La posada o España en Madrid: 02

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II

A misa mayor repicaban las campanas de San Millán, cuando por la calle abajo de Toledo, entre el tráfago de carromatos y calesas, trajineros y paseantes, veíanse adelantar agitadamente y con rostros meditabundos, reveladores de una preocupación mental más o menos profunda, diferentes figuras, cuyos trajes y modales daban luego a conocer su diversa procedencia. Y puesto que la relación haya de padecer algún extravío, no podemos dispensarnos de hacer tal cual ligero rasguño de las principales de aquellas figuras, siquiera no sea más que por poner al lector en conocimiento de los personajes de la escena, dándole de paso alguna indicación sobre las diversas inclinaciones y peculiar modo de vivir de los naturales de nuestras provincias en este emporio central de España, adonde vienen a concurrir en busca de más próvida fortuna.

El primero que llegó al lugar de la cita fue, si mal no recordamos, el señor Juan de Manzanares (alias el tío Azumbres), honrado propietario y traficante de la villa de Yepes, ex-cuadrillero de la ex-santa hermandad de Toledo, arrendador de diezmos del partido, y persona notable por su buen humor, por el nombre de sus bodegas, y por los catorce pollinos que le servían para el acarreo.

Este tal, montado en ellos, y en las nueve leguas que dista de Madrid su villa natal, había hecho el camino de la fortuna con mejor resultado que Sebastián Elcano dando la vuelta al globo, o que Miguel de Cervantes encaramado sobre los lomos del Pegaso; y era porque no había tenido la necia arrogancia de echarse como aquél a descubrir mares incógnitos, ni como éste a proclamar verdades añejas; sino que dejando a un lado la región de las ideas, se había internado en la de los hechos, limitándose a establecer una sólida comunicación entre sus tinajas y las ochocientas y diez y seis tabernas públicas que cuenta nuestra noble capital. Por lo demás, eso le daba a él de los tratados de los economistas célebres sobre las relaciones de los productos con el consumo, como de la guerra próxima del Sultán con el virrey de Egipto; y así entendía la teoría de la sociedad de templanza de Nueva-York, como el alfabeto de la China; sin que esto sea decir tampoco que en punto a alfabeto conociese siquiera el vulgar castellano, y con respecto a aritmética tuviese otra tabla pitagórica que los diez dedos que en ambas manos fue servido de darle el Señor, con los cuales y su natural perspicacia, tenía lo bastante para arreglar sus cuentas con sus infinitos comensales, y era fama en el pueblo que todavía no había ninguno conseguido eludir ni burlar su vigilancia.

La idea de un establecimiento en Madrid, a cuyo frente pensaba colocar a su yerno Chupa-cuartillos, recientemente enlazado con su hija (alias la Moscatela), había hallado acogida en el bien templado cerebro de nuestro Azumbres, y en silencioso recogimiento meditó largo rato sobre ella, la mano en el pecho, la otra a la espalda, sostenido en un pie sobre el suelo, y el otro casi reposando encima de uno de los pellejos, símbolo de su gloria y prosperidad; hasta que por fin se decidió a acudir al remate del parador, seguro de que sus antiguas relaciones con el poseedor dimisionario, y más que todo, la fama de su gran responsabilidad y gallardía, le daba de antemano por vencidas todas las dificultades que pudieran oponérsele.

Contraste singular y antítesis verdadera del ricachón de Azumbres, formaba el mísero Farruco Bragado, hijo natural de la parroquia de San Martín de Figueiras, provincia de Mondoñedo, reino de Galicia. Este infeliz ser casi humano, en cuyo rostro averiado del viento y ennegrecido del sol no era fácil descubrir su fecha, hacía tres semanas que había arribado a estas cercanías de Madrid, a bordo de sus zuecos de madera, y en compañía de una columna de compañeros de armas, que con grandes hoces y el saco al hombro suspendido de un respetable palo, venían desde cien leguas al son de la muñeira a brindar su indispensable ministerio agostizo a todos los señores terratenientes y arrendatarios de nuestra comarca; excepto, empero, el término del lugar de Meco, adonde ningún gallego honrado segaría una espiga, siquiera le diesen por ello más oro que arrastra el Sil en sus celebradas arenas.

