La paz perpetua/Tercer artículo

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TERCER ARTICULO DEFINITIVO DE LA PAZ PERPETUA

El derecho de ciudadanía mundial debe limitarse a las condiciones de una universal hospitalidad.

Trátase aquí, como en el artículo anterior, no de filantropía, sino de derecho. Significa hospitalidad, el derecho de un extranjero a no recibir un trato hostil por el mero hecho de ser llegado al territorio de otro. Este puede rechazarlo si la repulsa no ha de ser causa de la ruina del recién llegado; pero mientras el extranjero se mantenga pacífico en su puesto, no será posible hostilizarle. No se trata aquí de un derecho, por el cual el recién llegado, pueda exigir el trato de huésped-que para ello sería preciso un convenio especial benéfico que diera al extranjero la consideración y trato de un amigo o convidado, sino simplemente de un derecho de visitante, que a todos los hombres asiste: el derecho a presentarse en una sociedad.

Fúndase este derecho en la común posesión de la superficie de la tierra; los hombres no pueden di-seminarse hasta el infinito por el globo, cuya superficie es limitada, y, por lo tanto, deben tolerar mutuamente su presencia, ya que originariamente, nadie tiene mejor derecho que otro a estar en determinado lugar del planeta. Ciertas partes inhabitables de la superficie terrestre, los mares, los desiertos, dividen esa comunidad; sin embargo, el "navío" o el "camello"-navío del desierto-, permiten a los hombres acercarse unos a otros en esas comarcas sin dueño y hacer uso, para un posible tráfico, del derecho a la "superficie" que asiste a toda la especie humana en común. La inhospitalidad de algunas costas-verbigracia, las barbarescas, desde donde se roban los navíos que navegan próximos o se esclaviza a los marinos que llegan de arribada; la inhospitalidad de los desiertos verbigracia, de los árabes beduínos, que consideran la proximidad de tribus nómadas como un derecho a saquearlas, todo eso es contrario al derecho natural. Pero el derecho de hospitalidad, es decir, la facultad del recién llegado, se aplica sólo a las condiciones necesarias para "intentar" un tráfico con los habitantes. De esa manera pueden muy bien comarcas lejanas entrar en pacíficas relaciones, las cuales, si se convierten al fin en públicas y legales, llevarían quizá a la raza humana a instaurar una constitución cosmopolita.

Si se considera, en cambio, la conducta "inhospitalaria" que siguen los Estados civilizados de nuestro continente, sobre todo los comerciantes, espantan las injusticias que cometen cuando van a "visitar" extraños pueblos y tierras. Visitar es para ellos lo mismo que "conquistar". América, las tierras habitadas por los negros, las islas de la especería, el Cabo, eran para ellos, cuando los descubrieron, países que no pertenecían a nadie; con los naturales no contaban. En las Indias orientales—Hindostán—, bajo el pretexto de 'establecer factorías comerciales, introdujeron los europeos tropas extranjeras, oprimiendo así a los indígenas; encendieron grandes guerras entre los diferentes Estados de aquellas regiones, ocasionaron hambre, rebelión, perfidia; en fin, todo el diluvio de males que pueden afligir a la humanidad.

La China[1] y el Japón, habiendo tenido pruebas de lo que son semejantes huéspedes, han procedido sabiamente, poniendo grandes trabas a la entrada de extranjeros en sus dominios. La China les permite arribar a sus costas, pero no entrar en el país mismo. El Japón admite solamente a los holandeses, y aun éstos han de someterse a un trato especial, como de prisioneros, que les excluye de toda sociedad con los naturales del país. Lo peor de todo esto—o, si se quiere, lo mejor, desde el punto de vista moral—, es que las naciones ci- vilizadas no sacan ningún provecho de esos excesos que cometen; las sociedades comerciales están a punto de quebrar; las islas del azúcar—las Antillas—, donde se ejerce la más cruel esclavitud, no dan verdaderas ganancias, a no ser de un modo muy indirecto y en sentido no muy recomendable, sirviendo para la educación de los marinos, que pasan luego a la Armada; es decir, para el fomento de la guerra en Europa. Y esto lo hacen naciones que alardean de devotas y que, anegadas en iniquidades, quieren pasar plaza de elegidas en achaques de ortodoxia.

