Ir al contenido

La princesa y el granuja/VI

De Wikisource, la biblioteca libre.

VI

En el pórtico de la casa grande donde se detuvo el coche, cesaron las ilusiones del granuja, porque un criado le dijo que si manchaba el piso con sus pies enlodados, le rompería el espinazo. Ante esta abrumadora razón, Migajas se retiró, lleno el corazón de un ardiente anhelo de venganza.

Su fogoso temperamento le impulsaba a seguir adelante, arrojándose en brazos de la fortuna y en las tinieblas de lo imprevisto. Su alma se adaptaba a las ruidosas y dramáticas aventuras. ¿Qué hizo el muy pillo? Pues concertarse con los que iban a recoger la basura a la casa donde estaba en esclavitud su adorada, y por tal medio, que podrá no ser poético, pero que revela agudeza de ingenio y un corazón como la copa de un pino, Migajas se introdujo en el palacio.

¡Cómo le palpitaba el corazón cuando subía y penetraba en la cocina! La idea de estar cerca de ella le confundía de tal suerte, que más de una vez se le cayó la espuerta de la mano, derramándose en la escalera. Pero de ningún modo podía saciar la ardiente sed de sus ojos, que anhelaban ver a la hermosa dama. Sintió lejanos chillidos de niños juguetones, pero nada más. La gran señora por ninguna parte aparecía.

Los criados de la casa, viéndole tan pequeño y tan feo, le hacían mil burlas; mas uno de ellos, que era algo compasivo, le daba golosinas. Una mañana muy fría, el cocinero ya fuese por lástima, ya por maldad, lo dio a beber de un vino áspero y picón como demonios. El granuja sintió dulcísimo calor en todo el cuerpo y un vapor ardiente que a la cabeza le subía. Sus piernas flaqueaban, sus brazos desmayados caían con abandono voluptuoso. Del pecho le brotaba una risa juguetona, que iba afluyendo de su boca, cual arroyo sin fin, y Pacorrito reía y se agarraba con ambas manos a la pared para no caer.

Un puntapié vigoroso, aplicado en semejante parte, modificó un tanto la risa, y puesta la mano en la parte dolorida, Pacorrito salió de la cocina. Su cabeza seguía trastornada. Él no sabía a dónde le conducían sus pasos. Corrió tambaleándose y riendo de nuevo; pisó fríos ladrillos, y después suave entarimado, y luego tibias alfombras.

De repente sus ojos se detuvieron en un objeto que en el suelo yacía. ¡Cielos!... Migajas exhaló un rugido de dolor, y cayó de rodillas.

Allí, tendida como un cadáver, los vestidos rasgados y en desorden, partida la frente alabastrina, roto uno de los brazos, desgreñado el pelo, estaba la señora de sus pensamientos. ¡Lastimoso cuadro que partía el corazón!

Nuestro héroe, durante un rato, no pudo articular palabra. La voz se ahogaba en su garganta. Estrechó contra su corazón aquel frío cuerpo inanimado, cubriéndolo de besos ardientes. La señora tenía abiertos los ojos, y miraba con melancólica dulzura a su fiel adorador. A pesar de sus horribles heridas y del lastimoso estado de su cuerpo, la noble dama vivía. Pacorrito lo conoció en la luz singular de sus quietos ojos azules, que despedían llamaradas de amor y gratitud.

-Señora, ¿quién os trajo a tan triste estado? -exclamó en tono patético, angustioso.

Pero pronto, al dolor agudísimo sucedió la ira, y Pacorrito pensó tomar venganza de aquel descomunal agravio.

Como en el mismo instante sintiera pasos, cargó en sus brazos a la gentil dama echando a correr con ella fuera de la casa. Bajó la escalera, atravesó el patio, salió a la calle con tanta velocidad, que no se podía decir que corría, sino que volaba. Su carrera era como la del pájaro que al robar un grano, oye el tiro del cazador, y sintiéndose ileso, quiere poner entre su persona y la escopeta toda la distancia posible.

Corrió por una, dos, tres, diez calles, hasta que, creyéndose bastante lejos, descansó, poniendo sobre sus rodillas el precioso objeto de su insensato amor.