La media naranja: 02
Por franca que sea la entrada en todas partes que tiene un novelista, hay una puerta ante la cual debe detenerse. Ante la puerta del tocador de una mujer. Los misterios eleusinos del tocador sólo el espejo debe saberlos: allí la mujer hace un paréntesis en su vida y en sus pensamientos, y todas las imágenes de su memoria se borran ante la que el azogado cristal ofrece á sus egoistas ojos.
Dejémonos, pues, á Clara entregarse á si misma, y abandonando su elegante palacito de la calle de Tragineros, número (el lector puede averiguarle) — vámonos un momento al Café Suizo, pues nos interesa.
Sentado en una mesa, tomando una botella de limonada gaseosa y fumando una excelente breva de Cabañas está Alfonso de Acuña.
En el revés del sobre de una carta está escribiendo con un lápiz, y en la atención con que mira al papel ó fija los ojos en el techo, atormentándose la perilla, en la distracción con que se rasca la cabeza, cuenta con los dedos y se apresura á fijar con el lápiz una idea luminosa, se comprende claramente que está haciendo una cuenta, y que no es el amor á las matemáticas, ni las abstracciones del álgebra las que tan preocupado le tienen. No hay en su rostro la serenidad de la ciencia sino la agitación de la vida.
Cualquiera que al agachar la cabeza observase su finísima raya y el brillo de sus cabellos flexibles y ligeramente ondulados, y al levantarla viese su rostro varonil, su frente despejada, sus cejas arqueadas, sus ojos inteligentes, expresivos, negros, penetrantes, aunque brillando á través de un lente correctamente montado en una fina nariz aguileña; quien hubiese observado su fresco y sano colorido blanco mate; el esmero y limpieza de su afeitado rostro; la suavidad de su sedoso bigote y perilla; la blancura de sus aristocráticas manos; la tersura de la pechera de su camisa; la elegancia y gusto de su traje de mañana; el lustre de su sombrero, el puno de su bastón, y sobre todo, la gallardia de su figura graciosa, llena de vigor y juventud, no exenta de cierta petulancia y de cierta expresión de orgullo y osadía; quien todo esto hubiera examinado con minuciosidad, habria pronto comprendido que aquel hombre elegante no era un Newton calculando la gravitación universal, ni un Pascal resolviendo los problemas de Euclídes.
Aquel matemático, en efecto, se ocupaba de esas matemáticas vivas, de esos cálculos tan concretos, que suelen dar con un hombre en el Saladero. Con las tablas logarítmicas de sus acreedores, trataba de resolver las progresiones aritméticas y geométricas de sus deudas. Buscaba la solución del binomio de sus apuros, estudiando las raíces y potencias de los polinomios de sus cantidades negativas é imaginarias; se atormentaba por resolver las ecuaciones bicuadradas de sus despilfarros y necesidades crecientes.
La incógnita, la X de todos aquellos problemas se resolvían siempre en esta fórmula matemática:
X = Clara
Clara = 80.000 duros.
La X no podía ser más magnífica. El problema no podía ser más infame.
Guardó Alfonso el sobre, lleno de números, en el bolsillo, y el lápiz en su cartera de piel de Rusia; miró su reló, y al ver que eran las tres y media, hizo un movimiento de impaciencia, y entre dientes dejó escapar una interjección, desahogo natural de todo español por culto y bien nacido que sea.
Mientras encendía su cigarro, que se le había apagado durante los cálculos aritméticos, y con la mano se sacudía las mangas de la levita, que en su distracción de matemático había llenado de ceniza, se abrió la puerta del café y entró un joven alto, delgado, de barba negra, esmeradamente vestido y con cierta intrepidez y ruidosa precipitación de calavera.
Diantre! — dijo el recien llegado: — por no hacerte esperar vengo echando el alma.— Y limpiándose el sudor de la frente, y llamando al mozo con tres estrepitosas palmadas, se montó en uno de los banquillos, que acercó con estruendo á la mesa de Alfonso.
