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La media naranja: 09

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VIII
X
Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España: Tomo XI


IX.

Difícil sería decir á quién le palpitaba más el corazón, si á Clara mientras esperaba á Gonzalo ó á éste mientras, poco menos que forzado por Pilar, subia la magnifica escalera de mármol y á través de lujosos salones se dirigia al gabinete de su adorado tormento.

Cuando la hermosa viuda y el jóven poeta se hallaron frente á frente, después de saludarse con graciosa severidad, se contemplaron mutuamente con una de esas miradas que, por decirlo asi, absorben el objeto contemplado.

Como el que mirase una hermosa estatua de mármol herida por el sol se deslumbraria, así Clara y Gonzalo se deslumbraron recíprocamente al contemplarse tan hermosos y tan esplendentes de frescura, juventud y magestad.

Apolo y Vénus, vestidos por Caracuel y Honorina, no serian más hermosos que aquella gallarda pareja nacida para reproducir la perdida raza de los dioses mitológicos; los tipos de Fídias y Praxíteles.

En una mirada analítica y sintética aquellos dos seres se dieron el abrazo de la voluntad, el beso del alma, más puro y duradero que el de los labios. El fluido de la simpatía tendió sus invisibles redes y fundía en uno sólo aquéllos dos corazones hermosos, inmaculados y palpitantes.

Jamas la naturaleza ideó un acorde más perfecto que el de aquellas dos hermosas criaturas.

Por supuesto que todo esto lo sintieron Clara y Gonzalo en un instante, y sin pararse á analizar lo que nosotros hemos analizado.

Así que Gonzalo hubo tomado asiento, y después de una breve pausa en que ambos trataban de dominar su emoción, Clara hizo como un esfuerzo y rompió el silencio.

— Extrañará Vd. que sin tener el gusto de conocerle me haya tomado la franqueza de molestarle y hacerle subir.

— Señora; me extraña, en efecto, porque jamas creí merecer tanta bondad de parte de Vd., y empiezo por agradecer ese favor que Vd. llama molestia y yo llamo una honra altísima.

— He dicho mal al decir que no le conocía á Vd., pues un libro que, según me ha dicho mi doncella, se le cayó á Vd. por casualidad á mi jardín y que Vd. ha venido á reclamar, me han hecho conocer de Vd. precisamente lo más noble y estimable de toda persona: sus sentimientos y su inteligencia privilegiada.

— Señora; esa calificación me confunde más por lo inmerecida que por lo satisfactoria.

— Ah, no! no es inmerecida. He leído el libro de Vd., y el hombre que escribe tan admirables versos, el que siente tan hondamente y piensa con la elevación que Vd., ese hombre vale mucho; ese hombre merece aprecio y admiración, y por eso le he llamado á Vd., porque deseo ofrecerle, como le ofrezco, mi casa y mi más cordial afecto.

— Si algún valor he podido atribuir á mis humildes composiciones, crea Vd. que desde hoy me parecerán inestimables y preciosas, pues á ellas debo las alabanzas que más han satisfecho mi corazón y la amistad que más me enorgullece.

— Hay en su libro de Vd. una circunstancia que le da doble valor á mis ojos.

— Cual?

— Que en él encuentro admirablemente interpretados mis pensamientos. Responde todo de un modo tal á lo que yo siento, pienso, creo y sueño, que si yo supiese hacer versos me parece que hubiera escrito al pié de la letra lo mismo que Vd.

