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La novia del hereje/XXXVI

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Capítulo XXXVI : La crisis

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Al mismo tiempo en que la pobre Mercedes era arrastrada a los horribles calabozos de la Inquisición, símbolos de la muerte inevitable y de la tortura, que era peor mil veces que la muerte, Mateo completamente ajeno de lo que le sucedía a su amiga, entraba por uno de los más solitarios arrabales de Lima: seguido de ocho negros robustos, cuyas anchas espaldas y color de ébano lustroso se percibían aún en medio de la oscuridad de la noche; pues venían desnudos hasta las cinturas, y con las mangas de sus camisas arrolladas hasta los codos.

Entraron en la ciudad con la mayor cautela, y sin pronunciar una sola palabra en todo el camino.

Verdad es que sería muy difícil para un lector nuestros días, el formarse una idea cabal de la inmóvil soledad en que estaba sumida una de nuestras antiguas ciudades durante la noche: ni alumbrado, ni cafés, ni tiendas, ni gentes de ninguna clase se veían en ellas; y después de las nueve de la noche callaba el baile, cada pájaro ganaba su nido, y el silencio del sueño reinaba en las calles, cobijando cuando más, una que otra aventura reservadísima y solitaria.

Al favor de esta soledad, pudo Mateo llegar con sus compañeros, sin que alma viviente lo hubiese encontrado, hasta una puertecita pequeña que estaba a espaldas de las habitaciones de don Bautista. Daba esta puertecita a un cuarto enteramente vacío, de los que llamamos redondos por no tener comunicación alguna con otras dependencias. Nada se notaba allí, sino una alacena vieja incrustada en la pared.

Mateo entró con los demás, cerró la puerta por dentro, y dirigiéndose a la alacena, golpeó sobre una de sus tablas dos o tres veces. Un momento después giró movido por un resorte uno de los tablones laterales de ella, y quedó al descubierto un vacío angosto hecho dentro de la pared, en el que se percibía una estrechísima escalerita que descendía a las profundidades del piso. Mateo entró haciéndose seguir de los otros: bajaron como quince escalones, y se encontraron entonces en una especie de galería subterránea, en cuyo otro extremo se oyó una voz baja y prudente que decía: «Mateo, vuélvete a cerrar la entrada. Caballeros, sigan ustedes adelante hasta aquí.»

Aquella galería subterránea estaba en una perfecta oscuridad: los ingleses siguieron caminando como a tientas, hasta que desembocaron en una especie de cuarto, alumbrado apenas por una lamparita de espíritu de vino.

Allí estaba don Bautista, que apenas vio a los ingleses, preguntó:

-¿Milord Henderson?

-¡Yo soy, señor!

-¡Dios le haya traído a usted, Milord!

-Así lo espero, señor Lentini.

-Conviene, Milord, que dejéis vuestros soldados en este sótano y que subáis conmigo.

-Estoy a vuestras órdenes.

Henderson repartió entre su gente algunos buenos víveres y frutas, de que le proveyó el boticario, y recomendando mucho a Oxenhan que los conservara en buen estado, y les hiciera guardar silencio, subió con don Bautista una estrecha escalerita que les llevó al laboratorio de éste, por una alacena que servía de puerta oculta, como la del otro extremo.

En uno de los extremos de la mesa del medio don Bautista había preparado un pequeño espacio, separando a un lado los atados de yerbas y los frascos y otros mil utensilios que le atestaban, y había dos vasos al lado de una botella de un riquísimo licor restaurante que él había elaborado para obsequiar a su huésped.

-Supongo, Milord -dijo el boticario haciendo sentar a Henderson en una silla, y tomando él otra a su vez-, que comprenderéis bien que estamos ya en una situación que no puede durar sino horas, porque así...

-Si queréis, señor Lentini, que sea ahora mismo: vos sois el general: ¡mandad y yo ejecuto al momento!

