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La novia del hereje/XXXVII

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Capítulo XXXVII : El terremoto de 1579

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El padre Andrés acompañado, como hemos dicho antes, del Padre Romea, había salido de su celda a la noticia de haber sido aprisionada ya Mercedes; y se había dirigido a la casa del Santo Oficio, grande y vasto edificio; cárcel, tribunal, y templo a la vez: monstruosa acumulación de objetos, bajo la gran cruz que dominaba su frontispicio: tal el horrible extravío con que la mano del despotismo había sacado un culto atroz de esa religión de ángeles, traída por el Cristo a la tierra.

El padre se dirigió a la sala del consejo; y mientras un esbirro traía a Mercedes, se paseaba agitado de uno a otro extremo. A poco rato, se levantó una tapa del piso y el esbirro levantó a Mercedes, con la misma grosería con que habría levantado y arrojado al piso un saco de inmundicias. El padre inquisidor, sin detenerse a mirar a su víctima, se dirigió a Romea y le dijo: «Llevad a ese hombre hasta la portería; y cerrad bien todas las puertas al volveros para acá.» Don Antonio condujo al esbirro y volvió a presenciar la escena espantosa de aquellos dos amantes de otro tiempo.

-¿Sabes tú -dijo el inquisidor- lo que es tortura?

-La peor tortura es para mí vuestra presencia -le respondió ella con firmeza.

-¡Temeraria! -exclamó el padre haciendo rechinar los dientes-, ¿no ves que ya estás desarmada, y que al fin voy a hacer palpitar tus carnes infernales bajo las uñas de la araña y los morteros del potro? ¿No ves que ha llegado ya el momento de la venganza, y que de hoy en más son ya efímeras tus intrigas y tus arterias? Medio siglo me has tenido bajo el maldito imperio de tus persecusiones: en medio siglo no he tenido una noche sola en que haya podido dormir tranquilo, un día en que haya llevado mi frente libre del horrible presentimiento que me inspiraba tu imagen. Mis más risueñas esperanzas han sido ajadas al momento mismo que las concebía con el recuerdo de tu doblez y de tu hostilidad. Bien: ¡ahora te tengo bajo el talón de mi sandalia! -exclamó el fraile sacudiendo su brazo-, ¡y te voy a convertir en masa vil de carne, sangre y polvo!... Pero, aún hay un resto de esperanza para ti, si te humillas...

-¡Jamás! -exclamó Mercedes interrumpiéndolo, con la fiereza de una tigra.

-¿Jamás?

-¡Jamás! -repitió ella con más fuerza.

-Hay todavía, te repito, un resto de esperanza para ti...

-¡La renuncio!

-Si quieres descubrirme...

-¡La renuncio, os he dicho!

-Es decir, inicua, que prefieres descubrirme el paradero de los papeles y de la niña entre los ayes del tormento?

-¡Os he dicho que el peor tormento para mí es tu presencia, fraile! ¡Y si nada consigues con ella, piensa lo que sacarás de tu tortura!

-¡Insolente!

-¡Malvado! ¡Si has pensado triunfar de mí, porque me has aprisionado, te has engañado!... Soy yo la que me he de gozar en el tormento que te está reservado por la mano del justo de los justos, del que conoce tus crímenes ¡renegado! del que te tiene que pedir cuenta de las falsías, de las traiciones, de las impiedades, de los sacrilegios que has cometido hasta blasfemando de su nombre, y arrastrando tus hábitos sacerdotales por la orgía, para después gozarte en el martirio de los que son mejores que tú. Llegará pronto el día ¡bárbaro! en que sentirás las atrocidades del infierno a la vista sola de una niña que el juez supremo te presentará de la mano con su blanco vestido salpicado de sangre, vertida por ti, y su pelo tendido sobre sus hombros: sin hablar ella una palabra, te acusará de ladrón, de asesino, de infame...

-¡Tiembla, hija del demonio! -exclamó loco de furia el Inquisidor, llevando la mano a su puñal.

-¡Tú eres quien tienes que temblar; porque en ese día no hallarás compasión delante de Dios!

-¡Tiembla! -volvió a decir el fraile, trémulo, y sacudiendo a Mercedes por la garganta de su vestido.

-¡Yo no tiemblo! ¡Yo te desprecio! -le dijo ella; y tratando de desacirse con fuerza, le arrojó un esputo a la cara.

-¡Ah! -exclamó el Inquisidor apretando los dientes; y sin otro consejo ya que su cólera, sacó maquinalmente su puñal y lo clavó de un solo golpe todo entero, en el seno de la mujer. Ella cayó para atrás, arrojando un río de sangre por la herida, y sacudiéndose por el piso de la sala con las palpitaciones de la muerte.

