La mujer de tres caras
LA MUJER DE TRES CARAS
Vivían en una alegre casita (que hasta un jardineito tenía) tres ladrones, o más bien tres rateros, que coincidencias del oficio llevaron a vivir en estrecha comunidad.
No eran gente de pelo en pecho, ni eran ladrones "con fractura", ni de aquellos de "la bolsa o la vida", no; era gente que tomaba para sí lo ajeno sin dejar rastros de sangre y sin ocasionar mayores ayes.
Los tres eran jóvenes y llevaban a cabo sus hazañas en pueblos o ciudades de menor cuantía, donde la policía es lerda y bisoña. Convertido el producto del robo en dinero contante, volvían al punto de su residencia y entonces entregábanse al juego fullero. Si en el juego les iba bien, el robo se dejaba para otra oportunidad, quedando como un recurso supremo.
A poco de vivir en común, diéronse cuenta nuestros pajarracos de la necesidad que tenían de una criada que les guardara la casa en sus ausencias y que corriera con los quehaceres domésticos. Uno de ellos, Pérez (a) el "Zurdo", propuso para el objeto a una modista sin trabajo que él conocía por haber hecho vida con un amigo suyo.
—Es bonita?, dijo García (un hombręcillo de unos 24 años, cenceño, medio gibado), poniendo los ojos como balas.
—Bonita, no;— respondió el "Zurdo"—; pero simpática sí... Es una mujer de unos 45 años...
—Es vieja; hay que buscar otra, respondió García.
—No, dijo Ramírez. El amor hay que hacerlo fuera de casa. Que venga la modista.
Juana, que asi se llamaba la mujer propuesta por el "Zurdo", era uno de esos seres que nacen con una inquietud peligrosa en el alma. Desde niñera hasta modista (título como doctoral que había adoptado para el último tercio de su galantería) todo había sido, todo había hecho, menos vivir con ladrones. Fué por eso que aceptó gustosa el ir a la misteriosa casita, como escondida en las afueras de la gran metrópoli, en la seguridad de que pronto sería más que una doméstica.
Los ladrones vieron entrar a la modista con la mayor indiferencia... como si vieran entrar un perro manso de la vecindad. No se sospecharon que en aquella traída osamenta había todavía encantos; que en aquel cuerpo como un junco usado había una vieja música, esencias de placer... un vino añejo capaz de dar otros vinos con dejo de pasados verdores.
La casita se movió, cobró vida, alegría; todo comenzó a encontrar su quicio: los trastos, la despensa, las horas, el sueño...
Y cuando Juana pudo ponerse una flor en el pecho; cuando remozó sus coqueterías perfumadas de desengaño y hastío, cayó uno de los amos, cayó el "Zurdo". La criada comenzó a ser señora. Y como los ladrones roban todo, Ramires (a) el "Sapo", comenzó a sentir una inclinación irresistible al hurto de Juana.
Pero la modista no se dejó hurtar de golpe. Ella debía observar el efecto que en el "Zurdo" producían los requiebros del "Sapo"; y cuando estuvo segura de que los ladrones no eran celosos, se entregó al "Sapo" como si fuera un objeto robado.
Quedábale el más joven, el movedizo y parlanchín García. La modista se sabía por madura experiencia como se hace caer a un inexperto. Y cayó García.
Pronto los ladrones comprendieron que se estaban robando mutuamente la felicidad. Y se sonrieron. La modista se sonrió también y el pacto quedó establecido.
Un día nuestros caballeros de industria festejaban la consumación de un delito. Se estaba de sobremesa. Se había bebido y se vagaba en el campo afectivo. "A mí, dijo García, me gusta Juana porque se parece a las figuras de las monedas". "A mí no me gusta por eso, dijo el "Sapo"; me gusta porque se parece a una novia que quise mucho." Yo, dijo el "Zurdo", la encuentro parecida a una vírgen que ví una vez en una iglesia".
—Vaya..., dijo Juana, quitándose el cigarrillo de la boca, quiere decir que yo tengo tres caras...
—Naturalmente, repuso el "Zurdo", y si así no fucra, acaso los tres no te quisiéramos tanto.
Cinco años transcurrieron en la casa de los ladrones en los cuales la modista pasó la mejor época de su vida. Pero un día la desgracia golpeó a la puerta con sus fríos nudillos. El "Zurdo" cayó enfermo de una tifoidea que se lo llevó en pocos días. El "Sapo", al parecer, se contagió y murió también. Para colmo, García, el más joven, salió un día de casa y no volvió más.
La pobre Juana enfermó de tristeza. La beneficencia pública hízose cargo de ella. No comía; sólo pensaba en su desamparo, y exclamaba en sus sollozos: "Los tres!... los tres!...
Salió al fin del hospital con un poco de consuelo y dióse a pedir limosna. Qué más había de hacer... Poníase a la puerta de las iglesias, y allí, canosa, envejecida, la pobre modista pedía invariablemente "tres centavos, para comer... Las gentes reparaban que la pordiosera pedía siempre "tres" centavos, y decíanla: "Pero, mujer, pida V. dos, cinco, diez centavos, pero no pida "tres", que no se ajusta a la moneda." Pero la "vieja de la iglesia" siempre decía: "Tres" centavos por favor!...
Tumbóla un día un coche y fué llevada a un asilo de mendigos. Repuesta de las magulladuras, no se le permitió salir a la calle y allí quedó.
La hermana Cándida, encargada del refectorio, tomó simpatía a la modista y ocupábala en algunos quehacercillos que eran retribuídos con golosinas, estampas de santos u oraciones. Una sola cosa molestaba a la virtuosa religiosa en la modista, y era que cuando la decía: "Juana, ponga usted cuatro tazas en la mesa", la modista ponía sólo "tres". Cuando le mandaba llevar "dos" utensilios de una parte a otra, la modista llevaba "tres".
Un día dijo la hermana a la asilada: "Pero, Juana, nunca hace Vd. lo que se le dice: siempre trae "tres" cuando se le dice "dos", y lleva "tres" cuando se le ordena "uno".
—Hermana, qué quiere Vd.... pienso siempre en "los tres"...
La hermana creyó conveniente no insistir.
La pobre mujer decaía de día en día, hasta que una mañana fué encontrada muerta en el lecho. Se la envolvió en una sábana y se fué en busca del áspero cajón de pino para marchar con ella al "depósito". En ese inter llegó la hermana Cándida, que se había enterado del deceso. Púsose a rezar, y, al mirar el cadáver amortajado, vió que de la juntura de la sábana salían tres dedos rígidos.
—Tres dedos...!, dijo. y siguió rezando.