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La princesa y el granuja/V

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V

Repuesto al cabo de su violenta emoción, el rapaz miró hacia el interior de la tienda, y vio a unas niñas y a dos o tres personas mayores hablando con el alemán. Una de las chicas sostenía en sus brazos a la dama de los pensamientos de Migajas. Hubiérase lanzado éste con ímpetu salvaje dentro del local; pero se detuvo, temeroso de que viendo su facha estrambótica, le adjudicaran una paliza o le entregasen a una pareja.

Fijo en la puerta, consideraba los horrores de la trata de blancos, de aquella nefanda institución tirolesa, en la cual unos cuantos duros deciden la suerte de honradas criaturas, entregándolas a la destructora ferocidad de niños mal criados. ¡Ay! ¡Cuán miserable le parecía a Pacorrito la naturaleza humana!

Los que habían comprado la señora salieron de la tienda y entraron en un coche de lujo. ¡Cómo reían los tunantes! Hasta el más pequeño, que era el más mimoso, se permitía tirar de los brazos a la desgraciada muñeca, a pesar de tener él para su exclusivo goce variedad de juguetillos propios de su edad. Las personas mayores también parecían muy satisfechas de la adquisición.

Mientras el lacayo recibía órdenes, Pacorrito, que era hombre de resoluciones heroicas y audaces, concibió la idea de colgarse a la zaga del coche. Así lo hizo, con la agilidad cuadrumana que emplean los granujas cuando quieren pasear en carruaje de un cabo a otro de la Villa.

Alargando el hocico hacia la derecha, veía asomar por la portezuela uno de los brazos de la dama sacrificada al vil metal. Aquel brazo rígido y aquel puño de rosa hablaban enérgico lenguaje a la imaginación de Migajas, que en medio del estrépito de las ruedas oía estas palabras:

-¡Sálvame, Pacorrito mío, sálvame!