La novia del hereje/XXV

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo XXV : La opinión pública al través de una botica[editar]

Luego que don Bautista salió del convento de San Francisco se dirigió a su botica, cuya puerta abrió, y poniéndose un delantal de un aseo muy dudoso comenzó a despachar sus drogas haciendo a la vez de boticario y de médico consultor.

Dos o tres vecinos que venían de comulgar o de misa, viendo abierta la puerta de la botica, entraron, como lo tenían de costumbre, y tomando asiento del lado externo del mostrador, trabaron una nutrida conversación con el Boticario, que éste sostenía sin dejarse interrumpir ni por las consultas que evacuaba ni por las medicinas que pesaba y entregaba.

-Pues señor, es indudable -dijo uno de los viejos que allí estaba-, de que se ha suspendido hoy la Misa de Justificación.

-¿Y quién lo ha dicho?, preguntó don Bautista afectando mucha sorpresa.

-¡Oh!, lo tengo de buena letra: el Virrey ha intervenido y hace fuerza.

-¿Y cómo hace fuerza? -dijo otro viejo.

-Eso si que no lo sé: hace fuerza es lo que me ha dicho en la plaza ahora mismo el notario de la Curia, como si me dijese un arcano.

-¡Qué ha de hacer fuerza cuando es un muñeco y más viejo que yo! -agregó el mismo viejo sorbiendo una gruesa narigada de polvillo de Sevilla-, le habrán dicho a usted otra cosa, don Hermenegildo.

-¡No, señor! -les dijo don Bautista desde el mostrador, al mismo tiempo que entregaba un bálsamo fétido a una tapada, y que le decía-: tómelo usted tres veces al día -y siguió hablándole muy despacio. Los oyentes a su no señor, se quedaron pendientes de lo que quería decirles, porque don Bautista era hombre que piano piano había sabido dar una autoridad indisputable a sus palabras. Luego que acabó de entregar su droga repitió: «No, señor, lo que le habrán dicho a usted es que el señor Virrey ha protestado la fuerza.»

-¡No tal! -dijo don Hermenegildo algo enfadado-, yo no soy ninguna mula, y lo que el notario me ha dicho es que el Virrey hace fuerza, y yo creí que lo que me quería decir era que se empeñaba por salvar a la hereje: cosa que no sería extraña tampoco pues bien alto se jacta de haber manoseado a su Santidad, como él dice, ¡y de eso a ser judío no sé que haya ni un palmo!

No bien había empezado don Hermenegildo a dar esta explicación cuando don Bautista se vio acometido de una tos perruna que parecía tenerlo en convulsiones sin dejarlo oír ni interrumpir a su amigo. Mas cuando éste concluyó le dijo sofocado todavía guturalmente por el acceso:

-En tal caso, quien es una mula, don Hermenegildo, es el notario que ha dicho semejante desatino.

-¡Y nada de extraño tiene el que lo sea!

-¡Ya!, ¡ya!, porque hacer fuerza quiere decir la intervención que el juez eclesiástico toma en una causa civil o la apropiación que se hace de la jurisdicción que no le corresponde; y lo que el notario le habrá dicho a usted es que la Santísima Inquisición hacía fuerza y que se la han protestado ocurriendo a la Audiencia.

-¡Dios lo libre al notario de haber dicho semejante cosa! -dijo otro.

-¡Y a mí de atribuírsela! -agregó don Hermenegildo.

-¡Ah! -dijo con apuro don Bautista-, ni yo la digo ni se la atribuyo: lo que digo es que si no ha dicho eso es tan notario como yo.

-Mas bien pasará él por eso que por lo otro. ¡Pues iba bien si hubiese dicho que la Santísima Inquisición usurpaba autoridad!... No, señor: lo que me ha dicho es lo que yo digo: que el Virrey era el que usurpaba, y la prueba fue que me agregó que ya vería el Faraón...

-¡Chito, chito, amigo! -dijo don Bautista con autoridad-, aquí no quiero que se hable así de las autoridades: yo soy criado del señor Virrey y humilde servidor de la Santísima Inquisición: y, o los dos tienen razón siempre, o la tiene el que la tiene, sin que yo me meta a cavilar o resolver en eso, pues son cosas que las debe uno preguntar a su confesor y creer lo que él diga sin andar hablando como loros de una materia que no es para nuestra cabeza.