-Me encanta vuestra calma -le dijo don Bautista echándole licor en el vaso-, ponedle un poco de agua y os quedará mejor... Permitidme que os diga que tengo mucha experiencia de los hombres de guerra y de revolución; y que veo ya que se puede contar con vos.

-¡Gracias!

-¿Y vuestros hombres?

-¡Irán adonde yo vaya! Me sería sumamente satisfactorio que nos pongáis pronto a prueba.

-Son las doce de la noche... Y será mejor -agregó reflexionando el boticario- esperar una o dos horas más.

-¡Sea!... Pero si conocéis los motivos que me han traído, podréis calcular el estado de mi alma.

-De cierto que los conozco. y porque sé la pasión que abrigáis y la horrible situación en que sabéis que está vuestra...

-No continuéis, señor Lentini. Me hacéis mal con esas palabras; porque me quitáis la calma con que estoy resuelto a obrar.

-Os iba a decir solamente, que por eso mismo es que me habéis hecho tan buena impresión.

-Espero merecerla aun más... ¿Dos horas, decís?

-Una o dos, ya lo resolveremos.

-¿Cuál es vuestro plan?

-Escalar el edificio: hacer volar la puerta principal: aprovecharnos de la sorpresa y libertarla.

-¿Y cuál es vuestro interés en todo eso?

-Os lo diré más detalladamente dentro de un momento: bástaos saber por ahora que estoy asechado tal vez para ser descubierto: tengo, pues, que huir y salvarme, lo que me sería imposible sin vuestra ayuda y sin vuestro buque. Si me queréis salvar a mí solo dejando a doña María, ¡partamos! Ya estoy pronto -dijo el boticario levantándose.

-Sentaos.

-¡Eh bien!, ¿sabéis mi interés ahora?

-¡Ya!

-Ya veis, pues, que nos necesitamos ambos.

-Pagáis caro la codicia, ¿eh?

-¡Alto ahí, joven! -dijo el boticario tomando un tono lleno de dignidad-. Yo debía haber pensado que el que os ha recomendado a mí, os hubiera impuesto mejor de quién soy yo, y por qué hago lo que hago; y ya que no lo ha hecho y que me provocáis, os diré con orgullo que mis motivos son más nobles, no sólo que la codicia, sino que los vuestros.

-¿Queréis ofenderme? -le preguntó Henderson con calma y seriedad.

-No sería éste el mejor momento; quiero solo apelar a vuestro juicio y a vuestra propia conciencia... ¿Cuál es primero para vos, ¿la vida de la patria o la vida de vuestra amada?

-La de la patria.

-Pues bien, yo he venido a esta tierra a vengarme, a hacer guerra al que pisa con sus plantas el cadáver de la que fue mi patria: el pirata, el bandido, el ladrón, el aventurero, el indio, todo aquél en fin, que quiera levantar una arma contra el rey de España, me contará entre sus aliados; por eso he servido a vuestro jefe; que a fe mía, ¡bien lo merece por sus méritos!

-¡Ah, señor Lentini! Perdonad.

-¿Conocéis la historia de Sicilia?

-Creo que sí; y os iba a preguntar si descendéis del Lentini que acompañó a Juan de Prócida, en su terrible venganza contra los franceses.

-Sí, desciendo de él; fue mi bisabuelo: y mi vida se ha gastado entra las crueles amarguras que él nos legó con el despotismo de Aragón.

-¡No era menos el de Carlos de Anjú que él acudió!

-¡Él hizo bien, y yo también he hecho bien!... Él vendió la patria al Aragón para arrancarlo al francés; y yo la vendería cien veces al francés para arrancarla al Aragón.

-¿Y qué ganáis?

-Que se destruyan unos con otros sus enemigos.

-Política falsa, señor: política sin porvenir. Porque consiste toda en crear redes que acaban siempre por enredaros, o por enredar y diezmar a vuestros nietos cuando menos, como vos mismo lo experimentáis con la política de Prócida.

