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La nacionalización de la tierra

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La propiedad de la tierra es la fuente original de toda riqueza y se ha convertido en el gran problema de cuya solución depende el porvenir de la clase obrera.

Sin plantearme la tarea de examinar aquí todos los argumentos de los defensores de la propiedad privada sobre la tierra —jurisconsultos, filósofos y economistas—, me limitaré nada más que a hacer constar, en primer lugar, que han hecho no pocos esfuerzos para disimular el hecho inicial de la conquista al amparo del «derecho natural». Si la conquista ha creado el derecho natural para una minoría, a la mayoría no le queda más que reunir suficientes fuerzas para tener el derecho natural de reconquistar lo que se le ha quitado.

En el curso de la historia, los conquistadores han estimado conveniente dar a su derecho inicial, que se desprendía de la fuerza bruta, cierta estabilidad social mediante leyes impuestas por ellos mismos.

Luego viene el filósofo y muestra que estas leyes implican y expresan el consentimiento universal de la humanidad. Si, en efecto, la propiedad privada sobre la tierra se basa en semejante consentimiento universal, debe, indudablemente, desaparecer en el momento en que la mayoría de la sociedad no quiera más reconocerla.

No obstante, dejando de lado los pretendidos «derechos» de propiedad, yo afirmo que el desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la concentración de la población, que vienen a ser las condiciones que impulsan al granjero capitalista a aplicar en la agricultura el trabajo colectivo y organizado, a recurrir a las máquinas y otros inventos, harán cada día más que la nacionalización de la tierra sea «una necesidad social», contra la que resultarán sin efecto todos los razonamientos acerca de los derechos de propiedad. Las necesidades imperiosas de la sociedad deben ser y serán satisfechas, los cambios impuestos por la necesidad social se abrirán camino ellos mismos, y, a la larga o a la corta, adaptarán la legislación a sus intereses.

Lo que nos hace falta es un crecimiento diario de la producción, y las exigencias de ésta no pueden ser satisfechas cuando un puñado de hombres se halla en condiciones de regularla a su antojo y con arreglo a sus intereses privados o de agotar, por ignorancia, el suelo. Todos los métodos modernos, como, digamos, el riego, el avenamiento, el arado de vapor, los productos químicos, etc., deben aplicarse en grandes proporciones en la agricultura. Pero, los conocimientos científicos que poseemos, al igual que los medios técnicos de practicar la agricultura de que disponemos, como las máquinas, etc., sólo pueden emplearse con éxito si se cultiva la tierra en gran escala.

Si el cultivo de la tierra en vasta escala (incluso usando los métodos capitalistas actuales, que reducen al productor al nivel de simple bestia de carga) resulta tanto más ventajoso desde el punto de vista económico que la hacienda en terrenos pequeños y fraccionados, ¿acaso la agricultura a escala nacional no daría un impulso todavía mayor a la producción?

Las demandas de la población, crecientes sin cesar, por una parte, y la constante alza de los precios de los productos agrícolas, por otra, muestran irrefutablemente que la nacionalización de la tierra es una necesidad social.

La disminución de la producción agrícola por abuso de uno u otro individuo será, como es lógico, imposible cuando el cultivo de la tierra se halle bajo el control de la nación y en beneficio de la misma.

Todos los ciudadanos a los que he oído durante los debates en torno a esta cuestión han defendido la nacionalización de la tierra, pero lo han hecho partiendo de muy distintos puntos de vista.

Se han hecho muchas alusiones a Francia, que con su propiedad campesina se halla mucho más lejos de la nacionalización que Inglaterra con su sistema de gran posesión de la tierra de los lores. Es cierto que en Francia, la tierra está al alcance de cualquiera que esté en condiciones de comprarla, pero precisamente esta accesibilidad ha llevado al fraccionamiento de los terrenos en pequeñas parcelas cultivadas por gentes de escasos recursos, que cuentan más que nada con su trabajo personal y el de sus familias. Esta forma de propiedad sobre la tierra y el cultivo de terrenos pequeños, que de ello se desprende, excluyendo todo empleo de perfeccionamientos agrícolas modernos, hace, a la vez, que el propio agricultor sea el más decidido enemigo del progreso social y, sobre todo, de la nacionalización de la tierra. Este agricultor se halla aherrojado a la tierra, a la que debe consagrar todas sus fuerzas vitales para conseguir un ingreso relativamente pequeño, tiene que entregar la mayor parte de su producto al Estado, en forma de impuestos, a la camarilla judiciaria, en forma de costas judiciales y al usurero, en forma de interés; no sabe absolutamente nada del movimiento social fuera de su limitado campo de acción y, sin embargo, se agarra con celo fanático a su terruño y a su derecho de propiedad puramente nominal sobre el mismo. Así es como el campesino francés ha sido llevado al antagonismo fatal con la clase obrera industrial.

