La novia del hereje/XXVI

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Capítulo XXVI : ¿Es amigo o enemigo?[editar]

Como don Bautista encontrara cerrada la puerta del Guardián dio un respetuoso golpecito y esperó que se lo abriera paseándose por delante de ella. Pedrillo tardó poco en salir a ver quién era, y tocándole en la cara el astuto boticario con la palma de la mano, le preguntó en voz baja y con mucho cariño: «¿Está el señor Guardián?..., tengo necesidad de verlo.»

-Está ocupado, señor -le respondió el negrillo.

-Mira, hijito -agregó melosamente el boticario-, ve a decirle que he sido yo quien ha golpeado; pero no le digas que yo mando decir, sino... así..., como cosa tuya -y como el boticario notara cierta indecisión en el semblante del muchacho, le ponía en las manos al mismo tiempo que le hablaba un cartuchito de pastillas dulces.

Pedrillo lo tomó con mucho gusto y se entró cerrando de nuevo mientras don Bautista retornaba a pasearse por el claustro esperando la resolución del Padre Andrés.

Pedrillo entró, en efecto, al aposento del Guardián. Estaba éste con el Padre Cirilo y con don Antonio, tratando en conciliábulo secreto de alguna cosa al parecer muy reservada.

-Era don Bautista, señor el que golpeaba -dijo el muchacho con un perfecto disimulo, lo que no bien oyó el Guardián cuando dijo levantándose con animación: «Corre a alcanzarlo y dile que me espere un momento en la otra pieza.» El negrito obedeció con su natural presteza.

Fray Cirilo era, como ya hemos dicho, un religioso adusto y macilento que jamás levantaba del suelo sus ojos ávidos y entumidos. Dirigiéndosele el Guardián, luego que Pedrillo hubo salido, le dijo:

-Vais a ver, hermano, como le juzgáis mal: ¡don Bautista es incapaz de traicionarme!... No creo que haya procedido con esa malicia que le atribuís en la prendición de Aniceto.

-Lo que yo aseguro a V. R. -dijo fray Cirilo insistiendo, es que el boticario estaba encerrado con la chola: que vieron y conocieron a Aniceto, y que Mercedes fue inmediatamente a buscar un alcalde que lo prendiera mientras el pícaro alquimista ganaba tiempo y lo entretenía para que lo encontraran allí los sicarios del Faraón. V. R. puede estar seguro de ello, porque la Petita estaba en la Botica y siguió a la chola en todas sus diligencias.

-Yo no os niego que la chola estuviera con el boticario... y por más que os asombre os puedo asegurar que eso era en servicio mío.

-Lo que me asombra, en efecto, es que V. R. confío así en ese protervo, en ese brujo que hasta ahora nadie sabe quién es, de dónde ha venido, cómo piensa, ni lo que hace.

-¡Bah!, ¡bah!, ¡estáis delirando, hermano! Don Bautista es un perfecto católico, pocos encontrareis mejor instruidos que él en la liturgia y en el dogma de nuestra Iglesia: eso os lo puedo asegurar yo que lo confieso dos veces por semana, y que no he cesado de echar la sonda en su alma. ¡No se sabe lo que hace, decís!... ¿Qué queréis que haga sino ejercer el oficio que aprendió desde su niñez? ¿No es un admirable boticario?, ¿y pensáis acaso que quien conoce tan maravillosamente los secretos de su ciencia puede haber hecho otra cosa toda su vida que estudiarla y practicarla? ¡Vamos, Padre!, os extravía la desconfianza.

-¡Pudiera ser! -dijo el Padre Cirilo con un gesto manifiesto de ironía-. Y estoy cierto -continuó-, que si V. R. le arrimara por debajo de los talones un poco de luz, habíamos de ver en las tinieblas de su alma cosas que hoy no comprendo ni comprenderé por más que me digan.

Esta insistencia enfadó al Padre Andrés, y más resuelto a sostener a don Bautista a causa de la contradicción de su favorito, como sucede muy generalmente con las naturalezas tercas y despóticas, dijo con fastidio:

-¡Pues basta que yo lo comprenda, Padre Cirilo!

