonso está enamorado de tí?

— Si no lo dudara, ¿crees tú que á estas horas no habría yo acogido sus apasionadas declaraciones? Es joven, guapo, elegante, de buena familia; tiene talento, gracia; pero hay, sin embargo, una frivolidad en el fondo de estas cualidades que me asusta. Alfonso no me parece capaz de comprender mi corazón, sencillo, pero apasionado. Me parece que me quiere; pero ¿y si me engaña? ¿Y si en sus gustos fastuosos y en su carácter derrochador se propone casarse conmigo para satisfacer sueños ambiciosos?

— Me parece que le juzgas mal. Yo creo que Alfonso está ciego por ti. Su conducta es la del más enamorado de los hombres; su lenguaje....

— El mismísimo de todos. Parece que los hombres, al estudiar la gramática en el colegio, han aprendido de memoria una declaración para encajarla en todas ocasiones. Todos dicen lo mismo; todos se mueren por ti; te dicen que no duermen, que no comen, que sueñan contigo; te llaman ángel, diosa, y luego en la mesa del café se rien de su farsa y de tu credulidad, ¡Cuántas veces su comedia suele ser nuestro drama!

— Alfonso no es de esos hombres. Cuando me habla de ti....

— Se acuerda de que eres mi mejor amiga.

— Podrá ser; pero entónces, ¿cómo va uno á conocer el corazón de un hombre?

— Esa es mi manía. Si yo supiera el modo de poner á prueba el corazón del hombre, ¿crees tú que me mortificarían las ideas que hoy me hacen desgraciada? Me creo capaz de inspirar amor á un hombre; pero, inter nos, sé también el amor, la vehemencia, el entusiasmo que inspiran al corazón, digo mal, á la lengua, ochenta mil duros de renta.

— Psss.... la cosa es para dudar efectivamente. Pero, en fin, desecha esas ideas pesimistas que hoy te asaltan. Son las tres. Vé á vestirte, y en la Fuente Castellana te dejarás tus románticas tristezas. Hoy estamos demasiado filósofas; hemos hablado como libros; ahora divirtámonos como mujeres.

— Tienes razón; no hay nada más triste que la filosofía para una mujer. Voy á vestirme.

— Y yo, entre tanto, voy á tocar el piano, — dijo Emilia levantándose precipitadamente y pasando al salón inmediato al elegante gabinete en que las dos amigas entablaban la conversación que hemos sorprendido.

Clara de Monte-Real, que así se llama la hermosa viuda cuyo corazón hemos podido comprender por sus confidencias á Emilia, quedó sumergida en profunda meditación.

Ahora que, absorta en sus pensamientos, no se da cuenta de lo que le rodea, aprovechemos, lector, la ocasión de observarla minuciosamente. Por lo mismo que no se cuida de que la miran, podemos sorprenderla en su natural belleza, sin temor de que sus artificios ni coqueterías contribuyan á dar un realce engañador á sus gracias y á sus encantos. Veámosla de la cabeza á los pies.

Los pies! ¿Dónde los has visto más lindos, pequeños, cambrés, y más graciosamente calzados con dos elegantes y caprichosas zapatillas escotadas? Ahora que tiene cruzada una pierna sobre otra, agáchate un poco, y por la torneada fracción de pantorrilla que descubre calcula las admirables formas de toda la unidad de esa criatura. — Basta! no te agaches más, lector, no me comprometas! Ya has visto demasiado.