— Creí que ya no vendrías; — dijo éste — son las tres y media dadas.
— Ese posma de D. Pablo me ha detenido casi toda la mañana. Tu no sabes los esfuerzos de elocuencia y de dialéctica que he necesitado para sacar al muy condenado los cuatro mil reales. Cuatro mil muelas que le hubiera arrancado, no le hubieran dolido más. Maldito! Pero al fin cayó en las redes, firmé mi gran pagaré y, aquí tienes los trofeos de mi victoria. Estamos en paz.
— Bien! Ernesto, eres un héroe, un César, un Alejandro, — exclamó Alfonso tomando, sin contar, un paquete de billetes que Ernesto le entregaba con la arrogante y cómica solemnidad de un verdadero triunfador. Ahora dame esos cinco.
— Bien puedes agradecérmelo, porque tú no sabes lo que es ese perro judío.
— ¿Qué si te lo agradezco? No lo sabes tú bien. Seis reales sólo tengo en el bolsillo desde anoche que perdí al treinta y cuarenta los veintisiete únicos duros que me quedaban, y para consuelo, esta mañana me envió el sastre una cuenta con un apremiante recadito; fueron á cobrar el pupilaje de mi caballo, y por fin, y aquí entra lo bueno, mi fámulo me entregó esta deliciosa carta de Málaga, en la que mi padre me niega toda ayuda, me llama mal hijo, su asesino, y me abandona al furor y justicia de mis acreedores. Toma y lee. ¡Encántate! ¿De qué le sirven á uno los padres?
— ¡Horror! ¡Terror! ¡Furor! exclamó Ernesto, así que hubo leido la carta del sobre lleno de números que Alfonso le entregó.
— ¿Qué te parece?
— Que no te queda más que apretar las clavijas á la viudita; de lo contrario los alanos, vándalos é ingleses te se echan encima y dan contigo en tierra.
—Pues ese es mi apuro. Si esos canallas malditos me apremian, no me queda más que declararme en quiebra, empeñar hasta el reló y vender el caballo.
— Si; pero entonces, la hermosísima Clara, se apercibe de que eres pobre, de que estás entrampado, y de que vas sólo á caza de sus millones. Entonces, adiós leche, dinero, huevos, pollos, lechon, vaca y ternero: te planta bonitamente y tout est perdu, hasta el honor.
— Si fuese sólo el honor, pase; pero ¿y el dinero? ¿Tú sabes lo que me tiene costado el amor, digo mal, la deferencia de esa mujer? Sólo en seguirla á paseos, teatros y baños de mar, he gastado un dineral, y si ya que mis artificios la hacen creer que soy rico, y que no llevo mira interesada, ahora se descubre el pastel, he hecho un negocio redondo.
— ¡Diablo, no! non, questo non sará. Es preciso que Clara sea tu mujer, y lo será.
— Así lo espero: pero no acaba de decidirse: yo creo que está enamorada; pero ¡es tan desconfiada!
— ¡Qué injusticia!
— Yo hago mi papel á las mil maravillas. Si oyeses mis declaraciones, verías que admirablemente lo hago. Ni Rossi, ni Salvini me igualan: Qué pasión! Qué fuego! Qué vehemencia! Pero nada, no acabo de arrancarla una contestación terminante; una muralla de desconfianza impide que mis palabras penetren en su corazón blindado, y eso que con lo hermosa que ella es, con lo que alhaga mi amor propio ser dueño de su hermosura y de su fortuna, te aseguro que estoy de veras inspirado, y casi, casi hablo como un poeta.
— Hombre! ahora que hablas de poeta. ¿Por qué no la escribes unos versos? Tú no sabes lo que pueden unos versos en el alma de una mujer. Haz la declaración más sublime, da las mayores pruebas, escribe las más apasionadas cartas, y nada producirá el mágico efecto de cuatro redondillas. Las mujeres son prosaicas, pero les gusta la poesía: cuanto más prosaicas, más les gustan los versos, porque imaginan que la poesía consiste en los renglones cortitos. En viendo su nombre entre cuatro rimas, se creen ya una Laura inmortalizada por un Petrarca. Sigue mi consejo: hazla unos versos.