Éste hizo entonces una humilde reverencia y cruzó los brazos en silencio; pero sintiendo al momento el Padre Guardián lo desairado de la situación en que había dejado a su amigo, tomó un tono conciliador e insinuante, y dijo:

-¿No veis que me hacen daño esos rencores y antipatías entre personas que tengo por amigos y que, como tales, me sirven? Don Bautista, Padre Cirilo, no se ha apoderado de mis secretos, como pensáis, por astucia ni por sorpresa: fue Mercedes misma, quien creyendo encontrar en él un consejero y cómplice a propósito para sus fines, le vació en el oído todas las calumnias con que esa arpía me persigue. Don Bautista me lo reveló todo al instante, y dejó a mi elección el castigo inmediato de la perversa o el empleo de su persona para maniatarla y cortarle las uñas. Suponed, Padre Cirilo, que don Bautista se hubiese callado, ¿no veis que yo ignoraría hasta hoy que él estuviese en mis secretos, y no tendría yo la llave que tengo para enfrenar a esa maldecida chola?

-Será así, señor; pero yo me temo que lo que llamáis llave, sea ganzúa que hace a todas las puertas. el hecho es, que con ese aliado nada habéis avanzado en más de dos años de preparativos y de arbitrios.

-¡Bueno!..., ¡pensad como queráis!... Entretanto no debéis desconocer que desde que don Bautista tuvo mis secretos por Mercedes yo debía apoderarme de su persona.

-¡Convenido!..., ¡pero para encarcelarlo y quemarlo, no para darle tal entrada como le habéis dado en vuestro corazón!

-¡Ésa se la ha ganado él por sus servicios!

-Y aún ese mismo dinero que con tanta presteza y humildad os brinda siempre, ¿de dónde le saca?

-¿Ignoráis que es el depositario de una gran parte de nuestros ricachos?... Os repito, Padre, que desde que me sirve lo ha hecho con tal tino y adhesión, que nunca había gozado yo de la tranquilidad de espíritu de que ahora gozo, gracias a los medios de que él me provee para bien y lustre de esa santa Iglesia a cuyo destino está unido el de nosotros sus sumisos hijos y servidores -dijo el Padre persignándose-. Confiad en mí, padre Cirilo -agregó tomando un tono insinuante-, sé que sois mi amigo: en vos y en don Antonio -éste se quedó pálido y sorprendido con esta referencia repentina a su persona- miro yo las dos columnas en que apoyaré la obra que para su santo servicio me ha señalado Dios sobre la tierra, cuando mis brazos fatigados por la edad tengan que hacerla reposar en otro cimiento.

-Aunque mil veces indigno de tan alta distinción, ¡os lo agradezco, señor, con la más profunda humildad! -dijo don Antonio, juntando sus manos sobre su pecho.

-¡Estáis triste, hijo! -le dijo el Guardián-. No importa: algún día el espíritu que se sublima en vuestra alma consumirá los malos vapores que os alza el terreno viciado en que habéis tenido vuestras plantas; y cuando esa obra de vuestra regeneración se haya consumado, me agradeceréis en el alma que os haya abierto ese ancho camino de poder y de grandezas que estoy allanando con afán para vosotros, hijos predilectos de mi amor en Jesucristo.

-Es cierto, señor, que un mal ambiente de tristeza me degrada en el umbral de los palacios de la Sión celestial a que me habéis conducido. Pero os pido que me disculpéis: estoy aturdido, no me reconozco: os confieso con el corazón abierto, como lo tengo delante de mi Dios, que las pasiones del mundo a que me habéis arrebatado, fascinan todavía mis sentidos. Pero vos, señor, protegeréis mi flaqueza con vuestra asistencia y con vuestros sabios consejos, y tocando mis ojos con vuestras manos, haréis caer por momentos el velo que causa mis ceguedades.

-¡Sí, hijo mío, sí, hijo mío!..., seré vuestro médico, y os alzaré. Las altas atenciones que en servicio de la Iglesia y de Dios pesan sobre el Padre Cirilo lo alojan demasiado de mi lado; demasiado para lo que exige el consuelo necesario de mi alma. Vos, hijo mío, seréis pues la compañía diaria de mi soledad, seréis el báculo de mis tristes momentos; y a fuerza de ser amado llegareis a olvidar las ilusiones del infierno para amar de un modo infinito las beatitudes de vuestro nuevo estado. ¡Ea pues, hijos míos!, ¡amaos, amaos y resistamos juntos los pérfidos ataques de los enemigos de nuestra santa Madre la Iglesia Católica Apostólica Romana... Confiad en mí, Padre Cirilo, y ya veréis como don Bautista no es el Judas que pensáis.