— Puede Vd. imaginar, señora, la alegría que yo sentiré al encontrar un alma que á lo menos me comprende. Yo á veces he llegado á creer que soy una especie de excepción de la regla común. Mis amigos me llaman soñador, loco y hasta salvaje, y todo ¿por qué? porque sueño en la gloria, hoy que todos sueñan en el interés; porque siento á lo poeta, mientras todos sienten á lo hombre; porque busco ideales, mientras ellos explotan las realidades; porque digo sólo lo que siento; porque lloro mientras ellos rien, y sobre todo porque amo como ellos son incapaces de amar. Cuando les digo que para mi el amor es el único bien de la vida, es el ideal, el delirio, la felicidad; que amar es entregar toda su alma, abdicar de la voluntad; concentrar todo el pensamiento en la persona amada; que el amor es el desinterés, el sacrificio, la muerte; cuando todo esto les digo, porque así lo siento, sueltan una carcajada; me dicen que busco el imposible, que me vaya á la luna á buscar mi tipo ideal, porque en la tierra no hay más que mujeres frívolas, coquetas é inconstantes y de carne y hueso. Tales cosas me han dicho, que he llegado á creer que tienen razón, y á pensar si realmente seré un loco soñando lo imposible. Pero ahora sus palabras de Vd. me prueban que no estoy loco, ni soy extravagante, puesto que encuentro otra persona que piensa y siente lo mismo que yo. Permitame Vd. volver á estrecharle la mano, porque al fin en Vd. he hallado tornado realidad lo que creí un sueño; quiero sentir que la carne humana puede contener la esencia de mis ensueños; quiero morir habiendo palpado lo que creí una sombra impalpable.

Clara estrechó la mano que Gonzalo le tendia con respetuosa efusión, y ambos se extremecieron.

La pila de Volta rebosaba de electricidad erótica.

— Yo también quiero palpar la realidad de lo que creí imposible. Cuando yo digo á mis amigas que busco un hombre apasionado, generoso, capaz de comprenderme, capaz de todos los sacrificios; un hombre que me abandone el alma para siempre, que no vea ni piense más que en mi, y que se identifique conmigo, se rien también; me llaman novelesca, romántica, y me dicen: Vete al cielo á buscarle; en la tierra, los hombres son muñecos de barro rellenos de egoísmo. Sus versos de Vd. me han probado que no es necesario ir tan lejos para encontrar ese tipo que iba ya creyendo imposible. Por eso le he llamado á Vd.; por eso, aunque sólo llevamos cinco minutos de tratarnos, veo en Vd. el más íntimo y más digno de mis amigos.

— Gracias, señora! — dijo Gonzalo fuera de siíy pareciéndole que soñaba. Tuvo que contener las palabras que, como cerveza en botella, estaban fermentando y querían hacer saltar el tapón de la prudencia.

— Puesto que ya somos dos íntimos y antiguos amigos, — dijo Clara con significativo y bondadoso acento, — podemos hacernos mutuas confianzas.

— Nadie más digna que Vd. de toda la mía.

— Entonces ¿estoy autorizada para ciertas preguntas que sin su autorización fuera imprudencia hacer?

— Pregunte Vd. Es Vd, mi confesor, y para Vd. no hay secretos. En cinco minutos me ha inspirado Vd. una confianza sin límites.

— Pues bien; sus versos de Vd. me han despertado una curiosidad propia de nuestro sexo. Dice Vd. en sus poesías que está Vd. enamorado de una mujer joven, hermosa y opulenta. Yo tengo varias amigas en quienes concurren estas circunstancias, y siento una inmensa curiosidad por saber si es alguna de ellas casualmente la que ha tenido la dicha de inspirarle á Vd. tan ideal y extraordinaria pasión. Dígamelo Vd., y quién sabe si yo podré ponerle á Vd. en posesión de sus sueños de oro.

La Sublime Puerta Otomana no es más ancha que la que Clara le abria á Gonzalo. Micromegas pasaría perfectamente por ella; pero la modestia y la reserva de nuestro poeta era mayor que la estatura del volteriano habitante de Syrio.

— Siento tener que faltar á la confianza en este pecado de mi confesión. Precisamente me ha preguntado Vd. por el único secreto que no puedo revelar. No le ocultaré á Vd. que he encontrado mi ideal; que hay una mujer sublime á quien adoro con toda el alma, por quien daría la vida; esa mujer es mi dicha y mi tormento; pero me separa de ella tanta distancia como de la tierra al cielo; está tan alta que sólo puedo desde mi bajeza alzar los ojos enamorados hacia ella y contemplarla como una aparición divina, como un ángel á cuyo paraiso me está vedado llegar.