La comunidad—más o menos estrecha—que ha ido estableciéndose entre todos los pueblos de la tierra, ha llegado ya hasta el punto de que una violación del derecho, cometida en un sitio, repercute en todos los demás; de aquí se infiere que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es una fantasía jurídica, sino un complemento necesario del Código no escrito del derecho político y de gentes, que, de ese modo, se eleva a la categoría de derecho público de la humanidad y favorece la paz perpetua, siendo la condición necesaria para que pueda abrigarse la esperanza de una continua aproximación al estado pacífico.


  1. Para escribir el nombre de este gran imperio, conforme él mismo se nombra—esto es, China, y no Sina u otro sonido parecido—, bastará consultar el Alphab. Tibet, de Georgius, págs. 651-654, nota b. Propiamente, según afirma el prof. Fischer, de Petrogrado, no hay un nombre fijo que designe al imperio chino; el más frecuente es la palabra Kin, que significa oro—que los tibetanos llaman Ser—; por eso el emperador es llamado rey del oro—de la más magnífica tierra del mundo—. Esa palabra, es posible que en el imperio se pronuncie como Chin; pero los misioneros italianos la habrán pronunciado Kin, a causa de la letra gutural. De aquí se infiere entonces, que la que los romanos llamaban tierra sérica o de los Seres, era China. El comercio de la seda se hacía probablemente por el Tibet, Bokhara y Persia, todo lo cual da lugar a no pocas consideraciones acerca de la antigüedad de ese extraordinario Estado, comparándolo con el Hindostán y relacionándolo con el Tibet y el Japón. En cambio, el nombre de Sina o Tschina, que sua vecinos suelen dar a esas tierras, no sugiere nada. Quizá pudieran explicarse también las antiquísimas, aunque nunca bien conocidas, relaciones de Europa con el Tibet, por lo que nos refiere Hesychio del grito de los hierofantes en los misterios de Eleusis. Este grito era, en letras griegas, Χόνξ Όυπαξ, y en latinas, Konx ompax (véase Viaje del joven Anacarsis, parte V, página 447 y siguientes). Ahora bien, según el Alfabeto tibetano de Georgius, la palabra Concioa significa Dios, y esta palabra tiene una gran semejanza con la de Konx; la palabra pah-cio significa el que promulga la ley, la divinidad repartida por el mundo, también llamada Cencresi —página 177—. Adviértase que los griegos pronunciarían esa voz pah-cio como pax. Por último, om, que La Croze traduce por benedictus, bendito, no puede querer decir otra cosa que bienaventurado, aplicando este epiteto a la divinidad—página 507—. Ahora bien, el P. Francisco Horatio afirma que, habiendo preguntado muchas veces a los Lamas tibetanos qué entendían por Dios—Concioa—, obtuvo siempre la respuesta siguiente: «Es la reunión de todos los santos. La teoría de la metempsícosis de los Lamas sostiene que las almas, tras muchas migraciones por toda clase de cuerpos, viehen por fin a bienaventurada unión en la divinidad y se tornan en Burchane; es decir, seres dignos de ser adorados—pág. 223—. De todo lo cual puede inferirse que aquellas misteriosas voces eleusinas Konx ompax significan: la divinidad, Konx; bienaventurada, om, y sapientísima, pax, o sea el Supremo Ser extendido dondequiera por el mundo, la naturaleza personificada. En los misterios helénicos puede haber sido esto un símbolo a signo del monoteísmo de los epoptas—o inspectores sacerdotes de los misterios eleusinos—, en oposición al politeísmo del pueblo. Sin embargo, el P. Horatio sospecha aquí algo de ateísmo. En suma, el traslado a Grecia de esa misteriosa palabra se explicaría admitiendo las relaciones ya dichas; y recíprocamente, resulta muy probable que haya habido muy tempranas relaciones entre la China y Europa por el Tibet, quizá antes que entre la India y Europa.