-Yo digo lo que me dijo el notario -dijo don Hermenegildo disculpándose.

- Pues amigo, usted no diga nada y crea lo que le diga su confesor: ya se lo he dicho.

-El hecho es -dijo otro- que en la plaza todo el mundo anda indignado con la suspensión de la misa justificada.

-Ya los he dicho a ustedes caballeros...

Al momento de decir esto don Bautista, una tapada entró gallardamente a la botica, y dirigiéndose derecho al oído del boticario por detrás del mostrador, habló con él en voz muy baja. Don Bautista le dijo: «Adelante», y ella pasó a los cuartos interiores.

-Ya les he dicho a ustedes, caballeros -repitió el Boticario-, que no quiero aquí semejante toma de conversación; y lo repito serio, porque no es permitido hacer perjuicio al prójimo por el gusto de charlar.

Los otros se quedaron callados por un rato, hasta que don Hermenegildo variando de conversación le dijo a don Bautista con alguna ironía: «¿Se olvida usted de la bella que lo aguarda, señor don Juan? Vaya usted no más, amigo, que nosotros nos quedaremos aquí cargando..., con el cuidado de la tienda».

-¡La bella!, ¡la bella!... ¡Ay amigo: yo miro a las bellas con un prisma que todo lo invierte!..., mis ojos no descubren sino párpados cerrados, caras afligidas, dolor y putrefacción; y acabáis de ver entrar a la mujer más desgraciada que hay en Lima. Si no fuera un Crimen destapar a las tapadas os horrorizaríais de lo que os podría mostrar en ella; lo mismo que en esta palomita -dijo tomándole la mano a otro tapada de cuerpo esbelto y fino que la alargaba sobre el mostrador con una monedita de plata pidiendo un medio de benjuí- no hace mucho que su padre -continuó diciendo el Boticario- era dueño de una inmensa fortuna, pero un pleito sobre una manda piadosa, caballeros...

-¡Qué mal leéis en vuestro almirez, don Bautista! -le dijo ella.

-¿Qué mal leo?, ¡hum!, ¡hum!, hizo el boticario con las narices, ¿leo muy mal, eh?, ¿queréis que os diga para quién son las pastillas que vais a hacer con este benjuí?... Son para ése cuyo nombre llevas al lado interior de esta sortija; y la tapada retiró con involuntaria rapidez la mano que hasta entonces había tenido extendida con descuido sobre el mostrador.

-¿Y queréis que yo os diga, señor boticario -dijo la tapada con gran pique-, quién es la desgraciadísima señora que tenéis ahí adentro?

El Boticario abrió la boca y futo como un cadáver fijó sus ojos con angustia en su interlocutora. Medio cortado y con una manifiesta timidez le dijo: «¿y por qué queréis descubrirá esa infeliz?»

-¿Y porqué habláis vos de mí, aún cuando supierais quién soy? ¿Creíais que no tenía tu secreto, gazmoño?

-¡Bravo, flor de lirio! -dijo arrimándose a la moza uno de los vejetes que allí estaban-, ¿conque don Bautista es hombre de...?

-Usted tome su polvillo, señor don Julián, y antes de meterse en lo que hacen los demás averigüe quién entra en su casa después de usted por la noche y quién sale antes que usted al otro día; y diciendo estas agrias palabras le dio con la mano debajo del codo izquierdo, de modo que el viejo se metió en la boca la narigada de polvillo, y mientras tosía y renegaba ella se salió de la botica riéndose a carcajadas como se reían todos los demás que allí estaban.

-Tiempo hace que a usted lo esperan, señor don Bautista- volvió a al Boticario el viejo don Hermenegildo.

-Es cierto, señor don Hermenegildo; y la pobre necesita de mí, porque padece un mal atroz.

-El diablo que lo sepa, amigo -le dijo otro viejo-, usted tiene esa treta de sus remedios y sus consultas para cubrir sus viajecitos a las tierras del diablo; con que así, ¡vaya usted no más!

-¡Ya!, a mi edad, ¡hombre!, ¡y con mi cara!, ¡qué zoncera! -dijo don Bautista entrándose al otro cuarto y cerrando la puerta.

Pocos instantes después entró un cholo y no viendo al Boticario preguntó por él: le respondieron que estaba ocupado y se puso a esperarlo tranquilamente. Pero haría un momento apenas que estaba allí cuando entró otro cholo como siguiendo al primero y luego que lo vio le tomó por los hombros y le preguntó con grande interés, ¿dónde te han pegado?