— No tiene Vd. confianza en mi para revelarme su nombre? ¿Me cree Vd. incapaz de corresponder con mi secreto á su confianza? Tanto desconfia Vd. de su confesor?

— Ese nombre, señora, le guardo como mi mayor virtud y le callo como mi más mortal pecado. Ese nombre no le sabrá nadie....

— Y si yo le averiguase?

— Imposible! Tendría Vd. que abrirme el corazón para leerle.

— Y si yo supiese leerle sin necesidad de eso?

— Dónde puede Vd. leerlo?

— Dónde? En sus ojos de Vd. Míreme Vd. atentamente.

Y al decir esto, Clara clavó sus admirables ojos llenos de pasión y ternura en los de Gonzalo. Algunos segundos se contemplaron en silencio. Gonzalo se sentia fascinado, magnetizado; se abrasaba, temblaba, deliraba y casi desfallecía, Clara se apoderaba, con aquella mirada, del alma de Gonzalo, entregaba la suya, se enamoraba, se estremecía. La elocuencia de aquella doble mirada era un poema de amor. Una cadena invisible ligaba aquellas dos almas. Aquellos segundos fueron un año de felicidad.

— Estoy leyendo el nombre! — dijo Clara .

— Cómo se llama? — dijo Gonzalo fuera de sí.

— Se llama por casualidad esa mujer.... Clara?

Dijo Clara estas palabras con una dulzura, con una gracia, con una pasión tan tierna y penetrante, que Gonzalo como herido por un rayo de amor divino cayó á los pies de aquella mujer, fascinado.

— Si, Clara, ese es su nombre! Y puesto que Vd. ha leido en mis ojos un secreto imposible de guardar ante Vd.; puesto que sabe toda la historia de mi vida, y una mujer ligera ha vendido mi secreto; puesto que es Vd. la única mujer á quien adoro y adoraré hasta la muerte, otorgúeme Vd. un favor antes de abandonarla para siempre....

— Abandonarme para siempre! Y por qué razón?

— Clara: le amo á Vd. demasiado para poder ser sólo su amigo; es Vd. demasiado virtuosa para imaginar ser su amante; soy demasiado modesto y caballero para pretender ser su marido. No pudiendo ser ninguína de estas cosas, ¿qué hago yo al lado de usted sino morir de dolor, de desesperación y de celos? Puesto que ya sabe Vd. mi secreto, júreme Vd. guardarle, y yo me iré á ocultarle lejos, muy lejos de Vd., donde, á lo menos, pueda llorar en libertad los dolores y tristezas de esta pasión desesperada.

Dos lágrimas brillantes se escaparon de los dulces y tristes ojos de Gonzalo. Clara las recogió en su corazón; eran las primeras que veia en los ojos de un hombre, y la enternecieron de amor y gratitud. Las dos magníficas perlas de sus pendientes eran menos preciosas que aquellas dos lágrimas furtivas; perlas de ese océano infinito del corazón humano.

— Gonzalo: esas dos lágrimas que en vano quiere Vd. ocultarme, me deciden á abrir mi corazón sin reserva. No me abandone usted, se lo suplico. No quiere Vd. aceptar mi amistad? Pues bien; yo le ofrezco más; ¡le ofrezco mi amor!

Hay expresiones que ni el pincel ni la pluma pueden reproducirlos. Una de estas fué la que se pintó en el rostro delirante de Gonzalo. Alegría, sorpresa, felicidad, pasión, locura, éxtasis; todos los iris del alma resplandecieron en él y sublimaron su natural hermosura.

— Clara, Clara! La felicidad me mata! Por toda contestación déjeme Vd. concentrar mi tormento, mis esperanzas y mi silencio de dos años en estas lágrimas que no puedo contener.