Siendo la propiedad campesina el mayor obstáculo para la nacionalización de la tierra, Francia, en su estado actual, no es, indiscutiblemente, el país en el que debamos buscar la solución de ese gran problema.

La nacionalización de la tierra y su entrega en pequeñas parcelas a unos u otros individuos o a asociaciones de trabajadores, cuando el poder se halla en manos de la burguesía, no engendraría más que una competencia implacable entre ellos y, como resultado, conduciría al crecimiento progresivo de la renta, lo cual, a su vez, acarrearía nuevas posibilidades a los propietarios de tierras, que viven a cuenta de los productores.

En el Congreso de la Internacional, celebrado en 1868[2], en Bruselas, uno de nuestros camaradas[3] dijo:

«La pequeña propiedad privada de la tierra está condenada por la ciencia, y la grande, por la justicia. Por tanto, queda una de dos: la tierra debe pertenecer a asociaciones rurales o a toda la nación. El porvenir decidirá esta cuestión».

Y yo digo lo contrario: el movimiento social llevará a la decisión de que la tierra sólo puede ser propiedad de la nación misma. Entregar la tierra en manos de los trabajadores rurales asociados significaría subordinar la sociedad a una sola clase de productores.

La nacionalización de la tierra producirá un cambio completo en las relaciones entre el trabajo y el capital y, al fin y a la postre, acabará por entero con el modo capitalista de producción tanto en la industria como en la agricultura. Entonces desaparecerán las diferencias y los privilegios de clase juntamente con la base económica en la que descansan. La vida a costa de trabajo ajeno será cosa del pasado. ¡No habrá más Gobierno ni Estado separado de la sociedad! La agricultura, la minería, la industria, en fin, todas las ramas de la producción se organizarán gradualmente de la forma más adecuada. La centralización nacional de los medios de producción será la base nacional de una sociedad compuesta de la unión de productores libres e iguales, dedicados a un trabajo social con arreglo a un plan general y racional. Tal es la meta humana a la que tiende el gran movimiento económico del siglo XIX.


  1. El manuscrito de Marx La nacionalización de la tierra, uno de los más importantes documentos del marxismo sobre el problema agrario, fue redactado con motivo de la discusión en la sección de Manchester de la Internacional del problema de la nacionalización de la tierra. En su carta del 3 de marzo a Engels, Dupont informó acerca de la confusión que reinaba en las mentes de los miembros de la sección en el problema agrario y, tras de exponer 5 puntos de su futura intervención, pidió a Marx y Engels que hicieran sus observaciones para tenerlas en cuenta antes de intervenir en la reunión de la sección. Marx expuso una extensa argumentación de sus puntos de vista en el problema de la nacionalización de la tierra, que Dupont utilizó enteramente en su informe. Marx enfoca la nacionalización de la tierra, ese gran problema, según expresión de Marx, en indestructible ligazón con las tareas de la revolución proletaria y la reorganización socialista de la sociedad.- 305
  2. El Congreso de la Internacional celebrado en Bruselas se reunió del 6 al 13 de septiembre de 1868. Marx participó personalmente en la preparación del mismo, pero no asistió a sus labores. Acudieron al Congreso alrededor de 100 delegados en representación de los obreros de Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Suiza, Italia y España; se adoptó en él el importante acuerdo acerca de la necesidad de que se entregasen en propiedad social los ferrocarriles, el subsuelo, las minas, los bosques y las tierras de labor. Este acuerdo, prueba del paso a las posiciones del colectivismo de la mayoría de los proudhonistas franceses y belgas, significó la victoria en la Internacional de las ideas del socialismo proletario sobre el reformismo pequeñoburgués. El Congreso adoptó igualmente la resolución propuesta por Marx acerca de la jornada de trabajo de 8 horas, del empleo de máquinas y de la actitud respecto del Congreso de la Liga de la paz y de la libertad (véase la nota 211) de Berna (1868), como también la resolución, presentada por F. Lessner en nombre de la delegación alemana, recomendando a los obreros de todos los países estudiar El Capital de Marx y contribuir a su traducción del alemán a otros idiomas.- 307.
  3. César de Paepe. (N. de la Edit.)

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