Mas la señora fortuna, que a veces tiene toda la maliciosa intención de una dama caprichosa y coqueta, quiso probar la envidiable tranquilidad de nuestro segador, y permitió que guiado de aquel instinto con que el gato busca la cocina, el ratón el granero, el mosquito la cuba, y el hombre la tesorería, reparase nuestro Farruco en una puerta de cierta tienda de la calle de Hortaleza, a cuya parte exterior alumbraban dos reverberos, con sendas letras, que, aunque para él eran griegas, bien pronto fueron cristianas, oyendo pregonar a un ciego, que sentado en el umbral de la dicha puerta exclamaba de vez en cuando: -«La fortuna vendo; esta noche se cierra el juego; el terno tengo en la mano; a real la cédula».

Farruco a la vista de la fortuna (porque la vio, no hay que dudarlo, la vio, fantástica, aérea y calva por detrás, como la pintaban los poetas clásicos) hizo alto repentino como acometido de súbita aparición. Miró al ciego chillador; miró a la puerta; escudriñó el interior de aquella mansión de la deidad; vio relucir el oro sobre su altar; clavó los ojos en el suelo; y sin ser dueño a contenerse, metió dos largas uñas en el bolsillo, y con heroica resolución y no meditado movimiento sacó uno a uno hasta ocho cuartos y medio que dentro de él había, entre diversas migajas de pan y puntas de cigarro, y los puso sobre el mostrador a cambio de una cédula incorpórea, fugaz, transparente, al través de la cual vio con los ojos de la fe un tesoro de veinte pesos.

Pero no fue esto lo mejor, sino que Farruco había visto bien, y al cabo de los pocos días llegó un lunes ¡dichoso lunes! en que la fortuna acudió a la cita; quiero decir, que los números del billete respondieron exactamente a los que proclamaban los agudos chillidos de los pilluelos de Madrid. Conque mi honrado segador por aquella atrevida operación, se vio como quien nada dice, al frente de un capital de cuatrocientos reales, desde cuyo punto empezó para él una existencia nueva, que si no es más feliz, era por lo menos más interesante y animada.

Altos y gigantescos proyectos eran los que habían despertado en la imaginación del buen Farruco aquellos veinte pesos, inverosímil tesoro, superior a sus más dorados ensueños. Con ellos y por ellos creíase ya señor de la más alta fortuna, y ni los elevados palacios, ni las brillantes carrozas, parecíanle ya reñidas perpetuamente con su persona.

Bien, sin embargo, echó de ver que le era forzoso buscar con el auxilio de su ingenio, útil empleo y provechosa colocación a aquella suma; y aquí de los desvelos y cavilaciones del pobre segador, que estuvieron a pique de dar con él en los Orates de Toledo. ¡Trabajo ordinario y pensión obligada de las riquezas, el venir acompañadas de los cuidados que alteran la salud y quitan el sueño!

Parecióle primero, como la cosa más natural, el regresar a su país natal, donde compraría algunas tierras, prados y bacorriños; ítem más, una moza garrida que sirvió tres años de doncella al cura de la parroquia, y que era la que le inquietaba el ánima y hacía darle brincos el corazón. Pero el miedo natural del largo camino y peligros consiguientes le detenían en su resolución. Hubo, pues, de tratar de asegurar su capital por estos contornos, y como nada le parecía demasiado para aquel tesoro, todo se le volvía informarse con reserva de si estaban de venta la Casa de Campo o los bosques del Pardo; otras veces hallábase inclinado al comercio y quería tomar por su cuenta el Peso Real, o el nuevo mercado de San Felipe. En vano su amigo y compatricio Toribio Mogrobejo, alumno de Diana en la fuente de Puerta Cerrada, hacíale ver las ventajas del oficio, la solidez y seguridad de sus rendimientos, el líquido producto de la cuba, y el sólido de la esportilla o del carteo; y ofrecíale asegurarle media plaza y salir su responsable para el pago de la cubeta. Farruco sonreía desdeñoso como compadeciendo la ignorancia en que suponía a Toribio de su nueva fortuna, y proseguía sus castillos en el aire, hasta que teniendo noticia del arriendo del parador de la Higuera, parecióle que nada le iría tan bien como emplear en esto sus monedas, y para ello acudió a la cita a la hora prefijada.