Por más insinuante que fue el tono con que el Guardián le dirigió estas palabras al Padre Cirilo, éste continuó taimado y sin desarrugar el ceño de su semblante.

-¡Pedrillo, Pedrillo! -gritó el Guardián-, haz entrar a don Bautista.

El Boticario entró al momento haciendo un respetuosísimo saludo al Padre Andrés, y tomando en sus manos el grueso cordón que ajustaba el sayal a la cintura del fraile, lo acercó a sus labios con una gran devoción: hizo lo mismo con el Padre Cirilo, y saludó después a don Antonio con un cariño y un respeto no poco afectado.

-Pensaba en hacer llamar a usted, don Bautista -dijo el Guardián, cuando vino Pedrillo a decirme que estaba usted ahí.

-Me felicito entonces, señor, de haberme anticipado a los deseos de V. R.

-¿Trae usted alguna novedad?

-A decir verdad no traigo ninguna, señor... Pero como hay tanta agitación en el pueblo, venía a ver si V. R... tenía algo que ordenarme...

-Tal vez os necesite..., pero ante todo quiero que me digáis por qué habéis hecho prender a Aniceto.

Al oír este cargo, una profunda turbación descompuso el semblante del Boticario; pero reponiéndose con una admirable rapidez y haciéndose el admirado, repitió:

-¿Por qué he hecho prender yo a Aniceto?... ¿Yo?... ¿Yo, señor Guardián?... ¡Me ha dejado atónito V. R! Yo no he hecho prender a nadie, señor... Un cholo joven, que ni conozco, ni sé cómo se llama entró herido a mi botica, y me ocupaba yo de curarlo en presencia de muchos testigos, cuando un alcalde de la Hermandad vino y lo prendió allí.

-¿Sin más ni más que eso? -le preguntó con zorna el Padre Cirilo.

-Yo... no sé que haya habido nada más... -repuso el Boticario con prudencia y de un modo ambiguo.

-¿Y no sabíais el nombre de ese cholo?

-¡Créamelo, V. Paternidad!..., no lo sabía.

-Pero debéis recordar que había alguien con vos que os lo dijo -le contestó el Padre Cirilo con el mismo tono zumbón y conceptuoso.

-Callad, Padre -dijo el Guardián, dirigiéndose al fraile-, el hecho es -agregó dirigiéndose al Boticario- que dejasteis prender a Aniceto...

-¡Señor!, lo ha prendido un alcalde, yo os lo he dicho, mientras que yo lo curaba... Pero yo quisiera saber -agregó el Boticario alzando la voz y tomando por asalto la buena situación-, ¿con qué motivo se me hace este cargo?

-¡Por qué con él se prueba vuestra perfidia contra la honrosa confianza que os ha hecho el señor Guardián! -exclamó exaltado el Padre Cirilo.

Don Bautista miró al Padre con un ojo fijo, y dejando impasible su semblante por un rato, dijo con una perfecta calma:

-¡No es extraño!... ¡V. R. señor Guardián, es causa de que yo tenga que sobrellevar tan amargos reproches!... ¿Puedo hablar?... -agregó como si esperara permiso para hablar delante del Padre Cirilo y de don Antonio de cosas de que hasta entonces no había hablado sino con el Padre Andrés-. No se ofenda V. P. -agregó dirigiéndose al Padre Cirilo-, yo ignoro si el señor Guardián quiero que hable yo... porque yo ignoro si hay otros confidentes que sepan... y en esto está el mal...

-¿De veras? -le dijo con ironía el Padre Cirilo-. ¿Os parece mal que no os entreguemos todos los secretos de la Orden y...?

-No digo eso, señor, -observó con humildad el Boticario- me habré expresado mal tal vez; mi intención no ha sido otra que decir que es en servicio del señor Guardián que yo he incurrido en vuestras justas sospechas y como yo ignoraba hasta este momento, Padre, que tuviese un aliado en V. R...

-¡Yo no soy aliado de brujos ni de nigromantes!

-¡Padre Cirilo! -dijo el Guardián ofendido-, ¿ese reproche lo extendéis hasta mí?

-No, señor, porque ignoráis lo que yo sé -respondió el fraile con una insistencia respetuosa en el modo, pero insolentísima en el fondo.

-¿Yo soy brujo, Padre?... Yo soy nigromante -dijo don Bautista con un rencor profundo que no bastaba a disimular el tono pausado de que usaba.

