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La oratoria nueva

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


La oratoria nueva.

El tio Caloyo, arriero de un pueblo de la Mancha, y entusiasta adorador de Baco, sacrificó tanto á este dios el domingo último, que quiso sentar plaza de comerciante, y en la primera operación (que fué de cambio), dió una burra robusta y jóven, que valdria dos onzas, por una chaqueta remendada que costó de nueva veinte reales.

El negocio no era muy bueno, que digamos, y la mujer del arriero se presentó llorosa al juez de paz pidiendo justicia. Pero la cuestión era difícil de arreglar, porque este funcionario tenia montado su tribunal en toda regla, y no sentenciaba pleito en que cada una de las partes no hubiera pronunciado un discurso. Por consiguiente, era preciso, no solo que se presentase el marido, sino que hablase; y hé aquí que el pobre hombre nunca habia juntado dos palabras que hicieran sentido. Es cierto que el juez estaba convencido de la razón que le asistía, pero ¡cómo prescindir del juicio! ¡Cómo suprimir el discurso! ¡Cómo consentir que la mujer representase al marido contra toda ley y contra todo derecho! — ¿No sabrá cuando menos pronunciar media docena de palabras? preguntó el juez á la mujer.

— Ni una sola.

De repente se le ocurrió al juez una idea luminosa; la sala estaba llena de gente y no quiso que la oyeran, se acercó al oido de la arriera, le habló, y después dijo ella:

— ¡Ah! eso sí.

Citaron á juicio; llegaron las partes: la contraria llevó un defensor que se empeñó en hablar primero, y pronunció un largo discurso probando que la chaqueta valia mas que la burra, puesto que esta se podia morir y aquella no. La parte defendida estaba radiante de alegria porque el argumento no tenia réplica: el placer de la victoria estaba retratado en su semblante.

El juez tocó la campanilla.

— La parte contraria tiene la palabra, dijo con voz solemne.

Todas las miradas se dirigieron al arriero, y las mas curiosas pasaron adelante creyendo encontrar un defensor á su espalda.

El arriero tosió, se limpió los labios, dió un paso hácia atrás , y dirigiendo al juez una mirada estúpida, abrió la boca y dijo:

— ¡¡Mú!!!

El asombro fué general; el juez tocó la campanilla, y dijo después:

— El señor tiene razón; entréguele V. su burra, que le vuelva á V. la chaqueta , y pague V. las costas.

Después de todo esto, ¡estudie V. y pronuncie discursos!