Y de rodillas ante Clara tomó una de sus manos que inundó de dulcísimas lágrimas.

La vehemencia espontánea y natural de aquel hombre, que ni le habia dirigido una flor siquiera, ni le habia importunado con declamatorias declaraciones, y que por toda elocuencia bañaba sus manos en lágrimas de amor y gratitud; la sinceridad que revelaba el rostro, y las palabras de Gonzalo conmovieron hondamente á Clara, y le arrancaron también lágrimas. Aquel llanto era la fusión de dos grandes almas que se encontraban y comprendian y se armonizaban.

— Gonzalo: comprendo todo lo que significa su silencio y sus lágrimas de Vd.: ellas han penetrado en mi alma, y le han dado á Vd, el dominio de mi voluntad. Pero por lo mismo que Vd. es el único hombre en quien he creido, el único que en unos minutos se ha apoderado de mi corazón, voy á revelarle á Vd. un secreto, y á exigirle á Vd. una prueba terrible, á la que acaso no resista el amor que Vd. me manifiesta.

— Exíjame Vd. todo, Clara: la vida que Vd. me pidiese, no vacilo ni un instante en dársela.

— Pues bien, Gonzalo; puesto que Vd. tiene un alma extraordinaria, un alma de poeta capaz de comprender las pasiones sobrenaturales, voy á hacerle una declaración, aunque me tome por loca y extravagante. Aqui donde Vd. me ve, joven, halagada de la suerte, gozando todos los dones de la opulencia, soy la mujer más infeliz del mundo. Estoy harta del lujo, de los placeres mundanos que sólo halagan la vanidad; he buscado un alma igual á la mia, y hasta este momento creo no haberla encontrado. He oido mil declaraciones, y sólo la de Vd. me ha parecido sincera, y, sobre todo, desinteresada. Como Vd. decia: yo también he palpado la sombra de mis sueños.

Pero no me basta esto, Gonzalo: por lo mismo que por primera vez en mi vida creo en el amor de un hombre, me espanto de mí misma. El más leve desengaño, la sombra de una infidelidad, del más mínimo enfriamiento, me destrozaría el corazón, sería para mi peor que la muerte. Buscar esa constancia inalterable en un hombre, es buscar lo imposible. Usted mismo, ¿puede responder de amarme siempre como ahora?

— Sí.

— No lo creo; y porque no puedo creerlo, he adoptado una resolución terrible, bárbara, extravagante, que Vd. va á calificar de locura, que le va á espantar cuando la oiga. Yo quiero concentrar en una sola hora de amor inmenso, infinito, todo el amor de mi vida; la quinta esencia sin mezcla de celos, desengaños, perfidias y desencantos. Hasta ahora he sido fria é insensible como una estatua: pues bien; yo seré toda en cuerpo y alma, toda amor, delirio y frenesí para el hombre que, como yo, quiera concentrar en una hora de amor toda la dicha de la tierra, y después morir en mis brazos. Morir en un abrazo, dejando el mundo y sus miserias, amándose como Isabel y Diego, Abelardo y Eloísa, Julieta y Romeo, Adriana Cardoville y Djalma. Esta es mi extravagancia, mi locura, mi romanticismo, mi originalidad. Como sé que no hay hombre capaz de semejante sacrificio, no he amado á nadie; y como Vd. sería incapaz de tan inmensa prueba...

— Incapaz? Clara! por su amor de Vd. no hay sacrificio que no haga. Quiere Vd. que muera? Pues moriré: aunque sea locura, barbarie, crimen, para mi sólo tendrá este nombre: felicidad.

— De veras?

— Lo juro!

Habia tal firmeza en el acento de Gonzalo, que Clara le miró con efusión, y sacando del bolsillo el frasquito que ya conocemos, hizo la misma operación que antes con Alfonso.

La serenidad de Gonzalo era heroica y sublime.