-Es la única posible.

-No veo porqué.

-Porque necesitamos que el sacudimiento venga de afuera: el pueblo italiano está postrado.

-Dedicaos entonces a darle vida.

-¡No!... ¡La obra primera es dar muerte a sus asesinos!

-No quiero contrariaros, señor Lentini: os veo rebosando de una pasión que respeto... ¿Habéis llevado una vida agitada, eh?

-He estado donde quiera que se ha luchado contra la España: en Florencia con el Carducio y el Ferrucio: en Génova con Pablo Fregosio: en Milán; por todas partes, en fin, donde se lucha contra el rey de España... Por eso me he arreglado con Mr. Drake: es el único que tiene hoy alzada la bandera de la guerra después que todos han caído.

-¿Y la Holanda?

-¡Allá me voy, si salvo de aquí!

-Comienzo a admiraros.

-No tengo nada digno para ello, Milord, sino mi odio.

-Sí, pero el odio es una arma que necesita de un brazo fuerte; y yo admiro en vos ese brazo.

-¡Oh! Lo tendré alzado mientras viva; porque esos bárbaros ahorcaron a mi padre en Nápoles, tomado cuando cayó Génova.

-¡Ah!, ¿de ahí vuestra divisa?

-De ahí.

-Extraño es, que siendo quien sois, hayáis podido entrar y estableceros en estas colonias.

-Lo conseguí al favor de mi persistencia: de Génova huí a Francia, y de Francia pasé a Inglaterra.

-¡Ah!, ¿habéis estado en Inglaterra? -le preguntó Henderson con interés.

-Y he visto colgar allí, por el partido español al Duque de Suffolk.

-¡Mi abuelo!

-¿Era vuestro abuelo?

-Sí, señor; era mi abuelo.

-He ahí la historia de todos los hombres de nuestra época: el puñal, el verdugo o la horca la han escrito con las cabezas de nuestros padres, ¡y la seguirán escribiendo con las nuestras!

-Me interesáis de más en más, señor Lentini. Continuad vuestra historia.

-¡Pues bien! Como vos lo sabéis, Felipe II, como Tiberio el tirano de Roma, ha puesto un empeño particular en degradar al pueblo español: profundamente disimulado, cobarde y bajo, severo para con los otros, indulgente, para consigo mismo y disoluto, no ha sabido ser hombre, sino fiera sobre el trono; y se ha complacido, como os he dicho, en degradar a su pueblo.

-¡Un noble pueblo por cierto! -dijo Henderson con espontaneidad.

-¡Será! Yo no conozco de él sino los soldados que oprimen a mi patria y que degollaron a mi padre.

-¿Habéis conocido a Felipe?

-Sí.

-Dicen que es hombre de gran cabeza.