En pos de él se descolgó un valenciano ligero y frescachón, con sus zaragüelles y agujetas, manta al hombro izquierdo y pañuelo de colores a la cabeza. Llamábase Vicente Rusafa, y era natural de Algemesí, camino de Játiva. Inconstante por condición, móvil por instinto; agitado y resuelto por necesidad; una mañana de mayo por no sé qué quimeras, de que resultaron dos cruces más en el camino de la Albufera, abandonó sus pintados arrozales por estos secos llanos de Castilla, dijo «adiós» por un año al Miguelete, y se vino a colocar un puesto de horchata de chufas por bajo de la torre de Santa Cruz. Pero pasó el estío y pasaron con él la horchata de chufas, y las elecciones; y vino el otoño, y con él los fríos y los muñecos de pasta; y nuestro industrial tuvo que acogerse a vender sandías por las calles, hasta que ya entrado el invierno se colocó en un portal donde estableció su depósito de estera de pleita fina, que le produjo lo bastante para abrir en la primavera comercio de loza de Alcora, y pan de higos de Villena.

Detrás de él, y por el mismo camino, se adelantó un robusto mancebo, alto de seis pies, formas atléticas, facciones ásperas y pronunciadas, voz estentórea, y desapacible acento gritador. Su nombre Gaspar Forcalls; su patria Cambrils; su acento provenzal; su profesión trajinante carromatero. Llevaba alpargatas de cáñamo y medias de estambre azul, calzón abierto de pana verde, y tan corto por la delantera, que a no ser por la faja que le sujetaba, corría peligro su enorme barriga de salir al sol. La chaqueta era de la misma pana verde, y el gorro de tres cuartas que llevaba en la cabeza, de punto doble de estambre colorado; ocupando ambas manos, una con un látigo que le servía de puntal, y la otra con una pipa de tierra en que fumaba negrillo de la fábrica de Barcelona.

Este tal, mayoral en su tiempo de la diligencia de Reus a Tarragona, ordinario periódico después, de aquella capital a Madrid, había calculado lo bien que a sus intereses estaría el establecer en ésta un depósito de mensajerías con que poder abarcar gran parte del comercio de Madrid con el Principado; y parapetado con buenos presupuestos, y con no escasa dosis de inteligencia y suspicacia, se presentaba al concurso a la hora prefijada.

Del género trashumante también, y ocupado igualmente en el trasporte interior, aunque por los caminos de herradura, el honrado Alfonso Barrientos, natural de Murias de Rechivaldo en la Maragatería, se presentó también con sus anchas bragas del siglo XV, su sombrero cónico de ala tendida, su coleto de cuero, y su fardo bajo el brazo. Hábil conocedor de las necesidades mercantiles de Madrid, relacionado con sus casas de comercio principales, que no tenían reparo de fiar a su honradez la conducta de sus caudales, jefe de una escuadra de parientes, amigos y convecinos, que desde los puntos de la costa cantábrica sostenían hace veinte años la comunicación regular con la capital, hallábase el buen Alfonso en la absoluta necesidad de establecer en ésta una factoría principal donde expender sus lienzos de Viveros, jamones de Caldelas, y truchas del Barco de Ávila, amén de las expediciones de caudales de la hacienda pública y particulares, víveres de los ejércitos, y provisiones de las plazas; y estaba seguro de que con su presencia y antigua fama no podía largo tiempo disputarle la preferencia ningún competidor.

