La posada o España en Madrid: 03
III
En el comedio del último trozo de la calle de Toledo, comprendido entre la puerta del mismo nombre y la famosa plazuela de la Cebada, teatro un tiempo de los dramas más románticos, ahora de las musas más clásicas y pedestres, conforme bajamos o subimos (que esto no está bien averiguado) a la izquierda o derecha, entre una taberna y una barbería, álzase a duras penas el vetusto edificio que desde su primitiva fundación fue conocido con el nombre del Parador de la Higuera, el mismo a que nos dejamos referidos en la narración anterior.
Su fachada exterior, de no más altura que la de unos treinta pies, se ve interrumpida en su extensión por algunos balcones y ventanas de irregular y raquítica proporción faltos de simetría y correspondencia, y ofrece, como es de presumir, pocos atractivos al pincel del artista o a las investigaciones del arqueólogo. Su color primitivo, oscuro y monótono, la solidez de su construcción de argamasa de fuerte pedernal y grueso ladrillo, las mezquinas proporciones de los arriba nombrados balconcillos, el enorme alero del tejado, y la altísima puerta de entrada, cuyas jambas de sillería aparecen ya un sí es no es desquiciadas, merced al continuo pasar de carromatos y galeras, dan a conocer desde el primer aspecto la fecha de aquel edificio, si ya no la revelase expresamente una inscripción esculpida en el dintel de la dicha puerta; la cual inscripción alternada con la que sirve de insignia al parador, viene a formar un todo bastante heterogéneo y difícil de comentar; dice pues así:
JHS. 16. MRA. 22. JHE. DE LA
Que según los inteligentes se reduce a declarar (después de los respetables nombres de la sacra familia y del emblemático título del parador) que aquella casa fue construida en el año de gracia de 1622; conque es cosa averiguada sus dos siglos y pico de antigüedad.
En el ancho y cuadrilongo vestíbulo que sirve de ingreso, no se mira cosa que de contar sea, supuesto que a aquella hora todavía no trabajaba el herrador de la parte afuera de la calle, y los mozos ordinarios no habían colocado aún el barco temblador sobre que suelen pasar las siestas jugando al truquiflor y a la se-cansa.
Pásase desde el citado ingreso a un gran patio cuadrilátero cercado por su mayor parte de un cobertizo que sirve para colocar las galeras y otros carruajes, y sobre el que sustentan los pasillos y ventanas de las habitaciones interiores de la casa. A su entrada el indispensable pozo con su alto brocal y pila de berroqueña, y en ambos lados, por bajo del cobertizo, las cuadras y pajares con la suficiente comodidad y desahogo.
La habitación alta está dividida en sendos compartimentos, adornados cada uno con su tablado de cama verde, jergón de paja, sábanas choriceras y manta segoviana; su mesilla de pino, con un jarro candil y una estampa del Dos de Mayo o del Juicio final, pegada con miga de pan en el comedio de la pared; amén de los diversos adornos que alternativamente aparecen y desaparecen, tales como albardas, colleras, esquilones y otros, propios de los trajinantes que suelen ocupar aquellos aposentos.
Únicos habitadores permanentes de tan extenso recinto, y ruedas fijas de su complicada máquina, eran: primero, el dueño propietario Pedro Cabezal, anciano respetable de que queda hecha mención, cuya estampa lozana y crecida en sus años juveniles, aparecía ya un sí es no es encorvada por el transcurso del tiempo y los cuidados que pesaban sobre su despoblada frente; segundo, Anselma Ordóñez, hija putativa de Diego Ordóñez, difunto mozo de mulas, mayordomo y despensero que fue de la casa en los primeros años del siglo actual, y esposo de Dominga López, también difunta, ama de llaves del Cabezal. Esta tal Anselma era una moza rolliza de veinte abriles poco más o menos, cuya fecha, no muy conforme con la muerte del padre Diego, que falleció heroicamente de hambre en el año 12, se explicaba más naturalmente por las malas lenguas que atribuían al tío Cabezal algunas relaciones en su tiempo con la viuda Dominga, y creían descubrir entre las facciones de aquél y las de la moza, mayor relación y concomitancia que con las del difunto mozo de mulas. Pero sea de esto lo que quiera, y la verdad no salga de su lugar, es lo cierto que el famoso dueño del parador de la Higuera la tenía por ahijada, y en los últimos años de su edad, desprovisto como estaba desgraciadamente de sucesión directa, varonil y ostensible, manifestaba cierta predilección y deferencia hacia la muchacha, y aun daba a entender claramente que aquel feliz mortal que lograse interesar su aspereza, sería dueño de su mano, ítem más, del consabido parador con todas sus consecuencias. Razón de más para atraer a su posada crecido número de parroquianos gallardos y merecedores.
El tercer personaje de la casa era Faco el herrador, poderoso atleta de medio siglo de data, cojo como Vulcano, y señalado en la frente con una U vocal, insignia de su profesión, que le fue impuesta por un macho cerril de Asturias, con quien habrá quince años sostuvo formidable y singular combate. Gesto duro y avinagrado, manos férreas y cerdosas, alto pecho, cuello corto, y cabeza bien templada. Este tal era el consejero áulico, el amigo de las confianzas del Cabezal; era el que imprimía, digámoslo así, su sello a todas las determinaciones de aquél, que no tenían, como suele decirse, fuerza de ley, hasta después de bien claveteadas por el señor Faco, y pasadas por el yunque de su criterio.
Último miembro de aquella cuádruple alianza venía a ser Periquillo el Chato, joven alcarreño hasta de diez y nueve primaveras, mozo de paja y tintero, que así enristraba la pluma como rascaba la guitarra; más amigo del movimiento rápido y de la vida nómada, propia de su antiguo oficio de acarreador de yeso, que del quietismo y trabajo mental a que le obligaba el arcón de la cebada y el grasiento cuaderno de la paja, de que estaba hoy encargado, gracias a su notable habilidad para trazar algunos rasgos, que según el maestro de su pueblo podían pasar por letras y por guarismos, siempre que abajo se explicase en otros más claros lo que aquéllos querían decir.