-Aquí, en el casco de la cabeza.

-¿Con piedra?

-Creo que sí, porque me la han abierto.

-¿Quién te tiró?

-¿Cómo queréis que yo sepa si era tan grande el tumulto?

Avivado el interés de los amigos de don Bautista con este extraño diálogo se levantaron y rodeando a los dos cholos les preguntaron lo que había habido.

-¡Un tumulto grande, señor! -respondió el herido descubriéndose la cabeza y mostrando una herida de piedra de la que corría aún bastante sangre.

-¿Dónde?

-En la plaza, señor.

Desde aquel tiempo hasta ahora muy pocos años, la plaza de Lima se cubría por las mañanas de toda clase de gentes. Los vendedores de los comestibles necesarios al alimento o al lujo de las familias venían a poner allí sus surtidos en paños o canastos extendidos por el suelo a la orilla de las cuatro veredas que la cuadraban. Como en aquel tiempo toda la semana era de días de misa y allí estaba la Catedral, todo el concurso de la Iglesia se desparramaba de paseo por la plaza, que servía así de mercado. Era allí el lugar del primer desayuno de las familias, el del primer saludo o la primer sonrisa de los amantes. Junto con la carne de puerco y las verduras, se vendían los picantes adobados y otras mil manufacturas saturadas con el agí, que es el néctar todavía de los hijos de la vieja Lima. En las mismas mesas en que todo esto estaba a la vista del comprador, se hacía y se despachaba el mate y el mentado chocolate de apolobamba, que bebían con deleite en jícaras espumosas los alegres y matinales círculos de damas y caballeros que rodeaban las mesas, o puestos más acreditados, de aquella especie de café público tenido bajo el esmaltado pavimento del cielo luminoso del Perú.

El devoto y el disoluto, la beata y la currutaca, la esclava y la señora, la chola y la española, todas las clases en fin que poblaban a Lima, dedicaban un rato de la mañana al goce de esta feria de la plaza; así es que la escena era de suyo animada, bulliciosa, y tumultuosa también con mucha frecuencia.

Esta explicación era necesaria para que los lectores se formen una idea cibal de los sucesos a que hacía referencia el diálogo que en la botica trabaron los tertulianos de don Bautista con los cholos.

-¿En la plaza ha habido tumulto?, preguntaron los de la botica sorprendidos.

-Y tan grande, contestó uno de éstos, que si ustedes salen a la puerta verán gente que va corriendo todavía: volaban más piedras que moscas alrededor de un alambique.

-¡Es cierto!, vengan ustedes -dijo don Hermenegildo-, y verán correr gente por aquellas cuadras.

-¿Y cuál ha sido la causa?

-A decir la verdad, yo no lo sé de un modo cierto: la gente decía que hoy iban a juzgar a una niña hereje en la catedral: los padres andaban alegres también con este triunfo de la religión, y todos nos íbamos entrando a la Iglesia. De repente oímos un alboroto hacia el lado del palacio: fui a ver lo que era; pero el tumulto era tal que no pude llegar; me dijeron que el Padre Andrés, de San Francisco, había salido furioso del palacio; que al verlo hubiera gritado alguno ¡viva el Virrey! ¡abajo la Inquisición! El hecho es que indignada la gente con esto y con la noticia de que el Virrey había impedido el juicio de la culpable, se trabó una gritería espantosa y empezaron por tirar piedras a las ventanas del Palacio, acabando por tirarse unos a los otros en desorden; y me han herido... No sería esto nada; pero si me ven creerán que he sido de los sediciosos, y quien sabe lo que me harán, señores.

-No quisiera, al menos, hallarme en tu pellejo -le dijo uno de los viejos-. Pero, aquí el dueño de la casa es don Bautista, y es el único que puede curarte y esconderte hasta que pase la bulla... Y vos, ¿por quién gritabais?

-Yo no gritaba por nadie, señor; ni sabía de lo que se trataba.

-¡Ah!, gritabas y tirabas por tu cuenta, ¿eh?

-A mí me parece, señor, que así no más lo hacían todos; porque cuando el señor Virrey salió con su palo a la plaza, todos se pusieron de su lado así es que tuvo que apalear a algunos de los mismos que lo seguían gritando ¡viva! porque les descubrió piedras en las manos: otros tontos corrieron de él, y los han tomado presos... Se me está desvaneciendo la cabeza -dijo el chola vacilando y se sentó descompuesto en un banco.