El matador se sobrecogió: el P. Romea lo miraba con una impasibilidad fría, con una especie de placer íntimo que se revelaba en el brillo de sus ojos.

-¡Temblor!... -exclamaron los dos al mismo tiempo, quedándose en la expectativa concentrada, que cruza siempre un temblor. Aterrado quizá por su propio crimen, el matador se lanzó hacia la puerta; pero don Antonio, vino como si obedeciese maquinalmente a un designio interior, y se le puso por delante.

-¡Dejadme salir! -dijo el padre Andrés.

-Esperad un momento -le respondió el otro conteniéndolo con fuerza por el brazo.

Al mismo tiempo se oyó cercano el ruido espantable de cien edificios que se derrumbaban; y la tierra temblaba como si se hubiese roto en átomos innumerables y movedizos. Pasando por debajo de sus pies el meteoro de destrucción, derrumbó con su rechinamiento horrible las paredes de aquel vasto edificio que los rodeaban y los dejó en la más espantosa oscuridad, como en el medio del caos, porque la conmoción había hecho rodar la lámpara.

-¡Dejadme huir! -exclamó el padre Andrés, tratando de desacirse de su compañero.

-¿Queréis huir? -le preguntó éste con el tono del sarcasmo. ¡No! ¡Porque me debéis también una venganza! -exclamó hundiéndolo al mismo tiempo su daga en las espaldas.

-¿Por qué me matáis? -exclamó el Inquisidor con voz desfallecida ya.

-¡Porque me quitasteis mi porvenir, y me traicionasteis! -le respondió Romea dándole otro golpe final, y huyó al mismo tiempo que el techo se desplomaba sobre los cadáveres.

Saltando por sobre el hacinamiento de escombros que cubría el suelo, y al ruido de las casas y de las Iglesias que se seguían derrumbando, salió el padre Romea al gran patio de la Inquisición; y al tomar corriendo una de las galerías que llevaban a la calle, atropelló una partida de hombres que se lanzaban por sobre las ruinas a lo interior del edificio. Ellos lo rodearon al momento, y poniéndole al rostro una linterna sorda lo reconocieron.

-¡Oh! -exclamó don Bautista-, ¡aquí tenemos un guía!... ¡Seguidnos! -agregó tomándolo con fuerza por el pecho y abocándole una pistola.

Romea se quedó aterrado, y se entregó sin defensa.

-¡Conducidnos a los subterráneos en que están María y Juana, o vais a morir! -le dijo el boticario.

-¡Señor!, ¡por Dios! ¡Se derrumba todo el edificio sobre nosotros! ¡Salvémosnos!

-¡Conducidnos pronto! -exclamó Henderson desesperado, poniéndole la espada desnuda al pecho.

-¡Piedad! -exclamó don Antonio en una situación cruel dejándose arrastrar hacia adentro.

Vagaban en los patios del edificio, como sombras despavoridas, algunas de las víctimas allí aprisionadas que habían podido salvar de la catástrofe, mientras que otras estaban ya enterradas bajo de sus escombros.

-¡María! ¡María! -gritaba Henderson.

-¡María! ¡María! -gritaba el boticario arrastrando a don Antonio.

-¡Juana! ¡Juana! -gritaban Oxenhan, con una voz de estentor.

-¡Socorro! ¡Socorro! -oyose decir al fin, con una voz ahogada que parecía salir de un sepulcro; y acudiendo hacia allí los piratas, dieron con una puerta que permanecía cerrada.

-¡Es María!, ¡es mi María! -gritaba Henderson con la exaltación de la alarma y de la ansiedad-. ¡Ea, muchachos, derribad la puerta!

Un momento después caía la puerta al empuje de diez hombros vigorosos; y Henderson anegado en lágrimas y frenético de amor, estrechaba entre sus brazos al ídolo de su alma.

-¡María! ¡María!, ¡soy yo! -exclamaba-, ¿qué, no me reconoces, ángel de mi vida?, ¡soy tu Roberto!, ¡tu esposo! -y el ardoroso joven la estrechaba contra su pecho, la besaba, la bañaba con sus lágrimas, mas rebosando de placer y de entusiasmo. ¡Al fin te veo! ¡mírame, bien supremo de mi vida! ¡Aquí estoy! ¡Estoy a tu lado para salvarte o para morir contigo, como te lo había prometido!

La pobre niña, entumida y absorta por el dolor y la sorpresa, no podía darse cuenta de lo que veía, ni de lo que lo pasaba.