-Os diré lo que pienso de él: Felipe es reflexivo y frío: tiene la vista penetrante y es perseverante en sus miras: su constancia para los reveses no es común a pesar de que todavía no ha pasado por grandes. Su exterior es reservado y severo, y no obstante cuando quiere usa de maneras afables y graciosas. Es indeciso, tímido, devoto, supersticioso; es cruel y ambicioso desde el fondo de su gabinete; y cuando una vez ha tomado a la sombra alguna resolución, ya no hay cosa ninguna que pueda hacerlo cambiar sino el miedo personal, y por lo que hace al crimen, lo comete con entera facilidad, yendo un momento después a fortalecer su alma contra el escrúpulo, con ciertas prácticas devotas que reserva para el caso. Sombrío y violento en sus pasiones, todo lo sacrifica a su interés. Déspota por instinto y por placer, no saborea el gobierno, sino aterrando y envileciendo; y a pesar de su enorme poder, su gusto es emplear los medios bajos y rastreros. Pues bien, desde que este príncipe entró a gobernar sus reinos, el poder de los inquisidores no conoció limites en ellos: los espiones y los esbirros se han introducido en el interior de las casas, desterrando las dulzuras de la amistad y esa confianza mutua, sin lo que no hay garantía para las relaciones sociales. Los españoles han perdido su industria, y todas las otras ventajas de la fertilidad de su suelo; y millares de extranjeros se han lanzado como sabéis a hacer el contrabando en España y en América. Entre ellos, un antiguo amigo mío, un compañero de infancia, ha llegado a una gran riqueza en Cádiz bajo el nombre de don Benito Onetto. Informado de mis relaciones con él, algunos amigos de Inglaterra como Mr. Drake, Mr. Hawkins y otros, me encargaron de arreglar con Onetto un gran negocio, que consistía en procurarles él las noticias oficiales sobre flotas y galeones, y repartir las ganancias de las correrías y contrabando que ellos hiciesen al favor de sus revelaciones. Logré hacer ese arreglo; y como fuera preciso un agente principal, me ofrecí yo; porque lo que yo quería era guerra, y guerra a muerte, contra la España y su poder. Desde el momento, se vio que el gran golpe era atacar las costas del Perú, y me resolví a venirme a Lima, para prepararlo con anticipación. Vos podéis decir si lo he logrado. ¿Me conocéis ahora?

-Y el golpe de que ahora tratamos -dijo Henderson sin contestarle-, ¿cómo lo habéis preparado?

-De ningún modo: es preciso darlo como desesperados: somos diez hombres resueltos: llevaremos un barril de pólvora: asaltaremos el edificio con una escalera aterraremos a los esbirros; haremos abrir o volar las puertas de las prisiones; sacaremos a vuestra querida...

-¡Y a Juana! -dijo Henderson con viveza.

-¿Y a Juana también?

-¡Sí!

-Nos demandará más tiempo

-¡No importa!, ¡estoy comprometido!

-¿Estáis comprometido? -preguntó asombrado el boticario. ¿Con quién?

-¡Básteos saberlo!

-¡No! ¡Necesito saber cómo y con quién habéis hablado o tomado ese compromiso! -repuso alarmado don Bautista.

-Con uno de mis marineros; el autor de esta empresa, que la conoció a bordo y se enamoró de ella.

-¡Me quitáis una funesta impresión! Creí que era con alguien de aquí; y empezaba a temer una celada... ¡Oh! ¡Dios Santo! -dijo don Bautista pegando un salto y contrayendo todas sus potencias de un modo extraño y repentino.

-¿Qué hay?, ¿qué hay? -dijo Henderson parándose también y desenvainando su puñal.

Mas don Bautista nada le respondió: parecía la estatua de la contemplación, fijo y estático el mirar. Entreabiertos los labios, mientras que poco a poco iba extendiendo el brazo derecho y apuntando sin designio, decía con lentitud y como en duda: «¡TEMBLOR!!!»

Para comprender bien la situación de don Bautista, es preciso saber lo que es un temblor. No: el anuncio del temblor no es como se ha dicho un leve y lejano ruido: es mucho más y mucho menos que un ruido: es una conturbación repentina, que el hombre siente dentro y fuera de él a la vez: es un presentimiento fugaz, indefinible, aterrante, que despierta en el alma el pavoroso sentimiento de un trastorno subterráneo, precursor de ruinas y de muerte, inminente, traidor, inevitable. Si el anuncio del temblor fuese un mero ruido, no haría saltar sobre su lecho, con el espanto pintado sobre su semblante, al niño que duerme en todo el abandono de su cándida inocencia: no forzaría a incorporarse y correr despavorido, aun antes de estar despierto, al viejo guerrero acostumbrado a desafiar la muerte en los campos de batalla, a no pestañear siquiera al estampido del cañón.

-¡Temblor!, ¡temblor! -repitió el boticario de más en más animado-. ¡Éste es el momento supremo, milord Henderson! ¡Vuestros hombres! ¡En pie! ¡Salgamos!