Alegre, vivaracho y corretón, guarnecido de realitos el chupetín, con más colores que un prisma, y más borlas que un pabellón, Currillo el de Utrera, mozo despierto y aventajado de ingenio, rico de ardides y de esperanzas, aunque de bolsa pobre y escasa de realidades, se asomó como jugando al lugar del concurso, con la esperanza de que acaso le fuera adjudicada la posada, bajo la palabra de fianza de un sobrino del compadre de la mujer del cuñado de su mayoral, y todo con el objeto de dejar su vida, nómada y aventurera, porque se hallaba prendado de amores por una mozuela de estos contornos, que encontró un día vendiendo rábanos en la calle del Peñón, con un aquél, que desde el mismo instante se le quedó atravesada en el alma su caricatura y no acertó a volver a encontrar otro camino que el del Peñón.

La nobilísima Cantabria, cuna y rincón de las alcurnias góticas, de la gravedad y de la honradez, contribuyó también a aquel concurso con uno de esos esquinazos móviles, a cuyos anchos y férreos lomos no sería imposible el transportar a Madrid la campana toledana o el cimborio del Escorial. Desconfiado, sin embargo, de sus posibles, más como espectador que como actor, se colocó en la puja con ánimo tranquilo y angustiado semblante, como quien estaba diciendo en su interior: -¡Ah Virgen! ¡Si no custara más de dus riales, eu tamén votaba una empujadura!

«A los ricos melocotones de Aragón, de Aragón, de Aragón.» -Venían gritando por la calle abajo Francho el Moro y Lorenzo Moncayo, vecinos de la Almunia, y abastecedores inmemoriales de las ferias matritenses. La rosada y rotunda faz del primero, imagen fiel de la fruta que pregonaba, su aspecto marcial, su voz grave y entera, su risa verdaderamente espontánea, y el grave aspecto y la formal arrogancia del segundo, inspiraban confianza al comprador y brindaban de antemano al paladar la seguridad de los goces más deliciosos. Colocados muchos años a la puerta de la posada de la Encomienda, calle de Alcalá, o caminando a dúo por las calles con su banasta a medias agarrada por las asas, habían logrado establecer tan sólidamente su reputación, que estaban ya en el caso de aspirar a mayor solidez, teniendo en ésta un depósito central donde poder recibir sus variadas cosechas y hacer su periódica exposición.

Si no dulces y regalados frutos naturales, por lo menos picantes y sabrosos artificios era lo que ofrecer podía en el nuevo establecimiento el amable Juan Farinato, vecino del lugar de Candelario en Extremadura, célebre villa por los exquisitos chorizos que desde la invención de la olla castellana han vinculado a su nombre una reputación colosal. Farinato, descendiente por línea recta del inventor de la salchicha, y vástago aprovechado de una larga serie de notabilidades de la tripa y del embudo, había traído por primera vez a Madrid a su hijo y sucesor, verdadera litografía de su padre en facciones, traje y apostura, y después de introducirle con el sin número de amas de casa, despenseros y fondistas, de cuyos más picantes placeres estaba encargado, pensó en fijar en ésta su establecimiento, dejando al joven Farinatillo el cuidado de ir y volver a Candelario por las remesas sucesivas.

Por último, para que nada faltase a aquel general e improvisado cónclave provincial, no habían sonado las diez todavía, cuando espoleando su rucio, compungida la faz, la nariz al viento, y las piernas encogidas por el cansancio, llegó a entrar por la posada adelante el buen Juan Cochura, el castellano viejo, aquel mozo cuitado y acontecido, de cuyas desgraciadas andanzas en su primer viaje a la corte tienen ya conocimiento mis lectores. Conque se completó aquel animado cuadro, y pudo empezarse la solemne operación del traspaso; pero antes que pasemos a describirla, bueno será pasear la vista un rato por el lugar de la escena, si es que lo desabrido de la narración no ha conciliado el sueño de los benévolos lectores.