-¡Roberto! -decía desatentada-. ¡Por Dios! ¿qué es esto?, ¡tengo miedo!, ¡sálvame, por Dios!

-¡María mía! ¡Vuelve en ti! ¡Reconocedme! ¡Yo soy Roberto! ¡Mírame! ¿Me ves? -le dijo el joven poniéndole la mano febril sobre la frente, y alumbrándose él mismo el rostro con la linterna-. ¿Me ves?

-¡Santo Dios!, ¿qué veo? -exclamó ella-. ¡Roberto! ¡Roberto! -agregó y se dejó caer desfallecida entre los brazos de su querido.

-¡Amor mío! -le decía éste-, ¡levanta!, ¡cobra fuerzas!, ¡que es preciso escapar, para amarnos eternamente y libres de enemigos!

-¿Escapar para amarnos? -dijo ella-. ¡Sí! -agregó cobrando una energía trémula y nerviosa-, escapémonos para amarnos siempre, Roberto; ¡porque yo te amo sobre todas las cosas! ¡Porque yo no puedo vivir sin ti! ¡Yo llamaba y pedía la muerte antes de verte; pero ahora quiero vivir!, ¡quiero vivir, Roberto!, pero quiero vivir a tu lado, ¡viéndote!, ¡viéndote siempre!

-Milord -dijo don Bautista-, ¡aprovechemos del tiempo y de los favores del Cielo! ¡Poneos de rodillas al momento! ¡María, poneos de rodillas a su lado!

Y ambas, maquinalmente casi, obedecieron levantando sus manos al Cielo.

-¡Ea, sacerdote! -dijo el boticario arrastrando a don Antonio y poniéndole la pistola al pecho-, ¡echad vuestra bendición sobre esa pareja!, y si no servís para eso os despacho aquí mismo -agregó con un tono que no dejaba duda alguna de su resolución.

Don Antonio echó su bendición sobre los esposos sin levantar su vista del suelo.

-¡Te has salvado! -le dijo don Bautista guardando su pistola-. Hijos míos -agregó dirigiéndose a los marinos de Henderson-, amarrad bien en ese poste a ese hombre (designando a don Antonio) para que no pueda delatarnos a tiempo.

Los marinos tomaron a don Antonio y lo amarraron.

-¡Cargad ahora en vuestros hombros a esa niña, y seguidme! ¡Pronto, Milord! ¡Pronto, hijos!

-¿Y Oxenhan? -exclamó entonces Henderson lleno de inquietud.

-¡Aquí está! -respondió Oxenhan viniendo de la obscuridad y depositando en el suelo una mujer desmayada.

Era Juana.

-¡Cargadla también! -exclamó Henderson-, ¡y seguidnos!

-¡No! -respondió Oxenhan-, a ésta nadie la carga sino yo.

Y rápidos y resueltos cruzaron el edificio y salieron a la calle.

En aquel mismo momento, otro remesón, es decir, otro terremoto estallaba con nueva furia; y la población entera de Lima corría despavorida hacia las plazas y hacia los arrabales para huir del desmoronamiento de las paredes. Los niños y las mujeres lloraban a gritos y andaban desnudos y perdidos por las calles: los padres de familia llamaban, ordenaban, se lamentaban, y huían también; y bandadas de negros y de negras esclavas, con aquella exaltación y locuacidad propia de las razas africanas, levantaban una horrorosa algazara de lamentos y de maldiciones, a la que parecían hacerse coro innumerables cientos de perros que echaban al aire sus tétricos y aterrantes aullidos.

Silenciosos y resueltos, al favor de la horrorosa confusión que reinaba, don Bautista y sus amigos atravesaron la ciudad inapercibidos, y se dirigieron a la rada de Chorrillos.

Contaban con encontrar allí al resto de la partida que había quedado en las ruinas de Pachacamac; que Mateo había ido para conducirlos, montado en una buena mula.

En efecto: ambas fracciones llegaron a la bahía, con poca diferencia, a las ocho de la mañana del día siguiente.

Suttonhall, siempre diligente y precavido, cruzaba a la vista de la costa solitaria. Se le hizo una señal convenida; y afirmó hacia la tierra la proa de la Fidelidad, vino en pocos minutos a situarse cerca de la costa; mandó a tierra los botes; y unos instantes después, Henderson con su María, Oxenhan, Juana, el señor Juan Bautista Lentini y todos los marinos, tomaban pie dentro del buquecillo y atronaban las vastas soledades del mar con los gritos del regocijo y de la alegría.

Lleno de orgullo el señor Lentini respiraba con toda su alma el aire del océano y repetía paseándose sobre la cubierta: «¡Al fin soy libre! ¡Al fin puedo ser yo mismo!»