-¿Y para probároslo me bastará preguntaros si vendéis o no talismanes y encantos de seducción?

Un rayo repentino incendió la pupila del Boticario: pareció a punto de estallarse, pero conteniéndose de nuevo preguntó con un tono casi de seráfica suavidad.

-¿Y cuándo y a quién he vendido yo semejantes cosas, Padre?... ¡Dios mío!, ¡qué calumnia! -exclamó dirigiéndose al Guardián-, yo he vendido, señor, los talismanes santificados por nuestra santa Madre la Iglesia Católica Apostólica Romana, es decir, el polvo de los huevos de san Serapio, medicina incomparable para la sarna: las hilazas de la túnica de santa Eduviges, contra los males del corazón, el acerrín de la madera de la Cruz de san Priviano, que cura el ardor de las pasiones: he vendido y vendo los huesos y las reliquias de mil santos debidamente canonizados y cuyas virtudes están reconocidas y sancionadas por los concilios y Pontífices Vicarios de nuestro Señor Jesucristo, que han favorecido ese comercio como altamente propio para radicar en el alma de los fieles el amor de Dios y las benéficas influencias de la religión. ¿Es a esto, Padre Cirilo, a lo que llamáis vender brujerías y talismanes?, preguntó el astuto Boticario con una mirada de triunfo.

-¡Basta!, ¡basta! -exclamó el Guardián con enfado-. ¡Nada de esto es del caso, ni quiero que de semejantes demasías se trate en mi presencia con tal violencia! ¡Silencio!, ¡silencio! -agregó con un ademán de imperio irresistible; y los dos adversarios, reducidos así al silencio se inclinaron hacia el suelo.

-Con la más grande humildad vengo a pedir venia a V. R. -dijo don Bautista, después de un momento- para excusarme alegando que las prevenciones del R. Padre Cirilo: provienen, según creo, de haber notado, él o sus agentes, mi íntimo y frecuente trato con Mercedes la chola: ella me ha buscado en estos días a cada instante, como era natural, y el señor Guardián lo sabe...

-¡Eso sería nada! -dijo con menosprecio el fraile-. La infamia está en haberos complotado con ella para hacer prender a Aniceto, sabiendo que ese muchacho era nuestro agente, y cuán funestos resultados podía traernos su prisión.

-¡Pero esto sí que es singular! -exclamó don Bautista-. ¿Yo le he hecho prender, Padre? -agregó con animación.

-¡Vos! -le respondió el fraile con terquedad.

El Padre Guardián se paseaba entretanto por la celda lleno de enfado al ver como amenazaba trenzarse de nuevo aquella personal disputa.

-¡Vuesa Paternidad está en un grave error! -dijo entonces don Bautista, acogiéndose al tono conciliador, seguro de agradar así al Padre Andrés, y de conservarlo de su parte-, ¡en un grave error! -repitió-. Yo no sé, ni puedo saberlo, si el cholo a quien V. P. se refiere fue o no delatado; porque cuando él entró había varias personas en mi botica, y había también una tapada...

-Esa tapada no fue la que delató a Aniceto...

-¿La conoce acaso V. P. para asegurarlo de ese modo?

-¡Eso no os importa! La tapada que vio y delató al pobre muchacho, es la que teníais encerrada en vuestro aposento, la que se complotó al afecto con vos, Mercedes, ¡en fin!

-Yo no niego, señor, que Mercedes era la que salió de mi aposento...

-¡Acabáramos!

-Pero sostengo que la otra..., ¡porque había dos, señor Guardián!... la otra...

-La otra no se metió con vos para nada: fue Mercedes la que os habló al oído, y salió de acuerdo con vos a buscar el alcalde que prendió a Aniceto: ella misma lo condujo hasta la puerta.

-¡Apelo a vuestra alta razón, Padre Guardián! -dijo don Bautista visiblemente confuso y alarmado-, yo había venido a dar cuenta de todo a V. P. y ya lo hubiera hecho si se me hubiera dejado hablar... Yo recibí a Mercedes según lo convenido con V. P..., pero en la botica, como ya he dicho, había otra tapada que no conocí...

-¿Que no conocisteis?... -dijo el Padre Cirilo-. Pues vos le dijisteis que la conocías.

-Pero fue en broma, señor, como ella misma se lo habrá dicho a Su Paternidad -agregó prontamente don Bautista, con un singular rayo de malicia en su mirada.

-¡Ella no me ha dicho nada!, ¡tenedlo entendido!