— Gonzalo, — dijo Clara, — si es Vd. capaz de imitarme y beber lo que hay en esta copa, seré suya y no habrá delirio comparable al mio. Este veneno precioso nos deja una hora de vida, y al cabo de ella, un sueño, sin dolores ni agonías espantosas, nos dará la muerte. Si Vd. no tiene valor para hacerme dichosa, entonces aléjese Vd. y júreme no revelar el secreto de esta escena, que Vd. comprende, pero de la que el mundo se reiria, abrumándome de ridículo.

Gonzalo amaba poco la vida, adoraba á Clara, estaba fascinado y subyugado por aquella mujer extraordinaria; un vértigo de amor le enajenaba la razón; la idea de una muerte embriagadora, y de la admiración que causarla á las gentes su sin igual himeneo, todo esto constituía la lógica de su desvario, la racionalidad de la locura, y le hizo sobreponerse á todo temor y á todo egoísmo: así es que, sin vacilar, dijo con resolución:

— Clara mia: en este vaso beberé con deleite, no la muerte, sino la felicidad de toda mi existencia. Sólo pido un momento para dejar mi testamento, mi despedida al mundo, y en seguida arrostraré sin vacilar una muerte que por ti será vida.

Y levantándose, sacó de su bolsillo una cartera, y de ella un medio pliego de papel; tomó una pluma de un tintero que habia sobre la mesa, y sereno, sin temblar, escribió algunos renglones. Clara le miraba escribir, asombrada de aquella calma heroica y de tan sublime abnegación: hubiera querido abrazar á aquel hombre sin igual; pero quiso consumar la prueba, y se contuvo.

Gonzalo dobló el papel, y entregándosele con asombrosa calma á Clara, y tomando una de las copas en la mano, exclamó:

— Mujer adorada! por una hora de tu amor voy á beber la muerte. Antes que tú hagas lo mismo, te suplico que leas ese papel, donde consigno mi última voluntad. Voy á entregarte mi vida.

Clara, llena de asombro, le vió apurar la copa como quien bebe lo que en realidad bebia, un vaso de agua. Al acabar la última gota, Gonzalo, con imperioso acento, dijo á Clara: lee.

Clara leyó los siguientes renglones:

«Declaro al mundo y á la justicia que voluntariamente me doy la muerte con veneno á los pies de Clara de Monte Real, á quien adoro y por quien muero contento, ya que no puedo merecer su amor.

»Que nadie la culpe, y que la justicia no la acuse, pues es inocente de mi muerte, y ella misma ignorará que estoy envenenado hasta verme caer á sus pies, en la primera y última entrevista que he tenido con esta mujer.

»Que ella y el mundo me perdonen.

»Soy poeta y amante, y Clara es mi amor y mi ideal.

»Yo la bendigo al morir por ella.

»Adios!....

Gonzalo de Aguilar y Wolf.»


Al levantar Clara sus divinos ojos arrasados de lágrimas hacia Gonzalo, vió que, durante su lectura, éste se habia apoderado de la otra copa, y que al terminar ella la carta, él arrojaba el contenido de la copa al suelo, exclamando con delirante pasión:

— Clara mia! tú no debes morir! ¡He vertido esta copa porque no quiero que tú mueras! Guarda esta carta, que te salva de toda responsabilidad, y cuando la muerte se apodere de mí, después de gozar tus ansiadas caricias, llama, y dí que soy un loco que muero por tus desdenes. Salva así tu honra y tu vida, y déjame á mi solo morir de amor en tus queridos brazos.