Don Hermenegildo se alarmó, fue a golpearlo a don Bautista gritándole:

-¡Amigo, aquí hay un herido!

-¿Un herido? -preguntó don Bautista de adentro.

-Un herido, sí, ¡señor!

-¡Ya voy, ya voy!...

Don Bautista estaba verdadera mente encerrado con la tapada, pues había tenido cuidado de torcer por dentro la llave de la puerta. Él estaba parado, y la mujer que estiba sentada enfrente de él era Mercedes. Ambos parecían estar satisfechos: sus rostros denotaban al menos, la consecución de sus deseos.

-¿Está usted seguro de que no me prende? -le preguntaba ella al boticario como si continuase un tenor de conversación anterior, al mismo tiempo que don Hermenegildo comenzaba a llamarlo por el herido.

-¡Te lo aseguro con mi cabeza!... ¿Un herido?... ¡Ya voy!, ¡ya voy, amigo! -gritaba don Bautista en voz alta, y agregaba en voz baja-: tápate bien: te aseguro que no piensa en eso por ahora: tiene esperanzas... ¡Ya voy, amigo don Hermenegildo!, ¡ya voy!..., tiene esperanzas el pícaro fraile de que yo gane de tal modo tu confianza, que te saque los papeles y el secreto de la muchacha, y que se lo entregue a él... ¡ya voy, amigo!, ¡ya voy!..., y mientras espera esto no te tocará ni en un pelo; ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, si supiera los años que hice que poseo los papeles, y lo cerca que lo tiene a su... ¡ya voy, amigo!..., ¿qué diría el grandísimo bellaco?..., ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!... Bueno, Mercedes: por ahora no tienes que tener cuidado: soy el confidente del fraile y ya te he prometido que te he de salvar en cuanto acabemos la obra: sígueme sirviendo como hasta aquí... Pronto he de tener noticias del Capitán y quedarás contenta: ya te he dicho que has de ser premiada con la riqueza, la seguridad y con la venganza sobre los opresores de tu patria y de tu familia: tenemos la misma causa, ¡Mercedes!, y en la pertinacia está el triunfo -agregó despacio don Bautista-, ¡tápate!..., y abrió apurado la puerta, diciendo: ¿qué hay, señores?, ¿quién es el herido?

-¡Es este muchacho, amigo!, ¡mire usted que arroja mucha sangre; y usted se ha hecho aguardar mucho!

-¡Cómo ha de ser!, ¡cómo ha de ser! -decía don Bautista al mismo tiempo que examinaba la herida del cholo.

Aprovechándose de la distracción que esto causaba un la botica, se escurría Mercedes con su paso más sutil; pero reparó en el herido, y retrocediendo vino al oído de don Bautista, y le dijo:

-Éste es Anacleto, el espía que me ha puesto el Padre Cirilo.

-¡Ah, majadera!, ¡majadera! -dijo fuerte don Bautista dejando al herido-, ¡no hay como acabar contigo! -agregó dirigiéndose a un frasco del que sacó unas pastillas-, tu herida -dijo hablando con el cholo- no es gran cosa, ya te la voy a curar: y envolviendo las pastillas se las entregó a la tapada, diciéndole fuerte con el objeto de disimular: dale una o dos cuando os vaya a ver, y veréis como se enmienda, ¡celosa!..., ¡anda!, ¡anda!

-Detenedlo todo el tiempo que podáis -le dijo Mercedes despacio.

-¡Anda!, ¡anda! -agregó el boticario afectando enfado.

Y Mercedes se lanzó a la calle rápida como una mosca.

-La cosa ya pasa de castaño oscuro, ¡señor don Juan!, observó uno de los viejos. Si éstos no son amores, ¡que me corte el Diablo una oreja!

-¡Ya!, ¡ya!, ¡ya!..., se quedaría usted sin ella: un boticario amigo que algo sabe de alquimia, es un confidente íntimo al que nada se le puede ocultar.

-Sí, pero el cariño...

