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La prez en el surco

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La prez en el surco

Ya sabéis la historia de San Isidro Labrador. Pero yo quiero documentárosla con alguna anécdota bien comprobada.

San Isidro era un humildísimo siervo de Dios y un criado leal de un caballero matritense que poseía tierras en una y otra parte de las riberas del río Manzanares.

San Isidro no tenía otra misión que la de levantarse antes de que el sol apareciese. Salir de su casucha, situada en los que ahora se nombran barrios bajos de Madrid, esto es, entre la calle de Embajadores y la de Toledo. Aparejaba sus bueyes, uncíalos al guión del arado y marchaba en demanda de su trabajo.

Conocida es la leyenda de que una tarde San Isidro sintió su alma henchida de amor a Dios. Quiso rezar. Rezó. Ya sabía el Santo que mientras él rezaba iban a holgar los bueyes. Pero fue asombro del labriego, el ver que los bueyes seguían arando, y que la reja entraba en tierra, aún más firme que antes, abriendo los lomillos del surco. Interrumpió San Isidro la oración, y vio que iba guiando la esteva y arreando a los bueyes un ángel, blanco, rubio, luminoso... Y entonces San Isidro se inclinó sobre la tierra, rezó y mordió los arbustos que le circundaban, y entonces se sintió predestinado por la devoción del alma al culto definitivo de la Suprema Majestad.

No puede ponerse en duda que esto ocurrió y así lo refieren los biógrafas del santo. Tal es la síntesis de aquella existencia maravillosa y noble y en la que todo fue perfecto.

Un día San Isidro sintió en el alma el mordisco del amor. Delante de él iba cada mañana una hembra, nacida junto al Manzanares. Era María de la Cabeza. Al verla pasar, San Isidro interrumpía el trabajo.

-Gallarda va la moza -pensaba.

Y María de la Cabeza, la doncella pura y honestísima, saludaba al labriego diciendo:

-Bien trabaja el gentil labrador.

Y esto se repitió muchas veces, en muchas mañanas y en muchas tardes, hasta que, una primavera, cuando las graderías ribereñas saltaban en flores y ardían en perfumes, los dos humildes se juntaron en una oración.

Siguieron los bueyes su ruta sobre el surco. Apareció el Ángel Labriego.

Y así nació ese hogar, coronado hoy con la inmortalidad de la santificación.

San Isidro Labrador... Santa María de la Cabeza.