— Ven á ellos, hombre sublime y generoso! — dijo Clara abriendo sus brazos, en los que se precipitó Gonzalo. Ven á ellos, sí; pero no para morir, Gonzalo, porque no estás envenenado; no es más que agua clara lo que has bebido. Ven; no á morir, sino á vivir para siempre en mis brazos, sobre mi pecho enamorado. Has bebido sólo agua, pero tú no sabías que te he engañado, para ver si hay un hombre capaz de morir por mí, capaz de sacrificarme todo. Necesitaba ver para creer; tú me has curado del tormento de la duda; tú eres el único hombre que merece mi corazón. Gonzalo, ¡yo te amo ! Unos instantes han bastado para que te entregue toda mi alma y mi destino. No eres mi amigo, no eres mi amante; eres mi esposo. Mi mano, mi casa, mi fortuna, mi nombre, todo es tuyo. Gonzalo, aquí te presento mi mano de esposa: ¿quieres aceptarla?

Los dos amantes dudaban de la realidad de aquella escena, y estaban sublimes de hermosura y pasión

Gonzalo tomó la blanquísima y ardiente mano que Clara le presentaba, y después de imprimir en ella un casto y prolongado beso, llevándosela al corazón, exclamó.

— Clara! Siento que no sea en realidad un veneno lo que he bebido para probarte mi amor. Esta mano que me ofreces contiene todos mis sueños, mis dichas y esperanzas; pero, ¡ay! no puedo aceptarla.

— Por qué?

— Mi posición y la tuya, ¿no pueden hacer dudar de la pureza de este amor? Esta opulencia que te rodea, me veda la posesión de esta mano adorada y generosa.

— Esta opulencia es pobreza al lado de lo que tú me ofreces. Sin tu amor, la desprecio. Renunciaré á ella y te seguiré á una buhardilla; tu corazón vale más que toda mi fortuna. ¿Es obstáculo ella? pues bien, Gonzab, yo renuncio á todo, me nivelaré con tu modesta posición. ¿No me has sacrificado tú la vida? pues yo te sacrifico mi opulencia, que es ya miseria sin tu cariño.

— Ah, no, Clara! Yo no puedo aceptar ese sacrificio. Soy tuyo y tú me conoces; con que tú me hagas justicia, despreciaré el mal concepto de las gentes,

— Las gentes!.... En un marco de oro colocaré yo esta carta, que es nuestro contrato de bodas. Si alguien duda de tí, no tiene más que leerla y admirarte.

Este tomo de poesías, que me ha salvado de la desgracia y me ha traido la fé y la dicha, es tu regalo de bodas.

— Clara! Tú te confias asi, sin conocerme....

— ¡Seas quien seas, conozco tu amor y me basta para entregarte el mío! ¡Gonzalo de Aguilar! ¿quieres otorgarme el dulce nombre de marido?

— ¡Si!............ Y á aquel sí siguieron tales expansiones, emociones, efusiones, palpitaciones, adoraciones, declamaciones, declaraciones, aclaraciones, explicaciones, etc., etc., etc., que la pluma abandona su pintura imposible y prolija, y se refugia en el supremo recurso de los puntos suspensivos.

La prueba de Clara le parecerá al lector extraña, absurda , inverosímil, imposible; y la abnegación de Gonzalo, imposible, inverosímil, absurda y extraña.

Pues eso es precisamente la originalidad: hacer lo que nadie hace.

Las novelas de la vida son las rarezas, las aberraciones; lo extraordinario, lo extravagante, lo ridículo, lo heroico, lo criminal, lo grandioso, lo sublime; todo menos lo común, lo vulgar, lo diario.

Que un hombre quiera á una mujer, que un cura los eche la bendición, y tengan hijos, nietos y biznietos, esto sucede cada dia, y no merece las ciento cincuenta cuartillas de esta historia.

Pero que dos almas grandes, dos criaturas superiores se encuentren, se comprendan, se identifiquen y se sometan á una prueba extraordinaria, esto no es frecuente, es raro, y lo raro es novelesco.

No faltará lector que me acuse de mal psicólogo al ver á Clara enamorarse en algunos minutos de Gonzalo.

Shakspeare era el primer psicólogo y conocedor del corazón humano. Pues bien, su Romeo y Julieta se enamoran en menos tiempo, y el joven Montechi, hasta olvida al punto á su amada Rosalina.

No es esto compararme con Shakespeare.