-El cariño en estos casos es una forma de la adulación. Nos hacen creer que nos quieren para que queramos y curemos con amor y con esmero. ¡Bajezas del corazón humano, amigo! ¡Bajezas!... Y Don Bautista cortaba el pelo del cholo para limpiarle la herida y se preparaba a cubrirla con mi parche, cuando entró a la botica todo apurado un alcalde, y dirigiéndose al cholo sin ceremonia le dijo:

-¿Tú te llamas Anacleto?

-¡Sí señor! -respondió el cholo azorado.

-¡Ah grandísimo pícaro!, ¿conque ¡muera el Virrey!, eh?..., ¡ahora verás lo que es bueno, malévolo!..., ¡muera el Virrey!, ¡eh!..., ¡marcha!, ¡marcha! -le dijo y le dio un empujón hacia afuera, antes de que los circunstantes hubieran podido salir de su sorpresa.

Don Bautista se interpuso con firmeza y le dijo que ninguna autoridad de la tierra podía sacar de su casa un herido hasta que no estuviese curado.

-Es que este pícaro es el que ha promovido el tumulto.

-¡Yo no, señor!, ¡yo no señor!, ¡créamelo por esta cruz! -dijo el cholo cruzando sus dedos y bezándolos con ruido.

-¡A la cárcel!, ¡a la cárcel!

-¡No, señor! -repitió don Bautista: primero es curarlo.

-Pues, ¡despáchese usted pronto!

-Ni pronto ni despacio, señor Alcalde: el tiempo necesario para curarlo. Y quisiera o no el Alcalde hubo de resignarse a esperar que estuviese curado el cholo para llevárselo preso por sedicioso.

No bien salieron los dos cuando los tertulianos de don Bautista empezaron a mostrar con sus gestos la profunda indignación que causaba en ellos la conducta del Virrey.

-Es de balde, señor, es de balde -decía uno de ellos golpeando el suelo con su báculo-. Saquear a Roma y tener preso...

-¡Caballeros!, ¡caballeros! -les dijo don Bautista-, ya ustedes ven que el señor Virrey manda en Lima... En cosas de Inquisición, ¡chitón!..., y en cosas de gobernación, ¡también chitón!..., y en cosas de alta razón, ¡también chitón!..., y en cosas de religión, ¡también chitón!... ¡chitón, y chitón, y chitón en todo por fin! El que se olvidó de esta parte esencial de la gramática española lleva mal pleito; porque, o lo empuja Caribdis para que caiga en Scila, o se espanta de Scila y va a hundirse en Caribdis -dijo el boticario alzando el cavernoso tiple de su voz a su más elocuente diapasón.

-Lo que yo le puedo asegurar a usted, señor don Bautista, es que Dios no ha de permitir que dure mucho semejante abominación. ¡Los hombres sin religión y sin moral no han de medrar!... -dijo a la vez don Hermenegildo alzando el palo con rabia.

-Y los que se metan entre ellos y sus jueces han de ser apretados y machacados así -respondió don Bautista golpeando con calor su mortero, y haciendo estallar las cáscaras de adormidera y de canela que había en él.

-¡Hombre!, ¡ahí pasa don Anselmo!, y él ha de saber lo que ha habido -dijo apresurándose a salir uno de los circunstantes-. ¡Don Anselmo!, ¡don Anselmo! -gritó desde la puerta llamando a un hombre deporte decente que marchaba apresurado por la vereda de enfrente.

Don Anselmo contuvo su paso y viendo que lo llamaban de la botica, retrocedió y atravesando la calle entró a la botica.

-¡Hola, caballeros!, ¿qué se os ofrece?

-Aquí estamos, amigo, llenos de ansiedad: me dicen que ha habido gran tumulto en la plaza, ¿es cierto?

-¡Ciertísimo!..., ¡y cosa de bulto!

-Y, ¿con qué motivo, amigo don Anselmo?, preguntó don Hermenegildo acercándose con mucho interés.

El boticario, entre tanto, machacaba en su almirez sus cáscaras de adormidera y la canela como si tratara de llevar el compás en la narración de don Anselmo.

-¿Con qué motivo?... Pues, ¿qué no saben ustedes que el Virrey interpuso su autoridad suspendiendo la misa de justificación con que debía empezar la causa de la María Pérez?

-Algo nos han dicho de eso.

-Pues sí señor: ...anoche mismo despachó interdicción contra el Santo Oficio apelando al Concilio.

-¿Al Concilio?... -exclamaron todos sorprendidos.

-Al Concilio Peruano, ¡sí señores!, y puedo asegurarles a ustedes que no tardará una hora sin que salga el Bando de convocación.