— No me da el naipe: no encuentro consonante á hermosa.
— Qué importa? Yo tampoco sé hacerlos, y sin embargo, como sé muchos de memoria salgo fácilmente del apuro. Precisamente ahora recuerdo unas redondillas muy expresivas, que te vienen como de molde.
— A ver?
— Allá van.
¿Dudáis de mi amor, señora?
¿Pensais que mi labio miente
Y que el corazón desmiente
A la lengua engañadora?
¿Con qué es en vano, exhalar
Suspiros, ayes, lamentos,
Y solemnes juramentos
Que el viento se ha de llevar?
¿Quereis pruebas? las daré.
Pedid las pruebas más rudas,
Que disipen vuestras dudas
Y despierten vuestra fé.
Pedidme, en vuestros antojos,
Del esclavo la obediencia
Y arrastraré con paciencia
Por cadenas vuestros ojos;
Pedidme que manche mi honra
Y aunque me escupan al rostro,
Vereis que ante vos me postro
Honrado con mi deshonra;
Pedidme que en cruda guerra
Vaya del peligro en pos,
A conquistar para vos
El dominio de la tierra;
Pedid que beba un veneno
Mostrando alegre sonrisa,
O que con mano sumisa
Clave un puñal en mi seno;
Pedid que me dé la muerte;
Y á vuestras plantas muriendo
Espiraré sonriendo
Y bendiciendo mi suerte.
La muerte no da pavor
Al pecho firme y constante:
Sólo es verdadero amante
El que muere por su amor...
Pedid....
Y arrancando una hoja en blanco de la carta de su padre, y dándole un lápiz Alfonso, exclamó:
— Cópiamelos aquí.
Una estrofa le faltaba ya para terminar á Ernesto, cuando Alfonso le interrumpió.
— Espera! Estos versos, son de autor conocido? Porque no me vaya á ver en un compromiso.
— Quiá! Son de un poetilla desconocido, de un incompris de bohardilla que se llama.... se llama.... Gonzalo Aguilar.
— Bien: me tranquilizo. Ah! Pero están publicados?
— Si.
— Diantre! Entonces no sigas: puede haberlos leido.
— No tengas cuidado. Un señor muy aficionado á versos le costeó el año pasado una edición de quinientos ejemplares, que sólo repartió á sus amigos, pues lo que es vender .... Dios guarde á usted muchos años. Yo tengo un ejemplar que me prestó un amigo mió, y que me he apropiado. Tiene bonitos versos; pero casi nadie los conoce.
— Siendo asi, vengan, — dijo Alfonso tomando el papel. — Voy á ponerlos en limpio, y esta misma tarde los entrego, y me servirán de pretexto para promover una gran escena. Hoy ha de cantar claro, ó poco he de valer.
— Courage! Si pescas la viudita, quién te tose? ¡Ochenta mil duros! Una hermosura de primissimo cartello! Qué ganga! ¡Qué suerte tienes!
— Desgraciado en el juego
— Andiamo: — dijo Ernesto llamando con estrépito al mozo, á quien pagó tuteándole. — Mañana veremos el resultado de mis versos.
— Será decisivo.
— Guira!
— Guiro!
Entre estas y parecidas humoradas salieron del café, y en las Cuatro Calles se separaron aquellos Pilades y Orestes, dándose un bastonazo en las pantorrillas y en la copa del sombrero.
— A rivederci! bonne chance! good by, — gritó Ernesto desde lejos. Alfonso hizo un significativo ademan de triunfo, y precipitadamente se escabulló entre la multitud.
¿Dónde se hubieran ido las dudas de la hermosísima Clara si hubiera presenciado aquella escena que podríamos llamar:
Miserias de la ambición?