Observa las encantadoras formas que se modelan entre su finísima y ceñida bata de merino blanco con adornos color de rosa. Mira sus manos que parecen arrancadas de un cuadro de Van-Dick. Contempla por la incitante abertura del escote, su tabla de pecho y su cuello, blanco sonrosado como el de un cisne al reflejo de los rojizos rayos de la aurora. Si entiendes de arte, fíjate en la maravillosa perfección de sus líneas; en el admirable óvalo de su frente, en la corrección de su nariz, en la gracia de sus rojos labios, dignos de besar sólo á los dioses; mira la suavidad y frescura de su cutis; sus pequeñísimas orejas, nacidas sólo para oír música y palabras de amor; su barba redonda y todos los detalles de su rostro. Admira el elegante contorno de su cabeza y la abundancia de sus brillantes y sedosos cabellos castaño claro. Ahora que levanta los ojos, mira entre las largas pestañas, qué pureza, qué brillo, qué expresión de inteligencia, pudor, ternura y pasión tienen sus pupilas luminosas, animadas y lánguidas, dulces y llenas de expresiva energía.

Contente, lector, que te veo ya fascinado y con tentaciones de arrojarte á los pies de esa beldad. Si como yo la hubieras visto reír descubriendo sus pequeñísimos dientes, de ese marfil más fino que el de los colmilludos elefantes; si la hubieras oido hablar, reflejando en su rostro el rayo de su inteligencia, el fuego de su corazón; si la hubieras visto en pié, alta, majestuosa como una reina, esbelta como una ondina, ideal como una maga; si hubieras admirado su porte, su elegancia, su lujo delicado, sus modales; su discreción, su amabilidad, su distinción, su modestia unida á su viveza chispeante; si todas estas y otras mil cualidades hubieras podido verlas en esa mujer que ahora contemplas en su inmóvil meditación de estatua, yo te respondo que te hubieras enamorado perdidamente, y á estas horas acaso estarlas en Leganés. Pero por lo que tú ves y lo que yo te aseguro, comprenderás cuan legitima éra la royaute de Clara en los salones madrileños.

¡Y aquella diosa habia pertenecido á un viejo setentón! También Venus fué esposa de Vulcano. ¡Cosas del mundo! ¡Cosas del Olimpo!

Por fortuna Clara, al casarse, no habia perdido la virginidad de su corazón, la inocencia de su alma, la flor de sus ilusiones. Las caricias de un viejo habian dejado intacto como en precioso estuche el tesoro de sus sentimientos y pasiones. Clara no habia amado y necesitaba amar; pero, ¿á quién? ¿Quién era el hombre capaz de realizar sus sueños?

Tal es el objeto de su reflexión; no la distraigamos, porque está evocando las sombras de todos sus adoradores, recordando las palabras que la han murmurado al oido, y en este análisis filosófico está buscando la síntesis de un amor verdadero.

Se muerde los labios ligeramente, arquea las cejas, menea un pié con impaciencia. ¡Pobre filósofa! La síntesis de su filosofía es terrible. Se llama la duda.

Emilia entre tanto ha abierto el magnífico piano del salón y empieza á tocar la romanza de tenor del tercer acto de Fausto.

Al llegar á aquella deliciosa frase

Quanta dovizia in questa povertá
In quest'asil quanta felicitá.

Clara que lo oye dá un suspiro, sacude la cabeza como para desprender la duda que la persigue, se levanta, abre un pequeño álbum que hay sobre una mesita de mosáicos de nácar, le abre, contempla un retrato de hombre que la distancia no permite ver, hace un gesto de desdeñosa desconfianza, cierra y suelta con un ligero ademan de despecho el álbum, levanta una cortina de seda y desaparece.

Si observamos el gabinetito que Clara acaba de abandonar, adornado de azul y blanco; los preciosos muebles reflejando exquisitos y opulentos caprichos; el ligero perfume, ese perfume sui generis, que deja tras de si una mujer elegante; si contemplamos el nacarado interior de la concha de aquella Venus, pues el boudoir es la concha de todas las Venus que, salen de la espuma del mar de la opulencia, comprenderemos toda la poesia de la riqueza; esa poesia del dinero transformado en arte, en encantos, en vida.

Pero ¡ay! si recordamos lo que Clara ha dicho á su amiga Emilia, y si nos fuese dado penetrar en el fondo de su corazón atormentado por la duda, entonces bien podemos llamar al cuadro que hemos contemplado:

Tormentos de la opulencia.