-Señor, lo dije porque Su Paternidad parece tan bien informado que...

-¡Que no os dejo mentir! -agregó el Padre Cirilo, cortando la frase de don Bautista.

-Me insultáis, Padre, sin que os haya dado motivo para ello: yo os protesto, os juro por la salvación de mi alma, que no he conocido a la tapada a que os referís: y el hecho es, Señor Guardián, que yo estaba curando a Aniceto con la mayor inocencia y con todo esmero, cuando una de las dos tapadas (¡juro que no sé si fue Mercedes!) me dijo por detrás... yo no la podía ver, contraído como estaba al herido... me dijo, pues, por detrás: «Entretenedlo hasta que podáis». Que fuera Mercedes la que me lo dijera después de haber conocido a Aniceto, no tiene nada de extraño pues su Reverencia sabe que ella me tiene por su amigo, y que deseosa de hacer mal a Aniceto, era muy natural que buscase mi ayuda. Pero puedo atestiguar con cinco personas de todo respeto, que estaban conmigo, que puse la mayor prisa en despachar al muchacho. No había pasado un minuto, cuando la entró un alcalde, que debería andar por allí muy cerca, y prendió a Aniceto en nombre del Rey: yo hice, señor, los esfuerzos imaginables y usé de una grande energía a riesgo de mi persona, para buscar algún pretexto, y tomarme tiempo antes de dejar salir al infeliz, no porque supiese yo cosa alguna, sino porque sospechaba algo que pudiera desagradaros; pero nada pude lograr: tuvo que curarlo en presencia del alcalde y dejarlo ir.

-¿Y porqué no lo ocultasteis con tiempo? -dijo con impaciencia el P. Andrés.

-Señor, ¡por Dios! -exclamó don Bautista levantando las manos al cielo-, ¿qué es lo que dice V. P?... ¿Ocultarlo a la justicia del Rey en mi casa?... ¿No ve V. Paternidad que el infeliz estaba ya denunciado?... Había en mi botica más de cinco personas y yo había de contraer, señor, esa inmensa responsabilidad de sustraer un hombre a la justicia del Rey, delante de cinco extraños? Cómo exigirme, señor Guardián, un acto semejante, a mí, debilísimo gusano, criado inerte y humilde de las Potestades de la tierra... A esta hora estaría yo perdido en las mazmorras del estado, y los intereses de V. P. no estarían por eso más adelantados, pues Aniceto habría sido extraído de mi aposento... Y además de todo eso, ¿sabía yo señor, que Aniceto fuese agente de V. P. ni que fuese de tan grande interés su persona? -dijo el boticario esforzando el tono sincero de su vindicación y aprovechándose con destreza del momento.

Los circunstantes guardaron silencio, hasta que el Guardián con una voz tranquila dijo:

-¡Lo era, lo era, don Bautista!... No porque esté ese indio al cabo de mis secretos, pues no sabe de ellos una palabra; sino porque el Padre Andrés se había valido de él y de otros para que la opinión pública hiriese una imponente manifestación. Preso ahora, descubrirá a todos los demás, por el miedo o el tormento, y... como lo veis..., yo quedo comprometido bajo la saña del Virrey.

-En tal caso -dijo don Bautista reflexionando maduramente al mismo tiempo que hablaba-, he venido a tiempo para remediar la imprudencia del Padre Cirilo...

-¡Insolente! -exclamó éste con la rabia del orgullo, pintada en su semblante.

-¡Silencio, mentecatos! -gritó el Padre Andrés, amenazando a uno y a otro-, ¿hasta cuándo queréis mortificarme?

-Protesto ante el Dios que me ha de juzgar en el día final, que ni pensé en ofender al R. Padre Cirilo -dijo don Bautista con la mayor humildad- con el deseo de ser útil hablé con precipitación, señor, y no medí mis palabras, por lo que pido a Su Reverencia el más humilde perdón -agregó dirigiéndose al Padre y besándolo el cordón que pendía de su cintura-. Yo quería decir, señor Guardián, que con el pretexto de no habérseme dado tiempo bastante para curar bien al herido, puedo solicitar ahora mismo que me dejen verlo y vendarlo. De este modo puedo hablarle e imponerle que se mantenga firme, porque no hay más prueba contra él que la delación de Mercedes: yo declararé también si fuese preciso que ésta nada sabe, pues estaba conmigo durante el tumulto, y por último me esforzaré por obtener su excarcelación, empeñándome personalmente con el señor Virrey.