-¿Qué nos dice usted, amigo?

-Lo que ustedes oyen: es una novedad de bulto... en el bando de convocación se les intima a los Obispos que se congreguen en el término de dos meses cuando más.

-Pues, señor -dijo don Hermenegildo-, siendo así, ¡vamos a tener grandes cosas en esta tierra! ... ¡grandes cosas!

-Así es que todo el mundo anda hoy alborotado.

-¡Naturalmente!, contestaron los oyentes llenos de animación con aquella apetitosa noticia.

-¿Y vendrán por supuesto, todos los Obispos del Virreinato?

-Todos, todos, desde el Arzobispo de Lima hasta el Obispo del Paraguay y de la Imperial, que están en los confines de la tierra.

-¡Magnífico espectáculo vamos a tener! -decían refregándose las manos.

-Sobre todo, la religión y la Iglesia van a tomar un lustre nuevo y a salir de dificultades -decía don Anselmo.

-¡Y bien! -dijo don Bautista soltando su mortero y cruzando los brazos-, ¿y qué razón había para que una cosa tan grande y tan importante como esa causase tumulto y heridas en la plaza?

-No, señor: eso provino de otra cosa.

-¿De cual?..., ¡veamos, veamos!, dijeron los circunstantes agrupándose alrededor del narrante.

-El pueblo se puso furioso de enojado cuando supo que el señor Virrey había lanzado interdicción sobre el Santo oficio en la causa de la Marica Pérez, porque la plaza estaba atestada de gente que había ido por asistir a la función. En esto, que todos estaban murmurando contra el Virrey, apareció en la plaza el R. P. Andrés acompañado del señor Fiscal Estaca y de dos familiares más, que según dijeron todos, iban a Palacio a reclamar de los procedimientos del señor Toledo: un inmenso gentío se agrupó a los dos personajes, y se entró con ellos al patio del Palacio. Dicen que al poco rato se levantó adentro una gritería terrible- que el señor Virrey estaba como un león y que no estaba menos el Reverendo Padre Andrés: el hecho es, que este santo religioso abrió la puerta del salón y se salió; el doctor Estaca hizo cuanto pudo por calmarlo y por hacerlo entrar de nuevo; pero no pudo conseguir nada y se volvió al salón: el religioso a la plaza rojo como una grana: llevaba la vista tan ardiente, que parecía que tuviese fuego vivo en los ojos. Muchas personas lo rodearon queriendo tomar parte en su situación, y mostrarle, simpatías; pero él se desentendió con enojo de todos y atravesó con imperio el concurso en dirección a su convento.

-¡Es un grande hombre!..., ¡con ése no se ha de jugar!

-¡Don Hermenegildo!, ¡don Hermenegildo! -dijo don Bautista con tono de amonestación y golpeando fuerte en su mortero-, ¡en mi casa no me gustan esas cosas!

-Yo no sé lo que hubo entonces -continuó diciendo don Anselmo-, pero sí diré a ustedes que el alboroto empezó sin sabor como cerca de la puerta del palacio: la gente empezó a correr, y una gritería espantosa se alzó por toda la plaza: casi a un mismo tiempo cayeron estrellados por un millón de piedras todos los vidrios de las ventanas del palacio. El señor Virrey, sin sombrero y como una furia, salió entonces a la plaza y seguido de tres o cuatro pajes, y empezó a dar palos con su bastón a diestro y siniestro poniendo en fuga a toda la gente baja que en su tropel nos arrastró a todos. Vinieron después los Alcaldes de la Hermandad; y en fin, amigo, aquello ha sido una Babilonia.

Siguieron conversando sobre los detalles de los sucesos, y no pasó largo rato sin que se oyese una llamada de clarines y tambores que se tocaba a las puertas del Ayuntamiento.

-¡Ya llaman al Bando! -dijo apurado don Anselmo-. ¡Voy a vestirme! -repitió-, porque tengo que acompañar al de primer voto.

Y despidiose de los tertulianos, yéndose deprisa por su camino, mientras que ellos se iban también muy animados a la plaza para gozar del espectáculo del Bando. Don Bautista, luego que se quedó solo, cerró tranquilamente su ventana, y tomando su capa y su sombrero, echó la llave a su puerta y se dirigió al convento de San Francisco con un porte lleno de humildad y de modestia.