-¡Excelente idea! -exclamó de pronto el Guardián-. ¿No os parece lo mismo, Padre Cirilo?

-Timeo Danaos, et donna ferentes! -respondió el fraile, lanzando una mirada del más alto desprecio al boticario-. ¿Y si en vez de hacer lo que promete sirve a los intereses contrarios? -preguntó con entereza a pesar del enfado que estaba ya pintado en la cara del Guardián.

-Pero, Padre, ¡por Dios!, ¿que queréis que haga si debo desconfiar de todo si no me dais más consejo que el de desconfiar, ¿queréis que desconfíe también de vos?... ¡Veamos, pues!..., ¡dadme algún otro arbitrio que reemplace al que propone don Bautista!

-¿Queréis, señor Guardián, que os dé el único que hay bueno en mi concepto, para que empecéis a ver claro?

-¡Sí, quiero!, sí, ¡os lo mando!

-Empezad, señor Guardián, por mandar a ese hombre -dijo el fraile dirigiendo un ademán feroz sobre el boticario- a la cárcel del Santo Oficio, ¡y que le den tormento al instante!

-¡Retiraos, Padre! -le dijo el Guardián, no pudiendo ya contener su despecho.

El Padre Cirilo se retiró, sin intentar decir más palabra, mientras que don Bautista, manifestando la más grande contrición en su postura y ademanes, se felicitaba interiormente de la retirada de su acusador.

-¡El celo que tiene por serviros lo extravía! -dijo después de un momento con una voz llena de dulzura-, y eso es lo que me hace prescindir de las injurias que me hace.

-¡Sí, amigo mío! -le dijo el Guardián- Hacéis bien: tenéis razón: cuando os conozca os estimará: es hombre de una pieza, terco, pero leal y franco: no entiende de política, y de ahí viene su inhabilidad para los grandes negocios; él se estrella donde es preciso costear: no le guardéis rencor, don Bautista.

-Ni el más mínimo, señor: lo juro por la salvación de mi alma.

-Y yo os doy las gracias, como os la dará él cuando os conozca... Volvamos al asunto: apruebo vuestro plan.

-Pues voy a ejecutarlo al instante: si fracasa, téngalo presente V. Reverencia, quedaré tan tranquilo como lo estoy ahora, porque yo busco mi vindicta en mi conciencia, señor Guardián, y crea el mundo lo que quiera... Voy a hablar pues, con el Virrey, pero es preciso que por lo que pueda ocurrir, sepa yo el estado de las cosas.

-Pues, ¿qué no lo sabéis?

-Sé que hay agitación: mil rumores contradictorios, todos se oyen en las calles; pero lo que quiero saber es la verdad.

-Os la diré en dos palabras: el Virrey quiso abrogarse la causa de la María Pérez, como de su competencia y fuero; pero no se acordó de que la Iglesia está edificada sobre una ROCA, ¡y se estrelló sobre ella! -dijo el fraile levantando con orgullo su cabeza-. Sintió la fuerza del freno -agregó- y se ha lanzado a un precipicio peor para él; convoca y apela para ante el Concilio.

-¡Al Concilio! -repitió don Bautista con una profunda preocupación.

-¡Al Concilio, que ahora un año rechazó! Éste decidirá, pues, entre nosotros. ¡Pero yo le juro que mientras tanto le ha de costar arrancarme a las acusadas como quiere!

-¡Se guardará de violar el fuero y el territorio de la Iglesia!... -dijo con timidez el boticario.

-Puede ser que lo atente; ¡porque de todo son capaces los hombres de la Escuela del Condestable de Borbón!

-¡No he conocido a ese maestro! -dijo don Bautista, afectando candor.

-¡Pero habréis oído hablar del asalto de Roma y del saqueo de sus templos!

-¡Jesús!..., ¡Jesús!... -dijo el boticario santiguándose con horror.

-¡Señor! -dijo Pedrillo entrándose de golpe en el cuarto-, ¡el doctor Estaca porfía por entrar!

-¿El doctor Estaca?... -dijo el Padre Andrés con indicios de ofensa y de sorpresa-. No se ha portado tan bien conmigo como para que tenga yo gusto en verle -agregó-. Pero reponiéndose y disimulando al instante su primer impulso -se dirigió al Padre Cirilo y le dijo: No puedo negarme a recibirlo... Haga V. P. las paces con nuestro amigo don Bautista: ¡todos a una!, debe ser nuestra divisa, Padre Cirilo...

No bien oyó el boticario esta exhortación, cuando corrió y arrodillándose delante del Padre Cirilo le dio un devoto y humilde beso en los burdos cordeles que ajustaban su sayal. El fraile, siempre torvo, lo extendió la mano, en cuyo reverso imprimió don Bautista un otro beso, levantándose enseguida con una humilde satisfacción.

-¡Bien! -dijo el Padre Guardián-. Que eso haga olvidar vuestras recíprocas injurias, para que poniendo cada uno su grano de arena y su fe, sea más brillante y más seguro el triunfo de la Iglesia y de su santa causa... ¡Dios os bendiga, hijos! -les dijo viéndolos salir-. ¡Pedrillo!

-¡Señor!

-¡Haz entrar a su señoría el señor Fiscal del Santo Oficio!

Un momento después entró en efecto el dicho Fiscal, con un aire un tanto socarrón, disimulado apenas bajo el aparato de sus formas escolásticas y pedantezcas así que el Fiscal entró, cerró la puerta el fraile: aquél se sentó sorbiendo una enorme narigada de polvillo, mientras éste, con un ceño bien marcado de disgusto, le decía:

-Convenga usted, señor doctor, que su conducta ha sido desleal, no solo me dejó usted solo en la partida, sino que con una malicia refinada se propuso usted debilitar todas mis razones y mis ataques;... y entienda usted, señor Estaca, que yo soy hombre...

-¡Cómo!, ¡cómo, señor Guardián!... ¡Poco a poco!, contestó el Fiscal, incorporándose y tomando un tono imponente: lo que V. P. debe entender también, es, que mi deber, mi vocación, mi destino es servir a la Santísima Iglesia Apostólica Romana, como mi conciencia y mis talentos me lo indican, y no con arreglo a los caprichos de nadie. Yo he dicho a V. P. que iba errado, y viendo a V. P. que se despeñaba, por la justa indignación que le causaba la insolencia de nuestro enemigo; viendo que había un mejor camino, varié de rumbo para ganar terreno... ¡y tanto he ganado, señor Guardián! -dijo el Fiscal alzando su voz de un modo altivo y golpeando sobre la mesa- que traigo ya el nudo de toda la conjuración; traigo apretado en el puño de mi mano todo el misterio, y he puesto mi ojo en una endija, desde donde, como dijo el cisne de Mantua- «Adparet domus intus, et atria longa patescunt.»

Estas entusiastas exclamaciones del doctor, dominaron y pusieron perplejo al Padre. Comprendiéndolo bien el primero, agregó en tono conciliatorio: «¡Dejémonos de reproches, Padre Guardián!, ¡venga esa mano y escuche V. P. todo lo que he adelantado!... Los agentes, los cómplices, los afiliados, los fautores de los herejes y del Pirata, están encabezados, (dijo el fiscal enmudeciendo su voz hasta hacerla cavernosa) por quién le parece a V. P.?..., ¡por el de Toledo!, ¡por el Virrey!

Fue tal el salto de sorpresa que dio el Guardián, que volcó de espaldas un enorme sillón que tenía por detrás, y sin poderlo remediar, dijo: «¡No puede ser!, ¡usted delira, amigo!»

-¡No tal!... Él sabe quienes son los que intentaron arrebatarnos a la Marica, revelándose contra Dios y contra el Rey, haciendo armas contra la Iglesia: ¡los conoce!... él mismo me lo ha dicho: y los cobija: él y su... ¿Conoce V. P. a doña Milagros de Alcántara y Zurita?

-¿La Coronela?

-La Coronela.

-¿La comadre del Virrey? -dijo el Guardián con aire sardónico.

-Ella misma... ella es la que ha andado en esto, ¡la que teje las intrigas!, y aquí está el gran golpe, ¡si V. P. tiene valor y energía para darlo!...

-¿Prenderla al instante? -preguntó el Guardián con una mirada llena de fuego y de misterio.

-Prenderla al instante, como enemiga de la iglesia: eso mismo..., ¿lo osáis?

-¿Si lo oso?... -dijo el Padre con ademán fiero-, ¡ya lo veréis!..., y volcándose sobre su cabeza tonsurada la capucha gris de su sayal: ¡venid conmigo! -agregó, y salió de la celda acompañado del letrado.